jueves, 28 de julio de 2011

MORT CINDER H. G. Oesterheld y Alberto Breccia Planeta DeAgostini

Hay obras de enorme reputa­ción, cuya fama crece de forma directamente proporcional al des­conocimiento que de ellas se tiene. El acceso a las mismas no siempre resulta fácil para los nuevos lecto­res, que llegan a oír auténticas maravillas: indudables obras maestras, clásicos absolutos. Y cuando estos recién llegados se refieren a su vez a dichas obras, repiten y aumentan las alabanzas vertidas por los "privilegiados" que sí las consiguieron en su día, agrandando la bola de nieve sin tener referencias de primera mano. Pero un día llega la oportunidad de leer la supuesta obra maestra, y no tarda en aparecer "la cuestión": ¿Era para tanto?
Casos hay de todo tipo y naciona­lidad, y suelen surgir con cierta fre­cuencia, sobre todo con la políticade reediciones que varias editoriales llevan a cabo desde hace un par de años. Uno de los últimos es Mort Cinder, la afamada obra de Héctor Germán Oesterheld y Alberto Breccia, indudable hito de la histo­rieta argentina. Y leyendo foros en internet, o escuchando conversacio­nes entre nuevos aficionados, no tarda en aparecer el debate. ¿Las conclusiones? Por lo general la posición de los viejos lectores es atrincherarse, e incluso extremar aún más sus juicios. Sin embargo, a los nuevos algo les chirría, algo les suena a viejo. Sin salir de la colec­ción Trazado, la que alberga a Mort Cinder, es dificil haber pasado por el exhibicionismo formal de Alan Moore, la inabarcable capacidad narrativa de Tezuka o el verismo documental de Sacco, sin pensar en algo parecido al desfase al enfren­tarse por vez primera a Mort Cinder. "¿Era para tanto?".
En el mundo de la historieta, muy pocos autores han logrado dejar tal huella en su trabajo como para que su sola mención sirva para identifi­car a toda la producción de su país; sin cuya personalísima aportación sea impensable el desarrollo poste­rior del medio y de nuevos autores. Héctor Germán Oesterheld es uno de estos casos. Geólogo, parece ser que su afición por las letras le impedía rechazar ningún encargo del tipo que fuera, enfrentándosesiempre con la misma seriedad a cualquier nueva proposición que le permitiera desarrollar sus cualida­des literarias. En 1950, tras publicar varios relatos y crear numerosos personajes para cuentos infantiles, su editor, Cesare Civita, le propone escribir una historieta, y Oesterheld, con el mismo aplomo con el que acepta cualquier otro trabajo, se pone a ello. Y nadie hubiera podido prever su vastísima producción futura, cuando hasta ese mismo momento no se había molestado en leer ninguna historieta. Es frecuente oír, entre autores argentinos, que Oesterheld era EL guionista, que inventó una profesión, y lo cierto es que su aproximación al oficio fue un descubrimiento constante, un apren­dizaje continuo. No hablamos de alguien marcado por los tebeos desde la infancia, cuyas aspiracio­nes profesionales van encaminadas a las viñetas, sino de un lector com­pulsivo de novelas, de aventuras en su mayoría, al que le gusta contar buenas historias, y que de pronto accede a un medio que le pone en contacto con miles de lectores. En 1962, año en que se gesta Mort Cinder, la trayectoria de Oesterheld ya había alumbrado series tan recor­dadas como Sargento Kirk y Ernie Pike (con dibujos de Hugo Pratt), Sherlock Time (con Alberto Breccia) o la enorme El Eternauta (con Solano López), entre muchísimas


otras de los más diversos géneros, amén de ver nacer y morir su propia editorial, Frontera, cuyas publica­ciones iban firmadas por él en un ochenta por ciento.
Es 1962 y Oesterheld pasa por una situación complicada. Su aven­tura editorial ha tenido que darse por finalizada, y el editor de Misterix le encarga una serie por poco dinero. Acepta, sin saber con certeza cómo será la trama, ni el carácter de los personajes. La dibu­jará Breccia y lo único que tiene claro es que el protagonista será un hombre que resucita.
Aunque el tomo se abre con la historieta-prólogo Ezra Winston, el anticuario, la primera aparición de Mort Cinder tiene lugar en Los ojos de plomo'. En ella, el viejo Ezra Winston adquiere un extraño amule­to que dará inicio a una serie de coincidencias inquietantes cuyo fin no parece muy claro, aunque el seguimiento de éstas le llevará a su encuentro con el resucitado Mort Cinder y con los acólitos de un mad doctor de siniestras intenciones. Los ojos de plomo es, sin duda, la histo­ria del volumen con mayor sentido de extrañeza, tanto por la propia trama como, mayormente, por la forma de contarla. El contexto que rodeó su creación no permitía al guionista plantearse una mínima meta hacia donde dirigirse, y la bús­queda de Ezra va avanzando según se suceden las entregas semanales. Las múltiples señales que halla a su paso no parecen responder a ningu­na lógica, más que la de provocar un golpe de efecto a cada tanto, y ni siquiera finalizada la aventura se llegan a concretar numerosos cabos sueltos olvidados con la misma lige­reza con que se lanzaron. La insegu­ridad de Ezra Winston es reflejo de la propia falta de rumbo del guionis­ta, que redunda muchas veces en sus textos lo que ya se ve en el dibujo, y



que repite situaciones, escenas, casi dando vueltas en círculos. La trama parece empezar a cobrar forma con la entrada de quien da nombre a la serie, a veintitantas páginas del ini­cio, y poco a poco afianzan los auto­res algo de seguridad. Es bastante indicativo el hecho de que la exten­sión final de esta primera aventura llege a las ochenta páginas, teniendo en cuenta que la trama es bastante esquemática y lineal, y apenas tras­ciende los límites del género en que se enmarca, en concreto el terror con un toque de ciencia ficción. Sin embargo, no hay que negar la evi­dencia: la falta de dirección, cons­ciente o inconsciente, responde per­fectamente a la inseguridad que viven los protagonistas, y es este hecho el que en su momento se valoró como algo nuevo. El propio Oesterheld, desconcertado por esta reacción, tenía mucho más clara su opinión sobre sus intenciones como creador de relatos: "Yo no tenía tiempo, por todos los trabajos que hacía, para detenerme una tarde a pensarla un poco. Las deficiencias, las indefiniciones de Mort Cinder son las que luego fueron festejadas como un acierto. Pero yo mentiría si aceptara que lo son. En realidad, ese acierto, si lo es, es hijo de las cir­cunstancias". Con aciertos o no, Los ojos de plomo aún destaca por otro motivo: el de revelarse como un work in progress, como la formación de algo que crece ante nuestros ojos, que crea un camino mientras lo recorre. Hay un par de obras recien­tes que parcialmente me vienen a la cabeza por la semejanza en el desa­rrollo creativo: Como un guante de seda forjado en hierro, de Daniel Clowes, y el primer Sin City, de Frank Miller. En ambos casos los autores parten con muy pocas pistas, descubriendo y asimilando territo­rios conforme crece la obra, muchos de los cuales serán esenciales en futuros trabajos. Oesterheld desem­boca, aquí, en un concepto cuyas virtudes no tarda en aprovechar: Mort Cinder no será tanto un prota­gonista como una excusa que permi­te abordar cualquier tipo de historia, en cualquier época.
Con la siguiente aventura, la emotiva La madre de Charlie, se vira hacia el rumbo que seguirá la serie. Un objeto, un lugar o un suce­so hacen recordar y relatar a Mort alguna de sus vidas anteriores. La madre de Charlie se encuadra en el género bélico, tan practicado por el guionista junto a Hugo Pratt, y a partir de aquí, más que en Los ojos de plomo, se dan las constantes por las que se suele recordar su trabajo. Más allá de los inevitables clichés, la aportación de Oesterheld se cen­tra, por un lado, en alterar algún ele­mento que haga más atractiva la his­toria (son llamativas las pinceladas fantásticas en La torre de Babel o La tumba de Isis); por otro, su acer­camiento a los individuos, profun­dizando en sus motivaciones y explorando las emociones humanas en situaciones extremas, por encima de la época en que transcurre la


acción (el final de La nave negrera es especialmente impactante por su contraste entre el dolor de la pérdi­da, y determinadas discusiones coti­dianas). Un género es, en definitiva, tan bueno o malo como sepa tratarlo su autor; uno puede limitarse a repe­tir esquemas y arquetipos o, como es el caso, huir de maniqueismos: los buenos no lo son tanto, los malos también sienten. Con estos plantea­mientos aborda Oesterheld cada his­toria, desde el drama carcelario (En la penitenciaría), hasta el tráfico de esclavos (La nave negrera), o la guerra a pie de trinchera (La madre de Charlie), aportando siempre algo más que la sucesión de tópicos, y donde importa tanto el contenido moral como el argumental. Aunque no hay que confundirse: Oesterheld no era un moralista, pero creía en la responsabilidad, el honor o la amis­tad, y exponía sus intereses sin caer en obviedades ni subrayados.
La historia que cierra el volumen, La batalla de las termópilas, es la más ambiciosa de todas y, para el abajo firmante, justifica por sí sola todos los elogios que pueda haber recibido la serie. En ella se nana el acontecimiento histórico en que trescientos espartanos, junto a otros griegos, defendieron el paso de las termópilas del ataque persa el año 480 a.C. El argumento, claro, es el mismo que el del reciente 300 de Frank Miller, donde muchos han querido ver la influencia, o incluso el plagio, por parte del autor de Sin City. Dejando de lado el lógico parecido argumenta], no hay prácti­camente nada que sostenga la com­paración, por lo que no me exten­deré en ello (me remito a la reseña de Pepo Pérez en U n° 18).
La visión del conflicto, en manos de Oesterheld y Breccia, acumula y sintetiza los planteamientos que le han dado identidad a la serie, a la vez que contiene sus mejores virtudes: está el elemento que incita al recuer­do y consiguiente relato por parte de Mort, están las inquietudes del guio­nista respecto al valor, la amistad y la lealtad; y hay, además, atención al detalle particular por encima del pro­pio hecho histórico, aunque también se muestre la batalla en toda su cru­deza. Ahí está, por ejemplo, el momento de descanso en que Mort Cinder, al que aquí llaman Dieneces, reflexiona sobre el futuro de muerte que les espera a él y al resto de espartanos, y con apenas unas frases llena de contenido las vidas de sus amigos (pág. 203). 0 ese instante, emotivo y espontáneo, en que decide mandar a su esclavo a llevar un men­saje, con la intención callada de ale­jarle de la batalla y evitarle una muerte segura, y luego piensa en su acto con remordimiento: "¿Por qué no lo liberé allí mismo? Porque no se me ocurrió" (pág. 205).
Si Mort Cinder sirve como mues­trario de la capacidad del guionista para expresar cualquiera de sus ideas, para Alberto Breccia marca un punto medio en su trayectoria, un puentedonde su trabajo anterior cruza hacia una dirección cargada de nuevos pasos con los que desarrollar su extraordinario dominio del dibujo. A los contrastes de su obra se suman ahora las líneas quebradas, la pince­lada casi geométrica y, sobre todo, las primeras texturas imposibles, aluci­nadas, idóneas en Los ojos de plomo o La torre de Babel, donde añade inquietud a los elementos fantásticos; o los juegos con tramas en las histo­rias de En la penitenciaría, un mundo de grises con seres de morali­dad ambigua; o el trazo seco, el aire desolado de La nave negrera... Breccia va dejando esporádicos caminos abiertos hacia el futuro por los que, con el tiempo, abrazará la experimentación gráfica y narrativa, sobre todo a partir de su versión de El Eternauta, y cuyos hallazgos no siempre serán bien asimilados por sus numerosos imitadores.
La inclusión en la reedición de Planeta de un guión inacabado de Oesterheld resulta muy reveladora de su modo de trabajo, y de la relación que podía tener con Breccia. No pen­saba en páginas, sino en "cuadros", dejando en manos del dibujante el diseño de la plancha y, por consi­guiente, la extensión en páginas. Es significativo, creo, de la no muy amplia cultura historietística del guio­nista, lector voraz de Melville, Stevenson, Conrad o Borges, por citar unos pocos, cuyo bagaje literario es lo que le distingue de otros autores; lo que da su capacidad creadora y su



potente prosa (pocos hay que escri­ban en una viñeta "La noche, en jiro­nes lentos, se va amontonando en las hondonadas" sin resultar cargantes). Pero, quizá también, lo que le eleva por encima de otros es a la vez la causa que le impide ser aún más gran­de. ¿Qué podríamos haber esperado de sus historietas si hubiera estado atento a los progresos de Hergé, o Eisner? Esto es, enlazando con el ini­cio de la reseña, lo que en ocasiones uno parezca echar en falta al leer Mort Cinder: la voluntad de aprove­char mejor, o con mayor frecuencia, determinados mecanismos formales de la historieta; de soldar texto y dibujo en un único todo narrativo, en el que sea dificil adivinar dónde acaba Oesterheld y comienza Breccia. Hay, sin embargo, algunos puntos que marcan la evolución de la serie en este aspecto. Desde la indeci­sa Los ojos de plomo hasta La batalla de las termópilas hay más de un avance: el primero, sin duda, es la mayor precisión a la hora de estructu­rar las historias, de no dar rodeos y concretar mejor las intenciones. Ya entrados en aspectos de puesta en página, hay puntuales detalles forma­les para recordar, como algunos efec­tos de zoom para cambiar de época (La torre de Babel, págs. 106-107) o acentuar una implicación emotiva (La nave negrera, pág. 168). Pero donde más abundan es, sin duda, en la emo­cionante La batalla de las termópilas: el empleo de viñetas panorámicas en las batallas, incluso mudas (págs. 194-95, 198, 207); una splash-page que refleja la brutalidad del enfrenta­miento (pág. 210); el plano fijo en dos viñetas de una expresiva mano que simboliza toda la muerte de la guerra (pág. 200); o el espeluznante uso del zoom y el fuera de campo en la página 208, donde vemos a un sol­dado persa ensartando a un espartano, mientras el texto describe las atroces consecuencias de las heridas.
Respecto a la edición de Planeta, hay que reconocer la estupenda cali­dad de reproducción (aunque po­niéndonos puntillosos me angustia la aparente extinción de los rotulis­tas manuales), y es de agradecer que se haya recuperado esta obra para los nuevos lectores. Esos mismos que se estarán preguntando "¿De verdad vale la pena?".
Por supuesto.
ERNESTO MARTÍNEZ
1. La reedición de Planeta no incluye índice ni separa las diferentes historias de Mort Cinder. Me veo en la necesidad de señalarlas, para poder refe­rirme a ellas con más precisión. Según la paginación del tomo, son éstas: Ezra Winston, el anticuario, pág. 7; Los ojos de plomo, pág. 13; La madre de Charlie, pág. 94; La torre de Babel, pág. 106; En la penitenciaría. Marlin, pág. 125; En la penitenciaría. El Frate, pág. 139; El vitral, pág. 152; La nave negrera, pág. 163; La tumba de Lisis, pág. 174; y La batalla de las termópilas, pág. 187).
Articulo de la revista U#25 noviembre 2002

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