El faro del fin del mundo / Jacinto Antón
Probablemente el sistema de mensajería más bestia de la historia sea el que empleaban los antiguos getas, "los tracios más valerosos y más justos", según Heródoto, que estaban emparentados al parecer con los dacios, pueblo que presentó resistencia a los romanos en el siglo I. Cuenta el escritor y viajero griego en el libro IV de su Historia que los getas "cada cuatro años despachan en calidad de mensajero, para que se entreviste con [el dios] Salmoxis [Zalmoxis], a aquel miembro de su pueblo que en dicha ocasión resulte elegido por sorteo y le encargan lo que en según el momento necesitan. Y he aquí como lo envían", continúa el padre de la historia: "Los encargados de ese menester sostienen tres venablos, en tanto que otros cogen de las manos y de los pies al que va a ser enviado a entrevistarse con Salmoxis; y tras haberlo balanceado en el aire, lo echan a las picas".
A mí esa ceremonia cruenta me obsesiona desde que vi de niño la única película -que yo sepa- en la que aparece representada. Los guerreros del imperio (1967), un péplum de aquellos de tarde de sábado y sesión doble. Recuerdo que me fascinaron las imágenes de las legiones romanas y las batallas pero sobre todo me impactó la historia de los dos hijos del rey dacio Decébalo en el filme, una chica, Meda (Maria-Jose Nat), y un chico, Cotyso (Alexander Herescu, el Alain Delon rumano), muy unidos. De qué manera el joven es seleccionado como el mejor guerrero dacio en una serie de pruebas. El caso es que el chico para lo que está compitiendo y gana, para horror de su hermana (y mío al ver la película), es para ser el mensajero hacia Zalmoxis, vía sacrificio humano.
De forma que vemos cómo el pueblo dacio se reúne ante un montículo, Cotyso se echa sobre el altar de piedra que hay en la cúspide, donde queda observando cómo pasan las nubes; un sacerdote tipo druida hace una invocación al dios (no vayan a estar comunicando) y dos acólitos toman al joven por pies y manos y lo lanzan sobre tres largos pinchos metálicos.
La escena me traumatizó, pese a que me tranquilizaba algo que mi hermano mayor fuera mejor que yo en todo. Puede parecer raro que de niños en los años sesenta descubriéramos en el cine, entre palomitas y caramelos Darlins, la existencia de los dacios, Zalmoxis y un rito descrito por Heródoto, pero luego he sabido que Los guerreros del imperio era una producción rumano-francesa auspiciada por Ceaucescu para divulgar las viejas glorias del reino de la Dacia y también recordar el crisol dacio romano, la "etnogénesis" de la nación rumana.
Muchos años después, el plena etapa de entusiasmo por Mircea Eliade me reencontré con la ceremonia del mensajero en el ensayo del historiador de las religiones De Zalmoxis a Gengis-Khan. Eliade ve revelando que se sacrifique en el aire (lanzándolo en plan manteo), lo que apuntaría que Zalmoxis era un dios celeste. Y relaciona la cruenta mensajería con un rito que reactualiza la situación primordial en que los hombres podían establecer comunicación directa con los dioses.
Recientemente, he vuelto a encontrarme con el mensajero en un libro editado por Desperta Ferro, Tracios, getas y dacios, de Radu Oltean. En una de las páginas aparece representado el sacrificio humano a Zalmoxis, en una "recreación ideal basada en los escritos de Heródoto".
Sea como sea, cine y escatología, drama y misterio, la imagen del joven mirando al cielo recostado aguardando sobre la piedra sacrificial (¿qué otra cosa es la vida?), y ese instante de fulgor y esperanza en el aire antes de caer sobre las puntas afiladas, resuenan de una manera extraña en el corazón, despertando un eco en los largos días de verano, mientras las espigas agitan su dorado esplendor en la inexorable ceremonia del transcurrir de los días.
El Pais. Cultura. Sábado 19 de julio de 2025
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