viernes, 20 de abril de 2012

Spiderman: La última cacería de Kraven guión: J.M. De Matteis lápiz: Mike Zeck tinta: Bob McLeod








Penagos, el erotismo ilustrado

El novelista Eduardo Zamacois describe a Penagos como alto, delgado, alegre, turbulento, manirroto, vestido con cierta elegancia cosmopolita. 


 Rafael de Penagos fue el ilustrador más original de las primeras décadas del siglo veinte. Sus mujeres cambiaron a las españolas. Su obras se puede ver, durante el mes de septiembre, en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid.

Texto: Mariano Navarro




 Cuenta Rafael de Penagos hijo que en 1953, de camino hacia Cádiz pan recibir a su padre, que regresaba de su larga estancia en América, conoció en Sevilla a Juan Belmonte, que había sido y en gran amigo del dibujante, y que éste, con su media tartamudez le dijo entonces: "Mira, Rafael si tu padre se llega a morir, cosa que dichosamente no ocurrió cuando tenía 25 años hubiera tenido el mismo entierro que tuvo José (Joselito) y el mismo que hubiera tenido yo si me Ilega a matar un toro".
Fechas más o menos descabaladas aparte, la afirmacióin de Belmonte no parece exagerada. Penagos, como le llamaba  todo el mundo, fue el más popular, el más célebre y mejor considerado de los dibujantes ilustradores españoles en el largo período que va desde la puertas del siglo hasta la guerra civil. En un tiempo, además, en el que los dibujantes eran más que conocidos en la vida pública. "En Madrid se comentaban sus dibujos", escribe el escritor  y también ilustrador Migue Mihura, "como hoy se comenta el estreno de una película importante, y en la calle y en los cafés la gente volvía la cabeza para contemplar con devoción a estos grandes artistas". Penagos fue tan popular y tan célebre que en los felices veinte había caballos de carreras y galgos que llevaban como talismán de su suerte el nombre de Penagos, en Chicote servían un cóctel Penagos y, cómo no, más de un jovencito pedía en las tiendas de materiales artísticos un tubo de verde Penagos. Cuando Miguel Hernández soñaba entonces un libro, para soñarlo más bello, lo quería ilustrado por Penagos.
Pero, a su retorno, como ocurriera en las fechas de su marcha, no le esperaba el pai­saje soñado, que él había con­tribuido a confeccionar, sino la misma España alimentada de palabrería y escasez que había abandonado cinco años antes. "Un Madrid resistente y persis­tente, moribundo, pero en el que las piedras tienen aún tem­peratura humana", escribió Ruano. Sus amigos, que amigos no le faltaron nunca, le dieron un homenaje. Encontró algunos trabajos. Retrató a lápiz a los escritores Antonio Martínez Ruiz, Azorín, y a don Pío Baro­ja, con los que había comparti­do empresas de juventud. "Bus­caba temblando las esquinas de aquel Madrid que había vivi­do". Sigue Ruano en su artículo
necrológico. Va a fechar un di­bujo y escribe: 1923. Nota algo. Enmienda: 1933. La joven ad­miradora sonríe: "¡Don Rafael, por Dios!". (¡Qué mal le suena eso de don Rafael!) Escribe por fin: 1943. La muchacha se resig­na a medias: "Muchas gracias, don Rafael, pero estamos en 1953". "Y una tarde del mes de abril, sin darse cuenta, / se le durmió el cansancio en la almo­hada". Era el día 24 de ese mes de 1954, acababa apenas de cumplir los 65 años.
Y aunque su hijo, en los ver­sos que continúan el poema an­tes citado, afirmó: "En sus ojos cerrados / se abría, con su muerte, su mañana", lo cierto es que ese mañana ha precisa­do de años para abrirse definiti­vamente a la luz, para poder reunir una parte sustancial de los 15.000 dibujos que realizó y para devolver al lugar que le co­rresponde la calidad de su tra­bajo. Baste decir que hasta la fecha es —salvo los libros editados por intervención de su hijo— casi nula su bibliografía, y que únicamente hay una tesi­na que estudia su labor en rela­ción con las tendencias de la ilustración de su época.
Penagos fue dibujante por azares y coincidencias de la vida, ya que tanto sus primeras intenciones como la posición social de su familia le destina­ban a la, en apariencia, más alta posición de pintor. Esas inten­ciones sufrieron un serio revés cuando el entonces precoz y muy premiado alumno de la Es­cuela Superior de Artes e In­dustrias optó a una plaza-con­curso en la Academia Española de Roma. Pintó un cuadro, hoy perdido, a tenor

Una de las portadas realizadas para La novela picaresca






de los requisitos y usanzas, de gran formato y de tema piadoso, Consolarás al en­fermo. Pocos días antes de la deliberación del jurado se en­contró, mientras paseaba con su padre, con don José Garne­lo, miembro del jurado, que le dijo: "Penagos, quiero decirle que he visto su cuadro, que me gusta mucho, y que cuente con mi voto". El joven ya se veía en Roma. A la hora de las votacio­nes, el señor Garnelo no llega­ba. Los restantes miembros del jurado habían empatado a votos a Penagos y a un pintor va­lenciano hoy olvidado. Con ex­pectación y distintas esperan­zas aguardaban uno y otro. Fi­nalmente, sudoroso y a prisas. se presentó Garnelo, que, ¡oh sorpresa!, dio su voto al valen­ciano. ¿Por qué? Por interce­sión de la mismísima reina Ma­ría Cristina, que había indicado al académico su interés por él.  Desilusión, claro, y dicen que también un cambio en la voca­ción del más dotado. Si no le hubiese dicho nada...
La segunda parte, que afectaba a su familia, llegó de la mano de una mala jugada de bolsa. Su padre, el notario madrileño José María de Penagos administraba tanto sus ingre­sos como la fortuna de su espo­sa, doña Encarnación Zalabar­do. Vivían entonces en un cha­lecito de la calle de Granada. paseaban en tílburi, se servían de un numeroso servicio que contaba, para la numerosa y poco a poco devastada prole. tanto con amas de cría como con amas secas, asistían a los estrenos de Echegaray y vera­neaban. Todo se lo llevó un re­vés en sus inversiones. Y Rafael, Penagos desde entonces, se puso a trabajar.
Desde su ingreso en La No­vela Ilustrada, que dirigía Blas­co Ibáñez, dio muestras sobra­das de la precocidad de su ge­nio e impuso su estilo. Asom­braron sus portadas para la edi­ción de El judío errante. Tanto es así que una mañana Llorca. el yerno de Blasco Ibáñez, a du­ras penas conseguía convencer a unos clientes de que el joven­cito que veían puesto al tablero era él, y no otro mayor, el Pena­gos al que buscaban.
"Me pagaban dos o tres pe­setas por dibujo", le contaba a Antoniorrobles. "Era entonces cuando Prudencio Iglesias me decía: 'Te conviene meren­dar...'. Y se compraba dos pa­necillos y nos los íbamos co­miendo de conversación por la calle".
Aunque compaginaba los trabajos de encargo con la pin­tura propia, día a día se desliza­ba más y más hacia los prime­ros, y en 1909 —tiene tan sólo 20 años— envía sus primeros carteles a los concursos que convoca el Círculo de Bellas Artes para sus bailes de disfra­ces. Empieza a ganar premios. Su obra se difunde. Le llega, con una prontitud que le resta­rá importancia a sus ojos, la fama.
A los 21 años es contertulio de Valle-Inclán —para el que ilustra, junto a otros, Voces de gesta y dibuja el frontis de sus Obras completas— y Ricardo Baroja en el Nuevo Café de Le­vante, y personaje conocido en las interminables noches de Madrid. "Alto, delgado, alegre, turbulento, manirroto, vestido con cierta elegancia cosmopoli­ta, su silueta era de las más po­pulares". Lo describe el nove­lista Eduardo Zamacois. "Se le encontraba a todas horas —particularmente en las teñi­das por el rosicler de la auro­ra— y también en todas partes: lo mismo en las residencias próceres del barrio de Sala­manca que en los restaurantes abiertos toda la noche, y en los bailes donde al son del organi­llo los flamencos de faca en faja y las chulonas de mantón y pa­ñuelo a la cabeza saboreaban las delicias del agarrao".
Famoso también como hom­me-á-femmes, acaso en dema­sía. Porque era garboso su por­te; gentil su rostro de ojos vivos e irónicos (conservó siempre los que brillan en un retratito que le hicieron a los seis años), y su labia zumbona y algo achu­lapada, tuvo romances inten­sos, entre ellos uno con Tórtola Valencia, que le sirvió de modelo para varios carteles y dibu­jos, uno muy intrigante en el que la abraza una serpiente y no se sabe si se besan.



Fotografía en la que Penagos posa con sus dos hijos mellizos.


Retrato que reproduce una de las características mujeres de cuello largo y bello rostro que transformaron la estetica de las españolas.


No fue a Roma, pero, beca­do por la Junta de Ampliación de Estudios —con los votos de Sorolla y Menéndez Pidal—, viajó a París. "Ha sido realmen­te el único momento en que he pasado hambre", le confesaba a Antoniorrobles. "Una noche, a la hora en que debía estar ce­nando, tuve que hacerme unos cuantos dibujos que un mucha­cho catalán muy despierto y muy pollo, además, puso en un banco del bulevar y vendió a unos estudiantes. Aquella ba­rra larga de pan parisiense que me llevó luego traía nimbo, como las cabezas de los santos...".
No conoció ni se trató con los artistas españoles ya casi fa­mosos, pero no cerró los ojos a la vanguardia ni extravió su mi­rada. A su regreso, en 1914, a España, después de una estan­cia en Inglaterra, en la que le sorprendió la declaración de guerra y a punto estuvo de alis­tarse en las fuerzas de su gra­ciosa majestad, siguió con su vida bohemia, endulzada ahora con la certeza de que era, entre sus pares, el mejor.
Datan de entonces tanto su consolidación en los círculos intelectuales madrileños —que bien podemos cifrar en su parti­cipación en la tertulia y redac­ción de España, publicación di­rigida por Ortega y Gasset­como su más reconocido inven­to: las mujeres Penagos.
Sobre el primer aspecto, Eugenio d'Ors le comparó, refi­riéndose al cartel que había realizado para anunciar la sali­da de la revista, con Miguel Án­gel, "que esculpió en mármol, para el pudridero de los Medi­cis, la noble y melancólica ima­gen de II pensieroso", y con Rodin, que "enfrió el fervor del bronce en una forma tensa y efi­caz, la de aquel desnudo Pen­seur". Penagos, para el cartel de la nueva revista España, dibujó una nueva figuración ilustre, destinada a quedar en la icono­grafía de la inteligencia bajo el mote de El. Preocupado. Se au­naban así sus ideas con las de los que se empeñaban en cam­biar, porque no les gustaba, la imagen de España: el mismo Ortega, Azorín, Baroja, Pérez de Ayala, Luis Bello y otros.
Y precisamente porque, como escribe José Hierro, "a Penagos no le gustaba ese Ma­drid suyo de orinal y palangana; no le gustaban las rollizas cu­pletistas, ni los padres de la pa­tria de bigote castelarino y voz de Sinaí, ni la clase media gal­dosiana de cocido diario", creó —como había creado los carte­les para los grandes bailes, los anuncios que señalaban la ele­gancia del Gran Kursaal de San Sebastián y  1a fragancia de los sofisticados productos de belleza— sus mujeres, ante las que no hay escritor de época ni contemporáneo nuestro que no caiga a sus pies.


Carteles con consejos institucionales.




El artista posa durante una corrida benéfica.



"Fue el primero en España, que obligó a las mujeres a tener el cuello largo para que la pa­mela les sentara bien. En Ma­drid las cosas eran de otro modo. Aquí las mujeres lucían todavía solomillos impresio­nantes, pecheras como mar­quesinas y pantorrillas de ele­fante. Penagos fue un tirano. Con su lápiz de artista a modo de bisturí, hizo la cirugía estéti­ca a todo aquel paisaje femeni­no metido en carnes", escribe Manuel Vicent.
Porque, como sospechaba Manolo Alcántara, "en la mano derecha tenía un harén, un se­rrallo poblado por mujeres muy bien vestidas, esbeltas, que esti­raban el cuello de cisne para poder asomarse al futuro", y a las que el también pintor Es­plandiú describe como sigue: "La tobillera a lo Penagos: perfil helénico, pelo tirante con moño tras de la nuca, barbilla en pun­ta, la figura menuda y la gracia de la tanagra. Las modistillasdel barrio de Salamanca, las ni­ñas bien de la Castellana, las castigadoras de Maxim's y las tanguistas de cabaré le copia­ban sus dibujos en sus per­sonas".
Y si el director José Luis Garci las equipara una a una con las grandes estrellas del ci­nemascope, Luis García Ber­langa confiesa: "Mi limpia en­trada en el mundo del erotismo se produjo de la mano de aque­llas mujeres que hacían fácil la inestable movilidad del desliz".
Porque, como descubre Ma­nuel Alcón, "la sabia caricia del lápiz caldea la forma, la media es filtro no del pecado, sino de la gloria, y en esa sabrosa y fina robustez van a encontrarse las miradas con alma del rico, del pobre, del joven transeúnte". Y tiene razón Edgar Neville cuan­do apunta: "La mujercita de Penagos enseñó a las españolas a no ser gordas, les hizo cam­biar los cánones de belleza y bajaron las farináceas en el mercado. Resultaba que a los hombres les gustaban más las chicas de Penagos, sonrientes, ondulantes, prometedoras y con sex appeal, que entonces se llamaba de otro modo. Al mis­mo tiempo, a los hombres espa­ñoles se les pasó la manía de asesinar a sus adúlteras, se con­vencieron de que beber un vaso de leche fría no era de afemina­dos y fueron dejando el culto que sentían a ciertas ordinarie­ces y que eran fruto del lugar común. Fue, por tanto, uno de los que más contribuyeron a hacer la vida en España más amable, más riente, más tole­rante y más fácil a los que llega­mos después".
Curiosamente, Penagos no se internó jamás, que se sepa, por los vericuetos de la porno­grafía; sus dibujos —que cuan­do eran excesivamente pícaros firmaba con el seudónimo de Zala, primera parte del apellido materno, Zalabardo— son re­flejo de un erotismo dulce, como de primera mano en las gracias de la sensualidad.


"Cualquiera aspiraba a echarse a una de aquellas chi­cas de novia", afirmaba Julio Camba, "excepto él...", porque a Penagos, a quien sus amigos descubrían de pronto en su condición de hombre casado, en 1924 —justo cuando dibuja­ba, en opinión de su hijo Rafael, sus chicas más guapas— le na­cieron, con tres cuartos de hora de diferencia, dos gemelos: Ra­fael, el mayor, y el más peque­ño, José María. Y algo debió de pasarle a ese hombre que recor­daba que su infancia y adoles­cencia habían sido, en su casa, una interminable sucesión de alumbramientos de su madre —contó hasta 18— y de muer­tes de sus hermanas y her­manos.
Cambió desde entonces sus costumbres y ya no trasnocha­ba ni se adentraba más allá de las calles en las que estaban los cafés de sus tertulias. Dibujaba, eso sí, todavía más que antes.
Vivía la familia en la calle de Alfonso XII, en una torre que miraba a las verjas del Retiro, y allí, en una sala grande y above­dada, cuyo techo el propio Pe­nagos había pintado de azul no­che y cuajado de estrellas, tenía el estudio. Trabajaba muchas veces acompañado de sus hijos, desde por la mañana temprano hasta las dos y desde el desper­tar de la siesta hasta el desplo­me del atardecer. Él mismo se molía los colores, para que los rojos fuesen más puros; los amarillos, más limpios de bri­llo, y los azules, ya nocturnos, ya anunciadores del alba. Los niños veían, maravillados,cómo salían de las cartulinas blancas hadas, gnomos, casti­llos, caballos engualdrapados, brujos... Porque, además de in­ventar tanto en el terreno de la ilustración comercial, Penagos inventó en cantidad semejante en la ilustración de cuentos in­fantiles y novelas de adolescen­tes. Entre otros muchos famo­sos, los publicados por Saturni­no Calleja.
Años después, ya del todo consolidada su fama, premiado en la Exposición Internacional de París de 1925 y en la Ibero­americana de Barcelona de 1926, iniciadas sus colaboracio­nes en las grandes revistas ar­gentinas, que trasladaron su fama al otro lado del océano, Penagos se presentó, por esas cosas españolas de la estabili­dad económica, a oposiciones a cátedra de dibujo, en las que obtuvo el número uno. Fue pro­fesor en los institutos Veláz­quez, en el que coincidió con Gerardo Diego, y Cervantes de Madrid, y fue compañero, que no amigo, por diferencia de edad, de don Antonio Macha­do, quien iniciaba sus clases al llamado de "señores claus­trales...".
"Republicano sin partido ni carné", como le describen quie­nes fueron sus amigos, se trasla­dó a Valencia en el año 1937, en plena guerra civil. Ejerció de profesor del instituto Luis Vives y posteriormente del Instituto Obrero de la misma ciudad. Allí enseñó a su hijo Rafael, al que, ¡precisamente por alborotar en clase con una niña!, expulsó —una excepción en su vida aca­démica— del aula.
Al final de la guerra fue de­purado bajo las acusaciones de colaboración con la Prensa roja y amistad con Manuel Azaña y Rivas Cherif. No sufrió pena de cárcel ni otras contrariedades, pero la España que había salda­do la sublevación militar no se parecía ni de lejos a la España que, aun sin gustarle, la había precedido. Ya no quedaba lu­gar donde se amparase la dul­zura, ni vías para la pícara amabilidad, ni ocasión en la que aderezar elegancia a la be­lleza; cabe incluso que Penagos pensase que los únicos que se podían costear ciertos adita­mentos no merecían, ni de le­jos, su genio ni su apoyo. Dejó su Madrid de siempre y, ayuda­do por un hijo de Martínez Ani­do, el dibujante Baldrich, se trasladó a Barcelona, ciudad en la que ejerció breve tiempo su cátedra.
A los 58 años, cuando su hijo Rafael empezaba su carre­ra de actor de doblaje —"¡gana­ba", recuerda, "cuatro veces más que mi padre!"—, Penagos se embarcó camino de Chile, donde tenía buenos amigos y donde realizó sus obras de tema andino. Cinco años des­pués regresaría a España, "para morir, aunque él no lo sabía".


El Pais Semanal

jueves, 19 de abril de 2012

Magnum, los signos de la Historia.

Los miembros de la agencia posan para Erwitt.


Un libro y una exposición itinerante titulada En nuestro tiempo conmemoran el 40º aniversario de una agencia mítica entre los fotógrafos de medio mundo. Su nombre es Magnum. Sus miembros son conscientes de la singularidad de sus reglas, a la vez que a golpe de cliché custodian los signos de la memoria por excelencia: las fotografías.

Texto: Manuel Falces


E1 22 de mayo de 1947, la agencia Magnum —con la denominación Mag­num Photos Inc.— fue inscrita en el registro del condado de Nueva York. Su reducido nú­mero de componentes forman parte de una especie de orden medieval que habita, y milita, en una singular abadía de la imagen del siglo XX con sedes en París, Nueva York y Londres.
¿Por qué esta denominación romana, Magnum, para una agencia de noticias? Por una parte, señala J. Lacouture, para reafirmar su independencia y su voluntad de resistir a las presio­nes de los grandes que dominan los medios, el grupo debía ma­nifestar el potencial creativo de las acreditadas firmas de los fo­tógrafos que agrupaba. Por otra, el espíritu de Robert Capa, uno de los padres de la criatura, que indefectiblemente ligaba la palabra Magnum a la afamada marca de champaña; todos los que le conocieron subrayan que su mayor aspira­ción era darle a la cámara esa apariencia deleitosa.
Nacida bajo la idea obsesiva de que un periodista gráfico es nada cuando carece de la pose­sión y la capacidad de multipli­car infinitamente sus propios negativos a la vez que de su to­tal disposición, adoptó como fórmula ideal para lograrlo la estructura social de una coope­rativa. Romeo Martínez, un es­pecialista que ha seguido muy de cerca la evolución de la agencia, expresaba que Robert Capa y sus amigos habían in­ventado el derecho de autor en fotografía. A ello cabe añadir, como matiz definitorio, la re­beldía e independencia que tra­dicionalmente ha acompañado a los fotógrafos que estructura­ron su plantilla, estrechamente ligadas a la honestidad y el ri­gor de sus encuadres, capaces por ellos mismos de dominar si­multáneamente, en la medida de lo posible, los textos o pies de foto que los acompañan. "Los fotógrafos no soportan control alguno sobre su vida, cualquiera que fuere", señala Richard Kalvar, integrante del colectivo. "Magnum, pese a su estructura como cooperativa y la esquizofrenia a la que se ven sometidos algunos de sus aso­ciados —en cuanto fotógrafos y directivos, simultánea y acci­dentalmente—, jamás ha esta­do dominada por un estado ma­yor. Sus gestores sólo sirven de enlace entre los distintos depar­tamentos, que hacen de ellos una especie de duques tempo­ralmente en estado de rebeldía contra un rey".




Una calle del viejo Pekín, vista por Marc Riboud en 1965, desde el interior de una antigua tienda.



 La guerra de España, como escenario y argumento, fue con­siderada como una repetición de la I Guerra Mundial para el periodismo gráfico. El frente serviría de campo de pruebas en el que los, posiblemente in­conscientes, experimentos vi­suales de Robert Capa en pri­mera línea, con una manejable cámara Leica —entonces re­cientemente puesta en el mer­cado—, dotada de un objetivo de 35 milímetros, sentarían las bases del moderno fotoperio­dismo bélico. Aquel instrumen­to posibilitaba una singular y hasta entonces desconocida ca­pacidad de maniobra, que liga­ba el talante ideológico de la agencia con la hipermovilidad intrínseca a una técnica portá­til. Su fundación, tal y como nos lo relata Richard Whelan, tuvo lugar en el restaurante del Museo de Arte Moderno de Nueva York tras numerosas peripecias. Antes, Robert Capa había anunciado a su amigo La­dislas Glück su intención de crear en Europa, junto a los fo­tógrafos Henri Cartier Bresson y David Chim Seymour, un gru­po organizado "que en modo alguno sería una agencia de no­ticias gráficas ordinaria". La fo­tografía de prensa tradicional­mente ha sido el instrumento más maleable de los medios de comunicación, siempre media­tizado por el poder de decisión de un tercero que prima sobre el del realizador de la toma. "Permitir a otros escoger la imagen a publicar minimiza la capacidad de interpretación del fotógrafo, en ocasiones hasta la distorsión", señala Fred Rit­chin al respecto. Capa y los fun­dadores de Magnum fueron conscientes de



La fotografía que Dennis Stock le hizo a James Dean en Times Square en 1955 se convirtió posteriormente en poster famoso.



 ello, tratando al menos de mitigarlo, y este estado de ánimo, en última instancia, es el que ha estado presente hasta la fecha a lo largo de su intensa y corta vida. Aunque tampoco cabe olvidar la actitud vitalista de todos ellos, como explica Car­tier Bresson de las relaciones in­ternas entre los fundadores: "Chim, Bob [Robert Capa] y yo jamás hablamos de fotografia, tampoco de técnica, de buenos o malos clichés. Hablábamos de la vida, del mundo, que es más in­teresante".
Las señas de identidad de las imágenes canalizadas por Mag­num parten de las experiencias vitales de los primeros compo­nentes del grupo. Henri Cartier Bresson pasó parte de la guerra en un campo de concentración nazi, y tras una triple tentativa de evasión, frustradas un par de ellas, se integró en la resistencia. Otro componente, George Rod­ger, cayó prisionero de los japo­neses en Birmania. David Sey­mour, Chim, se hizo acreedor a una condecoración por sus servi­cios prestados al espionaje nor­teamericano. Robert Capa —cuyo nombre de pila era An­dré Friedmann, el menor de una familia de sastres— fue expulsa­do de Hungría a la edad de 17 años por unas imprecisas activi­dades izquierdistas antiguberna­mentales. Entonces no sabía si optar por la agricultura o el pe­riodismo: "Mientras que conti­nuaba mis estudios, mis padres se encontraron sin un céntimo. Fue entonces cuando tomé la de­cisión de llegar a ser fotógrafo", explica Capa, "porque ésta era la actividad más próxima al perio­dismo para quien no podía ex­presarse en ningún otro lengua­je". En definitiva, fue la "cascada de guerras" (Lacouture) y sus ex­periencias vitales, a la vez que la ansiedad de huida de este ho­rror, la causa determinante de este uso de la fotografia canali­zado por Magnum. El nazismo, tal y como señala este ensayista, arrojó hacia Occidente una plé­yade incomparable de judíos y demócratas de las más diversas procedencias a los que la violen­cia del exilio había privado de su país y la posibilidad de ofrecerle al mundo la libertad de expre­sión. A ello hay que añadir los ingredientes del terror hitleria­no, por una parte, y la adopción por el fotógrafo André Kertesz en 1932 de la fórmula Leica, una cámara supermanejable que fas­cinó a Cartier Bresson, convir­tiéndose en el instrumento ideal del fotoperiodismo. Y todo ello en un contexto de eclosión del periodismo gráfico, con publica­ciones tales como Vu, Paris­Match, Life, Regards, Illustrated Picture Post, Colliers, etcétera.



En 1979, Raymond Depardon realizó esta fotografía dentro de los muros de un asilo en Nápoles.



 La arquetípica fotografía del soldado republicano de la guerra civil española herido de bala en el frente que tomara Robert Capa en 1936 acaparó prontamente numerosas sim­patías, que le abrieron a Mag­num las puertas en el mercado internacional. Aquella foto, re­producida infinitas veces, ex­cedía los límites de lo que por sí misma representaba; su pu­blicación presumía una toma de partido —un símbolo del combate por la libertad y la de­mocracia contra las dictaduras de derecha (Ritchin)—, y ésta era la mejor tarjeta de visita de la agencia. Pero Magnum no sólo es un monopolio de imá­genes de guerra, cualquiera que fuere su frente, desde que se fundara. Los tres millones de clichés disparados en 40 años por uno de sus compo­nentes más cualificados, Elliot Erwitt, están impregnados de una espléndida ironía, chocan­do con el gótico rigor de Capa o sus discípulos de última ins­tancia. Erwitt apostó por los músicos, actores, viejos, ni­ños... Su definición de lo que debía ser una fotografía —"es­tar en el sitio justo en el instan­te preciso"— en absoluto con­cuerda con la de quien maneja la cámara: "fotógrafo es una profesión de holgazanes". En­tre todos sus argumentos, sol­dados incluidos, deambulan las reglas impuestas por Car­tier Bresson sobre la toma y la captación del famoso instante decisivo. Este último llegó a la fotografía a través de la pintu­ra surrealista, partiendo de unos postulados totalmente distintos a los de Robert Capa: de tan singular y explosiva mez­cla se enriquecería singularmen­te el ideario de la agencia. "Hay una nueva suerte de plasticidad en  la fotografia", señala Cartier Bresson, "producto de las líneas instantáneas creadas por los mo­vimientos del sujeto. Trabaja­mos al unísono de aquellos mo­vimientos, guiados por el presen­timiento que imprime la forma de vida tal como se desarrolla. Pero dentro de este movimiento existe un momento en que los elementos que lo componen se han equilibrado. La fotografía debe captar ese momento y man­tener ese equilibrio inmóvil".



New York city (1953) es el escueto titulo de esta imagen intimista captada por la cámara de Elliot Erwitt.


La vuelta a casa de los prisioneros de guerra quedó plasmada en una imagen de Ernst Haas tomada en Viena en 1947.



 Tradicionalmente, Magnum ha sido una sociedad cerrada (Lacouture) que supo sintetizar las claves del fotoperiodismo americano y europeo. Limitada actualmente a menos de 40 so­cios (en una fase intermedia, 1956, sólo eran 25), agrupa tradi­cionalmente a los mejores foto­rreporteros del mundo, y en este mosaico de distintas proceden­cias visuales es en donde radica en buena parte su éxito. Su es­tructura burocrática es muy sim­ple, ya que cuenta con sólo 17 asalariados en París, unos 20 en Nueva York y algo menos en la recientemente inaugurada dele­gación de Londres. La nómina de sus asociados habla por sí sola: Eve Arnold, Werner Bis­chof, Bruce Davidson, René Bu­rri, Cornell Capa, Ernst Haas, Josef Koudelka, Marc Riboud, Mary Ellen Marc, Eugene Smith, Alex Webb, Sebastiáo Salgado, etcétera, nombres to­dos ellos que forman parte ya de la historia de la fotografía. El fantasma de la televisión y el te­rreno que la foto fija pierde en su favor es una amenaza que ya desde 1954 se cierne sobre la agencia. Robert Capa así lo ma­nifestó a Marc Riboud enton­ces. Su hermano Cornell aún se preocupa por ello: "La televi­sión ha transformado no sola­mente lo que hacen los fotorre­porteros, sino también cómo vi­ven: venta de sus tiradas, expo­siciones, publicaciones, publici­dad. La demanda de imágenes ha disminuido en los medios im­presos a causa de la televisión. De aquí lo selectivo y reducido de una agencia de fotos como Magnum. Pero queda la espe­ranza de una mayor expansión y desarrollo de aquí a finales de siglo".

Una imagen de los años sesenta. Marcha por la paz es el titulo de esta foto de Marc Riboud, realizada en Washington en 1967.


Una colaboracionista francesa es exhibida en una calle de Chartes tras la liberación, en 1944. Capa es el autor de la foto.


El inconfundible cogote de Nikita Jruschov frente al Lincoln Memorial de Washington, en 1959. Burt Glinn estaba detrás.


Salgado plasmó el momento en que un niño es pesado como parte de un programa de ayuda alimentaria en Mali, en 1985.


Una cantina moscovita de trabajadores de la construcción. La estampa, de Henri Cartier Bresson, está fechada en 1954.





























El Pais Semanal

Longshot por Arthur Adams









Delacroix


Autorretrato


 Retorno de un romántico


Como fundador de la pintura moderna, Eugéne Delacroix fue un revolucionario en su tiempo. Romántico, pertenece a una de las generaciones más gloriosas de la cultura fancesa, y en su estética bebieron todos los grandes maestros de fmales del siglo XIX. Sus contemporáneos tardaron años en reconocer una obra que, como la de los verdaderos genios, se agranda con el tiempo. Zúrich, primero, y Francfort, ahora, son el escenario de una exposición antológica de su obra.
Texto: Francisco Calvo Serraller



fragmento de El despertar, 1850
 Colección privada

 A lo largo de este verano, entre el 5 de junio y el 23 de agosto, se ha exhibi­do en la localidad suiza de Zú­rich una importantísima mues­tra antológica del pintor ro­mántico francés Eugéne Dela­croix (1798-1863). Organizada por la Kunsthaus de Zúrich bajo la supervisión de Harald Szeemann, comisario de la muestra, esta magnífica exposi­ción, que cuenta 145 óleos y un amplio conjunto de dibujos y acuarelas, se ha trasladado a la Städtische Galerie de Franc­fort, donde permanecerá abier­ta desde el 28 de septiembre hasta fin de año.
En realidad, desde la cele­bración del centenario de la muerte del pintor, que dio lugar a una espectacular retrospecti­va durante 1963 en el Museo del Louvre, con 529 obras, no se había podido contemplar otra muestra tan relevante de Delacroix como la que ahora se puede visitar en Francfort. Es éste un dato muy a tener en cuenta cuando no se trata sólo de una simple llamada de aten­ción sobre un gran maestro del pasado, sino sobre el genuino fundador de la pintura mo­derna.
Al hacer esta afirmación no se trata de olvidar en absoluto a Goya, a quien todos los román­ticos, y muy en particular el propio Delacroix, consideraron la clave de bóveda del espíritu moderno, ni tampoco de me­nospreciar el papel desempeña­do por Géricault, cuya trágica muerte prematura no restó un ápice de importancia a la in­fluencia decisiva de su estilo en el desarrollo del romanticismo francés, pero, con todo, es evi­dente que fue Delacroix la en­carnación más perfecta del ro­manticismo pictórico, como Victor Hugo lo fue, a su vez, del literario.
El poeta Charles Baudelaire se hizo eco de esta compara­ción tópica entre Delacroix y Hugo como los representantes del entonces todavía polémico estilo romántico, si bien el au­tor de Las flores del mal consi­deraba más justamente acerta­da a este respecto la elección de la figura del pintor que la del es­critor. En cualquier caso, el prestigio artístico de Delacroix se fue renovando a través de di­versas generaciones de creado­res de vanguardia.


Fragmento de la Batalla de Nancy, muerte del duque de Borgoña, Carlos el Temerario, 1831. Museo de Bellas Artes de Nancy.


Fragmento de Convención de Boissy d´Anglas, 1831. Museo de Bellas Artes de Burdeos.


 Así, es sucesivamente toma­do como maestro por realistas, naturalistas e impresionistas, no cediendo su consideración críti­ca ni dentro de las huestes radi­calizadas de las vanguardias plásticas de nuestro siglo. En la célebre novela de Emile Zola La obra, que narra en clave lite­raria las cuitas de los más rele­vantes impresionistas, con da­tos aprovechados fundamental­mente en las biografías de Cé­zanne, Manet y Monet, se cita al Delacroix de los últimos años como el único maestro su­perviviente digno de ser respe­tado. Si tenemos en cuenta que la primera batalla pública de los impresionistas se produjo durante los años sesenta del pa­sado siglo, la década en la que murió Delacroix, el testimonio recogido por Zola posee un alto valor significativo.
Todavía unos años más tar­de, casi a punto de concluir el siglo XIX, en 1899, el pintor Paul Signac publicó un libro considerado como el manifiesto de las ideas posimpresionistas con el título De Eugéne Dela­croix al neoimpresionismo. En fin, Pablo Picasso empleará el cuadro Mujeres de Argel, una de las composiciones más popula­res de Delacroix, como base para una de sus más brillantes glosas pictóricas.
Esta envidiable fortuna ar­tística, propia de las personali­dades míticas, se acompañó además con una vida que los contemporáneos románticos del pintor calificaban como "in­teresante". En realidad, hasta Su nacimiento está recubierto de oscuridades legendarias, pues se discute que la paterni­dad real del artista correspon­diese a quien así aparecía ofi­cialmente en el registro, Char­les Delacroix, ilustre político francés que alcanzó las más al­tas dignidades oficiales como ministro del Exterior con el Di­rectorio y prefecto del imperio en Burdeos y Marsella. Pero si a estas conjeturas, basadas en la documentación de fechas, se añade que el verdadero padre fue al parecer el celebérrimo Talleyrand, ese prodigio de in-combustión en el poder a través de los cambios más estrafala­rios, no queda nada mal, en efecto, la carta natal del genio incipiente.

Fragmento de Combate de Gianour y de Hasdsan, 1835. Museo de Pétit Palais, París



Fragmento de Fantasía árabe, 1833



Fragmento de Batalla de Taillebourg, 1835. Museo del Louvre, París.

 Hijo de ministro o de prínci­pe, el caso es que Eugéne Dela­croix pronto mostró cualidades precoces para las artes, y él mis­mo, brillante y fecundo escritor, ha descrito su infancia en Mar­sella,como un oasis de felicidad completamente entregado a "su gran pasión por el dibujo y la música". Aficionado a la litera­tura, a la música y, naturalmen­te, a la pintura, en la que pronto centrará su atención principal, Delacroix sentía además esa gran inquietud de los jóvenes románticos por la vida misma vivida con intensidad y origina­lidad máximas, rompiendo moldes y costumbres de todo tipo.
En este sentido, conviene re­cordar que vivir entonces era sinónimo de viajar y viajar fue­ra de las rutas preestablecidas. El 11 de enero de 1832 Dela­croix embarcó en el puerto de Tolón rumbo a Tánger, primera etapa de un periplo norteafrica­no, con su correspondiente re­calada en España, a la sazón convertida en el mito románti­co por excelencia precisamente por su exótica naturaleza se­mioriental.
A raíz de este viaje formula un nuevo credo artístico para el futuro clasicismo, de naturale­za ya completamente románti­ca. En una carta dirigida a un amigo, afirma Delacroix que "Roma ya no está en Roma", a la vez que le comunica que ha descubierto en África "algo más simple y misterioso: los ro­manos y los griegos están aquí, a mi alcance, me río de los grie­gos de David...". Su rápido pe­riplo por Andalucía le entusias­ma, fijándose en mil detalles pintorescos, pero sobre todo en los grandes pintores españoles, desde Murillo a Goya.
Amigo de los principales ro­mánticos, escritores, músicos o pintores, como Gautier, Sten­dhal, Hugo, Baudelaire, Cho­pin, Georges S and, etcétera, Delacroix pagó muy cara su de­safección a la escuela oficial de los seguidores clasicistas de David. En este sentido, nos si­gue sorprendiendo hoy día la reiterada negativa que obtuvo para ser admitido en el institu­to, donde solicitó el sillón, por primera vez, en 1837, y donde siguió siendo consecutivamente rechazado ocho veces hasta por fin lograr ingresar en 1856, casi 20 años después de la pri­mera tentativa y a tan sólo seis de su fallecimiento.

Fragmento de Tam O Shanter perseguido por las brujas, 1825. Museo del castillo de Nottingham.


Este revelador fracaso para su consagración oficial, tanto más chocante en un hombre de mundo, no se explica tan sólo por cuestiones puramente for­males, como la de ser un vigo­roso partidario del color en un medio dominado por la más rancia tradición clásica france­sa. Delacroix fue un espíritu plenamente romántico y, más que el estilo, sus gustos y sus te­mas escandalizaban a los más conservadores de la época. Re­firiéndose a ello, el pintor Gé­rard dijo en cierta ocasión a propósito de Delacroix: "Aca­ba de sernos revelado un pin­tor, ¡pero es un hombre que anda por las nubes!". Eran és­tas, desde luego, románticas nubes, cargadas con el culto al instinto, al heroísmo, a la espiritualidad, a la pasión, e inter­pretándolo todo en clave con­temporánea.


Fragmento de Mujer con loro. Museo de Bellas Artes de Lyon.


De esta manera, por sus cua­dros desfilan los protagonistas de las grandes hazañas políticas de su época y se inspira en toda suerte de temas literarios a la moda, extraídos de Dante, Shakespeare, Tasso o el propio Wal­ter Scott. Los cuerpos torsiona­dos de animales y hombres en el fragor de las luchas, la sensuali­dad más turbadora en la expre­sión de bellezas femeninas in­quietantes, el sentido de la fatali­dad oriental, los mundos interio­res alucinados, los ideales políti­cos revolucionarios, una concep­ción religiosa como agonía... En estos o en otros asuntos vemos perfilarse un nuevo estilo radi­calmente moderno de entender la vida y el arte.
Por eso ahora, cuando desfi­lamos ante una buena selección de cientos de sus mejores imá­genes, reconocemos esa extra­ña fuerza que poetizó maravi­llosamente Baudelaire: "Dela­croix, lago ensangrentado col­mado de ángeles pérfidos, / a la sombra de un bosque de pinos siempre verdes, / en el que, bajo un cielo de desdicha, insó­litas fanfarrias / desfilan, como un suspiro ahogado de Weber; / esas maldiciones, esas blasfe­mias, esas imprecaciones, / esos éxtasis, esos gritos, esos llantos, esos Te deum, / son un eco devuelto por mil laberin­tos; / ¡un opio divino para los corazones mortales!".


El Pais Semanal, 1987

William Klein



Roma, 1956. 
En la playa de Ostia, William Klein captó esta imagen de un grupo de cinco personas. Este encuadre se tomaría más tarde como prototipo para fotografiar a grupos de "rock and roll".


William Klein. Nació en Nueva York el 19 de abril de 1928 y descubrió Europa en 1946, durante su servicio militar en Alemania. Repartió su vida entre los dos continentes y mantuvo una continua actitud crítica hacia las dos orillas del Atlántico. Tras ser alumno de Fernand Léger en 1948, regresó a Nueva York y durante 10 años trabajó para Vogue. La fotografía de moda no le interesaba y empleó esos años en realizar un retrato iconoclasta de su ciudad. que fue publicado en París en 1956. (La Fundación La Caixa de Madrid expondrá estas fotografías del 18 de septiembre al 26 de octubre). Instalado en París desde hacía medio siglo, cubierto de honores, siempre se cuestionó a sí mismo, hasta publicar en 1995 (ver El País Semanal, n° 251) una nueva versión de su Nueva York natal que demuestra hasta qué punto era un precursor.

París, 1968.
Año de la revuelta estudiantil. Hace frío y el ambiente es desolador. La gente mira cómo pasan los tanques.




Es un hombre de las ciudades. Es un hombre de la narración, bien sea a través de un libro o de una película. Con él llegó el escándalo, ya en los años cincuenta, porque rechazaba la convención de las imágenes trazadas con el cordel de la geometría, y fue él quien, triturando el grano, exagerando los efectos del gran angular, lanzando grandes fogonazos de forma irrespetuosa, consolidó una imagen que era como un puñetazo contra el clasicismo. Supo antes que nadie leer la ciudad como un gran escritorio repleto de signos y señales, donde surgen persona­jes de ficción portadores de humanidad y privados de identidad. Supo jugar con sus encuentros y no conformarse nunca con un estilo estereotipado. Y, sin em­bargo, sus imágenes son reconocibles en­tre todas las demás.
Saben cómo hacer hablar a la vio­lencia de Nueva York y Tokio, cómo pa­sar del romanticismo impregnado de carcajadas de Moscú al neorrealismo ro­mano con una naturalidad desconcer­tante. Siguen esa regla sencilla que dice que hay que meterse en el entorno para tomar de él partículas de realidad y, a continuación, ponerlas en escena como quien cuenta una historia.
Capaz de pasar con descaro de los bastidores de un desfile de alta costura a las absurdas pasiones de los aficionados del Mundial de fútbol, Klein se bur­la de sí mismo al rechazar una imagen confortable de lo que le rodea. Cineas­ta, fotógrafo, grafista, inclasificable, rebelde, impuso la idea de que la foto­grafía supone en primer lugar enfrentarse sin piedad a la realidad.

Nueva York, 1996.
Un fotomontaje: "Pegué anuncios falsos y un ratón Mickey sobre Times Square. Aquello se había convertido en Disneyland".

Turín, 1990.
El baile de la alegría. Los "fans" brasileños celebran la victoria de su equipo. Se ha convertido en el campeón del mundo.

París, 1987.
Los pasillos de la Ópera Cómica de París se convierten en una improvisada pasarela en la que lucirán los modelos de Alaïa Kleider. "Una sesión fotográfica que tenía que parecer capturada de una película barata de gánsteres".




París, 1987.
Una parodia sobre Farah Diba e Imelda Marcos. Ambas escaparon de sus respectivos países cargadas de joyas, miles de pares de zapatos y rodeadas de guardaespaldas y fotógrafos.




París, 1986.
"Perdí de vista el mundo de la moda y creí que podría conocer a una nueva generación de diseñadores fotografiando los escenarios". Las bambalinas de un desfile de Gautier.




París, 1990.
En el Club Allegro Fortíssimo. "Las mujeres se reunieron bajo el eslogan "La gordura puede ser bonita". El baño turco estaba cerrado, el agua helada y la niebla resultaba muy artística".



París, 1989.
Palacio de Luxemburgo. La sede del Senado francés. Los policías vigilan atentamente la entrada ante una multitud de manifestantes.

Turín, 1990.
Los brasileños ahorraron durante dos años para poder animar a su equipo en el Mundial de Italia.





 El Pais Semanal