jueves, 12 de abril de 2012

Richard Avedon



 El reverendo Al Sharpton. Nueva York. Enero de 1993


 Un día de mayo de 1991, en Nueva York, después de saborear con todo el equipo del estudio una deliciosa comida china, Richard Avedon me invitó a subir a su apartamento situado en el primer piso. Allí me instaló ante la gran mesa de madera y colocó delan­te de mí una enorme pila de papeles. Eran fotocopias de gran for­mato de sus fotografías. Me pidió que las mirara, añadiendo que se trataba de su au­tobiografía. Se puso detrás de mí con un cuadernillo de apuntes en la mano mien­tras yo pasaba las páginas.
El tema se desarrollaba con una for­ma pasmosa de mezclar imágenes de di­ferentes épocas, de diferentes plantea­mientos, mediante acercamientos o rup­turas gráficas. El ritmo, todavía imper­fecto, era musical. Descubría fotogra­fías de familia que coexistían con las obras maestras. Todo aquello, en su complejidad, en su refinamiento, del que solamente percibía algunas pinceladas, resultaba fascinante.
Entonces llegué al capítulo 3. Allí me quedé petrificado en mi silla, conmocionado por una evidencia que no había visto nunca. Las fotografías de las momias de las catacumbas de Palermo se juntaban con las imágenes terribles, que yo no conocía, del hos­pital psiquiátrico en el que Louise, la hermana del fotógrafo, murió demasiado joven y demasiado bella. Me obsesionaban esas danzas macabras de la pintura medieval en las que todo se convierte en muecas. Estaba al mismo tiempo impresionado por la fuerza de las imágenes, la radicalidad de la elección y la tremenda exposición del personaje al desnudo. Ave-don me decía, nos decía, que en el co­razón de su obra, tal vez como su autén­tico motor, estaba el cuestionamiento de la muerte y, por tanto, del sentido de la vida. En la discusión que siguió no pude evitar reconocer mi estupefacción, al mis­mo tiempo que mi admiración. Pero, evi­dentemente, aquella experiencia había cambiado mi forma de percibir la obra de Richard Avedon.
Desde entonces he vuelto a ver el libro, en diferentes etapas de su maquetación y en su forma definitiva. Me sigue impresionando su construcción, ese logro (puede que sea el único caso y, desde luego, el primero) de un libro tan radical, construido como un libro pero ignorando las palabras. Y cuando llego al capítulo 3 no puedo escapar a esa evidencia expresada con la serenidad de quien ha querido dar lo mejor en su vida: Polvo eres...

Christian Caujolle




 El pequeño Noto. Sicilia. Septiembre de 1947.
 Hospital del Estado de Louisiana. Jackson. Lousiana. Febrero de 1963.
 Catacumbas de Palermo. Sicilia. Agosto de 1959.
 Santa Mónica. California. Septiembre de 1963.
 Dick y Norma Stevens.
 Momias de las catacumbas de Palermo. Sicilia. Agosto de 1959.
 El escultor Alberto Giacometti. Paris. Marzo de 1958.
El escritor Henry Miller. California. Septiembre de 1968.















Posar para creer
Seguramente, al retratar a Inés Sastre, Richard Avedon ha intuido el horror que le inspira a una mujer bella su propio desnudo. El vértigo de tener cuerpo no entra en el plan de la eter­nidad, en el plan de despojar a la car­ne de su insidiosa urgencia. Esa batalla entre la representación de la carne y la transfiguración del tiempo es la que aborda todo fotógrafo que se enfrenta a un retrato como éste.
Avedon, experto en mujeres más que en bellezas, conocedor de las modas y nunca hombre a la moda, pone su ojo de sexagenario sobre la piel ordenada de una incipiente estrella. Ha elegido el momento preciso: ella todavía es su rehén. Así las cosas, bajo el peso de una mirada poderosa, Inés está en condiciones de aprender algo. Vestida  por la mirada del artista, muestra el envés del cuerpo, como una hoja ater­ciopelada que quisiera ahora revelar su construcción nervuda. Está aparen­temente tranquila, pero el ceño rebel­de delata una impaciente soberbia.
Avedon ha logrado su propósito al extraer el carácter de Inés Sastre de la superficie miniada de la fama. Casi le ha robado el gesto, incluso me atre­vería a decir que ha sido él, y sólo él, quien ha provocado esta instantánea transparencia.
Sabernos, gracias al fotógrafo, que ella no es inocente, ni deshonesta. Hay hombres que arrancan una lágri­ma o una sonrisa. Avedon va más le­jos, te quita el miedo.
Texto: María Vela Zanetti






Bibliografía


-Observation. Texto de Truman Capote. Nueva York, Simon & Schuster.
-`Munkacsi'. Harper's Bazaar, junio de 1964, páginas 64-69.
-Nothing personal. Texto de James Baldwin. Nueva York, Atheneum, 1964.
-Avedon. Instituto de las Artes de Mineápolis, Mineápolis, 1970.
-`Verushka'. Vogue, mayo de 1972
-Alice in Wonderland: The forming of a Company, the Making off a play Texto Doon Arbus, diseñado por Ruth Ansel. Nueva York, E. P. Dutton. 1973.
-Jacob Israel Avedon'. Camera, noviembre de 1974.
-Portraits. Ensayo de Harold Rosenberg. Diseñado por Elisabeth Paul Avecen. Nueva York. Farrar, Straus & Giroux, 1978.
-An interview with Richard Avecen'. Égoïste, por Nicole Wisniak. Septiembre de 1984. Reeditado en Black & White. Universidad de Bale, primavera de 1986, páginas 8, 26-31.
-In the American West 1979-­1984. Introducción de Richard Avecen. Texto de Laura Wilson. Diseñado por Marvin Israel y Elisabeth Paul Avedon. Nueva York, Harry N. Abrams, 1985.
-Borrowed Dogs in Grand Street, otoño de 1987.
-'In memoriam: Diana Vreeland 1903-1989', Vanity Fair, 53, enero de 1990.
•An autobiography. Introducción de Richard Avedon. Diseño por Mary Shanahan. NYC. Rancem House / Eastman Kodak, 1993
-L'himne au désespoir de Richard Avedon', Le Monde, 28 de septiembre de 1993.


El Pais Semanal 1993

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