Grandes Héroes del Comic Nº 20- Corto Maltés
La gente tiende a idealizar la vida en una familia numerosa, pensando que se trata de una existencia idílica al estilo Sonrisas y Lágrimas, con un montón de adorables pequeñuelos conviviendo en perfecta sinergia, siempre dispuestos a ayudarse y protegerse, cuando no a cantar bonitas canciones tirolesas a coro y a capella. Poco sabe esa gente de lo que es vivir en perpetua competencia: competencia por el espacio (el exiguo espacio que te corresponde en una habitación compartida -a veces a tres- en la que hay que defender con uñas y dientes el escaso territorio que te corresponde: tu cama, tu mesilla, tu parte del armario y tus dos cajones); por la comida (hasta el extremo de llegar a contar los boquerones que vienen en la bandeja y dividirlos entre siete para poder pelear con conocimiento de causa por la parte exacta que te corresponde); por el turno de la ducha, por las atenciones de tu madre, por todo. Quizá a veces un vástago de familia numerosa se pueda llegar a sentir mucho más solo viviendo en una casa atestada que un hijo único,a quien yo siempre imaginé como un príncipe feliz que disfrutaba de un cuarto enorme para él solo, de todos los croissants
que quisiera para desayunar y del afecto sólido y constante de una madre solícita y siempre dispuesta a escucharle.
Desde luego,yo siempre pensé que si alguna vez tenía hijos serían, como mucho, dos, autovaticinio o autopromesa que va camino de cumplirse,y cuando era niña, por mucho que quisiera a mis hermanos, que los quería, no le encontraba ninguna ventaja al hecho de tener tantos. Aunque las hubo, y muchas. Por ejemplo, si no hubiera tenido hermanos mayores ¿habría yo conocido a Corto Maltes? Probablemente sí, pero mucho más tarde, no a los ocho años.
El cuarto de mis dos hermanos se presenta, en mi recuerdo, como un idílico territorio de infancia, un edén de placeres,el paraíso escondido dentro de un piso por lo demás muy poco paradisíaco. En mi casa había cuatro dormitorios: padres, tres chicas,dos chicos, dos niñas, y el de los chicos era el único que no estaba decorado según el gusto de mi madre, que no es que fuera malo, pero se resentía un poco de la larga estancia vivida en Inglaterra, con una propensión a los colores pastelera los motivos florales y a los estampados de Laura Ashley que, en plenos años setenta de jipismo y psicodelia, a veces podía resultar un poco empalagosa. Al cuarto de mis hermanos, sin embargo, no había llegado ningún aire de campiña inglesa. Ni el aire ni el aroma, porque allí, en lugar de reconocer la esencia floral con la que mi madre solía ambientar la casa (influencia británica también: los centros de olor venían de Marks and Spencer en Londres), se respiraba un intenso aroma a incienso, que intentaba malamente esconder el tufo subterráneo a marihuana. El dormitorio estaba sobriamente amueblado con una moqueta color beige constelada de quemaduras, una mesa de madera lisa, y una cama nido (o sea, dos camas, una plegable encajada debajo de la otra) cubierta con una colcha color tabaco, y empapelado de posters hasta el techo (literalmente: si te tumbabas en la cama podías ver el rostro de una Marilyn joven y lánguida contemplándote como si estuviera a punto de caer sobre ti). En las paredes había estanterías forradas de libros amontonados unos sobre otros, y bajo la mesa había, amontonadas unas sobre otras, varias cajas de embalar. La mayoría estaban repletas de discos, y unas cuantas de cómics.
Igual que en mi casa jamás se me prohibió el acceso a ningún libro por mucho que no resultase apropiado para mi edad (y es así como, según ya he contado alguna vez, me leí el Kamasutra a los once años, sin enterarme de nada de lo que iba,y creyendo vagamente que tenía que ver con los animales), tampoco se me vetaba la lectura de los cómics, siempre y cuando los leyera cuando mis hermanos no estuvieran en casa y los dejara después en su sitio (es decir, estoy segura de que ellos sabían que los leía, pero se hacían los longuis). Los Tintines y los Asterix, heredados a través de varias generaciones desde mi hermana la mayor, eran cómics para niños, y como tales, se guar-daban en mi cuarto. Pero los álbumes de mis hermanos no tenían nada que ver. Primero, por la forma: los caracteres no estaban tan infantilizados,y los protagonistas no se representaban a través de caricaturas de personas, sino con retratos. Y las historias tampoco eran precisamente para niños. Allí cabían el sexo, la tragedia, la venganza, los celos, las incursiones en mundos oníricos, la ciencia ficción. Los autores favoritos de mis hermanos eran, según recuerdo, Richard Corben, Moebius, Guido Crepax, Carlos Giménez, Will Eisnery Hugo Pratt.Es decir, que allí no cabían ni cómics de la Marvel ni de superhéroes en general, sino que gustaban más bien las historias literarias. Porque, aunque haya quien no esté convencido, un buen cómic puede ser literatura. De hecho, Umberto Eco dijo de Hugo Pratt, el creador de Corto Maltes, que había sido "el Salgari del siglo XX" pero que "al contrario que Salgari, Hugo Pratt escribía bien". Al mismo Hugo Pratt le gustaba decir que se consideraba un novelista que incluía dibujos en lugar de descripciones. Y es cierto que sus historias tienen unas estructuras perfectamente equilibradas que para sí las querrían construir muchos de los que hoy se llaman grandes narradores de nuestro tiempo, como también es cierto que se nutren de fuentes literarias clásicas: de los grandes narradores de aventuras como Stevenson, Conrad, Hawthorne, Jack London, Ridder Haggard, Dumas, Fenimore Cooper, Zane Grey,y de los poetas malditos como Villon, Baudelaire, Apollinaire, Huysmans, Rilke y otras bestias sagradas del simbolismo.
Corto, para colmo, tenía un aire a mí hermano Nacho, que también lucía entonces patillamen hasta la mandíbula y abundante y juvenil pelambrera desgreñada y rizada. (El pendiente de marinero se lo tuvo que quitar ente las enérgicas protestas de mi padre, que puso el grito en el cielo,y en cuya casa, a fin de cuentas, vivía).Y, como mi hermano, Corto era un tipo irónico, aparentemente desapegado pero con un fondo sensible, y refractario a cualquier ideología que no fuese libertaria. Y quizá sea por eso, pues mi hermano siempre gozó de fama de guapo y pintón entre las féminas del barrio, por lo que, después de la Valentina de Crepax, que siempre fue mi favorita, Corto figure, junto con Spirit, entre mis grandes mitos eróticos del cómic, honor al que ningún Batman,Spiderman o superhéroe justiciero yanqui de malla ajustada podrán aspirar jamás. Mito inalcanzable, por supuesto, como todos los mitos, no sólo porque estaba hecho de papel y tinta en lugar de carne y hueso, sino porque, aunque a Corto se le conocieron muchas historias de amor, nunca llegó a consumarlas,y él mismo decía que las mujeres serían maravillosas si pudiéramos caer en su corazón en lugar de en sus brazos". Así que siempre quedará Corto, como todos los grandes amores, en ese rincón de la memoria que se destina a los sueños imposibles. Porque en cierto modo, a mí me pasa como a Corto: en cuanto consigo lo que quiero pierdo repentinamente el interés y me devora el cuerpo el hambre de aventura. Aunque las mías sean más domésticas y no me haga falta recorrerme los siete mares para encontrarlas.
Lucía Etxebarria es escritora y ha publicado, entre otros libros Amor, curiosidad, prozac y dudas; Beatriz y los cuerpos celestes; De todo lo visible y lo invisible y Una historia de amor como otra cualquiera.