jueves, 9 de junio de 2011

300 de Frank Miller





Bueno, pues ya está aquí de nuevo Miller. Vuelve El Hombre. "El" autor por antonomasia de los años ochenta, el tipo que hizo avanzar el medio varios pasos de gigante, gra­cias a su exagerado talento para narrar y experimentar recursos -siempre al servicio de esa narración, justo como debe ser-, a una prodi­giosa imaginación visual que com­pensaba sus limitaciones como dibu­jante, a un insólito olfato para contar historias de acción que emocionaban por su entreverado psicológico y humano, a una apabullante capaci­dad para dramatizar esas historias con un talante épico intransferible. Pero como es ley de vida que todo tiene su decadencia, ésta también le llega a los genios. Y ahí está Miller, empantanado en Sin una saga que, desde unas primeras entregas sorprendentes, se ha tornado luego en, digámoslo ya sin eufemismos, un verdadero tostonazo, un regodeo indulgente y repetitivo en los clichés del género negro, del que sólo se sal­van sus aciertos gráficos y narrativos.

Y de repente, Miller, culo inquieto donde los haya -esto no se le puede negar-, decide tomarse un kit kat en su pecaminosa saga para dar un giro supuestamente de "300" grados -perdonen el chiste fácil- y volver al Miller "de antaño", tal como sugería la publicidad de Dark Horse. Entonces, ¿es 300 realmente tan dis­tinto de Sin City? ¿Es verdad que Miller "ha vuelto"? Hombre, para empezar, es que nunca se ha ido, puesto que desde Ronin lleva años haciendo más o menos lo mismo, sólo que cambiando los ropajes; no, mejor dicho, no cambiando sino despojándose de ellos en una tarea de síntesis, purificación y sublima­ción del mismo mito heroico que le obsesiona. En 300, ese mito adopta la forma de un relato "histórico" -o eso se supone, porque Miller da su propia versión del género, tan mar­ciana e idealizada como la que ofre­ce de la serie negra en Sin City- sobre la batalla del desfiladero de Las Termópilas, donde tan sólo trescien­tos espartanos consiguieron frenar al descomunal ejército persa en su invasión de Grecia, resistiendo para ello hasta morir. Normal que a Miller le atrajese tal gesta histórica, pues tenía todo lo que a él le pone: héroes muy sacrificados –vuelta a la noción del "sacrificio heroico", en terminología de Miller-, obsesiona­dos por alcanzar un ideal de honor, justicia y gloria al precio que cueste, caiga quien caiga, aun a costa del sufrimiento y la muerte propias.

Con dos cojones. De hecho, Miller ya nos había avisado de su fijación por esta historia cuando metió, sin venir a cuento, aquella página-mor­cilla sobre Las Termópilas en La gran masacre, uno de los peores rela­tos de Sin City.

El balance de la obra resulta, en mi opinión, bastante aceptable. A pesar del montón de defectos que tiene 300, muchos ya señalados aquí por David Muñoz (ver U #15), a mí me gusta. Vale que sí, que hay algunos diálogos muy macarras, igualitos a los de Sin City y que aquí quedan fuera de contexto; que Miller se ha malacostumbrado en su city a no dibujar fondos, algo que si allí fun­ciona, aquí no, o no siempre, por­que estorba a la ambientación del relato en el remoto 480 a. C.; que se pasa mucho con la pose viril y chu­lesca de los espartanos, quizás por querer subrayar en exceso la radica­lidad de su código de conducta mili­tarista, su valor y dureza inhumanas. Pero a mí 300 me gusta, insisto, porque sus virtudes compensan esas fallas. Me gusta porque se lee ávida­mente, gracias sobre todo a ese háli­to épico -presente en casi todas sus obras y desgraciadamente ya casi perdido en Sin City- que aquí consi­gue de nuevo, aunque sólo sea a ratos. Me encanta la estructura ini­cial de flashbacks, muy lograda y que coadyuva al tono épico, donde el Rey Leónidas de Esparta recuerda cómo se han metido –él les ha meti­do a todos- en la batalla a la cual se dirigen. De hecho, esa marcha ini­cial hacia una muerte segura, hacia la catarsis guerrera final, es casi más emocionante que la propia batalla en sí, quizás demasiado alargada. Batalla que, por cierto, nos ofrece las secuencias más explícitamente vio­lentas en toda la carrera de Miller. De una brutalidad y barbarie inusi­tadas, resultan casi siempre justifica­das por aquello de plasmar en la página el inimaginable horror en que debe consistir la guerra real: esas_ escabechinas, esas barricadas que los espartanos construyen con los persas muertos, y ese final cruentísimo, una carnicería que no por estar anunciada de antemano deja de sobrecoger y trastornar en su salva­jismo. Me deslumbran también esas panorámicas a doble página –a una sola en el tomo recopilatorio, apaisa­do-, influidas, dice Miller, por Kubrick y su uso del scope, tan pic­tórico y simétrico. Entre otros ejem­plos, esas espléndidas cuatro prime­ras planchas, tan sencillas y vacías, casi silentes, con un vasto paisaje donde se recortan los espartanos, una auténtica obertura operística que ya anuncia lo épico del relato, que "aquí va a va pasar algo impor­tante". Me impresionan también los rompedores diseños de página, sen­cillamente alucinantes, claramente inspirados en el Steranko de Atmósfera Cero (1981, Eurocómic), pero varios pasos más allá en resulta­dos narrativos y estéticos: así, Miller suele situar en cada doble página una serie de pequeñas viñetas donde enclava la narración, junto a un enorme panel central a modo de leit motif que idealiza y descontextuali­za la imagen representada convir­tiéndola en un icono con relevancia épica e "histórica". Me asombra igualmente la abstracción, cada vez mayor, que está consiguiendo Miller, tanto en guión como en dibujo, en una búsqueda de histo­rias "más puras y simples", en sus propias palabras. Una síntesis que resulta muy acertada en los diálogos, porque dota al relato de un tono tan lacónico y ascético, tan espartano, como los propios protagonistas. De esos escuetos textos, llaman la aten­ción dos cosas: una, la exploración del "diálogo colectivo" en donde varios protagonistas se turnan en réplicas y contrarréplicas, un verda­dero encaje de bolillos muy difícil de trasladar a la página, pero que Miller ha resuelto portentosamente, sobre todo por esa perfecta sensación de simultaneidad temporal en los dis­tintos puntos de vista de los interlo­cutores; dos, el innovador uso de la primera persona del plural en los textos de monólogo interior -"Marchamos... Cargamos..."-,junto a la ya habitual reiteración en la estructura de frases. Así, los 300 espartanos parecen existir como un solo ente con vida propia, un prota­gonista colectivo que se convierte en narrador del relato. O sea, más madera para el tono épico. En este sentido, la elección de la doble pági­na como espacio para narrar y la peculiar diagramación no resultan casuales, porque le permiten a Miller manejar a ese protagonista colectivo, manipular el tempo narra­tivo y, sobre todo, representar con la máxima idealización y poesía un pasado tan mítico y distante como el de la Antigua Grecia. En cinesmascope, además. Ahora bien, el inconveniente de esa síntesis y estili­zación –en las antípodas ya del natu­ralismo que tan bien utilizó en Born Again o en Año Uno-, es el mani­queísmo del que adolecen la historia y los personajes, la falta de matices.

Por lo que respecta al dibujo, esa buscada síntesis suele resultar muy bella, por esa geometría de las formas, tan atrevida; por esas viñetas icónicas, esas ingentes masas de negro con las que representa escena­rios o figuras humanas, las cuales quedan reducidas así a meras som­bras chinescas o a imágenes que parecen escapadas de los antiguos vasos griegos: otro recurso más para idealizar el relato. Pero hay veces en que esa exagerada estilización senci­llamente no funciona, por la men­cionada falta de fondos, pero sobre todo porque hay viñetas que son sólo garabatos confusos que distraen y te sacan de la narración.

Ahora bien, lo que más me fascina de toda esa abstracción es el arrolla­dor avance de Miller, muy espartano él también, hacia historias cada vez más parecidas a los clásicos griegos –y no es sólo por la cercanía crono­lógica de 300-, en donde ya ha ide­alizado y sublimado tanto a sus pro­tagonistas que realmente maneja arquetipos en vez de personajes. Su Rey Leónidas no es más que el Bruce Wayne de Dark Knight, sólo que reducido a la esencia, puro, des­provisto de ornamentos. Un arque­tipo que Miller ha utilizado en la mayoría de sus obras, unas veces con más acierto y otras con menos: el del héroe obsesivo, torturado, a caballo entre el romanticismo desaforado en pos de un ideal de justicia y/o mora­lidad que no admite dudas, y el pesi­mismo nihilista, la desesperanza de conocer la negrura sin fondo del alma humana. Porque su Bruce, su Gordon, su Dwight o su Leónidas dan la impresión de ser tipos que saben, que conocen la verdad de la naturaleza humana porque han visto lo peor de ella, han contempla­do cómo es el hombre en realidad cuando es despojado de convencio­nalismos y ataduras morales y socia­les ("El horror...El horror", que diría el Marlon Brando/Comandante Kurtz de Apocalypse Now). Un arquetipo que, sospecho, no es más que el reflejo de la personalidad de Miller, al que me atrevería a llamar desde ya el romántico nihilista, tér­mino tan paradójico, y por ello tan subyugante, como lo son sus propias obras. Porque Miller, a pesar de su educación cristiana plena de valores como la disciplina, la lealtad o el ser­vicio a los demás -tal como se aprecia en las entrevistas- y de que su visión del mundo es romántica, también es un tipo, creo yo, que sabe del lado oscuro, terrible, del ser humano. Y de esa tensión surgen sus argumentos y personajes, por eso le gustan esas tremendas epopeyas con esos héroes masocas, extremos, esos sargentos de hierro obcecados en cruzadas utópicas. Héroes indivi­dualistas con un estricto sentido de lo justo, que, tras descubrir horrori­zados la realidad de la existencia, asqueados de ella, situados ya "más allá del bien y del mal", se convier­ten en mavericks que tiran por el camino de en medio, adoptando un comportamiento radical y a veces amoral en apariencia -aunque en realidad su moral siga ahí para tor­turarles-, que suele conducirles bien a su autodestrucción, bien a su redención personal.


Por ese romanticismo nihilista, y también por cierta estética de la vio­lencia, Miller siempre me ha recor­dado a cineastas como John Ford (sobre todo en Centauros del desier­to), Sam Peckinpah (leyendo 300 es inevitable acordarse de GrupoSalvaje) o Clint Eastwood. Todos ellos son creadores que, como Miller, han usado el armazón de los géneros para contar historias que les interesan, repletas de trasfondo humano, pobladas de personajes parecidos. Hay otras películas recientes que, a mi parecer, se empa­rentan con el trabajo de Miller, como esa pequeña obra maestra de Joel Schumacher que es Un día de Furia (Falling Down, 1992), con un protagonista que a mí me pareció muy milleriano, ya no sé si por influencia consciente o no: ese hom­bre derrotado que, rotos sus ideales por la realidad de la vida y su tre­mendo vacío, se enfrasca en una cruzada en línea recta –literalmente-contra toda injusticia que se cruza en su camino. O ya, en el registro milleriano más paródico, algunos filmes del entrañable cafre Paul Verhoeven como RoboCop (1987), muy influida por Dark Knight tanto en el fondo –el héroe, Murphy, es puro Miller- como en las formas -ese tonillo de sátira política, inclu­yendo el uso irónico de la televisión­; o su divertidísima y polémica Starship Troopers (1997), más cerca­na a Give Me Liberty o Hard Boiled. Todos ellos son autores criticados en ocasiones por abordar temas y per­sonajes "delicados", de una moral "sospechosa" y ciertamente ambi­gua. Pues qué quieren que les diga, a mí me parecen creadores interesan­tísimos, porque hablan de personajes con unas motivaciones bastante reales y comprensibles, profundas, de índole existencial; unos compor­tamientos que son humanos y ata­ñen a nuestra naturaleza, forman parte de ella, aunque sea de nuestro lado más feo y siniestro. Y no me parece mal, sino todo lo contrario, que se hable sobre ello: en las pelí­culas, en las novelas, en los cómics, donde sea. Además, hay que recor­dar un par de cosas que a veces olvi­damos: primero, que todos esos per­sonajes son seres de ficción, no son reales, y lo más importante, sus autores no los presentan como modelos de comportamiento para nadie. Segundo, que una cosa son los personajes e historias que se eli­gen para contar, y otra bien distinta el que el autor se identifique real­mente con ellos. Como dice Miller, qué aburridos serían sus personajes si siempre les hiciera decir lo que él piensa, si siempre les hiciera actuar como él actuaría. O sea, que esta­mos ante un provocador de con­ciencias, lo cual me parece fenome­nal en unos tiempos éstos tan abo­rregados, con esa mentalidad domi­nante de la corrección política, tan generalizada ya en los media que se ha convertido en un nuevo orden casi orwelliano, aunque más perfec­to por su mayor sutilidad y encubri­miento. Precisamente es esa ambi­güedad en los personajes lo que hace tan fascinantes a todos los autores mencionados; una ambigüedad fruto de las contradicciones propias del género humano. Y por ello sus obras se prestan a diferentes lecturas, nunca son panfletos ni moralinas en donde se nos diga cómo hemos de pensar y sentir; son obras complejas, abiertas, nada dogmáticas; que hacen reflexionar y meditar, además de emocionar, porque hablan del ser humano, de nosotros. Y porque no tratan al público como imbéciles, sino como personas inteligentes que piensan por sí mismas. ¿Es que acaso todos los filmes, novelas o cómics que aborden personajes polí­ticamente incorrectos ya no son válidos, son nocivos y deberían ser proscritos? ¿Porque son ambiguos? ¿Se acuerdan del Comics Code? ¿O del Código Hays del cine?

Retomo y finalizo, de una vez, la reseña, disculpen si esto se ha con­vertido ya en "el artículo que se quedó fuera del U Especial Miller". Por un lado, 300 no está tan lejos de Sin City como en un principio cabía suponer: la misma escritura fragmentaria, los mismos temas, inclu­so el dibujo se parece bastante, aun­que algo más sintético, para dejar sitio a las acuarelas de Lynn Varley, intencionadamente desleídas y con predominio de los ocres por aquello de recrear la sensación de "antigüe­dad". Un color bonito pero tampo­co para tirar cohetes, sobre todo por esas manchas tan guarras de algu­nos cielos (puagg); eso sí, el contras­te entre la paleta de Varley y las masas de negro de su esposo es absoluta­mente majestuoso. Sin City y 300 también tienen en común la sublimación de perso­najes y decorados, en una búsqueda de una Ciudad Negra y una Antigua Grecia com­pletamente arquetípi­cas e irreales que están instaladas en el sub­consciente colectivo, por debajo de la reali­dad, en un sustrato de ficciones acumuladas por años de consumir productos de género. Posiblemente esta irrealidad del trabajo de Miller pueda "justificar", si es que ello resulta nece­sario, esa supuesta ideología "sospe­chosa" de la que se le acusa: porque él ya no habla del mundo real, sino del de ficción, un mundo genérico hecho a su medida, porque proviene de los géneros que aborda: el negro en Sin City, el histórico griego en 300. Por eso sus personajes son tan de una pieza, y sus mensajes, tan en blanco y negro.

Así pues, ¿en qué quedamos? Pues en que, a pesar de que ambos traba­jos se parecen más de lo que Miller piensa, para mí al menos existe una (gran) diferencia: mientras que desde hace tiempo Sin City ya no me fun­ciona porque no me la creo, 300 me la creo y por eso me conmueve a veces. ¿Por qué, siendo ambas igual de idealizadas e irreales? Supongo que algo tendrá que ver el que los hechos esenciales de 300 -quitando las licencias dramáticas que Miller se ha tomado- sucedieron en realidad. Pero también, creo, es porque a la historia de 300 sí le sienta bien ese romanticismo exacerbado; los prota­gonistas pertenecen a una sociedad tan distinta a la actual que puedes llegar a pensar que realmente se comportaban así, tan duros, tan valientes, tan héroes. Es más fácil creerse a Leónidas y sus machotes que al Dwight o al Hartigan de Sin City, porque hoy en día nadie es así. Bueno, probablemente tampoco los espartanos fueran tan así, pero ésa es la imagen que nos ha quedado de ellos, la que surge del humus de los libros de texto del colegio, de las vie­jas películas de griegos y romanos.

Por otro lado, 300 es un trabajo fallido de Miller, para nada la gran obra que quería realizar. Asegura él que era una historia que tenía en mente desde que la vio de niño en un film -El León de Esparta (1962)-, y que llevaba aguardando años hasta estar preparado para llevarla al cómic, lo cual me recuerda al men­tado Clint Easwood, que dijo lo mismo del guión de su Sin perdón. Desgraciadamente, el resultado de 300 queda bastante lejos de ese gran western: más le hubiera valido a Miller seguir esperando. Aun así, la obra merece la pena. Está llena de hallazgos de guión y narrativos, visualmente es una maravilla, emo­ciona a ratos. Pero también es muy irregular, porque Miller es capaz de lo peor, como ese discurso final de Leónidas sobre una nueva era de razón y justicia, tan panfletario e impropio del autor, tan contradicto­rio con el papel de caudillo militar de Leónidas que no se lo cree ni él (de hecho, parece que a Miller se le ha olvidado el resto de la historia griega, porque el totalitarismo espar­tano se impuso años después a la democracia ateniense); pero tam­bién es capaz de lo mejor, como ese plano subjetivo desde el interior del yelmo de Leónidas, digno del mis­mísimo Eisner; o esa reflexión que Leónidas piensa sobre sus soldados, una perla que pocos autores son capaces de escribir, diciendo tanto con tan pocas palabras, una frase aparentemente simple pero aterra­dora en su existencialismo: "Preparados para morir. Creen que saben lo que eso significa".

Entonces: el mejor Miller sí "ha vuelto", al menos en parte. Estamos de enhorabuena. Y parece que 300 le ha sentado muy bien, porque, aun­que ya ha está pecando otra vez con Hell and Back, lo nuevo de Sin City, su arranque no está nada mal, con un retorno a cierto naturalismo en la historia y una narrativa cautivadora, muy influida por 300. Así que puede que tengamos aquí una de las mejo­res historias de la Ciudad del Pecado, si luego no se tuerce. Pues que no se rompa la noche, que no se rompa.

PEPO PÉREZ

U#18 diciembre 1999

No hay comentarios: