miércoles, 3 de agosto de 2011

EL INCAL Jodorowsky y Moebius



Alejandro Jodorowsky conoció a Moebius en 1975, cuando inten­taba adaptar Dune, la novela de Frank Herbert, a la gran pantalla. El dibujante galo fue el encarga­do de realizar el storyboard de un proyecto de gestación difícil que terminaría dirigiendo David Lynch algunos años después. La buena sintonía surgida entre ellos les llevó a colaborar en el campo de la historieta. Así, a Les yeux du chat (1978), siguió El Incal, serie cuya primera entrega apareció en las paginas de la revista Métal Hurlant, en diciembre de 1979. El éxito fue inmediato y, a pesar de una acogida contradictoria por parte de la prensa especializada, se convirtió en un clásico instan­táneo. Hoy por hoy, El Incal es un auténtico mito entre los afi­cionados a la historieta, una serie de culto.

La fascinación que me causó la primera lectura de El Incal ha sido devorada por el tiempo...


Mientras intento escribir sobre la serie, no dejo de hacerme una pre­gunta tras otra: ¿Qué criterios se deben seguir para enjuiciar correctamente una obra tan ambi­ciosa como El Incal, donde Jodorowsky vertió todas sus preo­cupaciones y obsesiones, al tiem­po que marcaba las diferentes líneas temáticas por él exploradas con posterioridad? ¿Cómo podría abarcar en un texto de dimensio­nes medias el sentido del univer­so, según Jodorowsky? ¿Dónde terminan las aportaciones de Jodorowsky y dónde comienzan las de Moebius?

Mientras me enfrento a la pantalla del ordenador, siento que la visión que en este texto pueda dar sobre El Incal ha de ser nece­sariamente parcial, incompleta. El cúmulo de referencias, convencio­nes genéricas, líneas argumentales y temas que Alejandro Jodorowsky y Moebius enhebra­ron en los seis álbumes que for­man la serie requiere algo más que una reseña o un artículo y, necesa­riamente, algunos aspectos que­darán en el tintero y otros se esca­parán de la comprensión de quien esto escribe. Quizás la mejor forma de abordar El Incal sea comenzar por el principio y con­fiar en la indulgencia de los lecto­res, que estos sepan disculpar mis omisiones y desvaríos.


El Incal arranca como una historia de género negro y ambiente de ciencia ficción. John Difool, un detective de clase R, recibe el encargo de acompañar por los bajos fondos a una mujer de clase alta que busca placer mundano. Cual Cenicienta, debe obligarla a volver antes de media­noche. Las cosas se complican y John, perseguido por un hampón con cabeza de perro, se escabulle por los conductos de ventilación. Allí, un extraño ser moribundo le entrega el Incal luz, un objeto bri­llante con inteligencia propia que parece ser deseado por demasiadas entidades y organizaciones, el gobierno incluido. A partir de este momento, la serie negra deja paso a una historia de ciencia ficción, articulada por las intrigas políticas que se producen en el seno de un corrupto Imperio galáctico, deu­dora precisamente de Dune, la novela cuya mencionada adapta­ción cinematográfica propició el encuentro entre Jodorowski y Moebius. De ahí a construir una saga de dimensiones cósmicas, una space-opera grandilocuente con una cosmología propia, sólo hay un pequeño trayecto. En El Incal se recorre. Los siete persona­jes centrales, John Difool, Deepo, Kill, Animah, Tanatah, Soluna, y el Metabarón, unen sus fuerzas para salvar el Universo de la Tiniebla, un entidad primordial que amenaza con devorar todo rastro de vida.

Se ha escrito bastante sobre las connotaciones cabalísticas de El Incal, así como de su indisimu­lado uso de los arcanos del Tarot y los principios del Zen y sus numerosas referencias a religiones y mitologías variadas, incluyendo algunas de corte mistérico y el chamanismo. Todo ello es cierto, pero está acompañado de una lec­tura del ser humano en clave estructuralista que, bien ha pasa­do desapercibida, bien se ha deja­do de lado cuando se ha abordado la lectura de El Incal.
Es muy posible que la comu­nión entre esta corriente francesa de pensamiento y las obsesiones manifestadas por Jodorowsky en toda su obra sea casual. Al fin y al cabo, la línea básica de investiga­ción desarrollada por Claude Lévi-Strauss, antropólogo francés de origen judío, como Alejandro Jodorowsky, y máximo represen­tante de la escuela estructuralista, giró en torno a los mitos y creen­cias del ser humano, al estudio de cómo sobre los mismos se proyec­tan las estructuras de pensamien­to y su reflejo en la organización social. Sin embargo, resulta difícil creer que alguien tan interesado en la antropología, especialmente en los sistemas religiosos, como Jodorowski, no conociera de pri­mera mano la obra de un antro­pólogo tan influyente y difundido como Lévi-Strauss.

Claude Lévi-Strauss y André Leroi-Gourhan, quien dedicó la mayor parte de su vida profesio­nal a analizar el arte paleolítico desde un punto de vista estructu­ralista, mantuvieron que la mente humana muestra una propensión básica a construir categorías lógi­cas basándose en contrastes bina­rios. Estas dualidades se situarían en el fondo de buena parte de los fenómenos socioculturales, si no en su totalidad, sistematizando la percepción de la realidad por medio de la oposición de princi­pios o conceptos básicos, tales como masculino/femenino o vida/muerte, que se complemen­tan. De la misma forma, Jodorowsky dispone muchos de sus personajes y elementos como oposiciones antitéticas, conjuga­das para dar forma a la armonía.
Como ejemplo de ello, la expresión prístina del Incal, su manifestación más poderosa, es la unión del Incal Negro (oscuro) con el Incal Luz (luminoso). Asimismo, el estado humano más


cercano a la perfección es el her­mafroditismo, la unión en un solo organismo de los principios mas­culino y femenino. Uno de estos hermafroditas, Soluna, representa también el día y la noche, conju­ga la luz y la oscuridad. Animah y Tanatah —respectivamente, vida y muerte en un griego un tanto alterado- son dos hermanas enfrentadas que unen sus esfuer­zos por una causa común. Kill es la manifestación de las pasiones violentas, los sentimientos irrefre­nados; a su vez, el Metabarón supone la negación de los mismos por el uso de la razón y la volun­tad. Así, cuando el Metabarón se deja dominar por su amor hacia Animah y la envidia que siente por John Difool, pone en peligro la misión que comparte con sus compañeros. Sin embargo, su actitud se ve compensada por la atemperación del carácter de Kill. Mas oscuro es el papel de Deepo, voz de la razón y, a su modo, con­ciencia de John Difool, cuya pre­sencia puede justificarse como referencia a la veneración a divini­dades paseriformes, posibles manifestaciones de la Diosa Madre, que se intuye en algunas iconografías prehistóricas, sobre todo neolíticas y precolombinas. En este sentido, su veneración como profeta en el primer tomo de la serie, tras albergar en su organismo el Incal, parece en con­sonancia con esta suposición.
El mismo motor argumental de El Incal, la oposición entre la Tiniebla y Orh, la luz creadora, supone la oposición de dos princi­pios elementales. Antagonismo falso, pues ambos se conjugan en el mismo elemento primordial, son las dos manifestaciones de un único principio. La prevalencia de una sobre otra viene determinada por un desequilibrio: "Era la fuer­za negativa acumulada en el cora­zón humano... ¡Pero la Tiniebla soy yo, lo mismo que la Luz!",revela Ohr a John Difool al finali­zar la serie. La negación de la rea­lidad, ocultada por la superposi­ción de los hechos superficiales y la percepción del mundo, da paso a la visión deslumbrante de una realidad nueva y fundamental. John Difool ha alcanzado un conocimiento trascendental, ha completado un periplo que le ha puesto en contacto con Dios. Y, en parte, ha fracasado.
John Difool, en cuanto humano, es imperfecto y contra­dictorio. Durante toda la serie se
poco preocupada por los demás: es alguien que nunca actúa de forma generosa, sino impelido por estí­mulos externos. Cuando es despe­dazado por el Incal, aparece des­compuesto en los cuatro elemen­tos primordiales: Tierra, Agua, Fuego y Aire no son más que manifestaciones de su personali­dad que, dependiendo de la situa­ción, dominan sus actos. Este aspecto, eco de la Astrología y su división de los signos zodiacales, parece olvidarse en el desarrollo de la narración, aunque permanece latente en las acciones del detective. De hecho, la necesidad de estí­mulos externos de John Difool y la prevalencia de su conciencia individual, su rechazo inconscien­te a formar parte del ente superor­gánico formado por la unión transcendente de sus compañeros con el Incal, entroncan con una concepción del ser humano como entidad predestinada: John Difool no ha aceptado su plenitud y no está dispuesto a sacrificarse para participar de la comunión de enti­dades que redime el Universo. Ambos aspectos enlazan con el pensamiento estructuralista.


Por un lado, desde el mismo se niegan los estados de conciencia indivi­dual, en tanto en cuanto son mol­deados por condicionantes de los que las criaturas no se percatan. Por otra parte, la oposición indivi­duo/colectividad se encuentra en las ideas de Emile Durkheim, auténtico padre del estructuralis­mo, según las cuales la conciencia individual contrasta con la exis­tencia de un alma colectiva. El egoísmo de John Difool, su apego a la vida –puesto en evidencia por el amor y deseo que siente hacia Animah- le impide participar de esa entidad colectiva, a pesar de haber sido el aglutinante que ha dado origen la misma.
Otras dos obsesiones de Jodorowsky de tintes freudianos, el regreso al útero materno y la cas­tración del padre, también se encuentran presentes en El Incal. Su hierogamia o unión sexual sagrada con la protorreina Barbarah no es más que la cópula de John Difool con la diosa pri­mordial, origen de toda vida y pro­genitora de una raza de clones de John Difool: su propia madre. En este contexto, la alocada persecu­ción del John Difool original por parte de su descendencia busca la castración del padre, negación sim­bólica de Dios. Nos encontramos, de nuevo, ante una nueva conco­mitancia de la obra de Jodorowsky y el pensamiento de Lévi-Strauss, quien no dudó en aplicar el psico­análisis de Freud a la hora de inter­pretar el significado oculto de mitos y creencias esencialmente comunes en grupos con modos de vida tradicional de todo el mundo.

Además de un catálogo temá­tico que bien pudiera tomarse como resumen de todas las preo­cupaciones de Jodorowsky. El Incal es un tebeo, aunque no lo parezca por lo comentado hasta aquí. En calidad de tal, las obse­siones de su guionista se hilvana­ron con dos hilos argumentales básicos que se entrelazan para for­mar uno solo. Uno de ellos lo comparte con El halcón maltés, la novela de Dashiell Hammet (de ahí que el arranque como relato negro de la serie no sea caprichoso, en absoluto), y el otro con Dune: las dos columnas vertebra­es, desde un punto de vista narra­tivo, de El Incal son un viaje iniciático y una historia mesiánica. El primero lo constituye el peri­plo más sublime de todos, aquel que encamina los pasos de sus Protagonistas al encuentro con Dios, a la adquisición del Conocimiento. En el camino, John Difool se convierte, a su pesar, en un mesías muy peculiar que recorre escrupulosamente su propio ciclo heroico para conjurar a amenaza de la Tiniebla.
Como los héroes clásicos, John Difool recibe un encargo transcendente, sin ser plenamente consciente de ello. Para cumplir su elevada misión, a la que dedicará un derroche ilimitado de energías y por la que arriesgará su propia vida, se desplaza en el tiempo y en el espacio. En el camino recibe ayuda, a veces de forma inesperada, y conoce el amor. Al mismo tiempo, John Difool es un elegido. El Elegido.
En primer lugar, porque el Destino le encomienda la protec­ción del Incal Luz y la búsqueda de su opuesto complementario, el Incal Oscuro. Es, por tanto, port­ador del Poder y de la Esperanza del Universo. En segundo, porque Animah, la Vida, le selecciona Para concebir a Soluna, el herma­frodita perfecto que canalizará las energías del Incal en la confronta­ción definitiva con la Tiniebla. También es el encargado de fecundar a Barbarah, la protorrei­na, cerrando un ciclo en busca de la perfección genética de los Berg.
En tanto que héroe, tras cumplir su misión Difool debería haber protagonizado una huida accidentada y disfrutar de un retorno victorioso, pleno de gloría personal. En tanto que mesías, Difool debería volver a la vida como redentor del Universo. Sin embargo, Jodorowsky no cierra ninguno de los dos ciclos. Como héroe, John Difool retorna al comienzo, sin la gloria de una vic­toria que no es tal. Como mesías, su incapacidad para sacrificarse y entregarse en cuerpo y alma a la misión para la que había sido ele­gido le condena a enfrentarse en solitario a la Eternidad volviendo al punto de partida.
En realidad, el Incal es el auténtico mesías. Es el hijo de Dios y con él se reúne, inauguran­do una nueva era. John Difool, testigo del acto, es enviado de nuevo a su mundo para difundir la nueva. Es, ahora, portador del Conocimiento y como tal, após­tol. Porque eso es lo que ha sido realmente durante toda la serie. Junto a sus seis compañeros ha formado el círculo de iniciados que ha acompañado al hijo del creador de todas las cosas y ha sido testigo del triunfo de la luz sobre las tinieblas, de la existencia sobre la negación de todo el ser; del triunfo de la colectividad, la entrega y el sacrificio frente al individualismo, la fuerza negativa que anida en el corazón de los hombres.



Como tebeo, El Incal es una serie irregular. No quiere esto decir que se trate de una obra fallida o carente de interés, ni mucho menos. El nivel medio de los seis álbumes que la componen es muy alto, Sin embargo, la ambición de sus artífices parece jugar en su contra y la acumulación de temas ha redundado en un conjunto algo confuso. El peculiar método de trabajo de Alejandro Jodorowsky, quien, lejos de entregar un guión escrito, cuenta a sus colaboradores la his­toria y el papel que juegan los per­sonajes en la misma para que sea el dibujante quien se encargue, con total libertad, de proporcio­nar una estructura a la narración, hace que el ánimo y la capacidad de este último sean los responsa­bles de la coherencia y el ritmo narrativos. En este sentido, El Incal Negro, El Incal Luz y Lo que está abajo, los tres primeros álbu­mes de la serie, son un prodigio de ritmo, la quintaesencia de Moebius como historietista. El dibujo es magnífico en todos los sentidos, especialmente por la atención que se presta a la puesta en página y la planificación, impecables, así como el cuidado puesto a la hora de buscar siempre encuadres ajustados a las necesi­dades expresivas y narrativas, evi­tando la confusión del lector y transmitiendo gran sensación de dinamismo. Por otra parte, los escenarios fueron cuidados pri­morosamente y ponen en eviden­cia una imaginación que desbor­da, una capacidad insultante para crear ambientes. En honor a la verdad, creó escuela. Tanta que ha llegado a abusarse del modelo.
Lo que está arriba mantiene las constantes de sus precedentes, pero comienza a evidenciar cierto cambio de rumbo. Las secuencias construidas con viñetas de tama­ño pequeño y medio dejan de menudear para dar paso a com­posiciones más sumarias. Esta opción, en parte requerida por las dimensiones cósmicas que había adquirido el relato, se ve acompa­ñada de cierta relajación a la hora de esforzarse por dotar a los per­sonajes de un aspecto uniforme en todo el tebeo, lo que redunda en la confusión de una historia que parece haber perdido un poco el norte y, sobre todo, el nervio. Las caídas de ritmo son frecuentes, aunque la puesta en escena continúa disfrutando de gran dinamismo.
En contrapartida al comenta­do descuido de los rostros, Moebius comienza a romper la estructura de la página. Hasta este momento se había mantenido dentro unos cánones más o menos clásicos, con viñetas bien delimitadas y básicamente alinea­das en bandas de lectura. A partir de La quinta esencia, la ruptura es completa. Moebius comienza a jugar con el montaje. La forma y disposición de viñetas y globos de diálogo se integran en una super­posición de elementos que pro­porcionan planificaciones innova­doras y atractivas sin perder de vista sus objetivos prioritarios: la fluidez en la lectura y la compren­sión por parte del lector.
La principal objeción que puede elevarse ante La quinta esencia y Planeta Difool es la caóti­ca búsqueda de un final a la serie. Frente al desarrollo de los cuatro álbumes precedentes, los dos últi­mos parecen apresurados y, a pesar de los esfuerzos de Moebius, carentes de ritmo y confusos. Quizás se deba tanto al carácter críptico que toma la narración como a una pérdida de rumbo que hace que se desinfle en su tramo final. Son muchas las líne­as sugeridas hasta aquel punto del camino, muchas las ambiciones temáticas de Jorodowsky, y no todas se rematan coherentemente, dejando insatisfecho al lector la resolución final. Como suele decirse, mucha mecha para poca dinamita. Tanto es así, que la traca final se ve superada por los fuegos de artificio precedentes.
Como se dijo, el ciclo se cierra para situar de nuevo a John Difool en el comienzo de su aventura, intentando recordar aquello que le ha sido revelado. A mí me gusta pensar que se encuentra sumido en un bucle infinito, condenado a un eterno retorno que sólo será capaz


de romper cuando se libere de sí mismo, cuando adquiera la capaci­dad de sacrificar su conciencia individual. Como la humanidad, es víctima de sus propias contra­dicciones y parece abocado a repe­tir sus propios errores, a revivir una y otra vez la misma historia sin solución de continuidad.
Norma ha reeditado El Incal a finales del año 2000, reuniendo los seis álbumes de la serie en un voluminoso tomo a imagen y semejanza del integral publicado en Francia por Humanoides. La calidad del papel ha permitido que la reproducción del color haga justicia a este y se han man­tenido hallazgos de la anterior versión española, como una rotu­lación que imita a la perfección la original. En realidad, la única objeción que puede ponerse a este lujoso libro es su mimetismo con el integral francés: nos sirve la serie desnuda, dejando escapar la ocasión para proporcionar mate­rial adicional, como bocetos, que hiciera aún más atractivo el pro­ducto. También elude la inclusión de algún texto introductorio o entrevista con sus autores, algo que ya se echaba de menos en la edición francesa del integral y que a quien esto escribe se antoja necesario, dada la repercusión que tuvo la serie en su momento y la influencia que ha ejercido desde su primera aparición.
Por otra parte, la reedición no podía llegar en un momento más oportuno. Jodorowsky y Moebius acaban de entregar al público fran­cófono Apres L'Incal, que es como han titulado la continuación de El Incal, y es previsible que no tarde­mos mucho en ver la versión cas­tellana. A lo mejor sus páginas proporcionan respuestas al enigma de su hermético final, el mentís o la confirmación de mis palabras y suposiciones... Pero debe ser el lec­tor quien lo descubra por si mismo, si es su deseo.

EDUARDO GARCÍA SÁNCHEZ

U#22 - Febrero 2001

martes, 2 de agosto de 2011

Calavera Lunar de Albert Monteys





CALAVERA LUNAR
Albert Monteys
Lamento no poder ser más original, pero debo reconocerlo: mi número favorito de Calavera Lunar es el 237. Cuando apareció en 1996, fue como si viera por vez primera la serie, como si percibiera en ella un montón de cosas que hasta el momento no había detectado. Ni siquiera las había imaginado.
Tal vez se deba a que "¡Canallas del abismo!" supone la apoteosis del Niño Mina, un volátil personajillo que tiene uno de los más indescriptiblemente patéticos papeles que he visto en historia alguna, sea en cómic o en cualquier otro medio. O puede que sea por la carismática personalidad (¿personalidades?) del villano, ese García de Clueca y Losillo de pétrea masa y unimente mal remendada. El mismo Calavera es, sin embargo, quien se eleva por encima de todos (especialmente por encima del irritante Coronel Zit y su abrupta epi­dermis, y especialmente en el desenlace) con su mezcla de heroísmo inconsciente y apocado, vanidad infan­til y optimismo ciego y sin fundamento.
La clara esponjosidad de un dibujo nítido y hábil, la perspicacia del ritmo narrativo (espléndida la página del tropezón del atolondrado Niño Mina) y el cuidado detallismo de la edición, repleta de imprescindibles llamadas al pie para enmarcar correc­tamente la aventura dentro de la gran saga de Calavera Lunar (mis favoritas son "*Ver número 202, "Mudanzas"" y 'Calavera Lunar num. 100- 101, "Calavera Lunar salva la Luna un par de veces.") contribuyen a elevar este tebeo por encima de la nutrida legión de tebeos de aventuras-humor comer­ciales, mensuales y con personajes carismáticos que han inundado el boyante mercado de la historieta española durante la segunda mitad de los 90, recuperando una vez más al público infantil, siempre ansioso de emociones sencillas ("Eres mi héroe más favorito," dice el pequeño Migue, de 6 años, en ¡Conexión Estelar!, la estafeta de los miles de admiradores de Calavera).
Quince veces me he leído Calavera Lunar n° 237 desde que salió, y quince veces me he reído con los mismos chistes, a veces esperándo­los y jaleándolos, a veces sorpren­diéndome todavía como si fueran inesperados. Su vigor cómico per­manece inalterable, inmarcesible, infatigable como su mismo e inmortal protagonista.
Era de justicia: si había que desta­car un solo número de Calavera Lunar de todos los publicados a lo largo de los 90, no podía ser otro.
TRAJANO BERMÚDEZ
U#20 Junio de 2000






lunes, 1 de agosto de 2011

Dark Horse número 100

Y pensar que hace ya dieciseis años que Dark Horse celebraba el número 100 de su publicación Dark Horse Presents con cinco comics que aglutinaban un nutrido grupo de autores, estas son las portadas. Dieciseis años, como pasa el tiempo y la mayoría de los autores siguen trabajando.








Lady in black









jueves, 28 de julio de 2011

MORT CINDER H. G. Oesterheld y Alberto Breccia Planeta DeAgostini

Hay obras de enorme reputa­ción, cuya fama crece de forma directamente proporcional al des­conocimiento que de ellas se tiene. El acceso a las mismas no siempre resulta fácil para los nuevos lecto­res, que llegan a oír auténticas maravillas: indudables obras maestras, clásicos absolutos. Y cuando estos recién llegados se refieren a su vez a dichas obras, repiten y aumentan las alabanzas vertidas por los "privilegiados" que sí las consiguieron en su día, agrandando la bola de nieve sin tener referencias de primera mano. Pero un día llega la oportunidad de leer la supuesta obra maestra, y no tarda en aparecer "la cuestión": ¿Era para tanto?
Casos hay de todo tipo y naciona­lidad, y suelen surgir con cierta fre­cuencia, sobre todo con la políticade reediciones que varias editoriales llevan a cabo desde hace un par de años. Uno de los últimos es Mort Cinder, la afamada obra de Héctor Germán Oesterheld y Alberto Breccia, indudable hito de la histo­rieta argentina. Y leyendo foros en internet, o escuchando conversacio­nes entre nuevos aficionados, no tarda en aparecer el debate. ¿Las conclusiones? Por lo general la posición de los viejos lectores es atrincherarse, e incluso extremar aún más sus juicios. Sin embargo, a los nuevos algo les chirría, algo les suena a viejo. Sin salir de la colec­ción Trazado, la que alberga a Mort Cinder, es dificil haber pasado por el exhibicionismo formal de Alan Moore, la inabarcable capacidad narrativa de Tezuka o el verismo documental de Sacco, sin pensar en algo parecido al desfase al enfren­tarse por vez primera a Mort Cinder. "¿Era para tanto?".
En el mundo de la historieta, muy pocos autores han logrado dejar tal huella en su trabajo como para que su sola mención sirva para identifi­car a toda la producción de su país; sin cuya personalísima aportación sea impensable el desarrollo poste­rior del medio y de nuevos autores. Héctor Germán Oesterheld es uno de estos casos. Geólogo, parece ser que su afición por las letras le impedía rechazar ningún encargo del tipo que fuera, enfrentándosesiempre con la misma seriedad a cualquier nueva proposición que le permitiera desarrollar sus cualida­des literarias. En 1950, tras publicar varios relatos y crear numerosos personajes para cuentos infantiles, su editor, Cesare Civita, le propone escribir una historieta, y Oesterheld, con el mismo aplomo con el que acepta cualquier otro trabajo, se pone a ello. Y nadie hubiera podido prever su vastísima producción futura, cuando hasta ese mismo momento no se había molestado en leer ninguna historieta. Es frecuente oír, entre autores argentinos, que Oesterheld era EL guionista, que inventó una profesión, y lo cierto es que su aproximación al oficio fue un descubrimiento constante, un apren­dizaje continuo. No hablamos de alguien marcado por los tebeos desde la infancia, cuyas aspiracio­nes profesionales van encaminadas a las viñetas, sino de un lector com­pulsivo de novelas, de aventuras en su mayoría, al que le gusta contar buenas historias, y que de pronto accede a un medio que le pone en contacto con miles de lectores. En 1962, año en que se gesta Mort Cinder, la trayectoria de Oesterheld ya había alumbrado series tan recor­dadas como Sargento Kirk y Ernie Pike (con dibujos de Hugo Pratt), Sherlock Time (con Alberto Breccia) o la enorme El Eternauta (con Solano López), entre muchísimas


otras de los más diversos géneros, amén de ver nacer y morir su propia editorial, Frontera, cuyas publica­ciones iban firmadas por él en un ochenta por ciento.
Es 1962 y Oesterheld pasa por una situación complicada. Su aven­tura editorial ha tenido que darse por finalizada, y el editor de Misterix le encarga una serie por poco dinero. Acepta, sin saber con certeza cómo será la trama, ni el carácter de los personajes. La dibu­jará Breccia y lo único que tiene claro es que el protagonista será un hombre que resucita.
Aunque el tomo se abre con la historieta-prólogo Ezra Winston, el anticuario, la primera aparición de Mort Cinder tiene lugar en Los ojos de plomo'. En ella, el viejo Ezra Winston adquiere un extraño amule­to que dará inicio a una serie de coincidencias inquietantes cuyo fin no parece muy claro, aunque el seguimiento de éstas le llevará a su encuentro con el resucitado Mort Cinder y con los acólitos de un mad doctor de siniestras intenciones. Los ojos de plomo es, sin duda, la histo­ria del volumen con mayor sentido de extrañeza, tanto por la propia trama como, mayormente, por la forma de contarla. El contexto que rodeó su creación no permitía al guionista plantearse una mínima meta hacia donde dirigirse, y la bús­queda de Ezra va avanzando según se suceden las entregas semanales. Las múltiples señales que halla a su paso no parecen responder a ningu­na lógica, más que la de provocar un golpe de efecto a cada tanto, y ni siquiera finalizada la aventura se llegan a concretar numerosos cabos sueltos olvidados con la misma lige­reza con que se lanzaron. La insegu­ridad de Ezra Winston es reflejo de la propia falta de rumbo del guionis­ta, que redunda muchas veces en sus textos lo que ya se ve en el dibujo, y



que repite situaciones, escenas, casi dando vueltas en círculos. La trama parece empezar a cobrar forma con la entrada de quien da nombre a la serie, a veintitantas páginas del ini­cio, y poco a poco afianzan los auto­res algo de seguridad. Es bastante indicativo el hecho de que la exten­sión final de esta primera aventura llege a las ochenta páginas, teniendo en cuenta que la trama es bastante esquemática y lineal, y apenas tras­ciende los límites del género en que se enmarca, en concreto el terror con un toque de ciencia ficción. Sin embargo, no hay que negar la evi­dencia: la falta de dirección, cons­ciente o inconsciente, responde per­fectamente a la inseguridad que viven los protagonistas, y es este hecho el que en su momento se valoró como algo nuevo. El propio Oesterheld, desconcertado por esta reacción, tenía mucho más clara su opinión sobre sus intenciones como creador de relatos: "Yo no tenía tiempo, por todos los trabajos que hacía, para detenerme una tarde a pensarla un poco. Las deficiencias, las indefiniciones de Mort Cinder son las que luego fueron festejadas como un acierto. Pero yo mentiría si aceptara que lo son. En realidad, ese acierto, si lo es, es hijo de las cir­cunstancias". Con aciertos o no, Los ojos de plomo aún destaca por otro motivo: el de revelarse como un work in progress, como la formación de algo que crece ante nuestros ojos, que crea un camino mientras lo recorre. Hay un par de obras recien­tes que parcialmente me vienen a la cabeza por la semejanza en el desa­rrollo creativo: Como un guante de seda forjado en hierro, de Daniel Clowes, y el primer Sin City, de Frank Miller. En ambos casos los autores parten con muy pocas pistas, descubriendo y asimilando territo­rios conforme crece la obra, muchos de los cuales serán esenciales en futuros trabajos. Oesterheld desem­boca, aquí, en un concepto cuyas virtudes no tarda en aprovechar: Mort Cinder no será tanto un prota­gonista como una excusa que permi­te abordar cualquier tipo de historia, en cualquier época.
Con la siguiente aventura, la emotiva La madre de Charlie, se vira hacia el rumbo que seguirá la serie. Un objeto, un lugar o un suce­so hacen recordar y relatar a Mort alguna de sus vidas anteriores. La madre de Charlie se encuadra en el género bélico, tan practicado por el guionista junto a Hugo Pratt, y a partir de aquí, más que en Los ojos de plomo, se dan las constantes por las que se suele recordar su trabajo. Más allá de los inevitables clichés, la aportación de Oesterheld se cen­tra, por un lado, en alterar algún ele­mento que haga más atractiva la his­toria (son llamativas las pinceladas fantásticas en La torre de Babel o La tumba de Isis); por otro, su acer­camiento a los individuos, profun­dizando en sus motivaciones y explorando las emociones humanas en situaciones extremas, por encima de la época en que transcurre la


acción (el final de La nave negrera es especialmente impactante por su contraste entre el dolor de la pérdi­da, y determinadas discusiones coti­dianas). Un género es, en definitiva, tan bueno o malo como sepa tratarlo su autor; uno puede limitarse a repe­tir esquemas y arquetipos o, como es el caso, huir de maniqueismos: los buenos no lo son tanto, los malos también sienten. Con estos plantea­mientos aborda Oesterheld cada his­toria, desde el drama carcelario (En la penitenciaría), hasta el tráfico de esclavos (La nave negrera), o la guerra a pie de trinchera (La madre de Charlie), aportando siempre algo más que la sucesión de tópicos, y donde importa tanto el contenido moral como el argumental. Aunque no hay que confundirse: Oesterheld no era un moralista, pero creía en la responsabilidad, el honor o la amis­tad, y exponía sus intereses sin caer en obviedades ni subrayados.
La historia que cierra el volumen, La batalla de las termópilas, es la más ambiciosa de todas y, para el abajo firmante, justifica por sí sola todos los elogios que pueda haber recibido la serie. En ella se nana el acontecimiento histórico en que trescientos espartanos, junto a otros griegos, defendieron el paso de las termópilas del ataque persa el año 480 a.C. El argumento, claro, es el mismo que el del reciente 300 de Frank Miller, donde muchos han querido ver la influencia, o incluso el plagio, por parte del autor de Sin City. Dejando de lado el lógico parecido argumenta], no hay prácti­camente nada que sostenga la com­paración, por lo que no me exten­deré en ello (me remito a la reseña de Pepo Pérez en U n° 18).
La visión del conflicto, en manos de Oesterheld y Breccia, acumula y sintetiza los planteamientos que le han dado identidad a la serie, a la vez que contiene sus mejores virtudes: está el elemento que incita al recuer­do y consiguiente relato por parte de Mort, están las inquietudes del guio­nista respecto al valor, la amistad y la lealtad; y hay, además, atención al detalle particular por encima del pro­pio hecho histórico, aunque también se muestre la batalla en toda su cru­deza. Ahí está, por ejemplo, el momento de descanso en que Mort Cinder, al que aquí llaman Dieneces, reflexiona sobre el futuro de muerte que les espera a él y al resto de espartanos, y con apenas unas frases llena de contenido las vidas de sus amigos (pág. 203). 0 ese instante, emotivo y espontáneo, en que decide mandar a su esclavo a llevar un men­saje, con la intención callada de ale­jarle de la batalla y evitarle una muerte segura, y luego piensa en su acto con remordimiento: "¿Por qué no lo liberé allí mismo? Porque no se me ocurrió" (pág. 205).
Si Mort Cinder sirve como mues­trario de la capacidad del guionista para expresar cualquiera de sus ideas, para Alberto Breccia marca un punto medio en su trayectoria, un puentedonde su trabajo anterior cruza hacia una dirección cargada de nuevos pasos con los que desarrollar su extraordinario dominio del dibujo. A los contrastes de su obra se suman ahora las líneas quebradas, la pince­lada casi geométrica y, sobre todo, las primeras texturas imposibles, aluci­nadas, idóneas en Los ojos de plomo o La torre de Babel, donde añade inquietud a los elementos fantásticos; o los juegos con tramas en las histo­rias de En la penitenciaría, un mundo de grises con seres de morali­dad ambigua; o el trazo seco, el aire desolado de La nave negrera... Breccia va dejando esporádicos caminos abiertos hacia el futuro por los que, con el tiempo, abrazará la experimentación gráfica y narrativa, sobre todo a partir de su versión de El Eternauta, y cuyos hallazgos no siempre serán bien asimilados por sus numerosos imitadores.
La inclusión en la reedición de Planeta de un guión inacabado de Oesterheld resulta muy reveladora de su modo de trabajo, y de la relación que podía tener con Breccia. No pen­saba en páginas, sino en "cuadros", dejando en manos del dibujante el diseño de la plancha y, por consi­guiente, la extensión en páginas. Es significativo, creo, de la no muy amplia cultura historietística del guio­nista, lector voraz de Melville, Stevenson, Conrad o Borges, por citar unos pocos, cuyo bagaje literario es lo que le distingue de otros autores; lo que da su capacidad creadora y su



potente prosa (pocos hay que escri­ban en una viñeta "La noche, en jiro­nes lentos, se va amontonando en las hondonadas" sin resultar cargantes). Pero, quizá también, lo que le eleva por encima de otros es a la vez la causa que le impide ser aún más gran­de. ¿Qué podríamos haber esperado de sus historietas si hubiera estado atento a los progresos de Hergé, o Eisner? Esto es, enlazando con el ini­cio de la reseña, lo que en ocasiones uno parezca echar en falta al leer Mort Cinder: la voluntad de aprove­char mejor, o con mayor frecuencia, determinados mecanismos formales de la historieta; de soldar texto y dibujo en un único todo narrativo, en el que sea dificil adivinar dónde acaba Oesterheld y comienza Breccia. Hay, sin embargo, algunos puntos que marcan la evolución de la serie en este aspecto. Desde la indeci­sa Los ojos de plomo hasta La batalla de las termópilas hay más de un avance: el primero, sin duda, es la mayor precisión a la hora de estructu­rar las historias, de no dar rodeos y concretar mejor las intenciones. Ya entrados en aspectos de puesta en página, hay puntuales detalles forma­les para recordar, como algunos efec­tos de zoom para cambiar de época (La torre de Babel, págs. 106-107) o acentuar una implicación emotiva (La nave negrera, pág. 168). Pero donde más abundan es, sin duda, en la emo­cionante La batalla de las termópilas: el empleo de viñetas panorámicas en las batallas, incluso mudas (págs. 194-95, 198, 207); una splash-page que refleja la brutalidad del enfrenta­miento (pág. 210); el plano fijo en dos viñetas de una expresiva mano que simboliza toda la muerte de la guerra (pág. 200); o el espeluznante uso del zoom y el fuera de campo en la página 208, donde vemos a un sol­dado persa ensartando a un espartano, mientras el texto describe las atroces consecuencias de las heridas.
Respecto a la edición de Planeta, hay que reconocer la estupenda cali­dad de reproducción (aunque po­niéndonos puntillosos me angustia la aparente extinción de los rotulis­tas manuales), y es de agradecer que se haya recuperado esta obra para los nuevos lectores. Esos mismos que se estarán preguntando "¿De verdad vale la pena?".
Por supuesto.
ERNESTO MARTÍNEZ
1. La reedición de Planeta no incluye índice ni separa las diferentes historias de Mort Cinder. Me veo en la necesidad de señalarlas, para poder refe­rirme a ellas con más precisión. Según la paginación del tomo, son éstas: Ezra Winston, el anticuario, pág. 7; Los ojos de plomo, pág. 13; La madre de Charlie, pág. 94; La torre de Babel, pág. 106; En la penitenciaría. Marlin, pág. 125; En la penitenciaría. El Frate, pág. 139; El vitral, pág. 152; La nave negrera, pág. 163; La tumba de Lisis, pág. 174; y La batalla de las termópilas, pág. 187).
Articulo de la revista U#25 noviembre 2002

miércoles, 27 de julio de 2011