viernes, 20 de abril de 2012
Penagos, el erotismo ilustrado
El novelista Eduardo Zamacois describe a Penagos como alto, delgado, alegre, turbulento, manirroto, vestido con cierta elegancia cosmopolita.
Texto: Mariano Navarro
Cuenta Rafael de Penagos hijo que en 1953, de camino hacia Cádiz pan recibir a su padre, que regresaba de su larga estancia en América, conoció en Sevilla a Juan Belmonte, que había sido y en gran amigo del dibujante, y que éste, con su media tartamudez le dijo entonces: "Mira, Rafael si tu padre se llega a morir, cosa que dichosamente no ocurrió cuando tenía 25 años hubiera tenido el mismo entierro que tuvo José (Joselito) y el mismo que hubiera tenido yo si me Ilega a matar un toro".
Fechas más o menos descabaladas aparte, la afirmacióin de Belmonte no parece exagerada. Penagos, como le llamaba todo el mundo, fue el más popular, el más célebre y mejor considerado de los dibujantes ilustradores españoles en el largo período que va desde la puertas del siglo hasta la guerra civil. En un tiempo, además, en el que los dibujantes eran más que conocidos en la vida pública. "En Madrid se comentaban sus dibujos", escribe el escritor y también ilustrador Migue Mihura, "como hoy se comenta el estreno de una película importante, y en la calle y en los cafés la gente volvía la cabeza para contemplar con devoción a estos grandes artistas". Penagos fue tan popular y tan célebre que en los felices veinte había caballos de carreras y galgos que llevaban como talismán de su suerte el nombre de Penagos, en Chicote servían un cóctel Penagos y, cómo no, más de un jovencito pedía en las tiendas de materiales artísticos un tubo de verde Penagos. Cuando Miguel Hernández soñaba entonces un libro, para soñarlo más bello, lo quería ilustrado por Penagos.
Pero, a su retorno, como ocurriera en las fechas de su marcha, no le esperaba el paisaje soñado, que él había contribuido a confeccionar, sino la misma España alimentada de palabrería y escasez que había abandonado cinco años antes. "Un Madrid resistente y persistente, moribundo, pero en el que las piedras tienen aún temperatura humana", escribió Ruano. Sus amigos, que amigos no le faltaron nunca, le dieron un homenaje. Encontró algunos trabajos. Retrató a lápiz a los escritores Antonio Martínez Ruiz, Azorín, y a don Pío Baroja, con los que había compartido empresas de juventud. "Buscaba temblando las esquinas de aquel Madrid que había vivido". Sigue Ruano en su artículo
necrológico. Va a fechar un dibujo y escribe: 1923. Nota algo. Enmienda: 1933. La joven admiradora sonríe: "¡Don Rafael, por Dios!". (¡Qué mal le suena eso de don Rafael!) Escribe por fin: 1943. La muchacha se resigna a medias: "Muchas gracias, don Rafael, pero estamos en 1953". "Y una tarde del mes de abril, sin darse cuenta, / se le durmió el cansancio en la almohada". Era el día 24 de ese mes de 1954, acababa apenas de cumplir los 65 años.
Y aunque su hijo, en los versos que continúan el poema antes citado, afirmó: "En sus ojos cerrados / se abría, con su muerte, su mañana", lo cierto es que ese mañana ha precisado de años para abrirse definitivamente a la luz, para poder reunir una parte sustancial de los 15.000 dibujos que realizó y para devolver al lugar que le corresponde la calidad de su trabajo. Baste decir que hasta la fecha es —salvo los libros editados por intervención de su hijo— casi nula su bibliografía, y que únicamente hay una tesina que estudia su labor en relación con las tendencias de la ilustración de su época.
Penagos fue dibujante por azares y coincidencias de la vida, ya que tanto sus primeras intenciones como la posición social de su familia le destinaban a la, en apariencia, más alta posición de pintor. Esas intenciones sufrieron un serio revés cuando el entonces precoz y muy premiado alumno de la Escuela Superior de Artes e Industrias optó a una plaza-concurso en la Academia Española de Roma. Pintó un cuadro, hoy perdido, a tenor
Una de las portadas realizadas para La novela picaresca
de los requisitos y usanzas, de gran formato y de tema piadoso, Consolarás al enfermo. Pocos días antes de la deliberación del jurado se encontró, mientras paseaba con su padre, con don José Garnelo, miembro del jurado, que le dijo: "Penagos, quiero decirle que he visto su cuadro, que me gusta mucho, y que cuente con mi voto". El joven ya se veía en Roma. A la hora de las votaciones, el señor Garnelo no llegaba. Los restantes miembros del jurado habían empatado a votos a Penagos y a un pintor valenciano hoy olvidado. Con expectación y distintas esperanzas aguardaban uno y otro. Finalmente, sudoroso y a prisas. se presentó Garnelo, que, ¡oh sorpresa!, dio su voto al valenciano. ¿Por qué? Por intercesión de la mismísima reina María Cristina, que había indicado al académico su interés por él. Desilusión, claro, y dicen que también un cambio en la vocación del más dotado. Si no le hubiese dicho nada...
La segunda parte, que afectaba a su familia, llegó de la mano de una mala jugada de bolsa. Su padre, el notario madrileño José María de Penagos administraba tanto sus ingresos como la fortuna de su esposa, doña Encarnación Zalabardo. Vivían entonces en un chalecito de la calle de Granada. paseaban en tílburi, se servían de un numeroso servicio que contaba, para la numerosa y poco a poco devastada prole. tanto con amas de cría como con amas secas, asistían a los estrenos de Echegaray y veraneaban. Todo se lo llevó un revés en sus inversiones. Y Rafael, Penagos desde entonces, se puso a trabajar.
Desde su ingreso en La Novela Ilustrada, que dirigía Blasco Ibáñez, dio muestras sobradas de la precocidad de su genio e impuso su estilo. Asombraron sus portadas para la edición de El judío errante. Tanto es así que una mañana Llorca. el yerno de Blasco Ibáñez, a duras penas conseguía convencer a unos clientes de que el jovencito que veían puesto al tablero era él, y no otro mayor, el Penagos al que buscaban.
"Me pagaban dos o tres pesetas por dibujo", le contaba a Antoniorrobles. "Era entonces cuando Prudencio Iglesias me decía: 'Te conviene merendar...'. Y se compraba dos panecillos y nos los íbamos comiendo de conversación por la calle".
Aunque compaginaba los trabajos de encargo con la pintura propia, día a día se deslizaba más y más hacia los primeros, y en 1909 —tiene tan sólo 20 años— envía sus primeros carteles a los concursos que convoca el Círculo de Bellas Artes para sus bailes de disfraces. Empieza a ganar premios. Su obra se difunde. Le llega, con una prontitud que le restará importancia a sus ojos, la fama.
A los 21 años es contertulio de Valle-Inclán —para el que ilustra, junto a otros, Voces de gesta y dibuja el frontis de sus Obras completas— y Ricardo Baroja en el Nuevo Café de Levante, y personaje conocido en las interminables noches de Madrid. "Alto, delgado, alegre, turbulento, manirroto, vestido con cierta elegancia cosmopolita, su silueta era de las más populares". Lo describe el novelista Eduardo Zamacois. "Se le encontraba a todas horas —particularmente en las teñidas por el rosicler de la aurora— y también en todas partes: lo mismo en las residencias próceres del barrio de Salamanca que en los restaurantes abiertos toda la noche, y en los bailes donde al son del organillo los flamencos de faca en faja y las chulonas de mantón y pañuelo a la cabeza saboreaban las delicias del agarrao".
Famoso también como homme-á-femmes, acaso en demasía. Porque era garboso su porte; gentil su rostro de ojos vivos e irónicos (conservó siempre los que brillan en un retratito que le hicieron a los seis años), y su labia zumbona y algo achulapada, tuvo romances intensos, entre ellos uno con Tórtola Valencia, que le sirvió de modelo para varios carteles y dibujos, uno muy intrigante en el que la abraza una serpiente y no se sabe si se besan.
Fotografía en la que Penagos posa con sus dos hijos mellizos.
Retrato que reproduce una de las características mujeres de cuello largo y bello rostro que transformaron la estetica de las españolas.
No fue a Roma, pero, becado por la Junta de Ampliación de Estudios —con los votos de Sorolla y Menéndez Pidal—, viajó a París. "Ha sido realmente el único momento en que he pasado hambre", le confesaba a Antoniorrobles. "Una noche, a la hora en que debía estar cenando, tuve que hacerme unos cuantos dibujos que un muchacho catalán muy despierto y muy pollo, además, puso en un banco del bulevar y vendió a unos estudiantes. Aquella barra larga de pan parisiense que me llevó luego traía nimbo, como las cabezas de los santos...".
No conoció ni se trató con los artistas españoles ya casi famosos, pero no cerró los ojos a la vanguardia ni extravió su mirada. A su regreso, en 1914, a España, después de una estancia en Inglaterra, en la que le sorprendió la declaración de guerra y a punto estuvo de alistarse en las fuerzas de su graciosa majestad, siguió con su vida bohemia, endulzada ahora con la certeza de que era, entre sus pares, el mejor.
Datan de entonces tanto su consolidación en los círculos intelectuales madrileños —que bien podemos cifrar en su participación en la tertulia y redacción de España, publicación dirigida por Ortega y Gassetcomo su más reconocido invento: las mujeres Penagos.
Sobre el primer aspecto, Eugenio d'Ors le comparó, refiriéndose al cartel que había realizado para anunciar la salida de la revista, con Miguel Ángel, "que esculpió en mármol, para el pudridero de los Medicis, la noble y melancólica imagen de II pensieroso", y con Rodin, que "enfrió el fervor del bronce en una forma tensa y eficaz, la de aquel desnudo Penseur". Penagos, para el cartel de la nueva revista España, dibujó una nueva figuración ilustre, destinada a quedar en la iconografía de la inteligencia bajo el mote de El. Preocupado. Se aunaban así sus ideas con las de los que se empeñaban en cambiar, porque no les gustaba, la imagen de España: el mismo Ortega, Azorín, Baroja, Pérez de Ayala, Luis Bello y otros.
Y precisamente porque, como escribe José Hierro, "a Penagos no le gustaba ese Madrid suyo de orinal y palangana; no le gustaban las rollizas cupletistas, ni los padres de la patria de bigote castelarino y voz de Sinaí, ni la clase media galdosiana de cocido diario", creó —como había creado los carteles para los grandes bailes, los anuncios que señalaban la elegancia del Gran Kursaal de San Sebastián y 1a fragancia de los sofisticados productos de belleza— sus mujeres, ante las que no hay escritor de época ni contemporáneo nuestro que no caiga a sus pies.
Carteles con consejos institucionales.
El artista posa durante una corrida benéfica.
"Fue el primero en España, que obligó a las mujeres a tener el cuello largo para que la pamela les sentara bien. En Madrid las cosas eran de otro modo. Aquí las mujeres lucían todavía solomillos impresionantes, pecheras como marquesinas y pantorrillas de elefante. Penagos fue un tirano. Con su lápiz de artista a modo de bisturí, hizo la cirugía estética a todo aquel paisaje femenino metido en carnes", escribe Manuel Vicent.
Porque, como sospechaba Manolo Alcántara, "en la mano derecha tenía un harén, un serrallo poblado por mujeres muy bien vestidas, esbeltas, que estiraban el cuello de cisne para poder asomarse al futuro", y a las que el también pintor Esplandiú describe como sigue: "La tobillera a lo Penagos: perfil helénico, pelo tirante con moño tras de la nuca, barbilla en punta, la figura menuda y la gracia de la tanagra. Las modistillasdel barrio de Salamanca, las niñas bien de la Castellana, las castigadoras de Maxim's y las tanguistas de cabaré le copiaban sus dibujos en sus personas".
Y si el director José Luis Garci las equipara una a una con las grandes estrellas del cinemascope, Luis García Berlanga confiesa: "Mi limpia entrada en el mundo del erotismo se produjo de la mano de aquellas mujeres que hacían fácil la inestable movilidad del desliz".
Porque, como descubre Manuel Alcón, "la sabia caricia del lápiz caldea la forma, la media es filtro no del pecado, sino de la gloria, y en esa sabrosa y fina robustez van a encontrarse las miradas con alma del rico, del pobre, del joven transeúnte". Y tiene razón Edgar Neville cuando apunta: "La mujercita de Penagos enseñó a las españolas a no ser gordas, les hizo cambiar los cánones de belleza y bajaron las farináceas en el mercado. Resultaba que a los hombres les gustaban más las chicas de Penagos, sonrientes, ondulantes, prometedoras y con sex appeal, que entonces se llamaba de otro modo. Al mismo tiempo, a los hombres españoles se les pasó la manía de asesinar a sus adúlteras, se convencieron de que beber un vaso de leche fría no era de afeminados y fueron dejando el culto que sentían a ciertas ordinarieces y que eran fruto del lugar común. Fue, por tanto, uno de los que más contribuyeron a hacer la vida en España más amable, más riente, más tolerante y más fácil a los que llegamos después".
Curiosamente, Penagos no se internó jamás, que se sepa, por los vericuetos de la pornografía; sus dibujos —que cuando eran excesivamente pícaros firmaba con el seudónimo de Zala, primera parte del apellido materno, Zalabardo— son reflejo de un erotismo dulce, como de primera mano en las gracias de la sensualidad.
Cambió desde entonces sus costumbres y ya no trasnochaba ni se adentraba más allá de las calles en las que estaban los cafés de sus tertulias. Dibujaba, eso sí, todavía más que antes.
Vivía la familia en la calle de Alfonso XII, en una torre que miraba a las verjas del Retiro, y allí, en una sala grande y abovedada, cuyo techo el propio Penagos había pintado de azul noche y cuajado de estrellas, tenía el estudio. Trabajaba muchas veces acompañado de sus hijos, desde por la mañana temprano hasta las dos y desde el despertar de la siesta hasta el desplome del atardecer. Él mismo se molía los colores, para que los rojos fuesen más puros; los amarillos, más limpios de brillo, y los azules, ya nocturnos, ya anunciadores del alba. Los niños veían, maravillados,cómo salían de las cartulinas blancas hadas, gnomos, castillos, caballos engualdrapados, brujos... Porque, además de inventar tanto en el terreno de la ilustración comercial, Penagos inventó en cantidad semejante en la ilustración de cuentos infantiles y novelas de adolescentes. Entre otros muchos famosos, los publicados por Saturnino Calleja.
Años después, ya del todo consolidada su fama, premiado en la Exposición Internacional de París de 1925 y en la Iberoamericana de Barcelona de 1926, iniciadas sus colaboraciones en las grandes revistas argentinas, que trasladaron su fama al otro lado del océano, Penagos se presentó, por esas cosas españolas de la estabilidad económica, a oposiciones a cátedra de dibujo, en las que obtuvo el número uno. Fue profesor en los institutos Velázquez, en el que coincidió con Gerardo Diego, y Cervantes de Madrid, y fue compañero, que no amigo, por diferencia de edad, de don Antonio Machado, quien iniciaba sus clases al llamado de "señores claustrales...".
"Republicano sin partido ni carné", como le describen quienes fueron sus amigos, se trasladó a Valencia en el año 1937, en plena guerra civil. Ejerció de profesor del instituto Luis Vives y posteriormente del Instituto Obrero de la misma ciudad. Allí enseñó a su hijo Rafael, al que, ¡precisamente por alborotar en clase con una niña!, expulsó —una excepción en su vida académica— del aula.
Al final de la guerra fue depurado bajo las acusaciones de colaboración con la Prensa roja y amistad con Manuel Azaña y Rivas Cherif. No sufrió pena de cárcel ni otras contrariedades, pero la España que había saldado la sublevación militar no se parecía ni de lejos a la España que, aun sin gustarle, la había precedido. Ya no quedaba lugar donde se amparase la dulzura, ni vías para la pícara amabilidad, ni ocasión en la que aderezar elegancia a la belleza; cabe incluso que Penagos pensase que los únicos que se podían costear ciertos aditamentos no merecían, ni de lejos, su genio ni su apoyo. Dejó su Madrid de siempre y, ayudado por un hijo de Martínez Anido, el dibujante Baldrich, se trasladó a Barcelona, ciudad en la que ejerció breve tiempo su cátedra.
A los 58 años, cuando su hijo Rafael empezaba su carrera de actor de doblaje —"¡ganaba", recuerda, "cuatro veces más que mi padre!"—, Penagos se embarcó camino de Chile, donde tenía buenos amigos y donde realizó sus obras de tema andino. Cinco años después regresaría a España, "para morir, aunque él no lo sabía".
El Pais Semanal
jueves, 19 de abril de 2012
Magnum, los signos de la Historia.
Los miembros de la agencia posan para Erwitt.
Un libro y una exposición itinerante titulada En nuestro tiempo conmemoran el 40º aniversario de una agencia mítica entre los fotógrafos de medio mundo. Su nombre es Magnum. Sus miembros son conscientes de la singularidad de sus reglas, a la vez que a golpe de cliché custodian los signos de la memoria por excelencia: las fotografías.
Texto: Manuel Falces
E1 22 de mayo de 1947, la agencia Magnum —con la denominación Magnum Photos Inc.— fue inscrita en el registro del condado de Nueva York. Su reducido número de componentes forman parte de una especie de orden medieval que habita, y milita, en una singular abadía de la imagen del siglo XX con sedes en París, Nueva York y Londres.
¿Por qué esta denominación romana, Magnum, para una agencia de noticias? Por una parte, señala J. Lacouture, para reafirmar su independencia y su voluntad de resistir a las presiones de los grandes que dominan los medios, el grupo debía manifestar el potencial creativo de las acreditadas firmas de los fotógrafos que agrupaba. Por otra, el espíritu de Robert Capa, uno de los padres de la criatura, que indefectiblemente ligaba la palabra Magnum a la afamada marca de champaña; todos los que le conocieron subrayan que su mayor aspiración era darle a la cámara esa apariencia deleitosa.
Nacida bajo la idea obsesiva de que un periodista gráfico es nada cuando carece de la posesión y la capacidad de multiplicar infinitamente sus propios negativos a la vez que de su total disposición, adoptó como fórmula ideal para lograrlo la estructura social de una cooperativa. Romeo Martínez, un especialista que ha seguido muy de cerca la evolución de la agencia, expresaba que Robert Capa y sus amigos habían inventado el derecho de autor en fotografía. A ello cabe añadir, como matiz definitorio, la rebeldía e independencia que tradicionalmente ha acompañado a los fotógrafos que estructuraron su plantilla, estrechamente ligadas a la honestidad y el rigor de sus encuadres, capaces por ellos mismos de dominar simultáneamente, en la medida de lo posible, los textos o pies de foto que los acompañan. "Los fotógrafos no soportan control alguno sobre su vida, cualquiera que fuere", señala Richard Kalvar, integrante del colectivo. "Magnum, pese a su estructura como cooperativa y la esquizofrenia a la que se ven sometidos algunos de sus asociados —en cuanto fotógrafos y directivos, simultánea y accidentalmente—, jamás ha estado dominada por un estado mayor. Sus gestores sólo sirven de enlace entre los distintos departamentos, que hacen de ellos una especie de duques temporalmente en estado de rebeldía contra un rey".
Una calle del viejo Pekín, vista por Marc Riboud en 1965, desde el interior de una antigua tienda.
La fotografía que Dennis Stock le hizo a James Dean en Times Square en 1955 se convirtió posteriormente en poster famoso.
Las señas de identidad de las imágenes canalizadas por Magnum parten de las experiencias vitales de los primeros componentes del grupo. Henri Cartier Bresson pasó parte de la guerra en un campo de concentración nazi, y tras una triple tentativa de evasión, frustradas un par de ellas, se integró en la resistencia. Otro componente, George Rodger, cayó prisionero de los japoneses en Birmania. David Seymour, Chim, se hizo acreedor a una condecoración por sus servicios prestados al espionaje norteamericano. Robert Capa —cuyo nombre de pila era André Friedmann, el menor de una familia de sastres— fue expulsado de Hungría a la edad de 17 años por unas imprecisas actividades izquierdistas antigubernamentales. Entonces no sabía si optar por la agricultura o el periodismo: "Mientras que continuaba mis estudios, mis padres se encontraron sin un céntimo. Fue entonces cuando tomé la decisión de llegar a ser fotógrafo", explica Capa, "porque ésta era la actividad más próxima al periodismo para quien no podía expresarse en ningún otro lenguaje". En definitiva, fue la "cascada de guerras" (Lacouture) y sus experiencias vitales, a la vez que la ansiedad de huida de este horror, la causa determinante de este uso de la fotografia canalizado por Magnum. El nazismo, tal y como señala este ensayista, arrojó hacia Occidente una pléyade incomparable de judíos y demócratas de las más diversas procedencias a los que la violencia del exilio había privado de su país y la posibilidad de ofrecerle al mundo la libertad de expresión. A ello hay que añadir los ingredientes del terror hitleriano, por una parte, y la adopción por el fotógrafo André Kertesz en 1932 de la fórmula Leica, una cámara supermanejable que fascinó a Cartier Bresson, convirtiéndose en el instrumento ideal del fotoperiodismo. Y todo ello en un contexto de eclosión del periodismo gráfico, con publicaciones tales como Vu, ParisMatch, Life, Regards, Illustrated Picture Post, Colliers, etcétera.
En 1979, Raymond Depardon realizó esta fotografía dentro de los muros de un asilo en Nápoles.
New York city (1953) es el escueto titulo de esta imagen intimista captada por la cámara de Elliot Erwitt.
La vuelta a casa de los prisioneros de guerra quedó plasmada en una imagen de Ernst Haas tomada en Viena en 1947.
Una imagen de los años sesenta. Marcha por la paz es el titulo de esta foto de Marc Riboud, realizada en Washington en 1967.
Una colaboracionista francesa es exhibida en una calle de Chartes tras la liberación, en 1944. Capa es el autor de la foto.
El inconfundible cogote de Nikita Jruschov frente al Lincoln Memorial de Washington, en 1959. Burt Glinn estaba detrás.
Salgado plasmó el momento en que un niño es pesado como parte de un programa de ayuda alimentaria en Mali, en 1985.
Una cantina moscovita de trabajadores de la construcción. La estampa, de Henri Cartier Bresson, está fechada en 1954.
El Pais Semanal
Delacroix
Autorretrato
Como fundador de la pintura moderna, Eugéne Delacroix fue un revolucionario en su tiempo. Romántico, pertenece a una de las generaciones más gloriosas de la cultura fancesa, y en su estética bebieron todos los grandes maestros de fmales del siglo XIX. Sus contemporáneos tardaron años en reconocer una obra que, como la de los verdaderos genios, se agranda con el tiempo. Zúrich, primero, y Francfort, ahora, son el escenario de una exposición antológica de su obra.
Texto: Francisco Calvo Serraller
fragmento de El despertar, 1850
Colección privada
En realidad, desde la celebración del centenario de la muerte del pintor, que dio lugar a una espectacular retrospectiva durante 1963 en el Museo del Louvre, con 529 obras, no se había podido contemplar otra muestra tan relevante de Delacroix como la que ahora se puede visitar en Francfort. Es éste un dato muy a tener en cuenta cuando no se trata sólo de una simple llamada de atención sobre un gran maestro del pasado, sino sobre el genuino fundador de la pintura moderna.
Al hacer esta afirmación no se trata de olvidar en absoluto a Goya, a quien todos los románticos, y muy en particular el propio Delacroix, consideraron la clave de bóveda del espíritu moderno, ni tampoco de menospreciar el papel desempeñado por Géricault, cuya trágica muerte prematura no restó un ápice de importancia a la influencia decisiva de su estilo en el desarrollo del romanticismo francés, pero, con todo, es evidente que fue Delacroix la encarnación más perfecta del romanticismo pictórico, como Victor Hugo lo fue, a su vez, del literario.
El poeta Charles Baudelaire se hizo eco de esta comparación tópica entre Delacroix y Hugo como los representantes del entonces todavía polémico estilo romántico, si bien el autor de Las flores del mal consideraba más justamente acertada a este respecto la elección de la figura del pintor que la del escritor. En cualquier caso, el prestigio artístico de Delacroix se fue renovando a través de diversas generaciones de creadores de vanguardia.
Fragmento de la Batalla de Nancy, muerte del duque de Borgoña, Carlos el Temerario, 1831. Museo de Bellas Artes de Nancy.
Fragmento de Convención de Boissy d´Anglas, 1831. Museo de Bellas Artes de Burdeos.
Todavía unos años más tarde, casi a punto de concluir el siglo XIX, en 1899, el pintor Paul Signac publicó un libro considerado como el manifiesto de las ideas posimpresionistas con el título De Eugéne Delacroix al neoimpresionismo. En fin, Pablo Picasso empleará el cuadro Mujeres de Argel, una de las composiciones más populares de Delacroix, como base para una de sus más brillantes glosas pictóricas.
Esta envidiable fortuna artística, propia de las personalidades míticas, se acompañó además con una vida que los contemporáneos románticos del pintor calificaban como "interesante". En realidad, hasta Su nacimiento está recubierto de oscuridades legendarias, pues se discute que la paternidad real del artista correspondiese a quien así aparecía oficialmente en el registro, Charles Delacroix, ilustre político francés que alcanzó las más altas dignidades oficiales como ministro del Exterior con el Directorio y prefecto del imperio en Burdeos y Marsella. Pero si a estas conjeturas, basadas en la documentación de fechas, se añade que el verdadero padre fue al parecer el celebérrimo Talleyrand, ese prodigio de in-combustión en el poder a través de los cambios más estrafalarios, no queda nada mal, en efecto, la carta natal del genio incipiente.
Fragmento de Combate de Gianour y de Hasdsan, 1835. Museo de Pétit Palais, París
Fragmento de Fantasía árabe, 1833
Fragmento de Batalla de Taillebourg, 1835. Museo del Louvre, París.
En este sentido, conviene recordar que vivir entonces era sinónimo de viajar y viajar fuera de las rutas preestablecidas. El 11 de enero de 1832 Delacroix embarcó en el puerto de Tolón rumbo a Tánger, primera etapa de un periplo norteafricano, con su correspondiente recalada en España, a la sazón convertida en el mito romántico por excelencia precisamente por su exótica naturaleza semioriental.
A raíz de este viaje formula un nuevo credo artístico para el futuro clasicismo, de naturaleza ya completamente romántica. En una carta dirigida a un amigo, afirma Delacroix que "Roma ya no está en Roma", a la vez que le comunica que ha descubierto en África "algo más simple y misterioso: los romanos y los griegos están aquí, a mi alcance, me río de los griegos de David...". Su rápido periplo por Andalucía le entusiasma, fijándose en mil detalles pintorescos, pero sobre todo en los grandes pintores españoles, desde Murillo a Goya.
Amigo de los principales románticos, escritores, músicos o pintores, como Gautier, Stendhal, Hugo, Baudelaire, Chopin, Georges S and, etcétera, Delacroix pagó muy cara su desafección a la escuela oficial de los seguidores clasicistas de David. En este sentido, nos sigue sorprendiendo hoy día la reiterada negativa que obtuvo para ser admitido en el instituto, donde solicitó el sillón, por primera vez, en 1837, y donde siguió siendo consecutivamente rechazado ocho veces hasta por fin lograr ingresar en 1856, casi 20 años después de la primera tentativa y a tan sólo seis de su fallecimiento.
Fragmento de Tam O Shanter perseguido por las brujas, 1825. Museo del castillo de Nottingham.
Este revelador fracaso para su consagración oficial, tanto más chocante en un hombre de mundo, no se explica tan sólo por cuestiones puramente formales, como la de ser un vigoroso partidario del color en un medio dominado por la más rancia tradición clásica francesa. Delacroix fue un espíritu plenamente romántico y, más que el estilo, sus gustos y sus temas escandalizaban a los más conservadores de la época. Refiriéndose a ello, el pintor Gérard dijo en cierta ocasión a propósito de Delacroix: "Acaba de sernos revelado un pintor, ¡pero es un hombre que anda por las nubes!". Eran éstas, desde luego, románticas nubes, cargadas con el culto al instinto, al heroísmo, a la espiritualidad, a la pasión, e interpretándolo todo en clave contemporánea.
Fragmento de Mujer con loro. Museo de Bellas Artes de Lyon.
De esta manera, por sus cuadros desfilan los protagonistas de las grandes hazañas políticas de su época y se inspira en toda suerte de temas literarios a la moda, extraídos de Dante, Shakespeare, Tasso o el propio Walter Scott. Los cuerpos torsionados de animales y hombres en el fragor de las luchas, la sensualidad más turbadora en la expresión de bellezas femeninas inquietantes, el sentido de la fatalidad oriental, los mundos interiores alucinados, los ideales políticos revolucionarios, una concepción religiosa como agonía... En estos o en otros asuntos vemos perfilarse un nuevo estilo radicalmente moderno de entender la vida y el arte.
Por eso ahora, cuando desfilamos ante una buena selección de cientos de sus mejores imágenes, reconocemos esa extraña fuerza que poetizó maravillosamente Baudelaire: "Delacroix, lago ensangrentado colmado de ángeles pérfidos, / a la sombra de un bosque de pinos siempre verdes, / en el que, bajo un cielo de desdicha, insólitas fanfarrias / desfilan, como un suspiro ahogado de Weber; / esas maldiciones, esas blasfemias, esas imprecaciones, / esos éxtasis, esos gritos, esos llantos, esos Te deum, / son un eco devuelto por mil laberintos; / ¡un opio divino para los corazones mortales!".
William Klein
Roma, 1956.
En la playa de Ostia, William Klein captó esta imagen de un grupo de cinco personas. Este encuadre se tomaría más tarde como prototipo para fotografiar a grupos de "rock and roll".
William Klein. Nació en Nueva York el 19 de abril de 1928 y descubrió Europa en 1946, durante su servicio militar en Alemania. Repartió su vida entre los dos continentes y mantuvo una continua actitud crítica hacia las dos orillas del Atlántico. Tras ser alumno de Fernand Léger en 1948, regresó a Nueva York y durante 10 años trabajó para Vogue. La fotografía de moda no le interesaba y empleó esos años en realizar un retrato iconoclasta de su ciudad. que fue publicado en París en 1956. (La Fundación La Caixa de Madrid expondrá estas fotografías del 18 de septiembre al 26 de octubre). Instalado en París desde hacía medio siglo, cubierto de honores, siempre se cuestionó a sí mismo, hasta publicar en 1995 (ver El País Semanal, n° 251) una nueva versión de su Nueva York natal que demuestra hasta qué punto era un precursor.
París, 1968.
Año de la revuelta estudiantil. Hace frío y el ambiente es desolador. La gente mira cómo pasan los tanques.
Es un hombre de las ciudades. Es un hombre de la narración, bien sea a través de un libro o de una película. Con él llegó el escándalo, ya en los años cincuenta, porque rechazaba la convención de las imágenes trazadas con el cordel de la geometría, y fue él quien, triturando el grano, exagerando los efectos del gran angular, lanzando grandes fogonazos de forma irrespetuosa, consolidó una imagen que era como un puñetazo contra el clasicismo. Supo antes que nadie leer la ciudad como un gran escritorio repleto de signos y señales, donde surgen personajes de ficción portadores de humanidad y privados de identidad. Supo jugar con sus encuentros y no conformarse nunca con un estilo estereotipado. Y, sin embargo, sus imágenes son reconocibles entre todas las demás.
Saben cómo hacer hablar a la violencia de Nueva York y Tokio, cómo pasar del romanticismo impregnado de carcajadas de Moscú al neorrealismo romano con una naturalidad desconcertante. Siguen esa regla sencilla que dice que hay que meterse en el entorno para tomar de él partículas de realidad y, a continuación, ponerlas en escena como quien cuenta una historia.
Capaz de pasar con descaro de los bastidores de un desfile de alta costura a las absurdas pasiones de los aficionados del Mundial de fútbol, Klein se burla de sí mismo al rechazar una imagen confortable de lo que le rodea. Cineasta, fotógrafo, grafista, inclasificable, rebelde, impuso la idea de que la fotografía supone en primer lugar enfrentarse sin piedad a la realidad.
Nueva York, 1996.
Un fotomontaje: "Pegué anuncios falsos y un ratón Mickey sobre Times Square. Aquello se había convertido en Disneyland".
Turín, 1990.
El baile de la alegría. Los "fans" brasileños celebran la victoria de su equipo. Se ha convertido en el campeón del mundo.
París, 1987.
Los pasillos de la Ópera Cómica de París se convierten en una improvisada pasarela en la que lucirán los modelos de Alaïa Kleider. "Una sesión fotográfica que tenía que parecer capturada de una película barata de gánsteres".
París, 1987.
Una parodia sobre Farah Diba e Imelda Marcos. Ambas escaparon de sus respectivos países cargadas de joyas, miles de pares de zapatos y rodeadas de guardaespaldas y fotógrafos.
París, 1986.
"Perdí de vista el mundo de la moda y creí que podría conocer a una nueva generación de diseñadores fotografiando los escenarios". Las bambalinas de un desfile de Gautier.
París, 1990.
En el Club Allegro Fortíssimo. "Las mujeres se reunieron bajo el eslogan "La gordura puede ser bonita". El baño turco estaba cerrado, el agua helada y la niebla resultaba muy artística".
París, 1989.
Palacio de Luxemburgo. La sede del Senado francés. Los policías vigilan atentamente la entrada ante una multitud de manifestantes.
Turín, 1990.
Los brasileños ahorraron durante dos años para poder animar a su equipo en el Mundial de Italia.
El Pais Semanal
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