lunes, 28 de febrero de 2011

V de Venantius

Cuando estoy un tiempo sin ver a Venantius, se que me encontraré con un montón de dibujos nuevos. No se si mi definición es correcta o no, pero para mi es como un motor gráfico, su impulso, su pulsión por dibujar supera todo cuanto entiendo. Que ustedes lo disfruten






Tintin vuelve a su castillo







Tintín en España, Kuifje en Holanda. Tintti para los finlandeses, Tai­netaine para los iraníes. Tan Tan entre los japoneses y Tan Tan para los ára­bes, sólo Tim para los alemanes, Tanta­na para los rusos, Tenten en Turquía y Tintinus en el Vaticano, si es que al­guien habla aún allí el latín, y Tincjo para aquellos que crean en la existen­cia del esperanto, Las aventuras del pe­riodista belga de nombre absurdo crea­das el 10 de enero de 1929 por Georges Remi, más conocido como Hergé, han sido traducidas a 51 idiomas y recogi­das en 24 álbumes, si incluimos el facsí­mil de sus andanzas por el país de los sóviets y el esbozo Tintín y el arte Alfa, Durante años, Tintín viaja sin cesan del Congo a Estados Unidos, de la India al Polo Norte, de la China a Escocia, y cada vez, antes de marchar o cuando re­gresa, pasa por su modesto apartamen­to en la calle del Labrador, en una ciu­dad sin nombre pero que todos identifi­camos como Bruselas, ¿Por qué? Por­que Hergé es belga y sobre todo, porque a Tintín, a su regreso de la URSS en Tintín en el país de los sóviets, le recibe una multitud enfervorizada que se con­centra ante la estación del Norte, un edificio bruselense inconfundible, aun­que hoy ya no exista.


A partir de su undécima aventura, El tesoro de Rackham el Rojo, Tintín pasa cada vez más días en casa de sus nuevos amigos, el capitán Haddock y el profesor Tornasol, que viven en el cas­tillo de Moulinsart, una mansión rodea­da de un gran jardín, que había perte­necido al caballero de Hadoque, ante­pasado del capitán borrachín, Moulin­sart es adquirida por el capitán gracias a que descubre en sus sótanos el tesoro que François de Hadoque había logra­do preservar de la rapacidad de los pi­ratas, pero también gracias a la ayuda financiera que le aporta Tornasol, que le ha vendido al Gobierno su pequeño submarino en forma de tiburón. Moulinsart, el nombre, es una in­vención de Hergé, inspirada sin duda por los nombres de una región francó­fona de Bélgica, ese Brabante en el que se encuentran los lugares de Rixensart, Maransart, Hannonsart y Sart-Moulin, Su aspecto, su fachada de castillo a la francesa, es típico de las construcciones levantadas durante los reinados de Luis XIII y los primeros años de Luis XIV Hergé lo dibujó a partir de un modelo célebre, el castillo de Cheverny. consi­derado como el mejor decorado y amue­blado de todos los que puntúan el reco­rrido del Loira, Hergé, que era hombre al que le agradaba tanto documentarse como dotar de coherencia y credibili­dad sus historias, comprendió que el auténtico Cheverny. el que se habían hecho edificar en 1620 el conde Henri y la princesa Marguerite, era demasiado grande para un lugarteniente de la Ma­rina real y excesivo a todas luces para Tornasol. Haddock, Néstor y Tintín, De ahí que privase a Cheverny de sus dos alas, y que se conformase con el cuerpo central del edificio, con el que en realidad ocupan la escalera, salones y los dormitorios más modestos, renuncian­do, en cambio, a la biblioteca, la cocina, los saloncillos y al llamado dormitorio real, Hergé trabajó a partir de un des­plegable turístico en blanco y negro editado a principios de los años cua­renta y del que se limitó a hacer desaparecer esas dos alas de techo de piza­rra, que coronan tres plantas con tres fachadas y tres ventanas en cada uno de los pisos.
Hoy se ocupa de Cheverny-Moulin­sart el marqués de Vibraye, descen­diente de una familia de financieros y militares de Blois –los Hurault– que en el siglo XIII compraron los terrenos donde se levanta Cheverny para erigir un castillo fortificado, origen del actual pero radicalmente distinto, puesto que, si en los siglos XIII y XIV lo importante era aún que los gruesos muros sir­vieran de refugio y de torre de control de un territorio, en el XVIII de lo que se trataba era de hacer cómoda y agrada­ble la vida de unos grandes propieta­rios que, de vez en cuando, recibían a altas personalidades del reino, El mar­qués de Vibraye vivió de pequeño en Cheverny en el castillo que hoy se visi­ta como un museo; su boda la celebró aún en la mansión de sus antepasados, poco después transformada en empre­sa, un lugar que recibe 350,000 visitan­tes anuales y da trabajo a 40 personas, Al margen de su carácter de atracción turístico-museística ligado a su histo­ria y a lo que ésta le ha legado –mue­bles, pinturas, artesonado y una atmós­fera inconfundible–, Cheverny ofrece un golf de 18 agujeros, una suntuosa orangerie preparada para recepciones, seminarios, banquetes o exposiciones, un enorme jardín y una gigantesca pe­rrera en la que vive una jauría de 70 fox-hound y poitevin.



La relación entre Cheverny y Mou­linsart tenía que desembocar en una colaboración estable, en una tentativa de fusión entre dos pasados, el de los señores renacentistas que le piden a Jean Monier que les pinte unos paneles que recuerdan los principales pasajes de El Quijote, y el del caballero Fran­çois d'Hadoque y el de su descendiente, el capitán Haddock, Esa síntesis se da en las caballerizas, un espacio que aco­ge la cripta en la que Tintín se ve encerrado en El secreto del Unicornio, el salón con un ventanal roto de El asun­to Tornasol, el laboratorio en el que el sordo científico despistado se dedica a sus misteriosos experimentos, el cuar­to de baño del capitán justo en el mo­mento en que el espejo de su lavabo se resquebraja –todo ocurre en El asunto Tornasol–, la habitación de Tintín o el salón en que se nos propone asistir, en Las joyas de la Castafiore. a una prime­ra prueba de televisión en color.
Esos espacios tintinescos están con­cebidos con mucha sencillez, precedido cada uno de ellos de una pantalla por la que desfila en bucle el dibujo animado que nos sitúa respecto a lo que vamos a ver, Sin duda el más extraordinario es la habitación de Tintín en Moulinsart, entre otras cosas porque Hergé nunca la dibujó. En El asunto Tornasol vemos al héroe de sus aventuras asomando por la puerta de su dormitorio, con Milú a sus pies –página 11–, pero nunca entramos en él, al contrario que en su apartamento de la calle del Labrador o en el que tiene en Tintín en el país del oro negro, de carácter más moderno, quizá en el barrio de Berchem-Sainte­Agathe, con ventanas horizontales, a la manera de Le Corbusier,
En Cheverny podemos ver esa ha­bitación de Tintín, tan inexistente en los álbumes como la sexualidad del per­sonaje, y en ella, además de una cama de adolescente, hay un pequeño escri­torio, una radio y una gran percha de la que penden las ropas que Tintín se ha puesto en América, en la India, en Chi­na o en Escocia, Al mismo tiempo es un lugar razonable, que confirma el carác­ter provisional del dormitorio, y tan ex­traño como el propio Tintín, con su cara ovalada, eternos pantalones de golf e imposible tupé, Si Haddock tiene un pasado y una evidente querencia por el alcohol, si Tornasol es un sordo tímido capaz de enamorarse de la Cas­tafiore, si Milú es un perro glotón que comparte con el capitán su amor por el whisky, de Tintín no sabemos nada –sólo en Tintin en el Tíbet demuestra ser capaz de un tipo de amistad que va más allá de lo previsible, incluso del he­roísmo previsible–, y no deja de ser co­herente que en su habitación no haya otra cosa que los "disfraces" con que su "recortable" se ha vestido para luchar contra Al Capone o la mafia del opio. Tintín es un héroe irreal, casi una abs­tracción, como su nombre indica o su confusa edad sugiere, tal y como ha subrayado el tintinólogo Benoit Peeters.




La Fundación Moulinsart se ocupa de gestionar la dimensión económica del imperio dejado por Hergé, Desde hace ya algunos años la segunda espo­sa del dibujante, Fanny Rodwell, ha im­pulsado una política de recompra de los derechos o franquicias concedidos des de mediados de los años sesenta. El control que dos fundaciones -la ya citada de Moulinsart y la que lleva por nombre Hergé y se centra en la protección de la obra- ejercen sobre el universo de Tintín es estricto. Se trata de rarificar la presencia comercial de ciertos objetos, de evitar la degradación de la imagen de los personajes ligada a la proli­feración de copias, de impedir que se apoderen de Tintín empresas o perso­nas que no respetarían la coherencia de sus historietas o la calidad de sus per­sonajes y situaciones, Steven Spielberg se ha interesado por Tintín; el cineasta belga Jaco van Dormael -autor de la ex­celente Toto le héros- también quisiera descubrir cómo traducir los dibujos en imagen fotográfica, y el francés Jean­Pierre Jeunet, ayudado por el éxito de su película Amélie, cree haber hallado el secreto de cómo convertir un héroe de papel en otro de celuloide.
Mientras Cheverny se reivindica co­mo el auténtico Moulinsart, mientras el Museo de la Marina de París ofrece una estupenda exposición sobre todas las re­ferencias marineras asociadas a Had­dock, mientras los cineastas buscan cómo llevar a la pantalla lo que les fas­cinó como lectores infantiles, es impo­sible no recordar una historia que co­menzó, en blanco y negro, en Bruselas, en el año 1929; que no cobró populari­dad hasta 1941, cuando el periódico Le Soir acogió las aventuras de Tintín en sus 300,000 ejemplares diarios, y que, ya en color, fue el semanario Tintín el gran estimulante comercial que, a partir de 1946, puso al alcance de todos dichas ha­zañas, En 1948 el semanario empezó a distribuirse en Francia y en los cin­cuenta se quintuplica la venta de los li­bros. El millón de ejemplares por álbum se alcanza en 1960, y desde entonces el número de lectores ha ido multiplicán­dose, cada vez más atentos y detallistas, como lo prueba el que supieran detectar en una viñeta de Stock de coque que la escalinata de acceso de Moulinsart te­nía ocho escalones cuando en todas las demás el número era de nueve, Habrá que ir de nuevo a Cheverny para ver a quién da razón la realidad. •
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La exposición de Tintín puede verse en el castillo de Cheverny todos los días del año, previa petición de hora en el teléfono 33 (0) 254 79 96 29, Más informa­ción, en www.chateau-cheverny.fr

El Pais Semanal número 1313 Domingo 25 de Noviembre de 2001

domingo, 27 de febrero de 2011

Carteles Saló del Comic de Barcelona en Flip Book



El tiempo suspendido de Jean Siméon Chardin


REPORTAJE: ARTE - Exposiciones


ESTRELLA DE DIEGO 26/02/2011


Maestro del detalle, del momento íntimo y silencioso, de interiores pacíficos, cotidianos, Chardin es uno de los más destacados pintores franceses del siglo XVIII. El Museo del Prado reúne por primera vez en España 57 de sus obras en una exposición exquisita.

La peonza, a un lado, da vueltas próxima al borde de la mesa. En una primera mirada cuesta verla, pincelada amarillenta y precisa cerca de los libros, el papel, el tintero y la pluma; movimiento diminuto que se amplifica de repente en medio de una escena donde el resto permanece estático. O casi. Porque al observar al joven protagonista -adolescente vestido a la moda elegante del XVIII francés, niño absorto en el movimiento caprichoso de la peonza-, al fijar los ojos sobre su mano derecha, deslumbra el gesto apenas perceptible de esos dedos pulgar e índice que se rozan delicados y describen un transcurso que se está escapando en el momento mismo de verlo: hace un instante los dedos lanzaban el juguete. Entonces cada cosa se acopla a su lugar en su justa medida y aflora aquello que define la pintura de Chardin, algo que no olvidan quienes la han mirado con la atención que exige.


Porque a veces Chardin, el pintor de bodegones por excelencia, tan reproducido en calendarios, postales y cajas de dulces, de tan popular -sobre todo desde mediados del XIX- pasa desapercibido, dando por hecho que quien pinta género y bodegones pinta temas menores que no pueden competir con los Grandes Relatos. ¡Naturalezas muertas!... cuadros para burgueses con gustos mediocres. Estos díasel Museo del Prado muestra al mejor Chardin de la mano de Pierre Rosenberg, comisario de la muestra, y sólo con pasearse por las salas, con mirar sin prejuicios, con acercarse a través de esa mirada contemporánea que sabe, que ha aprendido, cómo las pequeñas historias ocupan un lugar de privilegio dentro de la gran narración cultural, queda clara la fuerza delicada de este artista, uno de los grandes maestros del XVIII francés.

Aunque Chardin es mucho más que un nombre célebre de la Historia del Arte. Así que busco una palabra capaz de definir eso preciso y volátil, cotidiano y sublime, inmóvil y danzante de su pintura y no la encuentro porque todas las definiciones aluden a una paradoja. Lo antiheróico, lo antinarrativo. O todo lo contrario: la habilidad de crear historias donde no había historias de partida. No termina de aflorar la palabra que defina esta pintura contenida, prodigiosa y absorta. Tiempo suspendido. Quizás sea ésta la cualidad que consigue definir eso que ocurre sobre cada cuadro de Chardin cuando los ojos menos avezados llegaron a pensar que no pasaba nada. Su aparente falta de relato termina por ser, más bien, una narración extraordinaria que ha quedado flotando en ese instante privilegiado que Chardin captura como pocos, cierta "magia" de la cual no llegaba a entender nada, decía desconcertado Diderot.

Una narración extraordinaria termina por ser Dama tomando el té, cuadro emblemático del Museo de Glasgow que sólo en rarísimas ocasiones viaja. La protagonista, personaje como siempre ensimismado, se concentra en su taza humeante, absorta en un espacio que, de nuevo, no precisa del espectador para completarse. La obra, de una intensidad inusitada bajo su apariencia banal, captura nuestros ojos en el instante intrascendente en el cual se concentra el tiempo completo, como cuando soñamos despiertos. ¿Qué más da que la silla denote una perspectiva torpe -algunos dirían que porque Chardin, en tanto bodegonista, nunca tuvo la formación exigida para pintar escenas de género?-. El gesto es tan bello, la sensación tan intensa -como cuando soñamos despiertos-, que no podemos apartar los ojos de ese tiempo que está presente, sí, pero ha dejado de transcurrir.

Tiempo suspendido el de la maestrita y el niño, el del joven haciendo la gran pompa de jabón, el de las madres y los adolescentes en los pequeños cuadros; el de los bodegones maravillosos donde un gato insolente se entromete en la escena con gesto altivo -tal y como ocurre en La raya, asombrosa pintura de gran formato y considerada una de las obras maestras de la primera época-. Tiempo suspendido en Los preparativos para el almuerzo, entre los jarros de agua y el cristal transparente y admirable de los vasos, cristalerías sencillas que, frente a los lujosos objetos importados de los holandeses -de algún modo el referente histórico de Chardin-, no hablan de viajes lejanos ni de historias míticas, sino de existencias corrientes que transcurren entre fresas, melocotones y jarrones de loza blanca y azul. Pero igual que ocurriera en la Holanda del XVII, algo ha cambiado: la nueva clase en ascenso, moderna, eficaz y hasta discreta, necesita nuevas fórmulas de representación. De hecho, llama la atención en Chardin esa aludida modernidad que se muestra en el interés por niños y jóvenes, impensado hasta ese momento al ser la adolescencia una invención del siglo XVIII francés; su tratamiento casi irónico de asuntos relativos a la cultura, como sus monos pintores y anticuarios; o sus imágenes de madres laboriosas que tan bien se ajustan a lo que Carol Duncan llama "las madres felices", una figura retórica femenina que cultiva el XVIII francés como iconografía ejemplarizante frente a la decadencia parisina. Es la crisis de los Grandes Relatos que el XIX retoma en la pintura de historia, brevemente, hasta que la llegada del XX nos aniquila para siempre.

Quizás esa modernidad pueda ser una de las razones por la cuales Chardin nunca ha sido tan conocido en España frente a su popularidad en países con una clase media más desarrollada e instruida como Inglaterra, Suecia o Rusia que, con Catalina la Grande a la cabeza -coleccionista además de Chardin-, no tardó en adherirse a las nuevas ideas ilustradas. La modestia existencial del pintor tampoco contribuiría a su fama en el extranjero: nunca viajó mucho. Pese a todo, desde hace algunos años ha sido tema reiterado entre los investigadores anglosajones más originales en sus lecturas de la pintura del XVIII, tanto tiempo denostada, desde Micheal Fried a la reivindicación de los bodegones como un género en absoluto menor de Norman Bryson. La propuesta misma de trabajo para Chardin, "pintar lo que se ve" y "enseñar al ojo a mirar la naturaleza", es en el fondo lo que sigue asombrado hoy, la "magia" que desconcertaba y hasta irritaba a Diderot, quien en plena batalla por las jerarquías de los géneros pictóricos se sentía incómodo frente a su atracción irresistible hacia una pintura de bodegones. No en vano, en una de sus obras más audaces, los Salones, defendía con entusiasmo las naturalezas muertas de Chardin gracias a la vivacidad de sus pinturas, igual que le había "salvado" en sus Ensayos sobre la pintura: con frecuencia Chardin incorporaba el bodegón a una escena en la cual se mantenía la presencia humana, máxima jerarquización en pintura.

Y sin embargo, al observar la gran cantidad de cuadros donde la figura humana ha sido excluida en la producción de Chardin, la argumentación del gran crítico del XVIII parece más bien una mera excusa. Quizás lo que atrajo a Diderot, lo que él vio y las convenciones de la época no quisieron dejarle ver, fue esa modernidad sin precedentes de obras como La tabaquera, una joya que resplandece en el recorrido cronológico del Prado tan adecuado para Chardin, un hombre de orden, que al final de su vida y por problemas en los ojos tuvo que pintar al pastel. El conjunto de objetos de fumador -tal vez propiedad del pintor mismo- habla de un propietario ausente, cuya presencia a través de sus pertenencias en sin embargo irremediable: a menudo al hablar de nosotros nos camuflamos tras un vacío. Luego, al dejar las salas del Prado nada volverá a ser como antes. Lo supo ver Proust, uno de los más fervientes admiradores del maestro Chardin: "Cuando uno ha visto a Chardin, no sólo ve únicamente la belleza de una comida burguesa, sino que cree que no hay poesía sino en las comidas sencillas, y retira la vista cuando ve unas joyas".

Chardin. 1699-1779. Museo del Prado. Paseo del Prado, s/n. Madrid. Del 1 de marzo al 29 de mayo

miércoles, 23 de febrero de 2011

Irving Penn


Via Wikipedia.-
Estudió diseño en la Escuela de Artes Industriales del Museo de Filadelfia, en la cual ingresó en 1938. Su profesor fue el fotógrafo Alexey Brodovitch, quien más tarde sería su colega en la revista Harper’s Bazaar. Luego viajó a México, donde se dedicó a la pintura durante un año.

Sus dibujos fueron publicados en Harper's Bazaar. Su primera labor en la revista Vogue fue como ayudante del artista Alexander Liberman. En 1943, comenzó a trabajar como diseñador de portadas.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Penn adquirió fama por sus elegantes y glamorosos retratos femeninos publicados en Vogue. En sus fotografías, el sujeto solía posar ante un sencillo fondo blanco o gris, usando la simplicidad más efectivamente que otros fotógrafos de la época.

En 1950, se casó con la modelo Lisa Fonssagrives, con quien tuvo un hijo llamado Tom. Tres años después, fundó su estudio fotográfico. Quedó viudo en 1992, cuando Fonssagrives tenía 80 años.
Recibió el premio Hasselblad en 1985, y dos años más tarde fue galardonado con el Premio de Cultura de la Asociación Alemana de Fotografía.

Publicó diversos libros, incluyendo The astronomers plan a voyage to Earth (1999) y Photographs of Dahomey (2004), además de exhibiciones de su obra.

Falleció el 7 de octubre de 2009 en su casa de Manhattan a los 92 años