sábado, 7 de diciembre de 2024

Desde Rusia con temor

De las lejanas y gélidas tierras soviéticas llega a Gotham una letal e implacable amenaza


José Luis Vidal

04 de diciembre 2024 

El listado de la galería de villanos de Batman no puede ser más amplio y, sobre todo, variado. Desde la locura psicopática de Joker, pasando por El Pingüino y su letal paraguas multiusos, ese híbrido entre humano y cocodrilo bautizado como Killer Croc, la sugestiva y mortal belleza de Poison Ivy… Y así podrá seguir, ya que a lo largo de su carrera, el Caballero Oscuro ha tenido que plantarle cara a una y mil maquiavélicos planes nacidos de las mentes, casi siempre enfermas, de sus letales enemigos.




Batman: Las 10 noches de La Bestia.

Guion: Jim Starlin

Dibujo: Jim Aparo

Tapa dura

96 págs.

18 euros

ECC Ediciones


Pero, ¿y si la amenaza viniera de fuera, con un plan preconcebido? Una mente precisa, un asesino expeditivo, que nunca falla en su objetivo…

Eran los lejanos años ochenta, y la comenzaba el final de la Guerra Fría que había mantenido tenso al mundo, debido a la eterna rivalidad armamentística entre la Unión Soviética y los Estados Unidos. La aparición de un político como Mijail Gorbachov, y sobre todo la voluntad de tender puentes entre los dos países comenzó a relajar las relaciones entre ambas poderosas naciones.

Lo malo es que siempre hay jirones que quedan sueltos, sujetos como la KGBestia, un antiguo operativo, perteneciente a una oscura rama de la organización, El Martillo. Su antiguo jefe, antes de marcharse al otro barrio, le ha encomendado una misión que va a transformar Gotham en un autentico campo de batalla.

Y es que hay una lista de diez nombres, una decena de hombres involucrados de una manera u otra en la renombrada iniciativa Guerra de las Galaxias, nacida dentro del gobierno de Ronald Reagan, aquel ex actor de Hollywood reconvertido en presidente.

Desde su llegada al país, el reguero de cadáveres irá a aumentando más y más a su paso. Además, cuenta con la ayuda de Nabih Salari, un terrorista iraní que también tiene las cosas muy claras con respecto al plan, y no cejará en su empeño, asesinando a todo aquel que se le cruce.

Obviamente, uno de los primeros ciudadanos alertados de esta complicada situación no es otro sino Batman que, junto a Robin, van a hacer todo lo posible por detener la amenaza de la KGBestia, contando también con la ayuda de dos organizaciones gubernamentales como son la CIA y el FBI. Pero claro, los agentes Parker y Bundy se van a convertir en ocasiones en una piedra en el zapato para el vigilante, que como todos ya sabemos, tiene su propia manera de hacer las cosas…

Este apasionante arco argumental está firmado por el guionista Jim Starlin, que supo llevar a las viñetas la tensa situación que en aquellos días se vivía en el mundo real, que volvía a temer de nuevo la amenaza nuclear. Y lo hace junto a un dibujante ya mítico, que se encargó de ilustrar momentos muy importantes en la vida de Batman. Nada más y nada menos que Jim Aparo, que aquí vuelve a desplegar todos sus recursos y talento, regalándonos escenas de gran impacto, sobre todo las de acción.


Diario de Cadiz


viernes, 6 de diciembre de 2024

Palomar / Beto Hernández




Yo llegué a Palomar por el trayecto más largo.

Para los que no sepan a lo que me estoy refiriendo, Palomar es el centro de la obra coral de Beto Hernandez, que cuenta las historias de vida de numerosos personajes, habitantes de un ficticio pueblecito latinoamericano, el que da nombre a ese conjunto de historias. También en Palomar es donde se funda la extensa saga, publicada en los tebeos de Love and Rockets, cabecera en la que los hermanos Hernandez —Jaime, Mario y Beto— publicaban sus historias. Pero el inicio de mi lectura, emprendido por la casualidad de tomar un libro y empezarlo a ciegas, me situó a la mayor distancia posible de aquel lugar y sus historias, de aquellos primeros tebeos. Resultó que yo había empezado por la etapa final de la saga, más contemporánea, un extenso volumen denominado Luba —una recopilación de los libros Luba en Norteamérica, El libro de Ofelia y Tres Hermanas— en los que Palomar ya solo aparecía en recuerdos y menciones al pasado. Pero me fue imposible abandonar su lectura, desandar el camino para empezarlo en otro punto. Las historias que contenía aquel enorme ladrillo enganchaban sobremanera: eran íntimas, dinámicas, originales. Las protagonizaban muchísimos personajes que formaban un amplio mosaico. Y en ellas destacaba una mujer latina bien entrada en la madurez, Luba, que se había trasladado a vivir a Norteamérica. En su expresión se sugería un poderío crepuscular; en su mirada, a menudo perdida, se adivinaba mucha experiencia acumulada. Y una de las cosas que más me llamaba la atención era que frecuentemente apa- recía dibujada con un martillo en la mano, sin razón aparente alguna, hecho que me desconcertaba sobremanera.



Además del interés que me provocaban las historias en si y la riqueza de sus personajes, Beto Hernandez narraba a través de unas singulares elipsis —una técnica frecuente que también usaba su hermano Jaime— que resultaban muy atrayentes. No solo le permitían jugar con el ritmo de la historia, sino que forzaban al lector a usar su intuición para discernir lo que había sucedido entre viñetas. El rancio tópico despectivo hacia el cómic como medio, respecto a su incapacidad de despertar el ingenio, la imaginación o la capacidad general de leer un mensaje entre líneas por parte del lector —por apoyarse predominantemente en la imagen y así «ofrecerlo todo mascado»— recibía una soberana y sonora colleja: Beto contaba tanto cuando mostraba como cuando omitía.

Luego, advertí que mi orden de lectura no era necesariamente inapropiado. Todo aquello tenía una cronología, claro. Pero se podían leer perfectamente las crónicas norteamericanas, dando por sentada la historia sucedida en el pasado, porque todo era importante y al mismo tiempo no lo era del todo. Lo que quedaba atrás, quedaba atrás. Si algo aparecía de nuevo, Beto lo hacía aparecer de una forma en la que el lector no se sentía extrañado por ello: podía sugerir la medida de su importancia y así quedaba perfectamente integrado, casi como una elipsis más, en la historia. Y así como frecuentemente se daban emocionales despedidas y reencuentros, se evitaban los principios y finales absolutos.

Terminada la lectura de las crónicas norteamericanas, pude haber acudido corriendo a los libros de Palomar. Sin embargo, fui al principio cronológico, a Río Veneno, el episodio uno de todo el culebrón que escribió y dibujó Beto después de las historias de Palomar. Y ahí estaba, ya en la primera página, Luba, recién nacida. Y no pude evitar una cierta acuosidad ocular y una especie de idiota paternalismo cuántico : «lo que has vivido y lo que te queda por vivir». Allí fui el espectador de su turbulentas infancia y adolescencia. También lo fui del momento en que apareció por primera vez el martillo de marras, en una escena tan anecdótica o importante como cualquier otra. El martillo transportaba una simbología de fuerza, de poder, pero a la vez era tremendamente cotidiano y vulgar. Prácticamente era un icono extraño y llamativo, que había ido a parar a manos de Luba en un momento de necesidad real.



Y llegada la madurez —o algo parecido—, dos partos y la necesidad de cambiar de aires, Luba, su hija Maricela y su amiga Ofelia, se trasladaban a Palomar. Y así llegué yo también, junto con ellas, a Palomar. Al Palomar de las calles secas y las nubes negras.

Muchas veces se ha comparado Palomar con el Macondo de García Márquez a cuenta de su existencia como población ficticia y el tono de realismo mágico de las historias, donde suceden eventos inverosímiles que los personajes asumen con la mayor cotidianeidad del mundo en sus vidas. Pero para mí —sobre todo tras el largo viaje— alcanzar sus calles fue como llegar a un lugar místico, casi divino. Tiene algo de la Asgard de los cómics. O de una anti-Asgard si le quitáramos los rasgos primordiales y mágicos a aquellos tecno- vikingos y se los diéramos a un lugar pobre y olvidado de la faz del planeta. Porque en la superficie visual de su estilo de dibujo, están los tebeos de Archie, pero en el sustrato de sus personajes —reconocido por el autor— reside la energía y la fuerza de los de Kirby, además de las tinieblas y los ecos de misterio de los de Ditko. Porque en esa villa prácticamente aislada del resto del mundo, sus habitantes, siendo gente corriente, se adivinan como brujas, visionarios, sabios, guerreros, embaucadoras, velocistas, huérfanas de desconocida procedencia y seductoras infalibles. Porque a la ciudad llegan extranjeros misteriosos con misiones oscuras, la atacan caóticas plagas de monos, moran fantasmas junto a un árbol en el centro del pueblo y a sus afueras reposan colosales estatuas de seres incognoscibles. Y porque Luba se paseaba por Palomar con un martillo en la mano, un martillo vulgar y corriente que no necesitaba para remarcar su fuerza, pero que en sus manos la distinguía para el lector del resto de los palomarianos. Más o menos como le pasaba a cierto nórdico rubio en otras ciudades más celestiales.

En el haber de Beto Hernandez está el haber creado un buen puñado de los personajes femeninos de ficción —dibujados por un autor varón— más creíbles de la historia del cómic, sin perder el brillo dorado que cada uno de ellos llevaba en su concepción. Los personajes de Palomar son fuertes en esencia, únicos, primordiales, reconocibles en un atisbo... y a la vez difíciles de asir en una definición. Son dinámicos, imprevisibles... y reales. Están construidos en sus historias con gran solidez y complejidad. Y por supuesto, no eran inmortales, sino que los hacía crecer y envejecer, haciendo al lector cómplice de la experiencia de sus vidas, que son como las nuestras, como las de todos. Paradójicamente, al hacerlo así, sí que consiguieron algo de inmortalidad, al menos para los que hemos sido sus lectores, sus testigos.

Al final, aunque uno no quiere irse de Palomar, la historia obliga. Pero como en los cómics de Beto, queda seguir la vida, seguir hacia adelante, acompañar a Luba hasta América. Y luego volver a Río Veneno. Y así, muy probablemente, volver a Palomar, las veces que haga falta.


Jot Down- Cien Tebeos Imprescindibles (2014)



La historieta dialéctica JORDI SANCHEZ

Ya estoy en casa, Hobbes
Colección Calvin y Hobbes
Norma Editorial

La aparición, en un lapso relativamente corto, de Calvin y Hobbes y Marco Antonio, dos certeros trabajos nacidos de las mentes preclaras de Bill Watterson y Mique Beltrán, demostró que no todo estaba perdido, que la historieta infantil seguía siendo un terreno que, abonado y regado con talento y honestidad, podía dar excelentes frutos. El nacimiento —profesional— de Watterson y de su ejemplar obra, celebrado incluso por un insensato Charles Schultz, que, ignorante, no supo ver que su cabeza de gran patriarca de la historieta infantil corría peligro, vino a anunciar algo más: la decadencia, esperemos definitiva, del tebeo infantil hipercerebrado e hipócrita, de esa historieta que, tradicionalmente protagonizada por ancianos embutidos en cuerpos pequeños, no había mostrado jamás a los niños tal y como eran, sino como algunos adultos creían que debían ser. Mucho más cercana a Little Nemo —aunque Calvin sueñe despierto y sus sueños sean retazos del inframundo mediático: Godzilla, la ciencia ficción barata, el sub-cine de terror— que a Mafalda, la obra de Watterson es fruto de la contradicción, un sabroso licor destilado de la dialéctica: Calvin es el gamberro que todo el mundo desearía ser pero que nadie querría incluir en su prole; un energúmeno salvaje cuya ética demoledora sólo encuentra, muy ocasionalmente, el contrapunto racional en un ser carente de ética, Hobbes, su tigre de peluche. Y al frente del despliegue de terrorismo de Calvin —un niño sólo puede sobrevivir entre los mezquinos adultos enarbolando la bandera de la anarquía— se encuentra la milimétrica fórmula narrativa de Watterson: un ejemplo de concisión en la tira, un manejo maestro del gag en la página, un difícil soporte en el que el autor de Calvin y Hobbes se mueve en cotas muy próximas a la perfección.

YA ESTOY EN CASA HOBBES, publicado por Norma Editorial años después de que Mario Ayuso Editor iniciara la edición de la obra, es el primer volumen imprescindible aún para los que esperamos una edición que haga verdadera justicia al producto, contiene treinta y dos páginas que aparecieron desteñidas en la edición pionera de Mario Ayuso y El monstruo noctámbulo, una historia de doce páginas de oro puro, de montaje exquisito, en las que Watterson explota mil recursos de composición y luminiscencia. El plano, la luz, el diálogo; hay gente que nació para hacer historieta.

Revista Viñetas nº1 Enero 1994 Ediciones Glenat


jueves, 5 de diciembre de 2024

The Bad Guys 2 | Official Trailer

 


Sigue la diversión con los chicos malos. 

La lancha nazi que capturó Venecia

 El faro del fin del mundo / Jacinto Antón

Una lancha torpedera alemana S-Boot (Schnellboot), en 1939.

Fox Photos/Hulton Archive/Getty Images


Parecerá raro empezar con cuatro periodistas culturales en calzoncillos en el Egeo una historia épica sobre las lanchas rápidas de la Segunda Guerra Mundial, unas embarcaciones que vivieron episodios tan aventureros como la captura de Venecia por una de ellas (la S-54 alemana), las heroicidades de un futuro presidente de los EE UU (John F. Kennedy, en la PT-109 contra los japoneses) o el combate del marinero de primera de la MGB 314 británica William Alfred Savage en el osado raid contra St. Nazaire que le reportó una Victoria Cross (desgraciadamente póstuma). 

Lo de los periodistas en paños menores tiene su explicación. Éramos parte de un grupo que viajábamos con Arturo Pérez-Reverte para la presentación de su última novela, La isla de la mujer dormida (Alfaguara, 2024), cuyo argumento, que transcurre en Grecia, es central, precisamente, una lancha torpedera, una Schnellboote alemana. La presentación se hizo en Agistri, una de las islas Sarónicas, donde desembarcamos en la capital, Megalochori. Mientras el escritor atendía a las cámaras, un puñado de audaces reporteros nos fuimos a pasear por la playa y decidimos remojarnos un poco. Dado que no llevábamos bañador (estábamos de servicio), nos quitamos los pantalones y nos metimos en ropa interior, excepto Jesús Calero, que se limitó a arremangarse los vaqueros hasta medio muslo (es lo que tiene ser del Abc). Los otros, Javier Ors, Andrés Seoane y yo no dudamos en practicar un semidesnudo heroico (el agua estaba fría), inspirados por el hecho de que se considera Agistri una de las islas de los mirmidones.

Pero sobre todo imaginé que mis camaradas y yo éramos los protagonistas de Los cañones de Navarone, la novela de Alistair Maclean que dio pie a la no menos inmortal película del mismo título y en la que un grupo de comandos ha de silenciar las colosales piezas de artillería nazi de la isla griega. Pues bien, resulta que en Los cañones de Navarone (precisamente el sello Edhasa-Zenda, que publica novelas clásicas de aventuras con nuevos prólogos de Pérez-Reverte, acaba de poner en la calle una edición) también salen lanchas.

La mía iniciática fue la famosa PT-109 que mandó J. F. Kennedy en el teatro del Pacífico y cuyo episodio señero consiste paradójicamente en su hundimiento cuando la partió por la mitad el destructor japonés Amagiri, matando a dos de sus trece tripulantes y dejando al resto en el agua. Los náufragos vivieron una odisea en la JFK, que había sido miembro del equipo de natación de la Universidad de Harvard, se mostró valiente y resolutivo. Finalmente -resumiendo mucho- se salvaron gracias a un coco (en el que escribieron un mensaje), y Kennedy se convirtió en un héroe de guerra. La lancha la montamos de niños mi hermano y yo en la clásica maqueta de Revell 1:72 bajo supervisión de nuestro padre, que nos recordaba que el abuelo había mandado un torpedero (el número 6) de la flota española en 1928 antes de dedicarse a buques más grandes y acabar en el portahidros Dédalo, que ya es salto.

Una de las grandes películas sobre lanchas es por supuesto la famosa They were expendable (1945), No eran imprescindibles (lo que se podría decir igualmente de los reporteros en gayumbos de Agistri) que narraba las peripecias bélicas del tercer escuadrón de PT (Patrol Torpedo) en la campaña de la Filipinas y que dirigió John Ford y protagonizó Robert Montgomery y John Wayne. Las PT, que hubieron de enfrentarse a las Shinyo (Maremoto), las lanchas kamikaze japonesas también fueron protagonistas de PT 109, un biopic del teninte Kennedy y la lancha que fue estrenada en 1963, pocos meses antes de que el ya presidente fuera asesinado en Dallas, que ya es promoción para una película.

En el teatro europeo, alemanes, británicos e italianos (las intrépidas MS, Motor Silurante, y MAS, Motoscafo Armato Silurante) hicieron verdaderas virguerías épicas con las lanchas, con las que realizaban ataques fulgurantes. Destacaron los ases de las S-Boote alemanas, como Klaus Degenhard Schmidt, que consiguió el 11 de septiembre de 1943, con su lancha S-54, mucho coraje y un farol, la rendición incondicional de la Venecia pasada al bando Aliado. Por ahí andaba Hugo Pratt, que tan bien ha dibujado las torpederas en sus álbumes. No me resisto a mencionar a otro as alemán, Günther Rabe, el Cuervo, que además de inventar la innovadora táctica de ataque de la Stichtaktik, diseñó la ropa interior de cuero para las tripulaciones de las torpederas. Ropa interior de cuero: otro gallo nos hubiera cantado aquel mediodía en Megalochori...



El Pais, 30 de septiembre de 2024

Todos somos un poco reptiles JUAN BUFILL


Gon 2
Tanaka
Ediciones La Cúpula

El cerebro evoluciona como los transportes: Que existan aviones no implica que se extingan los peatones ("¿O quizás sí?", diría un ecologista). El caso es que el cerebro del homo sapiens no ha renunciado a su pasado antidiluviano y en su centro pervive una zona claramente reptílica: es la que rige la conducta agresiva y defensiva, la que sirve para reconocer al enemigo más fuerte y a la víctima más débil.

Es —se sabe ya— la zona cerebral que utilizan los banqueros, las serpientes, los ejecutivos, las iguanas y los políticos. Una segunda capa cerebral es la que compartimos con otros mamíferos y gracias a ella las crías humanas reciben biberones y sobreviven en guarderías. La tercera es humana y presuntamente razonable. Los alemanes la utilizan para escribir mamotretos filosóficos y a algunos celtíberos nos sirve para reconocer un quiosco y comprar y leer un buen tebeo. Dicen los científicos que últimamente nos está saliendo una cuarta capa cerebral, que en el futuro permitirá a la humanidad tener comportamientos solidarios, comprender plenamente las inquietudes de Jesús Cuadrado y las historietas de Micharmut y, probablemente, detestar más intensamente a la gente como Nieves Herrero. ¿Lo verán nuestros nietos? ¡Quién sabe!

Llegados a este punto, aclararé que esto es una crítica de un libro de historietas. El asunto reptílico viene dado por la aparición de GON 2, donde el superminisaurio japonés juega sádicamente con un tiburón, ayuda a los pingüinos, se crispa por una garrapata y se mosquea en la selva, en cuatro episodios tan salvajes y feroces como la madre naturaleza y como la civilización que parió, que es la nuestra. De hecho, tan brutales como los episodios del primer libro de Gon.

Tanaka, su autor, ha acertado en el relato de la venganza épica, sádica, cómica, espectacular e imaginativa que el bebé saurio se toma contra un voraz escualo. También está bien el ya menos reptílico de los pingüinos, y narrativamente menos logrados los otros dos. Sin palabras, pero con una planificación en ocasiones magnífica y con un dibujo realista y expresivo a base de dinámicas rayitas, Tanaka obtiene historietas admirables, aunque es posible que a partir del GON 4 ya nos empecemos a cansar. Los bichos cambian, pero los argumentos se parecen: el pequeño y voraz Gon, humilla y machaca a los animales grandullones, a base de muchísima fuerza, imaginación destructiva y a veces astutas alianzas. Voracidad, juego agresivo, conquistas y dominio. ¿No recuerda eso a las noticias de política internacional y de economía?... Aunque Gon es el pequeño que domina a los mayores, yo diría que también es el Japón que se toma la revancha sobre esos occidentales que en 1945 le ganaron una guerra. Gon se deja devorar para vencer a su verdugo desde dentro. Se adueña del tiburón como Japón se adueña de Hollywood o de los rascacielos más carismáticos de Nueva York. Sólo faltaba que en color Gon fuera amarillento. Y lo es.

Lecturas políticas aparte, GON 2 es, más que un manga de consumo, un tebeo de contemplación. Y disfrutable por toda clase de públicos y edades, quizá -entre otras cosas— porque todos tenemos una zona reptílica en el infantil corazón de nuestro cerebro.


Revista Viñetas nº1 Enero 1994 Ediciones Glenat




Wallace & Gromit: Vengeance Most Fowl | Official Trailer | Netflix

 



La continuación de unos de los mejores cortometrajes de animación, con un villano de leyenda. Debilidades.