martes, 14 de junio de 2011

Adam Hughes



Un clasico, cualquier excusa es buena para ver dibujos de Adam Hughes, en este caso sus lápices, tan impresionantes o más que sus ilustraciones terminadas.










































































Sentinel Studio




Los dibujos aquí presentes son obra de Javi Mena y Jacobo Márquez, pero son más los implicados en Sentinel Studio, tanto en su página web aquí, como en facebook aquí. Han comenzado un curso de comic, participa y únete al club, o promocionate con ellos, cuantos más mejor.
Me encanta el comic.





lunes, 13 de junio de 2011

LA REVOLUCIÓN DE LOS CÓMICS Scott McCloud




La historia del cómic no anda sobrada, precisamente, de grandes revoluciones. A excepción, quizá, del movimiento underground americano y sus ecos contracultu­rales europeos tras el mayo del 68, dicha historia podría escribirse como una sucesión de estilos, modas, escuelas, generaciones o grupos que han ido tomándose el relevo sin verdaderas rupturas entre unas y otras. Y es que al cómic siempre le han sobrado analistas y comentaristas y le ha faltado, por ejemplo, unos cuan­tos pensadores de vanguardia, ide­ólogos incendiarios, revoluciona­rios dogmáticos o iluminados utópicos. Afortunadamente, que dirán muchos.


A Scott McCloud, posiblemente, no podríamos incluirlo con total justicia en ninguno de los grupos
anteriores, pero es sin duda lo más parecido a algo así que podemos encontrar en el mundo de la his­torieta. En 1993 nos sorprendió con su brillante ensayo en forma de cómic Understanding comics: The Invisible Art (Cómo se hace un cómic: el arte invisible. Ediciones B, 1995), con el que, en cierto modo, convulsionó lo que hasta entonces eran los métodos de estudio y análisis de la historieta. Siete años después, en el 2000 —un año más para la edición espa­ñola que ahora comentamos—apareció en Estados Unidos la que en cierto modo es su continuan­ción, Reinventing comics, un nuevo ensayo en forma de tebeo que propugna, ahora sí, la revolu­ción o la muerte. Nada menos.

A priori, el carácter de secuela con el que se nos presenta este libro puede hacernos pensar que su aparición obedece a meros criterios de "oportunismo comercial", como si McCloud no tuviera todo el dere­cho del mundo a explotar el éxito de su obra anterior y seguir traba­jando (¡siete años después!) en un filón —el del ensayo en forma de cómic, o "cómic de no ficción"—, que él mismo ha desarrollado como nadie y que nadie más que él ha seguido cultivando con tanta intensidad. Resulta, además, que las semejanzas entre uno y otro libro se limitan a ser "cómics en los que el señor McCloud habla sobre cómics". Se repiten algunas ideas —afortunadamente, hay ideas que repetir—, pero por lo demás los temas tratados y el plan­teamiento de uno y otro son abso­lutamente distintos. La ausencia del "factor sorpresa" con el que nos deslumbró la anterior obra no debe cuestionar, de entrada, la validez de ésta. Lo que sí hay que decir desde el principio es que esta obra es mucho más polémica, más incómoda y antipática de leer que la anterior, porque si aquélla era un hermoso canto hacia las virtu­des y potencialidades del arte secuencial, ésta está llena de repro­ches y tirones de orejas al adorme­cido mundo de la historieta. Y eso, claro, no resulta cómodo.

La revolución (o reinven­ción, si nos atenemos al título inglés) propuesta por McCloud se estructura en torno a doce pun­tos, doce revoluciones, que él esti­ma imprescindibles y, en muchos casos, inevitables, para que el cómic consiga explotar, definiti­vamente, todas las infinitas posi­bilidades que se le suponen y que no ha llegado a desarrollar plena­mente. De partida, ya encontra­mos una postura algo novedosa y polémica: el reconocimiento, sur­gido desde el propio entorno de los cómics, desde una persona que ha estudiado y profundizado ple­namente en su lenguaje, de que los cómics conocidos hasta ahora no han llegado a alcanzar, ni mucho menos, su plenitud; que el lenguaje del cómic apenas si ha empezado a despuntar y a rozar la categoría de un verdadero medio artístico o de expresión. En otras palabras: el reconocimiento de que "tenemos un problema", que no es un problema exclusivamen­te de mercado o de crisis editorial, y de que en gran parte la culpa es nuestra. El reconocimiento de que, en su gran mayoría, la histo­rieta todavía no está a la altura de lo que se le puede exigir y de que se puede esperar mucho más de ella. Si no se comparte esta posi­ción de partida (en realidad, el punto en el que terminaba Cómo se hace un cómic), el resto del libro queda prácticamente invalidado y sin sentido. Y de paso, el resto de esta reseña.


La primera parte del libro (Molinos y gigantes) se dedica a analizar nueve de esas revolucio­nes, aquéllas que, señala McCloud, iniciaron mayoritaria­mente los dibujantes de su genera­ción y quedaron inconclusas. Para no desgranarlas una a una, en conjunto podemos decir que lo que se pretende conseguir con esas "revoluciones" es ampliar el horizonte temático y creativo de los cómics, dignificar la imagen pública del medio y el trabajo de sus creadores, y buscar nuevas fórmulas de mercado. En definitiva: romper el cascarón en el que los tebeos se han metido,
ampliar el público mediante la profundización en parcelas temáticas y creativas prácticamente inexploradas y devolver el interés y el respeto hacia los cómics por parte de las institucio­nes y los medios de comunicación. Es cierto que los análisis y refle­xiones de McCloud —al contrario de lo que ocurriera en Cómo se hace un cómic se centran casi exclusivamente en el mercado americano, donde el cómic sigue siendo entendido mayoritaria­mente como un medio de evasión para adolescentes, pero sincera­mente pienso que muchas de sus reflexiones son trasladables al mer­cado europeo, en general, y no digamos al español en particular. Y también es cierto que muchos de estos "caminos revolucionarios" han sido ya puestos en práctica desde hace mucho y que no son nada nuevo (el libro está plagado de ejemplos al respecto), pero no es menos cierto que representan una minoría de la producción, que muchos de esos caminos han que­dado casi abandonados y que la estructura del mercado, en muchos casos, impide que esos caminos sigan funcionando y que los creadores más "arriesgados" tengan la oportunidad de llegar hasta unos potenciales lectores que en muchos casos ni siquiera llega­rán a conocer su existencia. Por tanto, lo que McCloud hace en esta primera parte, más que ofre­cer ideas realmente nuevas o revo­lucionarias, es reavivar el "fuego creativo" de los cómics de los ochenta y primeros noventa, aglu­tinando y dando forma (o "corpus ideológico", para ponernos ya pedantes del todo) a una serie de sentimientos e ideas comunes que muchos creadores comparten y han intentado poner en práctica con grandes dificultades (en justi­cia, mucho más de lo que el propio McCloud ha hecho nunca en su faceta como creador puramente de ficción). Muchas de sus afirmaciones y conclusiones pueden ser discutibles, algunas incluso pueden sonarnos aparentemente reiterativas, manidas y algo superadas (por ejemplo, esa especie de complejo de inferioridad hacia el Arte y la Literatura con mayúsculas).


Pero lo cierto es que ninguna de sus propuestas están en absoluto superadas. Dar por supuesto que todas ellas son obviedades o un mero catálogo de buenas intenciones que de nada sirven supone, en la práctica, aceptar que las cosas están bien como están, que el cómic no da más de sí y que no hay mucho más que podamos hacer. En definitiva, volvemos a la premisa inicial: aceptar o no la idea de que el cómic como lenguaje no tiene límite alguno, que puede afrontar cualquier tema, cualquier soporte físico, cualquier estilo, y de paso constatar que la inmensa mayoría de los cómics que se producen actualmente sí están llenos de límites.

Pero donde se concentran las ideas más originales, polémicas y discutibles es, sin duda, en la segunda parte del libro, En la cres­a de la ola, un verdadero mani­fiesto en defensa del cómic digital colmo el verdadero y casi único Muro posible para el arte secuencial. Esta segunda parte desgrana as tres últimas revoluciones pen­dientes: la creación, la distribución y la evolución de los cómics en el entorno digital. Nuevamente, la mayor parte de entre unos lenguajes y otros no hará que se fundan o mezclen entre sí, sino que se acentúen sus distinciones conceptuales y apa­rezcan sus "verdades" al desnudo. En algunos momentos es franca­mente difícil desligar los deseos y las bellas ideas de McCloud de lo que puede ser una predicción más o menos lógica, porque por esa misma vía podríamos llegar a con­clusiones bien distintas: por ejem­plo, la de que precisamente la absorción de los diferentes len­guajes por la red podría llevar a que unos se impongan sobre otros (justamente, sobre los menos "potentes" mediáticamente, como el cómic o la literatura) y acaben desapareciendo o mezclándose de tal manera que se diluyan muchas de sus características diferenciadoras. Como él mismo reconoce, muchos de los esfuerzos encami­nados a aprovechar las potenciali­dades de la red y los entornos multimedia para los cómics se están dirigiendo (equivocadamen­te, a mi parecer) a incluir sonidos, animaciones, enlaces hipertexto... efectos que en gran medida pue­den desvirtuar la verdadera esen­cia de los cómics y degradarlos a la categoría de unos dibujitos ani­mados de segunda fila o unos videojuegos pobretones.

En cualquier caso, es en este entorno idealizado donde McCloud sitúa el escenario en el que los cómics podrán evolucio­nar sin cortapisas de ninguna clase y desarrollar plenamente todo su potencial. Y para ello pro­pone, fundamentalmente, elimi­nar en el entorno digital el con­cepto de "página" —uno de los artificios impuestos por la tecno­logía de la imprenta, "tan instrín­seco a los cómics como la grapa o la tinta china"— y susti­tuirlo por la idea de tratar la pantalla del ordenador como una ventana. Por ahí avanzan casi todas sus investigaciones en el campo digital, profundizando en el concepto de lo que él llama "la tela infinita", una idea que permitirá a los cre­adores mantener intacta su capacidad para subdividir su obra, porque la "página" ya no será un concepto físi­co y limitado, sino que podrá asumir cualquier tamaño y forma que requiera cada escena en concreto. Creo que ésta es una idea con un enorme potencial creativo, capaz de abrir nuevas vías para el desarrollo de los cómics. Pero no acabo de entender por qué para McCloud la página impresa es un artifi­cio limitador y empobrece­dor del lenguaje de los cómics y la "ventana" del ordenador no. Creo que es otro artificio que sustituye algunas de las limitaciones del medio impreso por otras distintas. Porque, ¿acaso no es una limitación el propio tamaño de la "ventana", de ese agujero en forma de pantalla al que nos asomaremos para mirar los tebeos del futuro? ¿No hay que inventar otros arti­ficios para guiar al lector por esa tela infinita? ¿Y qué ocurriría si quisiéramos insertar viñetas de gran tamaño, superiores al for­mato estándar de la panta­lla? ¿No es un límite incó­modo y empobrecedor el
hecho de tener que desplazarse por la pantalla sin poder contem­plarlas por completo?


El libro plantea, por supuesto, muchas más cuestiones de las que se pueden abarcar aquí, y deja abiertas muchas interrogantes, como por ejemplo: ¿realmente podrá uno ganarse la vida ven­diendo tebeos digitales? ¿Cómo hacer que la existencia de tus tebeos en la red pueda llegar a ser conocida por los navegantes? Y en el supuesto de que la venta de contenidos a través de la red se convierta en un negocio, ¿qué nos hace suponer que no se reprodu­cirán los mismos esquemas de mercado del "mundo físico", en el que los contenidos menos rentables y minoritarios van quedando relegados y oscurecidos y con muchas menos posibilidades de acercarse al público? Las respues­tas que McCloud ofrece a casi todas estas preguntas son, en mucho caso, mera cuestión de fé, pero son bastante coherentes den­tro de su visión del futuro digital. Y hay que reconocerle, sin duda, la audacia intelectual y la valentía que supone aventurarse en estas cuestiones donde todo es discuti­ble y donde todo está por decidir. No quisiera acabar sin recordar que La revolución... es un cómic, y que analizado como tal (al margen de la discusión de sus ideas) es mucho más flojo que su predece­sor. Aquél era un tebeo hecho a mano, y éste está realizado ínte­gramente por medios digitales... con resultados visualmente mucho más pobres. Pero lo peor es, sin duda, que mientras en Cómo se hace... el empleo del lenguaje visual estaba plenamente integra­do en lo que se contaba y mejora­ba potencialmente la comprensión y la asimilación de las ideas, en muchos momentos de La revolu­ción... la profusión de símbolos y metáforas visuales no hacen sino entorpecer la lectura y no ayudan para nada a comprender mejor lo que se cuenta: en esos momentos es mejor leerse el texto y olvidarse de los dibujos. Por otra parte, en ocasiones la obsesión didáctica de McCloud ralentiza el flujo de las ideas con la excesiva aportación de datos y la reiteración de algunos conceptos que hacen la lectura bastante aburrida.


En definitiva, la revolución de McCloud es ciertamente discuti­ble, quizá poco verosímil y a lo mejor poco atractiva para los amantes de la tinta y el papel impreso. Es muy posible que nos­otros, los que aprendimos a leer con un tebeo de papel en las manos, no estemos preparados para asimilar los cambios que McCloud anuncia, y que nos resistamos a abrazar las supuestas ventajas de la nueva tecnología en detrimento de nuestros tebeos de toda la vida. Pero no es bueno ins­talarse en la nostalgia ni cerrar los ojos ante el avance imparable de los medios digitales. De una u otra manera cambiarán nuestra vida —ya la están cambiando— y de una u otra manera los tebeos cambia­rán a consecuencia de ello. A pesar de todas las objeciones que poda­mos ponerle a sus teorías, persona­jes como McCloud son necesarios para ayudarnos a preparar y enten­der ese futuro que ya está aquí. Bienvenidas sean sus revoluciones y sus polémicas, aunque sólo sir­van para hacernos remover del sillón y discutir un rato.

ENRIQUE BONET

U#23 febrero 2002

BLANCO HUMANO Peter Milligan y Edvin Biukovic




Si ustedes pertenecen al grupo de masoquistas que, como yo, han ido a ver ese engendro titulado Misión: Imposible 2 (sí, masoquis­tas, porque no dirán que no está­bamos ya sobre aviso) entenderán mejor las bondades de este Blanco humano, más que nada por las comparaciones que se pueden establecer entre ambos productos (y que conste que a mí la primera parte de Misión: Imposible [1996, Brian DePalma] me parece, junto a Matrix, el mejor blockbuster que Hollywood ha parido en el último lustro: por su modernidad, por la inteligencia de su guión, por lo sorprendente de sus giros argu­mentales). Lo que quiero decir es que si Peter Milligan hubiese escrito el guión de esa Horterada Imposible orquestada a la mayor gloria de Tom Cruise, y para ello se hubiese basado en las brillantes ideas que desarrolla en este Blanco humano, posiblemente M:I 2 hubiera podido llegar a ser una gran película; puede que incluso una obra mayor. Que es justo lo que es este tebeo, aunque no lo aparente.
Porque resulta divertido comparar M:I 2 y Blanco humano en los sucesivos juegos de suplantación de personalidad que hay en ambas tramas argumentales, y hacer balance del grado de efectividad conseguida a la hora de engañar al público. A lo largo del metraje de MI 2, si no recuerdo mal, hay unos cuatro "engaños" de perso­nalidad. Pues bien, todos ellos, salvo quizás el primero, son adivi­nados por cualquier espectador mínimamente atento bastante antes de que el personaje en pan­talla se quite la careta. En el caso de Blanco humano cuento hasta siete suplantaciones de personali­dad, y todas, absolutamente todas, consiguen engañarnos y descolocarnos en la primera lectu­ra del tebeo (y alguna de ellas, incluso en una segunda lectura, lo cual resulta ya casi increíble). Evidentemente, esto no sucede por casualidad. Sucede porque, mientras que en M:I 2 estamos ante un guión mediocre, rutinario y carente por completo de talen­to, en el caso de Blanco Humano estamos ante un guión excepcional, una original trama urdida para resultar completamente imprevisible, un rompecabezas meticulosamente concebido para que todo encaje en su sitio, y a la vez, para desconcertar una y otra vez al lector sin tomarle el pelo ni hacer trampas. Pero lo mejor de Blanco humano no es que consiga engañar a los lectores. Lo mejor es que todo ese juego de engaños está al servicio de una historia ágil, vibrante, absorbente, y, por encima de todo, humana. ¿Se puede pedir más?



Y sí, digo humana porque, aun­que el tebeo comienza como lo que parece una simple historia de acción para la cual se recurre, por enésima vez, al viejo truco de remozar a un personaje antiguo (en este caso Human Target, crea­do en los setenta por, dicen los créditos, Len Wein y Carmine Infantino: primera noticia que tengo del personaje, un agente freelance especializado en suplantar a personas en peligro de muerte que le contratan para que haga de eso, de blanco humano), termina con­virtiéndose en todo un tratado psicológico sobre la condición humana y las contradicciones de nuestra(s) personalidad(es). Y ése es el gran hallazgo de Blanco humano: que los continuos juegos de suplantación no están sólo para justificar la trama de acción o para sorprendernos, que también, sino, sobre todo, para servir a las necesidades humanas de los prota­gonistas del tebeo. Si se fijan, las sucesivas "misiones imposibles" a las que asistimos en Blanco huma­no tienen como objetivo no el de robar alguna fórmula secreta o una clave de espionaje, sino el de ayudar a superar diversas frustra­ciones y necesidades de los perso­najes: la necesidad de dos esposas de recuperar, por distintas razo­nes, a sus maridos perdidos; la necesidad del protagonista de recuperar la confianza y la autoes­tima; la necesidad de su ayudante, al borde de la locura, de reencon­trarse consigo mismo. Y es que los temas de fondo que Milligan apunta en esta obra son muy, pero que muy reales. El miedo al fraca­so siendo uno mismo; el temor a asumir las responsabilidades a las que antes o después nos conducen nuestras vidas y el suicidio como vía de escape (o no) ante eso; la imagen tan rígida que tenemos de nosotros mismos y los comporta­mientos reprimidos a que ello nos conduce; el deseo de vivir la vida de otra persona distinta a nosotros y a la que juzgamos mejor o más feliz; los diferentes y audaces roles que nos atrevemos a asumir cuan­do jugamos a ser otra persona, pero que con toda seguridad seríamos incapaces de desempeñar siendo nosotros mismos. ¿Y quién es uno mismo? Ése es el misterio princi­pal sobre el que, en el fondo, gira este tebeo, un tema recurrente que fascina a Milligan y que ya ha tratado en Girl o The Minx, el de las múltiples personalidades que todos ocultamos y reprimimos. ¿No han tenido una extraña sen­sación cuando han salido de viaje -sobre todo si uno va solo- y lle­gado a un sitio en el que no cono­cían a nadie? ¿Esa rara pero muy agradable sensación de sentirse extranjero, de encontrarse mucho más desinhibido y libre en esa tie­rra extraña que en nuestro hábitat de siempre? ¿No han sentido incluso la tentación de quedarse allí y emprender una nueva vida para no volver a la nuestra de siempre, tan conocida, tan tedio­sa? ¿No se han sentido más capa­ces de atreverse a determinadas cosas -no necesariamente delicti­vas, aunque también- si saben que luego no tienen que responder de ellas o comprometerse a causa de ellas? Pues mucho de eso está sugerido en la trama psicológica de este tebeo. Ahí están los inter­cambios de comportamientos sexuales entre los protagonistas, Christopher Chance y su ayudan­te Tom McFadden, cuando a ambos les toca suplantar al otro; la doble vida que lleva en secreto la asesina Emerald, o la que tam­bién llevó en su momento el reve­rendo Earl; la eficacia inhumana que demuestra McFadden para suplantar perfectamente a cualquier persona, cuando, paradóji­camente, resulta completamente incapaz para hacer de sí mismo, de vulgar esposo y padre de un hijo.




Pero siendo Blanco humano una obra tan rica como es, hay otro tema apuntado en ella, el de ese irrefrenable y absurdo -pero humano- deseo de recuperar a nuestros seres queridos aunque sea en una forma meramente físi­ca, un tema que da pie a dos de las escenas más intensas y emotivas del tebeo. Me refiero a cuando la esposa del reverendo se desahoga con su doble diciéndole lo que no pudo decirle en vida, a pesar de que es plenamente consciente de que su verdadero marido ya ha muerto; o cuando a la mujer de McFadden no le importa que sea un sustituto idéntico el que haga las veces de su marido, no sólo como padre de su hijo, sino tam­bién en la cama (increíble la secuencia en la que se nos narra esto, lo explícito del diálogo, sobre todo teniendo en cuenta que es un producto escrito para los pacatos Estados Unidos). En suma, un tupido y riquísimo entramado de sentimientos y debilidades humanas que culmina con el cristiano tema de la reden­ción de los pecados cometidos, empezando por el reverendo Earl, siguiendo con el gángster negro y la asesina Emerald, y terminando con los propios protagonistas, Chance y McFadden, en esa magistral vuelta de tuerca final, un final que resulta simétrico con el comienzo, pero a la vez nada forzado y perfectamente coherente con el resto de la historia. Claro que toda esa riqueza argu­mental podría haberse desperdi­ciado si nos hubiese sido presenta­da de un modo demasiado enfáti­co o evidente. Y no es el caso. Milligan no sólo tiene grandes ideas en este tebeo, sino que sabe desarrollarlas con gran pericia y sutilidad. Así, ya resulta prodigio­so que todo ese puzzle humano encaje a la perfección, pero más prodigioso es el modo en que nos son presentados los personajes, lo bien definidos que están con sólo unos breves diálogos y gestos -basta observar al gangsta rap negro y a su amante yonqui-, la comple­jidad psicológica que luego demuestran, lejos de estereotipos maniqueos, la renuncia de Milligan a juzgarlos. O el modo en que se nos dosifica la informa­ción, suministrándonos sólo la justa para que podamos seguir la trama. Porque en Blanco humano importa tanto lo que se cuenta como lo que no se cuenta (bruta­les las elipsis en donde se nos priva de presenciar el fracaso de Chance al intentar matar a su ase­sina; o cuando vemos conducien­do a la mujer de McFadden, can­tando muy a gusto tras la noche loca que evidentemente ha tenido, aunque nosotros no la hayamos visto: la expresión de su cara no deja lugar a dudas; qué gesto tan universal, tan humano). En fin, para qué seguir, queda claro que yo también me apunto al club de quienes opinan que Blanco huma­no es lo mejor que ha firmado Milligan hasta la fecha.










Pero no es justo que me haya extendido tanto alabando la labor del guionista. Porque este tebeo no sería tan redondo si no lo hubiese dibujado alguien de tanto talento como Edvin Biukovic, quien supera con creces su ya de por sí fabuloso trabajo en Grendel: Guerra de clanes, tanto en habili­dad narrativa, como en originali­dad para elegir ángulos y encua­dres, como en capacidad para dibujar cualquier cosa: fondos, vestuarios, lenguaje corporal, caracterizaciones, expresiones (si acaso, para mi gusto, le falla algo el entintado, demasiado relamido y un tanto ochentón, sobre todo si lo comparamos con las tintas tan deliciosamente sueltas que consiguió en la citada Guerra de clanes). Vamos, que resulta una verdadera putada que su prematu­ra muerte nos haya privado de seguir disfrutando de su arte -también de su persona, por supuesto- y de la espectacular evo­lución que seguro hubiera demos­trado en tebeos futuros ya desgra­ciadamente imposibles.
En resumidas cuentas, estamos ante la conjunción de dos talentos en estado de gracia que han per­geñado la que para mí ha sido la sorpresa de la temporada, una obra mayúscula que habla con profundidad y valentía de ciertos aspectos ambiguos del ser huma­no, a pesar de venir disfrazada de subproducto de serie B. Ése es el juego final de suplantación de Blanco humano, su última vuelta de tuerca. Ustedes dirán lo que les ha parecido este tebeo. A mí me parece una pequeña obra maestra.

PEPO PÉREZ
U#21 septiembre 2000



¿Qué es la línea clara? por Sempere y Navarro








publicado en la revista Cairo nº30 diciembre de 1984

jueves, 9 de junio de 2011

300 de Frank Miller





Bueno, pues ya está aquí de nuevo Miller. Vuelve El Hombre. "El" autor por antonomasia de los años ochenta, el tipo que hizo avanzar el medio varios pasos de gigante, gra­cias a su exagerado talento para narrar y experimentar recursos -siempre al servicio de esa narración, justo como debe ser-, a una prodi­giosa imaginación visual que com­pensaba sus limitaciones como dibu­jante, a un insólito olfato para contar historias de acción que emocionaban por su entreverado psicológico y humano, a una apabullante capaci­dad para dramatizar esas historias con un talante épico intransferible. Pero como es ley de vida que todo tiene su decadencia, ésta también le llega a los genios. Y ahí está Miller, empantanado en Sin una saga que, desde unas primeras entregas sorprendentes, se ha tornado luego en, digámoslo ya sin eufemismos, un verdadero tostonazo, un regodeo indulgente y repetitivo en los clichés del género negro, del que sólo se sal­van sus aciertos gráficos y narrativos.

Y de repente, Miller, culo inquieto donde los haya -esto no se le puede negar-, decide tomarse un kit kat en su pecaminosa saga para dar un giro supuestamente de "300" grados -perdonen el chiste fácil- y volver al Miller "de antaño", tal como sugería la publicidad de Dark Horse. Entonces, ¿es 300 realmente tan dis­tinto de Sin City? ¿Es verdad que Miller "ha vuelto"? Hombre, para empezar, es que nunca se ha ido, puesto que desde Ronin lleva años haciendo más o menos lo mismo, sólo que cambiando los ropajes; no, mejor dicho, no cambiando sino despojándose de ellos en una tarea de síntesis, purificación y sublima­ción del mismo mito heroico que le obsesiona. En 300, ese mito adopta la forma de un relato "histórico" -o eso se supone, porque Miller da su propia versión del género, tan mar­ciana e idealizada como la que ofre­ce de la serie negra en Sin City- sobre la batalla del desfiladero de Las Termópilas, donde tan sólo trescien­tos espartanos consiguieron frenar al descomunal ejército persa en su invasión de Grecia, resistiendo para ello hasta morir. Normal que a Miller le atrajese tal gesta histórica, pues tenía todo lo que a él le pone: héroes muy sacrificados –vuelta a la noción del "sacrificio heroico", en terminología de Miller-, obsesiona­dos por alcanzar un ideal de honor, justicia y gloria al precio que cueste, caiga quien caiga, aun a costa del sufrimiento y la muerte propias.

Con dos cojones. De hecho, Miller ya nos había avisado de su fijación por esta historia cuando metió, sin venir a cuento, aquella página-mor­cilla sobre Las Termópilas en La gran masacre, uno de los peores rela­tos de Sin City.

El balance de la obra resulta, en mi opinión, bastante aceptable. A pesar del montón de defectos que tiene 300, muchos ya señalados aquí por David Muñoz (ver U #15), a mí me gusta. Vale que sí, que hay algunos diálogos muy macarras, igualitos a los de Sin City y que aquí quedan fuera de contexto; que Miller se ha malacostumbrado en su city a no dibujar fondos, algo que si allí fun­ciona, aquí no, o no siempre, por­que estorba a la ambientación del relato en el remoto 480 a. C.; que se pasa mucho con la pose viril y chu­lesca de los espartanos, quizás por querer subrayar en exceso la radica­lidad de su código de conducta mili­tarista, su valor y dureza inhumanas. Pero a mí 300 me gusta, insisto, porque sus virtudes compensan esas fallas. Me gusta porque se lee ávida­mente, gracias sobre todo a ese háli­to épico -presente en casi todas sus obras y desgraciadamente ya casi perdido en Sin City- que aquí consi­gue de nuevo, aunque sólo sea a ratos. Me encanta la estructura ini­cial de flashbacks, muy lograda y que coadyuva al tono épico, donde el Rey Leónidas de Esparta recuerda cómo se han metido –él les ha meti­do a todos- en la batalla a la cual se dirigen. De hecho, esa marcha ini­cial hacia una muerte segura, hacia la catarsis guerrera final, es casi más emocionante que la propia batalla en sí, quizás demasiado alargada. Batalla que, por cierto, nos ofrece las secuencias más explícitamente vio­lentas en toda la carrera de Miller. De una brutalidad y barbarie inusi­tadas, resultan casi siempre justifica­das por aquello de plasmar en la página el inimaginable horror en que debe consistir la guerra real: esas_ escabechinas, esas barricadas que los espartanos construyen con los persas muertos, y ese final cruentísimo, una carnicería que no por estar anunciada de antemano deja de sobrecoger y trastornar en su salva­jismo. Me deslumbran también esas panorámicas a doble página –a una sola en el tomo recopilatorio, apaisa­do-, influidas, dice Miller, por Kubrick y su uso del scope, tan pic­tórico y simétrico. Entre otros ejem­plos, esas espléndidas cuatro prime­ras planchas, tan sencillas y vacías, casi silentes, con un vasto paisaje donde se recortan los espartanos, una auténtica obertura operística que ya anuncia lo épico del relato, que "aquí va a va pasar algo impor­tante". Me impresionan también los rompedores diseños de página, sen­cillamente alucinantes, claramente inspirados en el Steranko de Atmósfera Cero (1981, Eurocómic), pero varios pasos más allá en resulta­dos narrativos y estéticos: así, Miller suele situar en cada doble página una serie de pequeñas viñetas donde enclava la narración, junto a un enorme panel central a modo de leit motif que idealiza y descontextuali­za la imagen representada convir­tiéndola en un icono con relevancia épica e "histórica". Me asombra igualmente la abstracción, cada vez mayor, que está consiguiendo Miller, tanto en guión como en dibujo, en una búsqueda de histo­rias "más puras y simples", en sus propias palabras. Una síntesis que resulta muy acertada en los diálogos, porque dota al relato de un tono tan lacónico y ascético, tan espartano, como los propios protagonistas. De esos escuetos textos, llaman la aten­ción dos cosas: una, la exploración del "diálogo colectivo" en donde varios protagonistas se turnan en réplicas y contrarréplicas, un verda­dero encaje de bolillos muy difícil de trasladar a la página, pero que Miller ha resuelto portentosamente, sobre todo por esa perfecta sensación de simultaneidad temporal en los dis­tintos puntos de vista de los interlo­cutores; dos, el innovador uso de la primera persona del plural en los textos de monólogo interior -"Marchamos... Cargamos..."-,junto a la ya habitual reiteración en la estructura de frases. Así, los 300 espartanos parecen existir como un solo ente con vida propia, un prota­gonista colectivo que se convierte en narrador del relato. O sea, más madera para el tono épico. En este sentido, la elección de la doble pági­na como espacio para narrar y la peculiar diagramación no resultan casuales, porque le permiten a Miller manejar a ese protagonista colectivo, manipular el tempo narra­tivo y, sobre todo, representar con la máxima idealización y poesía un pasado tan mítico y distante como el de la Antigua Grecia. En cinesmascope, además. Ahora bien, el inconveniente de esa síntesis y estili­zación –en las antípodas ya del natu­ralismo que tan bien utilizó en Born Again o en Año Uno-, es el mani­queísmo del que adolecen la historia y los personajes, la falta de matices.

Por lo que respecta al dibujo, esa buscada síntesis suele resultar muy bella, por esa geometría de las formas, tan atrevida; por esas viñetas icónicas, esas ingentes masas de negro con las que representa escena­rios o figuras humanas, las cuales quedan reducidas así a meras som­bras chinescas o a imágenes que parecen escapadas de los antiguos vasos griegos: otro recurso más para idealizar el relato. Pero hay veces en que esa exagerada estilización senci­llamente no funciona, por la men­cionada falta de fondos, pero sobre todo porque hay viñetas que son sólo garabatos confusos que distraen y te sacan de la narración.

Ahora bien, lo que más me fascina de toda esa abstracción es el arrolla­dor avance de Miller, muy espartano él también, hacia historias cada vez más parecidas a los clásicos griegos –y no es sólo por la cercanía crono­lógica de 300-, en donde ya ha ide­alizado y sublimado tanto a sus pro­tagonistas que realmente maneja arquetipos en vez de personajes. Su Rey Leónidas no es más que el Bruce Wayne de Dark Knight, sólo que reducido a la esencia, puro, des­provisto de ornamentos. Un arque­tipo que Miller ha utilizado en la mayoría de sus obras, unas veces con más acierto y otras con menos: el del héroe obsesivo, torturado, a caballo entre el romanticismo desaforado en pos de un ideal de justicia y/o mora­lidad que no admite dudas, y el pesi­mismo nihilista, la desesperanza de conocer la negrura sin fondo del alma humana. Porque su Bruce, su Gordon, su Dwight o su Leónidas dan la impresión de ser tipos que saben, que conocen la verdad de la naturaleza humana porque han visto lo peor de ella, han contempla­do cómo es el hombre en realidad cuando es despojado de convencio­nalismos y ataduras morales y socia­les ("El horror...El horror", que diría el Marlon Brando/Comandante Kurtz de Apocalypse Now). Un arquetipo que, sospecho, no es más que el reflejo de la personalidad de Miller, al que me atrevería a llamar desde ya el romántico nihilista, tér­mino tan paradójico, y por ello tan subyugante, como lo son sus propias obras. Porque Miller, a pesar de su educación cristiana plena de valores como la disciplina, la lealtad o el ser­vicio a los demás -tal como se aprecia en las entrevistas- y de que su visión del mundo es romántica, también es un tipo, creo yo, que sabe del lado oscuro, terrible, del ser humano. Y de esa tensión surgen sus argumentos y personajes, por eso le gustan esas tremendas epopeyas con esos héroes masocas, extremos, esos sargentos de hierro obcecados en cruzadas utópicas. Héroes indivi­dualistas con un estricto sentido de lo justo, que, tras descubrir horrori­zados la realidad de la existencia, asqueados de ella, situados ya "más allá del bien y del mal", se convier­ten en mavericks que tiran por el camino de en medio, adoptando un comportamiento radical y a veces amoral en apariencia -aunque en realidad su moral siga ahí para tor­turarles-, que suele conducirles bien a su autodestrucción, bien a su redención personal.


Por ese romanticismo nihilista, y también por cierta estética de la vio­lencia, Miller siempre me ha recor­dado a cineastas como John Ford (sobre todo en Centauros del desier­to), Sam Peckinpah (leyendo 300 es inevitable acordarse de GrupoSalvaje) o Clint Eastwood. Todos ellos son creadores que, como Miller, han usado el armazón de los géneros para contar historias que les interesan, repletas de trasfondo humano, pobladas de personajes parecidos. Hay otras películas recientes que, a mi parecer, se empa­rentan con el trabajo de Miller, como esa pequeña obra maestra de Joel Schumacher que es Un día de Furia (Falling Down, 1992), con un protagonista que a mí me pareció muy milleriano, ya no sé si por influencia consciente o no: ese hom­bre derrotado que, rotos sus ideales por la realidad de la vida y su tre­mendo vacío, se enfrasca en una cruzada en línea recta –literalmente-contra toda injusticia que se cruza en su camino. O ya, en el registro milleriano más paródico, algunos filmes del entrañable cafre Paul Verhoeven como RoboCop (1987), muy influida por Dark Knight tanto en el fondo –el héroe, Murphy, es puro Miller- como en las formas -ese tonillo de sátira política, inclu­yendo el uso irónico de la televisión­; o su divertidísima y polémica Starship Troopers (1997), más cerca­na a Give Me Liberty o Hard Boiled. Todos ellos son autores criticados en ocasiones por abordar temas y per­sonajes "delicados", de una moral "sospechosa" y ciertamente ambi­gua. Pues qué quieren que les diga, a mí me parecen creadores interesan­tísimos, porque hablan de personajes con unas motivaciones bastante reales y comprensibles, profundas, de índole existencial; unos compor­tamientos que son humanos y ata­ñen a nuestra naturaleza, forman parte de ella, aunque sea de nuestro lado más feo y siniestro. Y no me parece mal, sino todo lo contrario, que se hable sobre ello: en las pelí­culas, en las novelas, en los cómics, donde sea. Además, hay que recor­dar un par de cosas que a veces olvi­damos: primero, que todos esos per­sonajes son seres de ficción, no son reales, y lo más importante, sus autores no los presentan como modelos de comportamiento para nadie. Segundo, que una cosa son los personajes e historias que se eli­gen para contar, y otra bien distinta el que el autor se identifique real­mente con ellos. Como dice Miller, qué aburridos serían sus personajes si siempre les hiciera decir lo que él piensa, si siempre les hiciera actuar como él actuaría. O sea, que esta­mos ante un provocador de con­ciencias, lo cual me parece fenome­nal en unos tiempos éstos tan abo­rregados, con esa mentalidad domi­nante de la corrección política, tan generalizada ya en los media que se ha convertido en un nuevo orden casi orwelliano, aunque más perfec­to por su mayor sutilidad y encubri­miento. Precisamente es esa ambi­güedad en los personajes lo que hace tan fascinantes a todos los autores mencionados; una ambigüedad fruto de las contradicciones propias del género humano. Y por ello sus obras se prestan a diferentes lecturas, nunca son panfletos ni moralinas en donde se nos diga cómo hemos de pensar y sentir; son obras complejas, abiertas, nada dogmáticas; que hacen reflexionar y meditar, además de emocionar, porque hablan del ser humano, de nosotros. Y porque no tratan al público como imbéciles, sino como personas inteligentes que piensan por sí mismas. ¿Es que acaso todos los filmes, novelas o cómics que aborden personajes polí­ticamente incorrectos ya no son válidos, son nocivos y deberían ser proscritos? ¿Porque son ambiguos? ¿Se acuerdan del Comics Code? ¿O del Código Hays del cine?

Retomo y finalizo, de una vez, la reseña, disculpen si esto se ha con­vertido ya en "el artículo que se quedó fuera del U Especial Miller". Por un lado, 300 no está tan lejos de Sin City como en un principio cabía suponer: la misma escritura fragmentaria, los mismos temas, inclu­so el dibujo se parece bastante, aun­que algo más sintético, para dejar sitio a las acuarelas de Lynn Varley, intencionadamente desleídas y con predominio de los ocres por aquello de recrear la sensación de "antigüe­dad". Un color bonito pero tampo­co para tirar cohetes, sobre todo por esas manchas tan guarras de algu­nos cielos (puagg); eso sí, el contras­te entre la paleta de Varley y las masas de negro de su esposo es absoluta­mente majestuoso. Sin City y 300 también tienen en común la sublimación de perso­najes y decorados, en una búsqueda de una Ciudad Negra y una Antigua Grecia com­pletamente arquetípi­cas e irreales que están instaladas en el sub­consciente colectivo, por debajo de la reali­dad, en un sustrato de ficciones acumuladas por años de consumir productos de género. Posiblemente esta irrealidad del trabajo de Miller pueda "justificar", si es que ello resulta nece­sario, esa supuesta ideología "sospe­chosa" de la que se le acusa: porque él ya no habla del mundo real, sino del de ficción, un mundo genérico hecho a su medida, porque proviene de los géneros que aborda: el negro en Sin City, el histórico griego en 300. Por eso sus personajes son tan de una pieza, y sus mensajes, tan en blanco y negro.

Así pues, ¿en qué quedamos? Pues en que, a pesar de que ambos traba­jos se parecen más de lo que Miller piensa, para mí al menos existe una (gran) diferencia: mientras que desde hace tiempo Sin City ya no me fun­ciona porque no me la creo, 300 me la creo y por eso me conmueve a veces. ¿Por qué, siendo ambas igual de idealizadas e irreales? Supongo que algo tendrá que ver el que los hechos esenciales de 300 -quitando las licencias dramáticas que Miller se ha tomado- sucedieron en realidad. Pero también, creo, es porque a la historia de 300 sí le sienta bien ese romanticismo exacerbado; los prota­gonistas pertenecen a una sociedad tan distinta a la actual que puedes llegar a pensar que realmente se comportaban así, tan duros, tan valientes, tan héroes. Es más fácil creerse a Leónidas y sus machotes que al Dwight o al Hartigan de Sin City, porque hoy en día nadie es así. Bueno, probablemente tampoco los espartanos fueran tan así, pero ésa es la imagen que nos ha quedado de ellos, la que surge del humus de los libros de texto del colegio, de las vie­jas películas de griegos y romanos.

Por otro lado, 300 es un trabajo fallido de Miller, para nada la gran obra que quería realizar. Asegura él que era una historia que tenía en mente desde que la vio de niño en un film -El León de Esparta (1962)-, y que llevaba aguardando años hasta estar preparado para llevarla al cómic, lo cual me recuerda al men­tado Clint Easwood, que dijo lo mismo del guión de su Sin perdón. Desgraciadamente, el resultado de 300 queda bastante lejos de ese gran western: más le hubiera valido a Miller seguir esperando. Aun así, la obra merece la pena. Está llena de hallazgos de guión y narrativos, visualmente es una maravilla, emo­ciona a ratos. Pero también es muy irregular, porque Miller es capaz de lo peor, como ese discurso final de Leónidas sobre una nueva era de razón y justicia, tan panfletario e impropio del autor, tan contradicto­rio con el papel de caudillo militar de Leónidas que no se lo cree ni él (de hecho, parece que a Miller se le ha olvidado el resto de la historia griega, porque el totalitarismo espar­tano se impuso años después a la democracia ateniense); pero tam­bién es capaz de lo mejor, como ese plano subjetivo desde el interior del yelmo de Leónidas, digno del mis­mísimo Eisner; o esa reflexión que Leónidas piensa sobre sus soldados, una perla que pocos autores son capaces de escribir, diciendo tanto con tan pocas palabras, una frase aparentemente simple pero aterra­dora en su existencialismo: "Preparados para morir. Creen que saben lo que eso significa".

Entonces: el mejor Miller sí "ha vuelto", al menos en parte. Estamos de enhorabuena. Y parece que 300 le ha sentado muy bien, porque, aun­que ya ha está pecando otra vez con Hell and Back, lo nuevo de Sin City, su arranque no está nada mal, con un retorno a cierto naturalismo en la historia y una narrativa cautivadora, muy influida por 300. Así que puede que tengamos aquí una de las mejo­res historias de la Ciudad del Pecado, si luego no se tuerce. Pues que no se rompa la noche, que no se rompa.

PEPO PÉREZ

U#18 diciembre 1999