Hay obras de enorme reputación, cuya fama crece de forma directamente proporcional al desconocimiento que de ellas se tiene. El acceso a las mismas no siempre resulta fácil para los nuevos lectores, que llegan a oír auténticas maravillas: indudables obras maestras, clásicos absolutos. Y cuando estos recién llegados se refieren a su vez a dichas obras, repiten y aumentan las alabanzas vertidas por los "privilegiados" que sí las consiguieron en su día, agrandando la bola de nieve sin tener referencias de primera mano. Pero un día llega la oportunidad de leer la supuesta obra maestra, y no tarda en aparecer "la cuestión": ¿Era para tanto?
Casos hay de todo tipo y nacionalidad, y suelen surgir con cierta frecuencia, sobre todo con la políticade reediciones que varias editoriales llevan a cabo desde hace un par de años. Uno de los últimos es Mort Cinder, la afamada obra de Héctor Germán Oesterheld y Alberto Breccia, indudable hito de la historieta argentina. Y leyendo foros en internet, o escuchando conversaciones entre nuevos aficionados, no tarda en aparecer el debate. ¿Las conclusiones? Por lo general la posición de los viejos lectores es atrincherarse, e incluso extremar aún más sus juicios. Sin embargo, a los nuevos algo les chirría, algo les suena a viejo. Sin salir de la colección Trazado, la que alberga a Mort Cinder, es dificil haber pasado por el exhibicionismo formal de Alan Moore, la inabarcable capacidad narrativa de Tezuka o el verismo documental de Sacco, sin pensar en algo parecido al desfase al enfrentarse por vez primera a Mort Cinder. "¿Era para tanto?".
En el mundo de la historieta, muy pocos autores han logrado dejar tal huella en su trabajo como para que su sola mención sirva para identificar a toda la producción de su país; sin cuya personalísima aportación sea impensable el desarrollo posterior del medio y de nuevos autores. Héctor Germán Oesterheld es uno de estos casos. Geólogo, parece ser que su afición por las letras le impedía rechazar ningún encargo del tipo que fuera, enfrentándosesiempre con la misma seriedad a cualquier nueva proposición que le permitiera desarrollar sus cualidades literarias. En 1950, tras publicar varios relatos y crear numerosos personajes para cuentos infantiles, su editor, Cesare Civita, le propone escribir una historieta, y Oesterheld, con el mismo aplomo con el que acepta cualquier otro trabajo, se pone a ello. Y nadie hubiera podido prever su vastísima producción futura, cuando hasta ese mismo momento no se había molestado en leer ninguna historieta. Es frecuente oír, entre autores argentinos, que Oesterheld era EL guionista, que inventó una profesión, y lo cierto es que su aproximación al oficio fue un descubrimiento constante, un aprendizaje continuo. No hablamos de alguien marcado por los tebeos desde la infancia, cuyas aspiraciones profesionales van encaminadas a las viñetas, sino de un lector compulsivo de novelas, de aventuras en su mayoría, al que le gusta contar buenas historias, y que de pronto accede a un medio que le pone en contacto con miles de lectores. En 1962, año en que se gesta Mort Cinder, la trayectoria de Oesterheld ya había alumbrado series tan recordadas como Sargento Kirk y Ernie Pike (con dibujos de Hugo Pratt), Sherlock Time (con Alberto Breccia) o la enorme El Eternauta (con Solano López), entre muchísimas
otras de los más diversos géneros, amén de ver nacer y morir su propia editorial, Frontera, cuyas publicaciones iban firmadas por él en un ochenta por ciento.
Es 1962 y Oesterheld pasa por una situación complicada. Su aventura editorial ha tenido que darse por finalizada, y el editor de Misterix le encarga una serie por poco dinero. Acepta, sin saber con certeza cómo será la trama, ni el carácter de los personajes. La dibujará Breccia y lo único que tiene claro es que el protagonista será un hombre que resucita.
Aunque el tomo se abre con la historieta-prólogo Ezra Winston, el anticuario, la primera aparición de Mort Cinder tiene lugar en Los ojos de plomo'. En ella, el viejo Ezra Winston adquiere un extraño amuleto que dará inicio a una serie de coincidencias inquietantes cuyo fin no parece muy claro, aunque el seguimiento de éstas le llevará a su encuentro con el resucitado Mort Cinder y con los acólitos de un mad doctor de siniestras intenciones. Los ojos de plomo es, sin duda, la historia del volumen con mayor sentido de extrañeza, tanto por la propia trama como, mayormente, por la forma de contarla. El contexto que rodeó su creación no permitía al guionista plantearse una mínima meta hacia donde dirigirse, y la búsqueda de Ezra va avanzando según se suceden las entregas semanales. Las múltiples señales que halla a su paso no parecen responder a ninguna lógica, más que la de provocar un golpe de efecto a cada tanto, y ni siquiera finalizada la aventura se llegan a concretar numerosos cabos sueltos olvidados con la misma ligereza con que se lanzaron. La inseguridad de Ezra Winston es reflejo de la propia falta de rumbo del guionista, que redunda muchas veces en sus textos lo que ya se ve en el dibujo, y
que repite situaciones, escenas, casi dando vueltas en círculos. La trama parece empezar a cobrar forma con la entrada de quien da nombre a la serie, a veintitantas páginas del inicio, y poco a poco afianzan los autores algo de seguridad. Es bastante indicativo el hecho de que la extensión final de esta primera aventura llege a las ochenta páginas, teniendo en cuenta que la trama es bastante esquemática y lineal, y apenas trasciende los límites del género en que se enmarca, en concreto el terror con un toque de ciencia ficción. Sin embargo, no hay que negar la evidencia: la falta de dirección, consciente o inconsciente, responde perfectamente a la inseguridad que viven los protagonistas, y es este hecho el que en su momento se valoró como algo nuevo. El propio Oesterheld, desconcertado por esta reacción, tenía mucho más clara su opinión sobre sus intenciones como creador de relatos: "Yo no tenía tiempo, por todos los trabajos que hacía, para detenerme una tarde a pensarla un poco. Las deficiencias, las indefiniciones de Mort Cinder son las que luego fueron festejadas como un acierto. Pero yo mentiría si aceptara que lo son. En realidad, ese acierto, si lo es, es hijo de las circunstancias". Con aciertos o no, Los ojos de plomo aún destaca por otro motivo: el de revelarse como un work in progress, como la formación de algo que crece ante nuestros ojos, que crea un camino mientras lo recorre. Hay un par de obras recientes que parcialmente me vienen a la cabeza por la semejanza en el desarrollo creativo: Como un guante de seda forjado en hierro, de Daniel Clowes, y el primer Sin City, de Frank Miller. En ambos casos los autores parten con muy pocas pistas, descubriendo y asimilando territorios conforme crece la obra, muchos de los cuales serán esenciales en futuros trabajos. Oesterheld desemboca, aquí, en un concepto cuyas virtudes no tarda en aprovechar: Mort Cinder no será tanto un protagonista como una excusa que permite abordar cualquier tipo de historia, en cualquier época.
Con la siguiente aventura, la emotiva La madre de Charlie, se vira hacia el rumbo que seguirá la serie. Un objeto, un lugar o un suceso hacen recordar y relatar a Mort alguna de sus vidas anteriores. La madre de Charlie se encuadra en el género bélico, tan practicado por el guionista junto a Hugo Pratt, y a partir de aquí, más que en Los ojos de plomo, se dan las constantes por las que se suele recordar su trabajo. Más allá de los inevitables clichés, la aportación de Oesterheld se centra, por un lado, en alterar algún elemento que haga más atractiva la historia (son llamativas las pinceladas fantásticas en La torre de Babel o La tumba de Isis); por otro, su acercamiento a los individuos, profundizando en sus motivaciones y explorando las emociones humanas en situaciones extremas, por encima de la época en que transcurre la
acción (el final de La nave negrera es especialmente impactante por su contraste entre el dolor de la pérdida, y determinadas discusiones cotidianas). Un género es, en definitiva, tan bueno o malo como sepa tratarlo su autor; uno puede limitarse a repetir esquemas y arquetipos o, como es el caso, huir de maniqueismos: los buenos no lo son tanto, los malos también sienten. Con estos planteamientos aborda Oesterheld cada historia, desde el drama carcelario (En la penitenciaría), hasta el tráfico de esclavos (La nave negrera), o la guerra a pie de trinchera (La madre de Charlie), aportando siempre algo más que la sucesión de tópicos, y donde importa tanto el contenido moral como el argumental. Aunque no hay que confundirse: Oesterheld no era un moralista, pero creía en la responsabilidad, el honor o la amistad, y exponía sus intereses sin caer en obviedades ni subrayados.
La historia que cierra el volumen, La batalla de las termópilas, es la más ambiciosa de todas y, para el abajo firmante, justifica por sí sola todos los elogios que pueda haber recibido la serie. En ella se nana el acontecimiento histórico en que trescientos espartanos, junto a otros griegos, defendieron el paso de las termópilas del ataque persa el año 480 a.C. El argumento, claro, es el mismo que el del reciente 300 de Frank Miller, donde muchos han querido ver la influencia, o incluso el plagio, por parte del autor de Sin City. Dejando de lado el lógico parecido argumenta], no hay prácticamente nada que sostenga la comparación, por lo que no me extenderé en ello (me remito a la reseña de Pepo Pérez en U n° 18).
La visión del conflicto, en manos de Oesterheld y Breccia, acumula y sintetiza los planteamientos que le han dado identidad a la serie, a la vez que contiene sus mejores virtudes: está el elemento que incita al recuerdo y consiguiente relato por parte de Mort, están las inquietudes del guionista respecto al valor, la amistad y la lealtad; y hay, además, atención al detalle particular por encima del propio hecho histórico, aunque también se muestre la batalla en toda su crudeza. Ahí está, por ejemplo, el momento de descanso en que Mort Cinder, al que aquí llaman Dieneces, reflexiona sobre el futuro de muerte que les espera a él y al resto de espartanos, y con apenas unas frases llena de contenido las vidas de sus amigos (pág. 203). 0 ese instante, emotivo y espontáneo, en que decide mandar a su esclavo a llevar un mensaje, con la intención callada de alejarle de la batalla y evitarle una muerte segura, y luego piensa en su acto con remordimiento: "¿Por qué no lo liberé allí mismo? Porque no se me ocurrió" (pág. 205).
Si Mort Cinder sirve como muestrario de la capacidad del guionista para expresar cualquiera de sus ideas, para Alberto Breccia marca un punto medio en su trayectoria, un puentedonde su trabajo anterior cruza hacia una dirección cargada de nuevos pasos con los que desarrollar su extraordinario dominio del dibujo. A los contrastes de su obra se suman ahora las líneas quebradas, la pincelada casi geométrica y, sobre todo, las primeras texturas imposibles, alucinadas, idóneas en Los ojos de plomo o La torre de Babel, donde añade inquietud a los elementos fantásticos; o los juegos con tramas en las historias de En la penitenciaría, un mundo de grises con seres de moralidad ambigua; o el trazo seco, el aire desolado de La nave negrera... Breccia va dejando esporádicos caminos abiertos hacia el futuro por los que, con el tiempo, abrazará la experimentación gráfica y narrativa, sobre todo a partir de su versión de El Eternauta, y cuyos hallazgos no siempre serán bien asimilados por sus numerosos imitadores.
La inclusión en la reedición de Planeta de un guión inacabado de Oesterheld resulta muy reveladora de su modo de trabajo, y de la relación que podía tener con Breccia. No pensaba en páginas, sino en "cuadros", dejando en manos del dibujante el diseño de la plancha y, por consiguiente, la extensión en páginas. Es significativo, creo, de la no muy amplia cultura historietística del guionista, lector voraz de Melville, Stevenson, Conrad o Borges, por citar unos pocos, cuyo bagaje literario es lo que le distingue de otros autores; lo que da su capacidad creadora y su
potente prosa (pocos hay que escriban en una viñeta "La noche, en jirones lentos, se va amontonando en las hondonadas" sin resultar cargantes). Pero, quizá también, lo que le eleva por encima de otros es a la vez la causa que le impide ser aún más grande. ¿Qué podríamos haber esperado de sus historietas si hubiera estado atento a los progresos de Hergé, o Eisner? Esto es, enlazando con el inicio de la reseña, lo que en ocasiones uno parezca echar en falta al leer Mort Cinder: la voluntad de aprovechar mejor, o con mayor frecuencia, determinados mecanismos formales de la historieta; de soldar texto y dibujo en un único todo narrativo, en el que sea dificil adivinar dónde acaba Oesterheld y comienza Breccia. Hay, sin embargo, algunos puntos que marcan la evolución de la serie en este aspecto. Desde la indecisa Los ojos de plomo hasta La batalla de las termópilas hay más de un avance: el primero, sin duda, es la mayor precisión a la hora de estructurar las historias, de no dar rodeos y concretar mejor las intenciones. Ya entrados en aspectos de puesta en página, hay puntuales detalles formales para recordar, como algunos efectos de zoom para cambiar de época (La torre de Babel, págs. 106-107) o acentuar una implicación emotiva (La nave negrera, pág. 168). Pero donde más abundan es, sin duda, en la emocionante La batalla de las termópilas: el empleo de viñetas panorámicas en las batallas, incluso mudas (págs. 194-95, 198, 207); una splash-page que refleja la brutalidad del enfrentamiento (pág. 210); el plano fijo en dos viñetas de una expresiva mano que simboliza toda la muerte de la guerra (pág. 200); o el espeluznante uso del zoom y el fuera de campo en la página 208, donde vemos a un soldado persa ensartando a un espartano, mientras el texto describe las atroces consecuencias de las heridas.
Respecto a la edición de Planeta, hay que reconocer la estupenda calidad de reproducción (aunque poniéndonos puntillosos me angustia la aparente extinción de los rotulistas manuales), y es de agradecer que se haya recuperado esta obra para los nuevos lectores. Esos mismos que se estarán preguntando "¿De verdad vale la pena?".
Por supuesto.
ERNESTO MARTÍNEZ
1. La reedición de Planeta no incluye índice ni separa las diferentes historias de Mort Cinder. Me veo en la necesidad de señalarlas, para poder referirme a ellas con más precisión. Según la paginación del tomo, son éstas: Ezra Winston, el anticuario, pág. 7; Los ojos de plomo, pág. 13; La madre de Charlie, pág. 94; La torre de Babel, pág. 106; En la penitenciaría. Marlin, pág. 125; En la penitenciaría. El Frate, pág. 139; El vitral, pág. 152; La nave negrera, pág. 163; La tumba de Lisis, pág. 174; y La batalla de las termópilas, pág. 187).
Articulo de la revista U#25 noviembre 2002
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