martes, 11 de febrero de 2025

1964, el año que Andy Warhol mató al arte

David G. Torres analiza el cambio de paradigma acontecido a mediados de los sesenta, cuando el arte pop, los Beatles y las tesis de Umberto Eco cambiaron la definición de cultura

Por Jordi Amat

Andy Warhol en 1964 rodando con una cámara fija en Silver Factory.

Eve Arnold (Magnum Photos / Contacto)


En el documental Beatles 64 se encuentra la apoteosis de la beatlemanía durante su primer viaje Estados Unidos. Nada que no se haya contado mil veces, pero nos gusta. Su primer concierto, en Washington, lo dieron en un recinto dedicado al boxeo. Tras la actuación se desplazaron a la Embajada británica, donde se les ofreció una recepción. En el documental se explica la incomodidad que sintieron los Fab Four porque el personal los trató con desprecio. A Ringo Starr le cortaron un mechón de pelo, Lennon se marchó despotricando, Harrison casi rompe a llorar. al recordarlo, McCarney se mea en la cara de esos señoros peripuestos. "Éramos chicos de clase obrera. Si te encuentras con gente pija, asumes que te van a menospreciar. Pero ¿sabes qué? Nos importaba una mierda. Trabajaban en una embajada y nosotros estábamos de gira tocando rock". Esa mañana, en el tren que los había llevado desde Nueva York a la capital de Estados Unidos, un periodista le había preguntado a McCartney por el lugar que creía que ocuparían los Beatles en la historia de la cultura occidental. Macca se ríe, no puede tomárselo en serio. "No es cultura, es diversión". Mientras leía entusiasmado 1964. Cuando la cultura se convirtió en espectáculo, de David G. Torres, aquel 11 de febrero me venía cada vez a la cabeza.

No es el centro de un ensayo que toca mil teclas artísticas, pero hay una obra clave en la tesis que desarrolla: Apocalípticos e integrados, de Umberto Eco, que, como el mítico artículo sobre la cultura camp de Susan Sontag, se publicó, claro, en 1964. El semiólogo italiano no se limitaba a distinguir entre los apocalípticos que se resistían a integrar prácticas culturales en la cultura de masas, como si así estuviesen defendiendo la civilización ilustrada contra los bárbaros del consumo, y quienes lo asumían como el signo de los tiempos. Para Eco esa distinción había dejado de tener sentido. En tiempo de publicidad y televisión, con los mecanismos de reproducción de imágenes y objetos perfectamente modernizados para problematizar la idea canónica del artista, la cuestión era la siguiente: ¿cómo mantener contenidos críticos en la ineliminable sociedad del espectáculo? Retorno con el caso que citaba en el arranque: el entretenimiento que eran los Beatles, más allá de la diversión y a pesar de la mirada soberbia con la que la gente repipi les seguía contemplando, ¿podía adquirir consideración cultural? Esa pregunta se formuló en 1964 y ese año, como va mostrando David G. Torres en los casos que estudia, se empezó a responder en diversos lugares del mundo.

De la Bienal de Venecia (con la entronización del pop art) a Los Ángeles (con la exposición de Duchamp), pasando por Londres (donde los Who rompían la guitarra electrónica para cerrar su show). De Valencia (donde surge el grop Crónica) a Tánger (con los alucinógenos flotando en el ambiente), hasta llegar a la meca de Nueva York, capital de la fase poshistórica del arte.

Escribo lo de "fase poshistórica" como si fuese un catedrático vestido de negro, pero se me baja la vanidad al reconocer que el concepto lo elaboró el crítico Arthur C. Danto tras vivir una epifanía estética: la exposición de Andy Warhol en la Stable Gallery, sí, de 1964, donde expuso sus cajas de sopa Brillo. Warhol, enlazando con Duchamp, está en el centro y es central en el libro porque ese año, que para él fue frenético, redefinió la noción de artista sobre todo en aquella ciudad. En un extremo urbano e ideológico una intervención suya se cancelaba en un pabellón de la Feria Mundial: un panel con los 13 rostros más buscados por el FBI. En otro extremo, en el downtown, el movimiento Fluxus, en el que participaría Yoko Ono, reconectaba con Dada y sí lograba crear al margen de la sociedad del espectáculo. Y en el centro de Manhattan, que era un centro del mundo, Warhol creó su centro de operaciones: Factory. "Si Marcel Duchamp había aportado la idea de que los artistas trabajan con conceptos, Warhol aportaría la idea, que ya quedaría instalada en el sistema del arte, del artista como alguien que dirige proyectos". Así mató al arte. Pero además, con las otras piezas de ese año, las de accidentes y muertes que revelaban el lado oscuro de la American way of life, Warhol estaba descubriendo el camino para que el arte siguiese siendo el lugar de la crítica.

1964. Cuando la cultura se convirtió en espectáculo

David G. Torres

Alianza, 2024

304 páginas. 21,95 euros



El Pais Babelia Núm. 1.729. Sábado 11 de enero de 2025

The Sandman / Neil Gaiman y varios autores




La presente es una empresa fallida, un accidente anunciado, y lo sé incluso antes de comenzar a ejecutarla. Se ha escrito tantas veces antes un «se ha escrito tantas veces sobre The Sandman» que resulta imperdonable hacerlo aquí como si se estuviese jugando con matrioskas. Me piden que sintetice las claves de la obra para el neófito y me desespera no saber por dónde empezar; parece imposible condensar algo tan inmenso en un puñado de líneas. 

En las Hudson Highlands de Nueva York, a unos metros de donde nacieron los cuentos de Washington Irvin, un grupo de figuras misteriosas convoca una reunión de urgencia en una vieja biblioteca de esas que parecen haber nacido antiguas con el único propósito de oficiar extraños encuentros. Las historias agonizan de manera alarmante y los reunidos allí son un grupo de cirujanos encargados de insuflarles nueva vida. Durante la ceremonia se desentierran tres momias y los presentes valoran las posibilidades de resucitarlas. Alguien recuerda que no hace demasiado tiempo un extraño británico sugirió hacerse cargo de una de ellas.

DC buscaba una manera de abrillantar las ideas en el mundo del cómic, los directivos acordaron ejecutar un truco viejo: reutilizar personajes abandonados que tenían en la cantera editorial. A Gaiman se le asignó reescribir los devenires de Sandman, una creación de Gardner Fox y Bert Christman que caminaba por el límite de los años treinta luciendo traje, máscara antigás, fedora y una pistola cuyos vapores reducían a sus enemigos. En la década de los setenta Joe Simon y Jack Kirby transformaron al personaje en un superhéroe que chapoteaba entre el mundo real y el del sueño equipado con un puñado de polvo. En los noventa Gaiman atrapó a Sandman.

El británico recogió el cuerpo, desechó casi todos sus pedazos, decidió conservar el billete de tren hacia las ensoñaciones y también el nombre con el que había sido bautizado (aunque le otorgaría muchos más: Morfeo, el Rey de los sueños o Cai’Ckul, entre tantos otros). Le asignó seis hermanos: Deseo, Delirio, Destrucción, Desesperación, Destino y Muerte, creando una familia inusual (los Eternos), acomodada un escalón por encima de los Dioses, y formada por representaciones antropomórficas de los principios del universo. Y entonces decidió concederles todo el tiempo y el espacio del universo. Sandman reinaría en los sueños de toda la humanidad, y allí todo (absolutamente todo) era posible. 

Gaiman es alguien que lleva toda la vida rumiando a Edgar Allan Poe, C. S. Lewis, Lord Dunsany, G. K. Chesterson, Ursula K. Le Guin, H. P. Lovecraft o J. R. R. Tolkien. Alguien que, tras ojear lo que tejía Alan Moore, decide que el cómic es un medio interesante para tallar una obra mastodóntica. Alguien que respira fábulas y que estaba a punto de dirigir la sinfonía perfecta, de ensamblar el mecanismo de relojería impecable. 

La tragedia de Morfeo es una historia de sueños, de un rey hurgando en los mundos de quienes duermen y citándose en una cantina cada cien años con un humano inmortal. Es la historia de los monstruos imaginarios de tu infancia que pasean por las calles de nuestro mundo y son masacrados a tiros por la policía, de brujas, de dioses nórdicos y figuras bíblicas, de criaturas aterradoras, de pesadillas eternas, de reuniones masivas de psicópatas, de seres humanos rindiéndose a la degeneración más extrema por culpa de un talismán mágico, de realidades paralelas con presidentes tentados por demonios, de sueños parásitos que quieren conquistar mundos. De cruzar el espejo de Alicia una y otra vez. Y otra vez de nuevo.



La obra saltaba del cuento de terror a la fábula tierna, de la leyenda histórica a la fantasía contemporánea. No todos los relatos se centraban en Morfeo: su entorno también era protagonista. Gaiman trituró todos los mitos fantásticos para cocinar uno propio.

El titiritero británico demostró una soberbia valía. Enfrentó a su hijo contra Lucifer y sus huestes de demonios y aquel Morfeo derrotó al Infierno con tan solo pronunciar una frase de lógica irrevocable. Pero también sentó a ese mismo rey en una plaza para dar de comer a las palomas mientras conversaba sobre Mary Poppins con su hermana Muerte y nada de aquello sonaba discordante, ni siquiera la maravillosa ocurrencia de haber creado a la propia Muerte con las formas y maneras de una chica jovial, simpática y llena de vida.

No se puede resumir The Sandman, la única recomendación posible es devorarlo. Entre sus logros están el haber adquirido una cantidad demencial de lectores (de los cuales la mitad eran mujeres), la genuflexión de los críticos más escépticos, decenas de reediciones y una colección de premios prestigiosos. En la FantasyCon un número de The Sandman se llevó el Howard Phillips Lovecraft Awards a lo mejor del año para sorpresa de decenas de escritores quienes, incapaces de asimilar que semejante honor recayese en un cómic, abuchearon la elección. Las propias reglas de aquel evento fueron modificadas para excluir las viñetas de posteriores ediciones, Harlan Ellison describió la estampa con estilo: «Deberíais haber estado en la entrega de premios. Aquellos mamones estuvieron a punto de cagarse». 

Millones de personas quedaron hechizadas para siempre por el Rey del sueño. La razón era sencilla y estaba cargada de lógica: millones de personas sueñan.

The Sandman es la hostia. No es solo una serie de cómics, es algo contagioso que se te mete dentro y te obliga a contemplarlo todo como si fuese un sueño, a interpretar la realidad como si fuera cuento, es una mitología tan pegajosa que te obliga a creer en ella.

Es como un mundo inabarcable que contiene cientos de mundos, como aquella Historia interminable que servía de raíz y de árbol a muchas más historias.

The Sandman es un universo.

Y un universo no se puede resumir en unas líneas, ni siquiera haciendo malabares. Por eso mismo la presente no puede ser nada más que una empresa fallida, un accidente anunciado.


Jot Down- Cien Tebeos Imprescindibles (2014)


lunes, 10 de febrero de 2025

Sandokán en el motín de los cipayos

 El faro del fin del mundo / Jacinto Antón


El actor Kabir Bedi (Sandokán), en la Feria del Libro de Madrid en 2003. Álvaro García


Una de mis posesiones más preciadas es un libro dedicado por Sandokán. Vale, la firma no es, desgraciadamente, del auténtico Tigre de Malasia, lo que sería difícil porque Salgari se inventó al personaje -aunque en sus memorias, publicadas en Renacimiento (2012) por ese gran sadonkanista que es Fernando Savater, el escritor italiano nos quiere hacer creer que lo conoció y que el pirata le ofreció incluso el mando de unos de sus prahos-. No, mi libro dedicado es Historias que debo contar (Amok ediciones, 2023), de Kabir Bedi, en el que el actor que mejor ha encarnado a Sandokán ("Sandokan, Sandokan / giallo il sole la forza mi dá") cuenta su vida prolijamente y con cierta vanidad pareja al fiero orgullo del destronado príncipe.

En fin, sea con las facciones de Kabir Bedi, de Steve Reeves o de Ray Danton, o las que le pongas cuando lees sus aventuras, volver a Sandokán, a Mompracem y a Salgari es como regresar a casa. A un mundo de aventuras y cosas que de verdad importan, como conquistar un amor allí a desmano: "¿Deseáis ser mía? ¡Yo haré de vos la reina de estos mares, la reina de Malasia! A una palabra vuestra, trescinetos hombres, más feroces que los tigres, que no temen ni al plomo, ni al acero, surgirán e invadirán los estados de Borneo para ofreceros un trono". Sí, sé que hoy ya no se liga así, como lo hacía Sandokán en Los tigres de Mompracem, pero, ay, quién pudiera dedicar su tiempo a cortejar a la Perla de Labuán, a vengar afrentas, a enfrentarse, kriss en mano, al rajá blanco James Brooke (a uno de cuyos descendientes, por cierto, cuenta Kabir Bedi que se encontró en la barra del Raffles, de Singapur).

En el interín (y a la vista de que hacerse un hueco en Mompracem está difícil), me he leído una aventura de Sandokan que tenía pendiente, Los dos rivales, que es en realidad la segunda parte de Los dos tigres (1904), una división arbitraria que se hizo aquí de la novela (la cuarta de las 11 del ciclo Piratas de Malasia). En la historia, tenemos a Sandokán y sus camaradas Yañez y Tremal-Naik en la India, donde tratan de rescatar a la hija del cazador hindú de manos de los thugs, la temible secta histórica de estranguladores que adoraban a la diosa Kali y con la que Salgari tenía una verdadera fijación. Sandokán y sus piratas -que odian al imperialismo colonial británico que los ha convertido en parias -se transforman aquí paradójicamente en aliados puntuales de los ingleses en la lucha por erradicar a los thugs, uno de los grandes enemigos de la India del Raj. A los thugs quien los eliminó de verdad, en 1839, fue un oficial británico viejo amigo nuestro, William Henry Slleman. Eso Salgari se lo pasa por el forro.

Lo de los dos rivales (y los dos tigres) tiene su explicación en que Sandokán, el Tigre de Malasia, se enfrenta a Suyodhana, el malvado y escurridizo líder de los thugs, el Tigre de la India. La pelea final tiene lugar en Delhi ¡en pleno asedio del ejército británico durante el célebre Motín de los cipayos!, el levantamiento que incendió la India en 1857. Salgari, y este es un atractivo añadido de la novela, ofrece una insólita visión de la insurrección, con el pirata y sus amigos pasando discretamente por en medio.

Pero esta no ha sido mi única incursión en Salgari de estos días. Me he leído también En las montañas del Atlas, una novela en la que no sale Sandokán pero trata sobre ¡la Legión Extranjera! En los predios de Beau Geste, el autor veronés nos entrega también, como en el ciclo de Piratti della Malasia, una historia en la que se desmitifica el poder colonial.

Kabir Bedy escribe en sus memorias que aunque desató la locura en su gira por Italia con Sandokán, el momento más emotivo lo tuvo visitando la casa de Salgari en Turín. Explica que se asomó a la ventana y saludó a sus numerosos fans pero "al pensar en Salgari se me humedecieron los ojos. Mi éxito se basaba en el legendario Sandokán creado por él, y yo no tenía manera de agradacerselo. Me retiré hacia el interior de la habitación para recomponerme, incliné la cabeza en señal de gratitud, y abracé a Salgari en mi corazón". No soy Kabir Bedi (y desde luego no tengo ni su porte ni ejecuté nunca como él el salto del tigre), pero entiendo sus sentimientos y su agradecimiento, y yo también, desde la modestia de quién jamás será un pirata de Mompracém en activo, me inclino ante el capitán Salgari y le abrazo jubiloso en mim henchido corazón, colmado de aventuras.


El Pais. Sábado 8 de febrero de 2025


Astérix y Obélix - La batalla de los jefes: 30 de abril (+ póster)

Y aquí estamos, el primer póster y fecha de estreno de la serie animada " Asterix & Obelix : The Big Fight" producida por Alain Chabat y Fabrice Joubert en el estudio TAT , basada en el álbum de la legendaria serie de cómics del mismo nombre. 

Esta serie 3D incluye muchos talentos (aún poco mencionados) como el veterano Kristof Serrand en el equipo de animación, o Aurélien Predal como director artístico (y por supuesto Piano también forma parte.

Estreno en Netflix.




Via Catsuka



Como un guante de seda forjado en hierro / Daniel Clowes




Hay gente que deja pequeños cuadernos en la mesilla de noche para, al despertar sobresaltados, apuntar las pesadillas, segundos antes de que se desvanezcan por completo para dejar solo un aturdimiento suspicaz. Este es uno de los métodos que pudo usar Clowes para crear Como un guante de seda forjado en hierro, novela gráfica basada en una serie de diez entregas que aparecieron previamente (entre octubre de 1989 y junio de 1993) en su comic Eightball.

Desde un punto de vista puramente narrativo, son fenómenos interesantes las pesadillas. Para empezar, uno nunca muere, o para ser más específico, uno nunca deja de observar la historia onírica. Huimos con pies de piedra de una amenaza o buscamos frenéticos un lugar donde escondernos, pero vamos sobreviviendo a cada horror... habitualmente para encontrarnos con otro mayor.

Por otro lado, en las pesadillas siempre avanzamos, privados de ese momento de reflexión que precede a un paso atrás o al lado. Podríamos no entrar en esa casa sospechosa donde lo pasaremos mal, no atravesar el desfiladero por donde nos despeñaremos, pero lo hacemos, siempre lo hacemos, como lo hace un protagonista a través de la sórdida espiral descendente. El lector, tan curioso como aterrado, observa cómo Clay Loudermilk no intenta bajarse de ese tren. Su viaje es comparable a entrar a la Web Profunda, a uno de esos mercados encriptados que contienen vídeos de pedofilia, alquiler de asesinos a sueldo o venta al por mayor de armas, y teclear en el buscador la palabra «compasión».

Así, Clay, tras ver en un cine X una extraña película experimental donde reconoce a su esposa, Barbara, huye hacia delante para tratar de encontrarla en un condado cercano. No es que se sumerja en una pesadilla, más bien pasa dentro de ella una mala racha de varias semanas.

Con una irritante naturalidad, Clay sigue las pistas viviendo su desesperación en subtramas, flashbacks y conspiraciones. Una secta que propaga la aniquilación para llegar al amor universal, una prostituta de tres ojos violada por policías, policías que apalean a Clay y le marcan a navaja en la planta del pie un dibujo de Mr. Jones —que posteriormente aparecerá reproducido en tiendas de regalos y en una marca de nacimiento de Hitler— perros sin orificios que se mantienen vivos durante décadas con una jeringa de agua diaria, una mujer-pez-tubérculo necesitada de amor, y un asesino, siempre un asesino, al que Clay sobrevive. Que la paranoia no decaiga hasta averiguar si ese lago radiactivo es el origen de lo bizarro o solo su consecuencia.

Dicen que las pesadillas, los sueños en general, están construidos con ladrillos tomados de nuestro subconsciente. Trozos de realidad en los que un cerebro que pretenda ser funcional no puede andar reparando, pero que entran sin papeles a nuestro sistema cognitivo. El lector de Como un guante de seda forjado en hierro espera, de alguna forma, esa revelación. Busca un punto de conexión con el mundo exterior. Clay Loudermilk va a despertar sudando en su propia cama, con su mujer durmiendo a su lado, uno de esos recuerdos tiene que ser el último y definitivo. Pero la herida sigue supurando locura. No, Clay, las rachas vienen y van, pero tu pesadilla permanece.





Jot Down - Cien Tebeos Imprescindibles (2014)


domingo, 9 de febrero de 2025

GOODBYE ERI Fotogramas del destino


J. M. Berenguer



Goodbye Eri

Tatsuki Fujimoto, Barba Ink 

Norma Editorial

Japón

Rústica con sobrecubierta 

208 págs.

Blanco y negro

Traducción: Marta Moya

Obras relacionadas

Look Back

Tatsuki Fujimoto

(Norma Editorial)

Historias Historias Cortastas

Tatsuki Fujimoto

(Norma Editorial)

Shino no es capaz de decir su propio nombre

Shuzo Oshimi

(Milky Way Ediciones)


En el verano de 2021, el autor japonés superventas Tatsuki Fujimoto (Chainsaw Man, Fire Punch) sorprendía con la publicación de Look Back, una obra autoconclusiva de un solo volumen en la que cambiaba de registro y mostraba al mundo sus dotes como narrador de historias cotidianas (slice of life) más allá del shōnen destinado a reventar la lista de cómics más vendidos. Su calidad le valió el aplauso del público, premiado también con numerosos reconocimientos. Roto el hielo, apenas un año después, el autor siguió por la misma senda con el lanzamiento de Goodbye Eriuna nueva historia autoconclusiva publicada de una sola vez. Lo que podría haber sido un fracaso leído como el intento de aprovechar el tirón de su anterior publicación, fue realmente una nueva muestra de que Fujimoto quiere ser y es ya uno de los grandes.

La sensación al leer el mencionado Look Back fue de cambio radical respecto de sus obras más conocidas, de sorpresa, de giro inesperado por lo que contaba y por el cómo lo hacía. En esta ocasión, con Goodbye Eri, lo bueno es que podemos comparar. Y lo mejor, es que esa comparación no concluye en decepción o descenso en el nivel, sino que Fujimoto cuenta una historia diferente, con recursos nuevos y que produce sensaciones diferentes. Pero compartiendo un mismo resultado: satisfacción.

Goodbye Eri cuenta la historia de Yûta en primera persona, literalmente, ya que es él quien está grabando en vídeo sus vivencias (el autor refleja esos planos en las viñetas, un recurso sorprendente, pero que clava con maestría). Todo comienza cuando sus padres le regalan un smartphone con un objetivo: que el joven estudiante grabe a su madre —a petición de ella— hasta el momento de su muerte, pues está afectada por una enfermedad. Tras el terrible pero inevitable suceso, Yûta decide hacer una película con el material recogido y proyectarla en su instituto. Lejos de ser comprendido, sus compañeros desaprueban su creación, llevando a Yûta a querer suicidarse. Pero justo antes de que el joven se precipite al vacío, conocerá a la misteriosa Eri, con quien empezará a crear otra película similar pero diferente... y mucho más misteriosa.

Como comentábamos anteriormente, lo primero que sorprende de Goodbye Eri es la forma en que el autor cuenta esta historia. Hemos visto muchos otros cómics narrados desde el punto de vista del protagonista, a través de lo que sus ojos ven, pero sin duda hacerlo a través de los fotogramas de los vídeos grabados por él le da un toque documental interesante y, además, permite jugar con planos del protagonista (como cuando planta el móvil y se graba a él mismo). Fujimoto introduce además recursos narrativos destacables, como las viñetas desenfocadas en algunos planos «grabados» con el móvil, o composiciones de páginas con la misma viñeta repetida una y otra vez (solo cambiando los diálogos) debido a que, repetimos, son planos de la vida del protagonista grabados con su teléfono. Un recurso sorprendente y que, está claro, Fujimoto no se puede permitir en obras como Chainsaw Man. Aquí no importa, y de hecho funcionan a la perfección.

El estilo del autor seguramente sea más acorde a los mangas de acción que al slice of life con toques sobrenaturales que nos ocupa, pero en el fondo ello no es importante, porque la trama de Goodbye Eri sobresale. Aunque encontramos en este título retales de muchas otras obras, Fujimoto tiene bien atado el devenir de la historia, sabiendo captar la atención del lector cuando es necesario. No necesita más que un par de giros de guión, una buena dosis de drama y su forma de narrar y componer las páginas para mantener la atención del lector y llevarlo a su terreno. Y lo más curioso es que cuando uno finaliza su lectura se da cuenta de que no echa en falta elementos básicos en otras obras, como personajes secundarios, paisajes diferentes, escenarios cuidados o el clásico azúcar nipón. Goodbye Eri no lo necesita.

Y, por si todo esto no convence, cabe remarcar que Goodbye Eri acumuló 2,2 millones de lecturas en Shōnen Jump+ en apenas unos días, fue segundo en la prestigiosa lista Kono Manga ga Sugoi! (categoría de lectores masculinos) y sexto en los Manga Taishō Awards, entre otros reconocimientos. Sí, quizá Goodbye Eri esté un pelín por detrás de Look Back, pero ello no quita que sea una de las lecturas obligadas del año. El listón no es que estuviese alto, es que era inalcanzable.




Jot Down 2024

Anuario Comics



sábado, 8 de febrero de 2025

Rubens y la inteligencia artificial

El genio del pintor, que este otoño protagoniza una monográfica en el Prado, refleja lo que es de imposible alcance para la máquina igual que para el mono: la consciencia de su arte

Enrique Andrés Ruiz

16 NOV 2024


En una de sus Semanas del jardín decía Rafael Sánchez Ferlosio que, tanto como se puede hablar de una pintura efectista (esa en la que el pintor se ha situado premeditadamente en el lugar del espectador para dirigir hacia él todas sus artimañas persuasivas), se debería poder hacer de una pintura “causatista” para denominar a la que surge de la actitud inversa. Sea como sea, el arte moderno y contemporáneo ha deplorado la deliberada producción de efectos, un poco como el niño decepcionado al descubrir el ilusionismo de un truco de magia, o el engaño, en el cine, de que son capaces los así llamados efectos especiales. Todo eso iría en contra de la verdad del arte y del artista, la autenticidad, la integridad de la intención, etcétera.

Pues bien, de toda la historia del arte (y antes de los surrealistas, claro), Rubens, es el campeón absoluto de los efectos. De ahí que, en gran medida, salvo Géricault y su estirpe, hayan sido muy pocos los artistas posteriores que lo han apreciado como un antepasado que les podría enseñar algo. Rembrandt, con quien siempre existió la tentación de compararlo, sería su contrafigura, la cueva dorada y profunda de su interioridad espiritual frente a las apariencias superficiales del maestro de Amberes. Eran, además, las dos orillas de la división religiosa de Europa, allí la escrupulosa conciencia reformada y, a este lado, la externalidad mundana y casi pagana del catolicismo. Para colmo, Rubens fue rico, famoso en toda Europa, un ampuloso diplomático vestido con sedas y plumas y un sombrero de piel de castor, como el que se ha fabricado ex profeso para esta pequeña y elocuente exposición, entre el tenderete de objetos que evocan su obrador idealmente.

Todo conspiraba en contra de la posteridad moderna de Rubens, como una especie de venganza. Y, sin embargo, estas 30 obras, entre las pinturas de su mano, la de sus ayudantes y otras en colaboración, nos permiten cotejos tras los que se pone en evidencia el rasgo más específica y radicalmente moderno: la personalidad intransferible del autor.



Hélène Fourment con sus hijos Clara-Johanna y Frans Pedro Pablo Rubens (1636), del Louvre.



El mono pintor (hacia 1660), de David Teniers, en el Museo del Prado

Del taller de Rubens salieron 1.500 pinturas, y esa producción industrial, estrictamente orientada al mercado, también habría que añadirla a sus pecados de lesa integridad. El lugar era un tumulto, había allí una actividad frenética, los que muelen los colores, los que imprimen las telas, quienes pintan fondos o animales (como Snyders). Las voces de los clientes, los olores de las materias... Todas las pinturas salieron de allí con el sello de una marca registrada: su valor añadido. Pero suponer en este aparato logístico una perversa banalización del arte es también una ingenuidad moderna. Justamente es esa industrialización planificada según una concienzuda división del trabajo la que permite comprobar ahora algo tan sustancialmente moderno como el irreductible rasgo autorial del artista que presidía aquel obrador, su inconfundible genialidad.

Entre esas pinturas, la exposición ha tenido el indudable tino de presentar un cuadrito -El mono pintor- de la serie de monos que pintó uno de los asistentes, David Teniers, y a su lado El genio de la pintura, extraña obra de un extrañísimo pintor, Livio Mehus, en la que el genio aparece copiando un cuadro de Tiziano, como de hecho hizo a veces Rubens con las de su maestro. Rubens es, pues, ese genio, el artista capaz de hacer lo que las reglas del arte y su ejercicio mecánico no habían previsto, el autor que sabe todo lo que los obreros del taller -como el mono que pinta- no pueden saber, ese que aporta al arte algo que lo desborda, que lo revoluciona, algo intransferible. En tiempos de inteligencia artificial (como otras veces, lo peor es ese nombre y las confusiones a las que conduce), todo esto da que pensar. De una tecnología que sin duda puede aportar a la microcirugía o a la exploración de la astrofísica grandes herramientas, es verdaderamente ingenuo (o muy interesado) esperar una creación artística, como si todo fuera bueno para el convento. Rubens, el genio del artista, muestra lo que es de imposible al alcance de una máquina -la consciencia del arte, el concepto- igual que para el mono.

Quizá Van Dyck fuera el único artista de quien se puede decir que lo aprendió todo de Rubens, aunque no está claro que Rubens, propiamente, se lo enseñara. Pese a que esta sea una pequeña exposición, hay que tener en cuenta que el Prado conserva la colección más importante de obras de Rubens y que, justo al lado, en la galería central del museo, hay dos auténticas fiestas de la pintura ante las que podemos hacernos cargo de la precocidad del discípulo y de la genialidad incontestable del maestro: El prendimiento de Cristo, de Van Dyck, y frente a él, La adoración de los Magos, con la pequeña cabecita central que consigue interponer un enorme espacio entre la historia sagrada y nosotros, mortales, a pesar de la humanización de todos los personajes. Rubens modificó en España este cuadro que había pintado en Amberes bastantes años atrás, porque, además de completar o dar su remate al trabajo de sus ayudantes, el genio, como energía viva que es, también se corrige a sí mismo.


El prendimiento de Cristo (1620), de Van Dyck


La adoración de los Magos (1609, retocada en 1629), de Rubens


En un efusivo y viejo libro olvidado, Los maestros de antaño, el pintor Eugène Fromentin decía del lenguaje de Rubens: "Tenía las debilidades de los extravíos y el ardor comunicativo de los grandes oradores (...). Un género de elocuencia declamatoria, incorrecta, pero profundamente conmovedora...". Las cejas exaltadas, los ojos saltones, los carrillos sofocados son sin duda elementos codificados de una dramaturgia. Rubens tiene la destreza persuasiva de los antiguos cartelistas de los cines de la Gran Vía o los ilustradores de las novelas del Oeste. Pero la observación de Fromentin nos pone en camino de comprender lo que, ante sus pinturas, estamos obligados a perdonar, su profusión, su ruido. En definitiva, Rubens nos exige perdonar al arte que lo sea.


El taller de Rubens. Museo del Prado.

Madrid. Hasta el 16 de febrero de 2025


El Pais. Núm. 1.721 Sábado 16 de noviembre de 2024