lunes, 8 de diciembre de 2014

Cicatriz


El arte ha demostrado ser consciente de la fuerza de lo minúsculo que bulle en lo real

FRANCISCO CALVO SERRALLER

Pintura de Jerónimo Elespe.

Hay una dimensión de lo minúsculo que rebulle en lo real, de naturaleza tanto física como metafísica, cuyo sutil entramado no se hace visible ni siquiera con los artilugios ópticos más sofisticados, porque su patencia es inestable, ya que está en un estado de permanente construcción alterada; como si dijéramos, danzando en el umbral entre el ser y el no ser. La microfísica los denomina “cuanto” y los define como la cantidad discreta de energía de un átomo o molécula, que es proporcional a la frecuencia de la radiación emitida o absorbida por ellos. La dificultad para su observación positiva estriba en que los mecanismos aptos para ello influyen y modifican su naturaleza, que metafóricamente tiene algo de espectral, fantasmagórico. No es extraño que iluminar técnicamente esa zona oscura de la materia sea considerado una hazaña, aunque se haya tenido muy diversa consciencia de su influyente existencia.

El arte ha demostrado ser consciente de la existencia y de la textura de este micromundo, que a Leonardo o a Friedrich les hacía vislumbrar el cosmos a través de una mota insignificante, pero otros muchos pintores la recrearon incluso físicamente, como se aprecia en los cuadros del alemán Albrecht Altdorfer (hacia 1480-1538) o en los grabados sobre lino de ese maravilloso y extraño pintor holandés Hércules Seghers (1589/1590-1633/1638), del que Rembrandt aprendió el tejido de las sombras. Y como en nadie, lo percibimos en los dibujos y cuadros de Seurat (1859-1891), máximo exponente del llamado puntillismo o divisionismo.

Hay otros casos parecidos en la historia del arte hasta llegar a nuestra época, lo corrobora ahora precisamente un joven pintor, Jerónimo Elespe (Madrid, 1975), dado a conocer apenas hace un lustro, cuya esmerada formación estadounidense, con maestros como Barry Le Va y Mel Bochner, le vacunaron frente a esa endémica epidemia provinciana de seguir las trasnochadas modas. Recuerdo el impacto que me produjo la primera vez que contemplé su obra y me percaté de que poseía el aura intempestiva de los auténticos creadores, que son los que exploran el futuro desde el pasado, porque, sea cual sea la actualidad, ese producto del mercado, aspiran a la inmortalidad, que es el hecho de los muertos y de los aún no nacidos. Sus cuadros al óleo sobre aluminio desafiaban los formatos convencionales, porque, al margen de su verdadero tamaño, que iba desde casi las medidas de un sello hasta las de un tablotín vertical u horizontal, eran todos la representación de un universo en formación, sin por ello dimitir de que su configuración estuviese cosida a la inmersión en un mundo cotidiano, veladamente onírico; esto es: de espectros familiares palpitantes. Esta realidad tenebrosa, recogida entre los umbrales en los que soterradamente se urde nuestra vida, me pareció fascinante y me hizo asociar su pintura con esos buceadores de lo entrañable, como Odilon Redon, Vuillard o Paul Klee, por citar al albur algunos nombres asociados a ese empeño.

Me atrevo a usarlo como ejemplo en esta divagación sobre lo minúsculo, manantial de la grandeza más inconmensurable, no solo por lo que tiene de excepcional, sino porque ahora puede visitarse su exposición en la galería madrileña de Ivorypress. En cualquier caso, tras visitarla, me confirmó que las verdades profundas se revisten con la escritura jeroglífica de un palimpsesto, cuyo desciframiento es más cuestión de sabiduría que de erudición. Me imagino a Elespe ejecutando su obra con la concentración de un miniaturista, mientras que sus cuadros, que surgen desde las profundidades, emergen con partículas saltarinas como tenues iluminaciones tornasoladas. De hecho, no sé por qué, me evocan, por un lado, la lluvia dorada que recibe una Dánae en su seno, pero, por otro, sin abandonar el arquetipo de las mujeres amantes, las cenizas de una Magdalena penitente, por seguir la misma senda de ese otro oro negro del erotismo. ¿Hay acaso algo más que fuego y rescoldo en la fábula de nuestra existencia, esa memorable cicatriz?

El Pais Babelia 06.12.14

Ampliando el vestuario


'La era del traje negro' supone una continuación de la etapa de Roger Stern y John Romita Jr. y con ello un retorno a las raíces de Spiderman.

JAVIER FERNÁNDEZ


Spiderman: La era del traje negro. Tom DeFalco, Ron Frenz, Rick Leonardi, Etc. Panini. 728 páginas. 48 euros.

En 1982, un fan de Spiderman llamado Randy D. Schueller se atrevió a enviar a Marvel una propuesta de actualización de la indumentaria y los poderes de su personaje favorito. Según explica Julián M. Clemente en el extenso prólogo de Spiderman: La era del traje negro: "La manera de hacerlo consistía en que Reed Richards hiciera un nuevo traje, utilizando para ello el mismo tejido de moléculas inestables con el que estaban hechos los uniformes de Los 4 Fantásticos. Las moléculas inestables fluirían por los poros de la piel de Peter Parker, lo que le permitiría pegarse mejor a las paredes. La propuesta original (…) contemplaba aumentar los poderes de adherencia un 25%". Siempre según Schueller, La Avispa sería la diseñadora idónea de este nuevo disfraz, que tendría los lanzarredes en los antebrazos y funcionaría como "un traje de sigilo, con el negro como principal elemento, lo que le permitiría al personaje confundirse con las sombras". Así, lo único realmente visible sería el emblema de araña del pecho, que pasaría a tener color rojo. Tan imaginativa y sorprendente batería de ideas tuvo una respuesta aún más sorprendente por Jim Shooter, el entonces director editorial de Marvel: "Estimado Randy. Quiero comprarlo. Te pagaré 220 dólares. Adjunto encontrarás un contrato de colaborador".

Desde aquella primera propuesta hasta la aparición final del traje negro en el número 252 de The Amazing Spider-Man pasaron dos años. Durante este tiempo, la mayoría de las ideas de Schueller fueron descartadas, manteniéndose poco más que el revolucionario cambio de tono en el tejido (no así en el emblema, que se pintó de blanco). El origen del traje acabaría siendo extraterrestre, tal como se mostró en el número 8 de la exitosa miniserie Secret Wars, y su verdadera e inesperada naturaleza dio pie a una larga línea argumental en la cabecera principal del superhéroe, Amazing. Dicha serie de historietas fueron escritas en su mayoría por Tom DeFalco y dibujadas por Ron Frenz, con tintas de Josef Rubinstein, Brett Breeding y otros, y estas son las que componen el antes citado tomo de la colección Marvel Héroes de Panini.

Spiderman: La era del traje negro recopila los números 252 a 274 de The Amazing Spiderman, así como los Annuals 18 y 19, el número 6 de Web of Spider-Man, el 111 de The Spectacular Spider-Man y el 46 de What If?, todos con fechas de 1984 a 1986. Son la continuación de la espectacular etapa de Roger Stern y John Romita Jr. (también publicada en Marvel Héroes) y, más allá del nuevo vestuario, supusieron un cierto retorno a las raíces del personaje, pues DeFalco y Frenz recuperaron (sobre todo al principio) algo de la vieja esencia de Stan Lee y Steve Ditko. Aparte de los autores principales, en el conjunto participan numerosos artistas, con intervenciones de lo más dispar; véase la nómina: Bob Layton, Craig Anderson, Paty, Peter David, Sal Buscema, Bob McLeod, Danny Fingeroth, Mike Harris, Louise Simonson, Mary Wilshire, Jim Owsley, Rich Buckler, Peter B. Gillis, etcétera.


Malaga Hoy


La furia de puño de hierro


JAVIER FERNÁNDEZ


Puño de Hierro: Integral. Chris Claremont, John Byrne, Etc. Panini. 696 páginas. 39,95 euros.

La colección Marvel Gold se enriquece con la publicación del volumen integral dedicado a Puño de Hierro, uno de los representantes en la cultura pop de la muy setentera moda de las artes marciales. Seguramente, en lo que a Marvel respecta, el personaje principal de dicha ola fue Shang-Chi, cuyos inolvidables inicios siguen pendientes de reedición por problemas de derechos (el protagonista era un spin off de la serie de Fu Manchú creada por Sax Rohmer), pero a falta de pan, buenas son tortas. Sobre todo si las tortas las reparte Puño de Hierro.

Esta imposible mezcla de kung fu, mística oriental y superhéroes fue ideada por Roy Thomas y puesta en imágenes por Gil Kane en el número 15 de Marvel Premiere (mayo, 1974). Dicha serie albergó durante año y medio las aventuras de Danny Rand, alias Puño de Hierro, de la mano de los escritores habituales de la época: Len Wein, Doug Moench, Tony Isabella y Chris Claremont. El apartado gráfico, por su parte, incluyó nombres menos habituales: Dick Giordano, Larry Hama, Arvell Jones, Pat Broderick y un incipiente John Byrne. La feliz reunión de Claremont y Byrne, justo antes de que el personaje adquiriese cabecera propia en noviembre de 1975, produjo una ristra de historietas irrepetibles, de esas que merecen figurar en la biblioteca de cualquier aficionado al género. El dúo firmó los estupendos episodios de Iron Fist hasta su cancelación en el número 15 (septiembre, 1977, con la significativa presencia de La Patrulla-X), y retomó al personaje primero en un par de tebeos de Marvel Team-Up y luego en la serie Power Man que, desde su número 50 (abril de 1978), pasó a llamarse Power Man & Iron Fist.

Puño de Hierro: Integral compila los primeros cómics del personaje, esto es, los Marvel Premiere 15 a 25, Iron Fist 1 a 15, Marvel Team-Up 31, 63 y 64, Marvel Two-in-One 25, Power Man 48 y 49 y Power Man & Iron Fist 50 a 53, fechados entre 1974 y 1978. De entre todo esto, brillan con fuerza las casi 400 páginas de Claremont y Byrne, impresas al fin a color en España.

Malaga Hoy

Invasores renovados


JAVIER FERNÁNDEZ


Los nuevos Invasores, 1: Dioses y soldados. James Robinson, Steve Pugh. Panini. 136 páginas. 12,50 euros.

Creados por Roy Thomas y Sal Buscema en la década de los setenta, usando conceptos y personajes de los cuarenta, Los Invasores son un grupo de superhéroes que peleó contra la amenaza del Eje durante la Segunda Guerra Mundial. El concepto ha gozado siempre del favor de los lectores, y ahora regresa actualizado por el más que competente guionista James Robinson y el dibujante Steve Pugh. Namor, la Antorcha Humana, el Capitán América y Bucky se reúnen para hacer frente a los delirios imperiales de los Kree, que andan tras la pista de un aparato de poder irresistible llamado el Susurro de los Dioses. Este primer tomo de Los nuevos Invasores recopila los números 1 a 5 de All-New Invaders (marzo-junio, 2014) y unas paginitas previas de All-New Marvel Now! Point One (marzo, 2014). Cósmica y mundana, clásica y moderna, la serie resulta de lo más adictiva.

Malaga Hoy

El regreso de X-Factor



JAVIER FERNÁNDEZ


Nuevo X-Factor, 8: Más que una marca X. Peter David, Carmine Di Giandomenico. Panini. 136 páginas. 12,50 euros.

Tras el cierre de su anterior cabecera, X-Factor vuelve a la sección de novedades de la mano del escritor que más y mejor ha escrito sobre dicho grupo de mutantes, Peter David, acompañado por Carmine Di Giandomenico. Atrás quedan la etapa de investigadores y su elenco habitual de personajes. La nueva formación incluirá a Polaris, Mercurio y Gambito, a los que pronto se unirán Peligro y los viejos conocidos Cifra y Warlock, reunidos todos bajo el patrocinio de las omnipresentes Industrias Serval. El número ocho de Nuevo X-Factor contiene los seis primeros episodios de All-New X-Factor (marzo-junio, 2014), y David demuestra que su imaginación sigue en plena forma, a pesar de los serios problemas de salud sufridos en 2012.

Malaga Hoy

domingo, 7 de diciembre de 2014

7.35, hora impresionista


El trabajo de un grupo de historiadores del arte franceses cruzado con el de un equipo de astrofísicos de Texas permite datar el instante en que Monet pintó 'Impresión, sol naciente'

JOSEBA ELOLA 24 NOV 2014


Debían de ser las 7.35 de la mañana y el viento soplaba, débil, procedente del Este. Corría el 13 de noviembre de 1872, el día había amanecido brumoso en el puerto de El Havre. Claude Monet abrió la ventana de su habitación en el hotel de L’Amirauté, ubicado sobre el gran muelle de esta ciudad de la Alta Normandía, Francia. No queda del todo claro si se alojaba en el segundo o en el tercer piso porque, años más tarde, los bombardeos aliados de la Segunda Guerra Mundial se llevaron el hotel y la ciudad portuaria por delante; pero todo apunta a que estaba situado a unos once metros de altura sobre el nivel del mar en el momento en que se sentó frente al lienzo.

Ante su mirada, el puerto se despereza, las chimeneas echan humo, humo que se desplaza de izquierda a derecha, ergo, viento del Este. Una pequeña embarcación con dos pescadores a bordo cruza el puerto, y la llamada esclusa de los Transatlánticos está abierta; ergo, hay marea alta. Monet se apresta, sin saberlo, a pintar una obra que pasará a la historia.

Estos datos no se conocían hasta hace apenas tres meses. Es más, se daba por buena la versión del reputado historiador y marchante Daniel Wildenstein que, en su catálogo razonado publicado a finales del siglo pasado, situaba la fecha de realización de Impresión, sol naciente en la primavera de 1873. Pero el trabajo de un grupo de historiadores del arte franceses, cruzado con el de un equipo de astrofísicos de la Texas State University, arroja nueva luz sobre las incógnitas que siempre han rodeado la obra que dio nombre al movimiento que abrió el camino a las vanguardias.

Impresión, sol naciente siempre estuvo envuelto en un halo de misterio; cuando no, de polémica. Como si su historia estuviera marcada por esa bruma que rompe un hipnotizante sol naranja.

Generó reacciones encontradas desde su misma presentación en sociedad, hace ahora 140 años, en el antiguo estudio del fotógrafo Nadar, refugio para artistas rechazados en aquellos días de la primavera de 1874. El crítico Louis Leroy lo recibió con comentarios despectivos, mofándose de la obra: “Tratado por la mano infantil de un escolar que esparce por primera vez colores en una superficie cualquiera”, escribió. Y a partir de entonces, la reventa por cuatro perras —210 francos—; la indiferencia, el baile de títulos, el escondite para huir de los bombardeos de la guerra, su reconocimiento —mediada ya la década de los cincuenta—, el crecimiento del mito… y, en paralelo, el desarrollo de la leyenda, los misterios, el debate: ¿cuándo se pintó?, ¿qué representa?, ¿atardece o amanece? Una exposición conmemorativa emprendida por el museo que alberga la obra, el Marmottan Monet de París, con motivo del 140º aniversario de la presentación en sociedad de la obra, intenta despejar algunas incógnitas.

Fue hace dos años cuando la historiadora del arte Marianne Mathieu desembarcó en este pequeño museo tras 15 años como responsable de las exposiciones internacionales del Museo de Orsay. Enseguida se dio cuenta de que cada vez que tenía que explicar la historia del cuadro-faro del impresionismo a los visitantes, recurría a fórmulas mil veces repetidas. “No encontraba las palabras adecuadas para describir la obra”, relata en conversación telefónica, “me desconcertaba”.

Había que resolver de una vez para siempre el debate de si representaba un amanecer o un atardecer, equívoco inducido por el título con el que apareció la obra en un catálogo de venta del 5 de junio de 1878: Impresión, puesta de sol; identificar el lugar exacto en que fue pintado; explicar qué representa. E intentar resolver el debate abierto, hace más de cuarenta años, por Wildenstein, al afirmar que la obra había sido compuesta en abril de 1873 a pesar de que junto a la firma de Monet aparece el número 72.

Mathieu emprendió junto al historiador del arte Dominique Lobstein un estudio iconográfico. Con un análisis mediante rayos infrarrojos, concluyeron que la obra había sido pintada de una sola sentada —algo habitual en este pintor que dio sus primeros pasos como caricaturista—, lo que permitía poner fecha al día en que fue abordada. Identificaron los muelles de El Havre, recurriendo a viejas fotografías; observaron que la esclusa del puerto aparece abierta, luego había marea alta. Los almanaques de la época permitían conocer los flujos marinos. Poco a poco, fueron cerrando el número de fechas posibles, hasta llegar a un total de cinco. “Esos resultados precisaban de un análisis científico”, explica Mathieu. Momento en el cual decidieron recurrir a Donald W. Olson.

El ingeniero astrofísico norteamericano había publicado en febrero de 2014 un artículo datando otra obra de Monet, Étrerat, atardecer. Es conocido por poner fecha y hora a obras como Noche estrellada, de Edvard Munch; o Casa blanca en la noche, de Vincent van Gogh. “Yo ya llevaba 15 años estudiando Impresión, sol naciente”, cuenta por teléfono desde su despacho en la universidad texana, donde imparte clases de astronomía en el arte, la historia y la literatura. Este hombre al que le gusta presentarse a sí mismo como un detective celestial —por aquello de que estudia los cielos de las obras de arte—, encontró dos elementos nuevos que permitían hacer avanzar la investigación, según explica: mejores fotos históricas de El Havre; y observaciones meteorológicas disponibles en Internet. Compró por eBay nuevas fotos históricas procedentes de dos coleccionistas franceses, y analizó los partes meteorológicos: había uno, de las ocho de la mañana de cada uno de los días de 1872 y 1873. “Me gusta decir que el hombre que hacía las observaciones para elaborar los partes podría haber visto pintar a Monet en aquella mañana; estaba ubicado muy cerca de él, según la posición en la que, dedujimos, estaba situado el pintor”.

Echando mano de trigonometría y de algoritmos informáticos para calcular la posición del sol, cruzó los datos con los de las mareas y llegó a la conclusión de que solo había 19 fechas posibles en que Monet podría haber pintado el cuadro. Al sumar la información de los partes meteorológicos, se quedaron en seis. La dirección del viento, que soplaba del Este, como muestra el humo de las chimeneas del muelle de Bois, situado a la izquierda en el cuadro, redujo las posibilidades a dos. Según el equipo de astrofísicos de Texas, Impresión solo pudo ser pintado el 13 de noviembre de 1872 o el 25 de enero de 1873. “Esto es lo que nos decía la ciencia”, concluye Olson, “y el museo se decantó por la primera fecha”.

Mathieu se muestra firme en este punto: “No encontramos ninguna razón objetiva para poner en duda la firma que el artista estampó en la obra”. La historiadora, que es comisaria de la exposición que permanecerá en el museo hasta el 18 de enero de 2015, asegura que los análisis con infrarrojos, además, tampoco permitían dar por buena la hipótesis de Wildenstein de que la obra hubiera sido datada a posteriori.

El director del Museo Reina Sofía reconoce el valor de iniciativas como la de este museo parisiense. Manuel Borja-Villel realizaba visitas guiadas a las salas de pintores del siglo XIX en el Museo Metropolitan de Nueva York en los años ochenta. Se recuerda a sí mismo explicando cuadros de Monet con emoción, a pesar de que hoy, muestras de grandes artistas como el pintor francés se hayan convertido, en su opinión, en fenómenos blockbuster, elementos para el gran consumo. Dicho lo cual, saluda la mezcla de disciplinas que abre un trabajo como el emprendido por el Marmottan Monet. “Lo interesante es ver la transversalidad”, afirma, “astrofísicos hablando de arte y viceversa”.

La exposición, inaugurada en septiembre, arranca con toda una muestra de las obras y autores que influenciaron al pintor parisiense. Una relajante colección de atardeceres jalona el primer tramo del recorrido por sus salas, con soles que se acercan al horizonte y bañan el paisaje de luz crepuscular. Los firman Turner, Boudin, Jongkind.

La muestra deja claro que Monet quedó deslumbrado por Turner cuando se fue a vivir a Londres, en 1870, huyendo de la convocatoria a filas para la guerra franco-prusiana. Ahí se empapó de la luz del gran renovador de la pintura inglesa de principios del siglo XIX, una de sus grandes influencias. La exposición acoge cinco obras de Monet (y cuatro de Boudin) sobre el puerto de El Havre hasta llegar a Impresión, cuya exhibición se acompaña de almanaques de la época, mapas explicativos y viejas fotografías de El Havre.

Esos trazos de pasta espesa, de naranjas cálidos mezclados con blanco para evocar un reflejo sobre el nebuloso puerto siguen emocionando a la comisaria Mathieu, que califica la paleta de Monet de “audaz”. En el reflejo del sol sobre las aguas se concentra toda la fuerza de esta obra. “Monet es un colorista de primer orden”, dice, “es el hombre que, en una sesión, va a reproducir el paisaje tal y como lo percibe”. Su compañero en el comisariado de la exposición, Dominique Lobstein, insiste. “Monet no es un inventor, él transcribe la realidad. Si ve un muro, pinta un muro”.

Richard Thomson, profesor de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Edimburgo, sostiene que Impresión no es un cuadro demasiado representativo de la obra del autor de la célebre serie de nenúfares. Este experto, que no tiene nada que ver con la muestra parisiense y que fue parte del equipo que organizó la retrospectiva de 2010 sobre Monet en Le Grand Palais (París) se atreve incluso a decir que se trata de un “registro privado de algo que vio”, una obra casi inacabada. “Fue honesto al bautizarla con el nombre de Impresión, sol naciente”, asegura por teléfono desde su despacho en la universidad escocesa. “Monet hubiera estado muy enfadado si hubieran dicho que este cuadro era una obra maestra”, sostiene. “No estaba completamente acabado”.

Dominique Lobstein disiente profundamente del análisis de Thomson. “Monet solo firmaba cuando los cuadros estaban acabados. En esos días está en un periodo en que necesitaba desprenderse de todas las enseñanzas que había recibido. Cuando lo pinta, está en un momento muy importante de búsqueda estética”.

La obra pasó inadvertida durante muchos años. Días después de su presentación, el 15 de abril de 1874, en el atelier del fotógrafo Nadar, en el número 35 del Boulevard des Capucines, recibió la mofa del crítico Louis Leroy. “Como siempre ocurre con las obras denominadas de vanguardia”, explica vía correo electrónico el crítico de arte Jean François Chévrier, “hay que examinar la relación entre las obras y los comentarios a los que dan lugar en la prensa. Que el cuadro de Monet desempeñó un papel en la formación de la etiqueta impresionismo es innegable. Pero esto no significa necesariamente que el cuadro sea representativo de las denominadas obras impresionistas”.

Una larga fase de indiferencia marca los primeros años de Impresión. Dos meses después de su exhibición, el coleccionista Ernest Hoschedé lo adquiere por 800 francos (121 euros). Y, cuatro años más tarde, se lo revende a Georges de Bellio por 210 francos (32 euros).

El propio Monet le dice a Hoschedé que quiere recuperar alguna de sus obras, recuerda Lobstein, pero ni siquiera menciona Impresión. “Se olvida de su cuadro”, dice el historiador, “lo descubrirá más tarde”. Concretamente, en 1789, cuando se celebra su exposición conjunta con Rodin. Reclama el cuadro para que sea expuesto. “Es entonces cuando es consciente de la importancia de lo que ha hecho. En los años setenta, cuando lo pinta, está en plena búsqueda estética y no se da cuenta de qué es importante en su obra”.

En 1894, Victorine Donop, hija de Georges de Bellio, hereda la obra. Para ese momento, Monet ya sabe que se trata de un cuadro muy importante en su carrera. Lo evoca en una entrevista que concede en 1898 al periodista Maurice Guillemot. “Explica la historia del cuadro”, recuerda Lobstein, “ya ha elaborado un discurso en torno a él”.

Impresión es reproducido por primera vez en un libro en 1906. Tras la Primera Guerra Mundial, cae de nuevo en el olvido. La Segunda Guerra Mundial la pasará, a salvo de los bombardeos, en el castillo de Chambord, donde lo esconden los propietarios del Museo Marmottan, a quien Victorine Donlop ha donado el cuadro. Y habrá que esperar a la década de los años cincuenta, hace apenas 70 años, para que, con la publicación en 1946 de la Historia del impresionismo, de John Rewald, la historia lo coloque en su lugar.

Han pasado años de crecimiento del mito y de sus misterios desde entonces. La muestra del museo Marmottan Monet añade un nuevo capítulo a la leyenda del cuadro pintado por Monet desde la habitación del hotel de L’Amirauté. Marianne Mathieu, por su parte, sigue investigando. “El dossier aún no está cerrado”, asegura. “Sigo buscando”.


El Pais

Catálogo de la exposición de Manuel Vázquez


 Siempre he tenido la sensación que aquel chino, menudo y con mala leche, que me perseguía y al que hábilmente despistaba, le conocería en algún lugar. Un buen día deberíamos recordar que el “Chino Karateka”, que hacía la vida imposible a “Anacleto”, y nuestro perseguidor eran la misma persona. Vázquez que le había enviado para conseguir que le devolviésemos los veinte duros que un día le había dejado.

Aparte de este hecho anecdótico, y en contra de la mala fama que injustamente ha conseguido entre los sastres, los inspectores de Hacienda y las mujeres en general, Manuel Vázquez que es una persona de una generosidad inmensa, tanto como el diámetro de su panza. Prueba de ello es la multitud de personajes que a lo largo de su vida profesional ha creado (unos 150). Tantos como veces ha cambiado el mobiliario de su casa sin pagar ni un duro.
Desde que a los 11 años publica su primera historieta, su trayectoria profesional no dejaría tema sin tratar: la familia, las mujeres, el sexo, la guerra fría o los cambios sociales y políticos. Y lo ha hecho con ingenio en el humor y una genial sencillez en el dibujo que evidencian que nos encontramos delante de uno de los maestros más grandes de la historieta.

Sus historias han rellenado miles de páginas dirigidas a los niños inteligentes –de las revistas de Bruguera o de la revista Garibolo- o a un público más adulto, como los de la desaparecida revista de humor El Papus. Actualmente hace trabajos para la revista de historietas Makoki y tiras de prensa al diario “El Observador”. Vázquez se ha mostrado a lo largo de medio siglo como un humorista que , lejos de explicar siempre lo mismo, ha sabido mostrar todo aquello que denominamos “vida” y transformar los hechos cotidianos para convertir la monotonía en alegría.

Si las “Hermanas Gilda” estuviesen más cerca de la calle, si “Anacleto” dejase de acercarse al plano secreto, si el abuelo “Cebolleta” callase de una vez, si la “Abuelita Paz” no tuviese sordera, si el “Tio Vazquez” dijese la primera verdad en su vida, o si “Angelito” pudiese hablar, todos estaríamos de acuerdo en gritar bien fuerte: Vázquez no nos dejes jamás!
Y bien seguro, “Don Angel” agregaría: ¡Sí, señor!

Jaume Vidal y Carles Santamaria
Fuller and Fuller




Los cuentos del Tío Vázquez
Editorial Bruguera



Cabeceras de diversos personajes

Angel Si Señor
Editorial Bruguera

Angelito Gu Gú
Editorial Bruguera

Magos del lápiz
Editorial Bruguera, 1948




    
 Anacleto, agente secreto
Editorial Bruguera


La Familia Cebolleta
Colección Olé
Editorial Bruguera

¡Vámonos al Bingo!
Ediciones B, 1989

Don Cornelio Ladilla y su señora María
Editorial Ceres, 1979

Historias Verdes
Editorial Makoki, 1990

Tiras de actualidad
El Observador, 1991







Catálogo de la exposición de Manuel Vázquez publicado en el 9º Saló del Comic de Barcelona, mayo de 1991.



Historieta española en los 90 por Antonio Trashorras

 Tras el fugaz espejismo de euforia industrial y creativa que supuso para la historieta española la primera mitad de los 80, el panorama comercial comenzó a sentir los primeros zarpazos de lo que, nada más iniciarse la siguiente década, se confirmaría como una de las etapas más confusas y económicamente comatosas de la historia del medio en nuestro país. En espera del imprescindible estudio globalizador que, tarde o temprano, deberá llegar, lo que sigue no pretende, ni mucho menos, erigirse en un análisis riguroso del paisaje del tebeo español a las puertas de 1997, sino, tan sólo, trazar una breve aproximación histórico-temática a los principales hechos tanto estéticos como mercantiles que han marcado la evolución del tebeo español desde principios de los 90 hasta el momento de escribir el presente texto.

Revistas mensuales: De la extinción de los grandes saurios
No cabe duda de que uno de los fenómenos más destacados de la década anterior fue la gran eclosión experimentada por el hasta entonces limitado panorama de revistas mensuales de historieta conocidas como «para adultos». Viejas y nuevas cabeceras como 1984/Zona 84, Creepy, Comix-Internacional, Kirk, Rambla, Rampa, Tótem: Aventuras y Viajes, El Víbora, Madriz, Metal Hurlant, Cimoc, Cairo, Vértigo, K.O Cómics, Metrovol, Makoki o Complot durante los 80 tomaron al asalto los quioscos, tratando algo ingenuamente de atraer a unos lectores, fijos o recién llegados, que, como poco después se comprobó, hubieran debido ser muchísimo más numerosos para absorber semejante avalancha de publicaciones. Muy pocas de todas aquellas revistas llegaron a ver el inicio de los 90. Apenas un puñado de «históricas», como las integrantes de la escudería del veterano Josep Toutain Zona 84, Creepy y una nueva versión del clásico Tótem, Makoki (segunda época) o el buque insignia de Norma Editorial Cimoc, continuaron sus (a veces guadianescas) trayectorias de una década a otra; si bien, en el caso de las tres primeras, dicha supervivencia duró muy poco, al desplomarse, a mediados de 1992, Toutain Editor, sin duda el más emblemático sello del llamado boom de los 80 (menos real que aparente, bien es cierto, y, en el fondo, motivado por factores más de coyuntura sociológica que mercantil). Tras el cataclismo de su empresa, y alojado temporalmente por Zinco (editora en España del material de la norteamericana DC Comics), Josep Toutain ejerció, durante breves meses, de pundonoroso Lázaro del tebeo español contemporáneo, con un resurrecto Comix Internacional que, como su olor a naftalina permitía adivinar desde un principio, no tardó en regresar al olvido.
El resto de las editoriales dedicadas al medio fueron sacando al mercado, a lo largo de estos últimos años, nuevos proyectos de publicaciones con periodicidad mensual; intentos que, en la totalidad de los casos, se han visto abocados al fracaso. Así, ni empresas ya curtidas en nuestro mercado, como Editorial Makoki o la perenne New Comic de Roberto Rocca, ni potentes recién llegadas a las viñetas nacionales, como Ediciones B (sobre las cenizas de Bruguera, conviene recordar) o Glénat, tendrán el menor éxito en sus iniciativas de atraer a ese hipotético lector «adulto» que, durante la presente década, parece haber desertado mayoritaria y quién sabe si definitivamente de la historieta.

Ejemplo de «cómic de resistencia»: número 22 de la colección «¡Mamá, mira lo que he hecho!», Malasombra Ediciones,1996.

Por un lado, Makoki lanza y cierra en muy poco tiempo las cabeceras Splatter (consagrada al género gore) y Torpedo (plataforma de dicho personaje y rincón del aficionado al género criminal en la literatura, el cine y la historieta), además de acabar clausurando la veterana revista que daba nombre a la propia empresa, mientras que New Comic, tras probar suerte con Detective Story (centrada en la publicación del Dick Tracy de Chester Gould y reducto, también, del aficionado a la serie negra), resucita de manera fugaz el multiforme Tótem. Del lado de los recién llegados ahí quedan los eclécticos aunque repetidamente fallidos intentos de la poderosa Ediciones B (Gran Aventurero, Co & Co, Top Cómics), así como el fracaso de Viñetas, la revista creada en 1994 por la recién llegada Glénat España, que pese a todas las buenas intenciones depositadas por su director, Joan Navarro (uno de los mayores guerrilleros cualitativos de la historia del tebeo y responsable de dos de los más bellos cadáveres de los 80: la primera etapa del Cairo y Ediciones Complot), chocó de nuevo contra el desinterés de un público ya muy poco receptivo tanto a aquel modelo concreto de publicación (formato magazine, historias autoconclusivas y de continuará, artículos especializados, precio cercano a la 400 pesetas...) como a buena parte del mejor y/o más arriesgado material allí incluido (Cifré, Micharmut, Vidal Folch/Gallardo, Manel/Brocal...).

Tras todos estos nacimientos y muertes prematuras, llegamos al paupérrimo panorama actual con apenas dos revistas vivas y una reciente y muy significativa muerte aún fresca en la memoria del aficionado. Las supervivientes (ambas editadas por La Cúpula) son la joven Kiss Comix, dedicada a un tipo de pornografía rutinaria y, en general, de escaso interés gráfico-argumental, y la decana El Víbora, auténtico dinosaurio cuya renovada orientación de la mano del redactor Hernán Migoya ha logrado atraer a una cantidad suficiente de nuevos lectores atraídos por cierta fenomenología juvenil de último cuño (rock indie nacional, cine fantástico y porno, cultura popular basura y poses neoundergrounds...) lo bastante extendida como para garantizar el futuro inmediato de esta ya bicentenaria, con más de doscientos números, revista.

En cuanto al mencionado fallecimiento no es otro que el de Cimoc, la que durante muchos años permaneciera como la más estable (y rentable) publicación de este tipo del mercado nacional. El cierre de esta cabecera, unida al mantenimiento tanto de El Víbora como Kiss gracias a la afluencia de lectores, no tanto pertenecientes al propio mundillo de los tebeos, como procedentes de otros campos como el de determinada cultura fanzinero/independiente o el del consumo de pornografía, ilustra de forma diáfana lo que, a finales de los 90, ya podemos calificar como el casi definitivo agotamiento de la fórmula editorial que, década y media antes, sirviera de coyuntural motor a la historieta en nuestro país; la práctica extinción de un modelo que, por qué no, quizás en pocos años puede acabar acompañando en el limbo a otros fenecidos formatos del pasado, como el cuaderno apaisado de aventuras o las revistas infantiles y femeninas.

Herido pero no muerto:
El álbum o libro de historieta

Si el seguimiento desde principios de los 80 hasta el momento actual del ámbito de las revistas puede interpretarse como la crónica del esplendor y la caída de todo un modelo editorial, por contra, en el caso de los álbumes o libros (monográficos o colectivos) de historieta el análisis resulta mucho menos espectacular, ya que, por desgracia, en España, dicho formato jamás ha contado con una época de verdadero auge. Como resulta lógico, en los bondadosos 80 se vendían bastantes más álbumes que en estos desapacibles 90, pero también es cierto que, aun entonces, un best seller historietístico (excepción hecha de «franquicias» aceptadas como parte del stablishment de la cultura general como Asterix, Blueberry o Corto Maltes) apenas era capaz de superar los pocos miles de ejemplares, y que en esta última década este sector del mercado, pese a haber sido severamente diezmado, tampoco se halla en el estado de animación suspendida al cual ha llegado el de revistas mensuales.

El derrumbamiento de Toutain dejó a Norma prácticamente como la única proveedora habitual de álbumes adultos del mercado, posición que, pese a su ritmo de publicación mucho más cauto, continúa ocupando en estos momentos. Tan sólo los tímidos amagos del gigante Planeta-DeAgostini por editar álbumes europeos (a destacar el excepcional El artefacto perverso de Cava/Del Barrio), y las cada vez más raras incursiones de Glénat y La Cúpula en el terreno del álbum (en este último caso, ya prácticamente circunscritas al mantenimiento de su Colección X), sirven de complemento al empeño de la editorial de Rafael Martínez por seguir explotando esta región del mercado.

Eso sí, atrás quedan los ya olvidados y poco menos que catastróficos intentos por parte de B, Glénat y la neófita editorial madrileña Casset de crear sendas líneas de álbumes «de lujo», concebidos casi como libros-objeto de exquisita presentación (tapas duras, papel cuché), contenidos cuidadísimos y precio elevado. Erróneamente encauzadas hacia un supuesto lector «selecto», dispuesto a gastarse más dinero del habitual por una «gran obra en viñetas» presentada de forma impecable (puro disfraz de prestigio cultural, no nos engañemos, como anzuelo para compradores ajenos al medio), las colecciones «Los Libros de Co & Co» (Ediciones B) y «Biblioteca Gráfica» (Glénat), así como la totalidad del catálogo Casset, a la postre, evidenciaron de forma rotunda su naturaleza de suicidas alegrías empresariales destinadas al descalabro en una época de tan evidente recesión como los años 90. Con todo, puestos a valorar positivamente, y desde el punto del aficionado de gustos minoritarios, tamaños naufragios editoriales, cabe decir que gracias a tales iniciativas vieron la luz varias obras, tanto extranjeras como españolas, de enorme valor, las cuales, en otras condiciones, muy difícilmente habrían sido editadas (entre ellas, y centrándonos en el apartado nacional, joyas como Perro Nick de Gallardo, Fe de Erratas de Raúl o León Doderlin de Del Barrio, las tres publicadas por Casset).

Y, ya que hablamos de fracasos, preciso es reseñar el tropiezo sufrido por el Grupo Anaya (en coalición con la catalana Barcanova y la gallega Xerais) al tratar de establecerse en el mercado infantil-juvenil con una serie de colecciones de álbumes, repletos de material franco-belga de considerable nivel, muy bien editados y a precios (éstos sí) real-mente competitivos. El escaso éxito de esta iniciativa resulta sintomático, al demostrar hasta qué punto este cuasi autista sector de la historieta, tradicionalmente dominado por Grijalbo/Júnior y, en menor medida, Juventud, se halla desde hace un tiempo impulsado por la inercia de una serie de personajes y colecciones clásicas (Tintín, Lucky Luke, Blueberry, Iznogoud...) enquistadas en el gusto de un puñado de lectores que apenas prestan atención no ya a otros tipos de tebeos sino, incluso, a nuevo material encuadrable en esas mismas coordenadas.

El advenimiento del comic book español

El hasta ahora descrito declive de revistas y álbumes de contenido adulto ha sido, según opinión generalizada entre autores, editores e incluso algunos críticos, debido al impacto en nuestro mercado de, primero, el tebeo de superhéroes de procedencia estadounidense y, segundo, el manga, o historieta japonesa. Sin ser éste el lugar idóneo para desarrollar una explicación documentada al respecto, sí creo necesario mostrar aquí mi escepticismo ante esa fácil teoría causal establecida entre el apogeo de unas formas de historieta (eminentemente juveniles, no lo olvidemos) y el hundimiento de otras. Con todo, sí que resulta plausible hablar de una «sustitución» entre tipos de producto y de lectores de una década a otra, en el fondo, más casual que causal. En concreto, la masa de compradores que ha aupado el manga en estos últimos años no vivieron el ficticio boom de los 80 simplemente porque, en su mayoría, aún no tenían ni edad para leer; aparte de que no es que no consuman historieta europea o americana por comprar sólo material nipón, sino porque, en general, aquéllas no responden a las expectativas audiovisuales de su generación. Es decir, los lectores de los 80, en un gran porcentaje, desertaron paulatinamente del medio, siendo su lugar ocupado por otros, más jóvenes, que se han identificado con formas narrativas muy distintas a las anteriores. De ahí que resulte una cómoda demagogia culpar, por ejemplo, a las exitosas Dragón Ball o Ranma 1/2 de la desaparición de Cimoc, ya que los lectores habituales de ésta dudo que se hayan pasado al manga, y el joven consumidor de material nipón, de seguro, jamás se habría aficionado a aquella revista (o similares), por parecerle un producto aburrido y desfasado, más propio de sus padres.

Pere Joan y Paco Díaz, portada de Nosotros somos los muertos, n°2, 1996.

En cualquier caso, dicha transformación en el seno del mercado ha obligado a las empresas dispuestas a sobrevivir en este nuevo paisaje a una brusca reorientación de sus líneas editoriales, centradas ahora, sobre todo, en el formato que desde mediados de década se ha venido erigiendo en hegemónico: el cuadernillo de 24 páginas impresas en blanco y negro, con portada a color y precio inferior a las 200 pesetas; esto es, el llamado tebeo de formato americano o comic book.

Durante su firme expansión a lo largo de los 80 y primeros 90, Cómics Forum, sello perteneciente a Planeta encargado de la publicación en España de material superheroico U.S.A y única empresa española dedicada por entonces al lanzamiento de comic books, había considerado como un hecho la renuencia del lector español a comprar este tipo de producto si no estaba impreso en color (recordemos que la práctica totalidad del material procedente de Marvel e Image editado por Forum responde, entonces y ahora, a dichas características). Esta teoría había sido, además, contundentemente refrendada por el mercado en las escasas ocasiones en que otras empresas habían tratado de poner en marcha sus propias líneas de comic books en blanco y negro, todas ellas saldadas con muy dudoso éxito. A este respecto, cabe recordar el curioso papel de pioneros que, a finales de los 80, jugaron títulos como Rip, tiempo atrás (todo un intento de Toutain por abrir una vía en el campo del comic book adulto, no superheroico y en blanco y negro, recurriendo nada menos que a su autor estrella, Richard Corben) y Spirit (reedición en idéntico formato del gran clásico de Will Eisner por parte de Norma). Justo es reseñar también el experimento editorial llevado a cabo por Norma con Opium, miniserie de 6 números en color, escrita por Ramón Marcos y dibujada por Incha, a partir de personajes y argumentos creados por Daniel Torres, cuyo nombre, por entonces pujante, fue utilizado como reclamo comercial de cara a Europa. Ya en 1990, de nuevo Norma se atreve a lanzar, con el nombre de Clan, la primera colección de comic books en blanco y negro dedicada a autores españoles; proyecto que tras sacar a la luz dos números (Vamp de Montana y Rutas de Montecarlo, en realidad recopilaciones de material aparecido previamente en la revista Cairo), desaparecerá sin haber cosechado el menor éxito.

La escasa repercusión de estos intentos disuadió durante algunos años a las editoriales de volver a poner los pies en el terreno del comic book autóctono y/o en blanco y negro. La situación permaneció así hasta que, mediados los 90, el manga comenzó, de forma exponencial, a acaparar cada vez mayor cuota de mercado. Pese a ser la versión coloreada (procedente de su edición americana) publicada por Ediciones B de Akira, la auténtica cabeza de playa del fenómeno manga en nuestro país, hay que dejar claro que la tan comentada fiebre juvenil por el tebeo japonés no estalla hasta que Planeta no comienza a abrir colecciones de este tipo... en blanco y negro, y, muy especialmente, a partir de la publicación por parte de esta misma editorial del Dragón Ball de Akira Toriyama. Puede afirmarse, sin ninguna duda, que la explosión del manga, fenómeno al cual ha sido casi totalmente ajeno el color, hizo añicos la (hasta entonces lógica) aversión a editar tebeos en blanco y negro, lo cual, curiosamente, ha terminado agilizando la publicación de material no japonés que, por ahora, aparecía con cuentagotas (sin ir más lejos, el perteneciente a determinadas compañías independientes americanas).

En último término, para lo que la invasión manga ha servido, además de para, por supuesto, teñir de amarillo los quioscos y librerías especializadas y para sanear la contabilidad de casi todas las editoriales (alguna de las cuales, sin ellos, difícilmente habría sobrevivido a los 90), ha sido para dar vigor tanto a un formato (el cuaderno en blanco y negro) como a una manera de entender la historieta lúdica (mucho más directa, legible visualmente y sin las complicaciones narrativas del cada vez más barroco, ensimismado y autárquico género de superhéroes) que, a la postre, han sido aprovechados por editoriales y autores para, al menos, tratar de hallar un camino medianamente seguro en la confusa jungla viñetera de la segunda mitad de esta década.

Es a partir de 1993 cuando se comienza a advertir un decidido empeño, al principio focalizado únicamente en la pequeña editorial de nuevo cuño Camaleón, por publicar obras realizadas por autores nacionales en un formato, como el del comic book, cuyos bajos costes de producción permiten, incluso, una cierta política de tanteo del mercado (a veces no muy alejada de los puro «palos de ciego», la verdad sea dicha) en espera de un posible superventas. La inacabada Gorka de Sergi Sanjulián, obra seminal de todo lo apuntado anteriormente, publicada entre 1992 y 1993 por Camaleón Ediciones (llamada al principio Patxarán Ediciones), con el tiempo pasaría el testigo tanto a otros títulos del mismo sello (colecciones de muy diversa suerte comercial como Keibol Black de Miguel Ángel Martín, Mr. Brain del dúo Brocal/Manel, Mondo Lirondo del colectivo La Penya, Tess Tinieblas de Germán García, Rayos y Centellas de Muñoz/Bustos y el número único Calavera Lunar de Albert Monteys se encuentran entre lo más apreciable, en lo que a comic books se refiere, de la trayectoria de esta joven editorial) como a numerosas iniciativas cortadas por el mismo patrón de editoriales como Glénat (a destacar, por su calidad e importancia, Amura de Sergio García, La muerte de Makoki de Gallardo, y las colecciones dedicadas a recopilar el Torpedo de Abulí/Bernet y las hasta entonces dispersas historietas del genial Manuel Vázquez), La Cúpula y Planeta-DeAgostini; estas dos últimas a través de sus respectivos subsellos Brut (cuyos mejores frutos, en el apartado nacional, hasta la fecha han sido Brian the Brain de Martín y To Apeiron de Santiago Sequeiros) y Laberinto (con la miniserie Oropel del colectivo Producciones Peligrosas como más interesante propuesta por ahora).

Paralelamente a esta explosión de comic books españoles se ha producido uno de los fenómenos más curiosos e incluso grotescos de la historia del tebeo nacional: la repentina aparición de multitud de dibujantes aficionados que, por medio de una (no muy afortunada en la mayoría de los casos) clonación del estilo gráfico y narrativo del manga y pese a su generalizada falta de oficio y obvia inmadurez gráfica, han logrado ver publicadas sus obras en una plazo inusualmente corto. El precario nivel, ni lejanamente profesional, de esta primera oleada de manga español (por cierto, resulta patético comprobar cómo la mayoría de estos bisoños admiradores de la historieta japonesa ni siquiera son capaces de mimetizar/descodificar los principales elementos narrativamente diferenciadores de aquélla) no ha sido obstáculo para que obras como Sueños o Dragón Fall obtuvieran unas abultadísimas ventas, fácilmente explicables al contemplar cada una en su justo contexto (primera muestra de manga porno adolescente producido aquí, una; parodia escolar del superventas de Toriyama, la otra).

Sin apenas revistas mensuales y con el mercado del álbum prácticamente centrado en los valores seguros (Miguelanxo Prado, Fernando de Felipe...), guste o no, hay que aceptar el paisaje arriba esbozado, con sus descompensaciones y primario nivel general, como la única plataforma con que, hoy por hoy, cuenta la última generación de historietistas españoles para crecer como autores. Puestos a buscar interpretaciones positivas, hay que reconocer que gracias a la labor de, sobre todo, Camaleón, Brut y Laberinto, el número de jóvenes dibujantes que han publicado por primera vez en los últimos dos años resulta muy superior a los que lo hicieron a finales de los 80 y principios de los 90. Ahora bien, como es lógico, sería de desear que la inexperiencia y cantidad actual acabasen llevando a la madurez y a la calidad en un futuro lo más cercano posible; eso, por supuesto, siempre que el voluntarismo de tantos jóvenes autores, hoy ilusionados con el medio, no acabe fla-queando ante la falta de perspectivas económicas de una exigente profesión que a duras penas permite la supervivencia y de una industria que hace décadas dejó de merecer tal nombre.

Francotiradores e independientes

Al margen de las editoriales digamos «establecidas» (Camaleón ya empieza a merecer dicho calificativo) que publican de forma continuada, el paisaje reciente ha presentado una atomización de la oferta sobre la cual merece la pena detenerse.

En primer lugar, hallamos microeditoriales, como la madrileña La Factoría o la barcelonesa El Pregonero, cuyos responsables, tras llegar al mundo de la edición a través de sus ocupaciones habituales como libreros/distribuidores (en el primer caso) y técnico de las artes gráficas (en el segundo), no parecen interesados en volcarse profesionalmente en ellas, aunque sí en mantener una cierta presencia en el mercado. Mientras La Factoría de momento ha basado su oferta en la recuperación de un par de obras poco conocidas del excelente Miguel Ángel Martín (The Space Between y Kyrie); El Pregonero, por contra, viene optando por una modesta y muy bien recibida colección de cuadernillos monográficos, cuyas cimas cualitativas hasta la fecha han sido Buitre Buitaker de Gallardo, ¿Estamos muertos? y Penurias cristianas de Tamayo/Zombo, El asesino anda suelto y La pandilla galáctica de Mauro Entrialgo y Cuentos de la Estrella Legumbre de Javier Olivares.
En el terreno de la más reconocible autoedición a su vez han surgido por toda la Península numerosos proyectos, algunos incluso apoyados institucionalmente, otros, de tan reducida escala, que incluso resultan difíciles de distinguir del puro fanzinerismo.

Ahí se situarían trampolines de noveles (o a veces de veteranos más o menos marginales) de tan diverso pelaje como, por nombrar sólo algunas, Arrrebato!, Frente Comixario, Gñ!, Paté de Marrano, Frolian, Rau, La Comictiva y, por supuesto, TMO, decano entre todos los actuales prozines de humor agitador.

En un tono muy distinto, también resulta obligatorio mencionar (y, por qué no, reivindicar) la existencia de contados (aunque extremadamente valiosos dada la cobertura que realizan de un espectro historietístico del todo ajeno a los rigores del mercado) proyectos que manifiestan, por parte de sus autores, unas inquietudes creativas (plásticas, narrativas, temáticas, conceptuales, lingüísticas...) bastante más sofisticadas de lo acostumbrado en el mayoritario tebeo de consumo, exento de experimentación y pretendidamente comercial (dicho esto, sin ánimo peyorativo, ya que grandes obras las hay tanto a un lado como al otro de dicha línea), y que, cómo no, exigen del lector un mayor grado de interés, complicidad y confianza en las (tan potencialmente inmensas como poco exploradas hasta el momento) posibilidades expresivas del medio.

Ejemplo palmario de esta forma de historieta en perpetua lucha contra el adocenamiento lo fue en su día el Madriz, que durante los 80 y con el timón de Felipe Hernández Cava (director también de la posterior Medios Revueltos, fugaz y lujosa heredera multidisciplinar de aquel mismo espíritu), sirvió de sugestivo hervidero de talentos, por desgracia congelado justo cuando algunos de ellos, tras el obligatorio rodaje, se hallaban ya en disposición de empezar a producir verdaderas obras mayores. Huérfanos de una publicación afín, el grueso de aquellos autores (Federico del Barrio, Raúl, Javier de Juan, Victoria Martos, Víctor Aparicio, Ana Juan, Javier Vázquez, Keko, Arranz, Javier Olivares, Ricard Castells, Joaquín López Cruces, Jesús Gras, Manolo Hidalgo, Enrique Flores, Jorge Artajo, el dúo Romance Atónito...) ha permanecido en el dique seco historietístico durante la mayor parte de los 90, dedicándose profesionalmente, en la mayoría de los casos, a otros campos relacionados con lo gráfico, ya sea la ilustración publicitaria, periodística o institucional, el diseño, la pintura o los dibujos animados. Los escasos contactos que muchos de ellos tuvieron con el medio en los
primeros años de esta década fueron los puntuales trabajos aparecidos en las páginas de la revista editada por el Instituto de la Juventud INJUVE, en cuyo seno Hernández Cava ejerció de promotor/seleccionador de este tipo de material. Bajo idéntico marco institucional, el mismo Cava tuvo oportunidad de orquestar tres ediciones (1990, 1991 y 1992) de Nuevas Viñetas, exposición dedicada a mostrar los trabajos (recogidos paralelamente en sendos catálogos/números especiales de INJUVE) de autores jóvenes movidos por cierto afán de renovación estética o narrativa y con muy escasas posibilidades de integración en el mercado, entre los cuales se hallaron nombres de tanto potencial como Tamayo, Pórtela/Iglesias, Linhart, Isidro Ferrer, Jesús Sanz, Kosta, Sequeiros o María Colino. Por desgracia, tan gratas iniciativas, fríamente contempladas, no pueden considerarse, en aquellos primeros 90, más que como esporádicos oasis de creatividad en un paisaje incuestionablemente yermo.

Si la mejor historieta española de los 80 tuvo en el Madriz uno de sus reductos más sobresalientes, no cabe duda de que el otro gran vivero de autores tuvo su emplazamiento en Cairo, el militante neotebeo que bajo la dirección de Joan Navarro aportó un toque de distinción a historieta de entretenimiento y sirvió de hogar tanto al valioso núcleo conocido como Escuela Valenciana y compuesto por Sentó, Mique Beltrán, Micharmut y Daniel Torres, como a «satélites» como Montesol, Roger, Pere Joan o Cifré, además de la nunca suficientemente valorada recuperación de un gigante estético de la talla de Miquel Calatayud. La desintegración del proyecto Cairo (que, al igual que el Madriz, contó con un par de estimables aunque frustrados epílogos, fruto del voluntarismo contracorriente de su director: T.B.O y Complot) significó, a corto y medio plazo, un muy distinto futuro para sus integrantes. Mientras algunos (aquellos que, de hecho, desde un principio se habían enmarcado en una línea menos radical) han podido encontrar cobijo en el marco de la historieta infantil y publicar, de forma más o menos regular, en el suplemento El Pequeño País (Torres, Sentó, Pere Joan, Beltrán); los demás vieron cómo, a partir de entonces, se abría una etapa de obligado ostracismo viñetero, tan sólo paliado por puntuales y admirables proyectos movidos más por el romanticismo que por la viabilidad comercial. A dicha categoría pertenecieron las obras publicadas entre 1990 y 1993 por la valenciana La General Ediciones, heredera espiritual de la Arrebato Editorial de los hermanos Porcel, que dejó verdaderas pepitas de oro como Todo al Negro y Voraz de Keko o Marisco de Micharmut.

Puestos a recordar islotes cualitativos, justo es mirar también primero hacia Sevilla y luego a Vitoria. En la capital andaluza Pedro Tabernero pudo aguantar la mirífica revista Rumbo Sur (hermosísimos trabajos de Max, Micharmut, Calatayud, Gallardo... por mencionar sólo a los españoles) sólo hasta 1992, año en que, a propósito del Centenario del «descubrimiento» de América, salió a la luz la irregular colección de álbumes Relatos del Nuevo Mundo coordinada por él mismo y editada por Planeta, en cuyo seno brotó la magistral La desaparición de Gonzalo Guerrero de Calatayud. En lo que se refiere a Vitoria-Gasteiz, sede de Ikusager Ediciones, el veterano Ernesto Santolaya publicó algunos de los mejores álbumes en la historia de su editorial, en particular, las excepcionales colaboraciones entre Cava y Del Barrio, Lope de Aguirre y la tetralogía protagonizada por el periodista Amorós compuesta por Firmado Mr. Foo, La luz de un siglo Muerto, Las alas calmas y Ars Profética.

Y, por fin, llegamos a ayer mismo..., casi al hoy. Sin que existan demasiados motivos racionales para la alegría en exceso, sí que es cierto que, de un par de años para acá, se vienen observando ciertos signos, determinados movimientos que, sin llegar a erigirse en razones para un optimismo exacerbado, sí que han constituido todo un alivio para el lector hastiado de liofilizada mediocridad. El admirable y en ningún modo autocomplaciente Max (ejemplo de autor que no mira hacia atrás), con la complicidad de Pere Joan (la conexión mallorquína), lanza en 1995 Nosotros Somos los Muertos, soberbia revista que, hasta la fecha, sólo ha dado satisfacciones al buen aficionado (Gallardo, Micharmut, Joan Frau, Linhart, Olivares, el aliado Mattoti...) y que se perfila como una gema a guardar como oro en paño en esta segunda parte de década. Con espíritu muy afín (tanto en lo artístico como en lo ideológico) acaba de surgir en Madrid, El ojo clínico (sello usado anteriormente para lanzar el gran libro Ventanas a Occidente de Hernández Cava/Raúl), último proyecto liderado por Cava, con la compañía de sus inseparables Raúl y Del Barrio, además de Jesús Moreno, uno de los antiguos pilares gráficos del Madriz. La lucidez de Víctor Aparicio, así como la potencia gráfica de Arnal Ballester, Isidro Ferrer o Manolo Hidalgo y el interesante puente creado con varios autores extranjeros, son los puntos fuertes del único número aparecido en el momento de escribir el presente texto de esta publicación semestral que ya resulta de seguimiento obligado.

Para finalizar, conviene reseñar, por un lado, la encomiable labor realizada por el editor Paco Camarasa (la llama valenciana se niega a apagarse), asesorado por el crítico Jesús Cuadrado (defensor acérrimo, desde hace décadas, de la historieta más dinámica y rompedora), con su hermosa colección de suntuosos libro-álbumes Mercat, donde Sentó y Max pusieron el listón altísimo y Micharmut ha dejado la que muy bien puede ser su obra definitiva: Veinticuatro Horas); y, por otro, dos editoriales como Camaleón y Malasombra Ediciones, cuyos lanzamientos (a veces en colaboración), de momento, se han venido dividiendo entre el tebeo de entretenimiento y vocación popular, y otras obras de talante expresivo mucho más ambicioso (lo cual, en términos de mercado es sinónimo de minoritarias). Por un lado, Juan Carlos Gómez y Alex Samaranch, cabezas visibles de Camaleón (cuyo verdadero motor económico no es otro que el de la revista especializada en manga y animé Neko), han mostrado, al margen de sus líneas de comic books, un meritorio y genuino interés en la publicación de material escasamente rentable pero de muy elevada calidad, firmado por jóvenes autores como Carlos Pórtela y Fernando Iglesias (Impresiones de la Isla), el activísimo y casi ubicuo Javier Olivares (El Segador de tus cosas, una pequeña maravilla que rompe plásticamente con casi todo lo aparecido últimamente), Dario Adanti (La ballena tatuada) y el apabullante Santiago Sequeiros (Ambigú y Nostromo Quebranto, una de las más sinceras y descarnadas obras maestras no ya de la historieta española sino de la historia del medio).

La minúscula Malasombra (articulada en torno a un puñado de autores y críticos madrileños compuesto por Antonio Trashorras, David Muñoz, Javier Olivares, Luis Bustos y José María Méndez), por su parte, ha pretendido, a base de minimizar al máximo los costes, mantener una línea estable de edición apoyada tanto en voces propias de valía ya reconocida, aunque sea a pequeña escala (Jesús Gras, Javier Vázquez, Joaquín López Cruces, el propio Olivares), como en la difusión de historietistas aún desconocidos por su escasa (a veces casi nula) trayectoria previa, pero con excelentes maneras y amplias posibilidades de desarrollo, tales como Luis Bustos, Juan Ramón Carneros o Jorge García, dibujante este último con un enorme talento para el medio que, como tantos otros, sería lastimoso que no hallase, en estos últimos años del siglo, un marco editorial estable (y, a ser posible, menos marginal de lo que ha sido hasta ahora) para su evolución.

Antonio Trashorras



Articulo publicado en el libro,  Catálogo de la exposición de la Biblioteca Nacional Tebeos: los primeros 100 años, publicado y editado por la Biblioteca Nacional y el grupo Anaya, primera edición, diciembre de 1996.


sábado, 6 de diciembre de 2014

Catálogo de la exposición de MAX


1989 B.C., tarjeta postal

“Uno de los mejores autores de historietas del mundo es – me parece- un barcelonés balearizado que se hace decir MAX”. Así comenzaba el prologo que escribí para el álbum que probablemente es el mejor de MAX hasta ahora: El beso secreto. Yo diría que con un principio como este, se entiende que este dibujante haya creido oportuno que aquel sincero protagonista reincide en comentar su obra y el motivo de esta exposición.

En aquella ocasión me referí sobretodo a la libertad, y así entonces, hablaba de los animales humanos, de la verdad del deseo, de la sangre y de nada, de la aurora, o de sus creencias. Pero sin metáforas, he de resumir en pocas líneas una trayectoria que es larga y una personalidad que es compleja, y eso es sin duda, difícil.

MAX obtiene el Premio del Saló de Barcelona a la mejor obra en 1987 por El Licantropunk y a mi me parece – y a otros, incluido el propio MAX- que debería de haberlo recibido por El beso secreto o por La muerte húmeda. Pero los premios suelen ser así: un compromiso entre la creatividad y la comercialidad. Y también MAX es un autor que tiene la suerte de ser así, la suerte de poder satisfacer de la misma manera tanto al lector más exigente como al más lejano, de saber sintetizar –o alternar- la creación más genuina, el trabajo más personal, y el tema más actual y el tratamiento más seductor.

Personajes como Gustavo y Peter Pank pueden ser considerados –u el permiso de Makoki y del Niñato- como símbolos de sus respectivos generaciones. Sus mujeres –fatales o no- podrían seducir a media Europa. Y sus “exploradores” son capaces de otorgar tan solo en dos páginas, una nueva dimensión al genero de aventuras. Pero además, Balín y Balán puede ser que nos convenza definitivamente de que eso del nihilismo no es más que una estúpida mentira.

MAX sabe deducir al buen aficionado a la historieta, pero también aquel otro publico que con pocos trabajos conoce las mejores posibilidades de este medio de expresión. Así, hace poco, el filosofo EUGENIO TRIAS –poco amante del elogio de la historieta- me confesaba su admiración por una de las obras maestras de MAX: la titulada Musgo y mármol. Que un mismo historietista pueda ser admirado tanto por el autor de Los límites del mundo como por un adolescente que se pasea por el mundo cargado de imperdibles y ferralla y alimentarse de “litronas” de cerveza, parece un milagro. Pero no hay tal milagro. Sencillamente, la personalidad de MAX es así: le agrada seducir aquellos que considera como semejantes, explorar y expresar mundos interiores y reflejar aquello que pasa a su alrededor y todo lo que pueda ser contado. Y, además lo sabe hacer. Como Hergé lo encara que de otra manera. Y como muy pocos lo saben hacer.

Juan Bufill

Tarjeta, libreria Continuará..., 1984

Dibujo para camiseta, DNA y Sin Nombre Ed., 1988


El Licantropunk, El Vibora 75-87, Ed. La Cúpula, 1986-87

El Licantropunk, El Vibora 75-87, Ed. La Cúpula, 1986-87 

La Confederación de las Sombras, Museo Vivo, Instituto de la Juventud, 1986

Musgo y Mármol, El Vibora 61, Ed. La Cúpula, 1984.

El Canto del Gallo, guión de Santiago Auserón, El Vibora 95, Ed. La Cúpula, 1987.

Un Relámpago en la Noche Serena, cartel, 1000 Ediciones, 1988.

Daisy-Violeta, guión de Mique Beltran, L´Echo des Savanes 57, Ed. Albin Michel, 1988.

Daisy-Violeta, guión de Mique Beltran, L´Echo des Savanes 57, Ed. Albin Michel, 1988. 

El Carnaval de los Ciervos. Ed. Arrebato, 1984. Diagramas y Fascinación 1987, Sin Nombre Ed., 1987. Balín y Balán, TBO 1-7, Ed. Briguera, 1986. Jabberwocky, El Vibora 41, Ed. La Cúpula, 1983, y el album La Muerte Húmeda, Ed. Complot, 1987.

13 Exploradores, Europa Viva 1, Ed. Europa Viva, 1985. El Encuentro entre Walt Disney y H.P. Lovecraft, El Víbora 71-72, Ed. La Cúpula, 1985.

Esbozo del cartel del 7º Saló Internacional del Comic de Barcelona, 1989.

La Biblioteca de Turpin, de publicación propia en El Pequeño Pais, 1989.

Catálogo de la exposción de MAX publicado durante el Saló del Comic de Barcelona, mayo de 1989.