Diego Espiña Barros
La balada del norte. Tomo 4
Alfonso Zapico
Astiberri
España
Cartoné
240 págs. Blanco y negro
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Diez años ha tardado Alfonso Zapico (Blimea, Asturias, 1981) en terminar lo que semejaba una labor titánica y a priori imposible: contar la Revolución de Octubre de 1934 en Asturias, episodio histórico de sobra conocido, antesala y ensayo de la barbarie que llegaría en 1936. Una década de trabajo que Zapico cierra por todo lo alto con este cuarto y último volumen,
El autor asturiano vuelve a desplegar su prodigio-so dominio del claroscuro de manera impecable. Lo hace tanto desde el punto de vista artístico como ético. Son los suyos personajes de carne y hueso, cuya humanidad, fortalezas y flaquezas enriquecen un escenario que, ahora sí, se adivina del mismo color que el carbón que entierran los valles asturianos. Desde un punto de vista formal, el autor asturiano continúa con la planificación ya expuesta en los volúmenes anteriores. Así la narración se desarrolla en acciones y lugares de forma simultánea siguiendo los distintos caminos emprendidos por los personajes. En este sentido, la paleta de grises configura un mapa sensorial en el que los negros dominan las escenas de mayor emotividad y acción, mientras que los blancos alumbran aquellas más costumbristas y humanas. Parece haber un intento en este volumen de recrearse en la belleza del paisaje asturiano, dulce y salvaje como sus habitantes, que, lejos de la suciedad y el ruido de las páginas anteriores, algo lógico desde el momento en que ya se ha perdido la batalla, solo queda mantener viva la llama de la esperanza. En este sentido, cabe destacar la plasticidad e intensidad desplegada por Zapico en las dos escenas de acción del volumen, especialmente en la que supone el desenlace de la obra; trágico, y, sin embargo, hasta cierto punto reconfortante.
Más allá de disputas políticas y pseudohistóricas (estas últimas siempre insoportables por cuanto rescatando del injusto rincón al que la tragedia posterior había arrojado el levantamiento minero asturiano y a quienes lo protagonizaron, desde su vanguardia dinamitera a las bambalinas de unos poderes fácticos en permanente sospecha sobre el pueblo sometido. La historia se retoma con Apolonio y Tristán escondidos en las montañas de las cuencas mineras, quienes, junto a otros desdichados, tratan de esquivar a las fuerzas del orden enviadas desde Madrid para enterrar, literalmente, los últimos rescoldos revolucionarios. Isolina, tras su paso por la cárcel, está de vuelta en Montecorvo, donde, junto a otros, sufrirá en carne propia la feroz represión sobre quien solo pedía mejores condiciones de vida y trabajo. Lejos de todo, Largo Caballero está en prisión, mientras que Indalecio Prieto llora, arrepentido, junto a otros exiliados en Francia. Lo cierto es que poco importan sus desdichas. Zapico, como los grandes novelistas del xix, ha destinado su obra a dar voz a los sin voz. A aquellos que, más que hacer la historia —dicen los libros de ídem—, la protagonizan; para bien o para mal. Casi siempre para mal.
Mezclando historia y ficción, Zapico nos ha regalado un ejercicio de lo que E.P. Thompson dio en llamar «historia desde abajo» tienen de intencionalidad revisionista en el peor sentido del término —esta estupidez de tildar el levantamiento asturiano de primer golpe de la futura contienda (in)civil), esta tetralogía coloca a su autor a la altura de gigantes del medio de la talla de Tardi, Sacco, Lutes o el propio Spiegelman: no se trata de (re)contar eventos históricos, sino de hacernos partícipes de los mismos a través de la piel de quienes los vivieron y sufrieron. Mezclando historia y ficción, Zapico nos ha regalado un ejercicio de lo que E. P. Thompson dio en llamar «historia desde abajo».
En su camino hacia una derrota sabida, el lector ha visto crecer a unos personajes que ya pertenecen a la historia del cómic español. La fuerza de Isolina, la honestidad de Apolonio y la ingenuidad de Tristán. Y, sobre todo, ha llorado con los secundarios, todos ellos atrapados por el torbellino revolucionario del primer tercio del pasado siglo. Si Isolina es el personaje que más ha evolucionado a lo largo de estos cuatro volúmenes hasta convertirse en roca a la que asirse en la desesperación ante un futuro incierto, Apolonio, central y fundamental de todo el engranaje narrativo, masca la amargura de una derrota que siente más personal que colectiva.
Lejos de lo que decía Karl Marx, las revoluciones no son las locomotoras de la historia. Nada en ellas es inevitable y todo es imprevisible. Y aunque, más tarde o más temprano, todas parezcan condenadas al fracaso, en ocasiones devorando incluso a sus hijos, su brillo sigue siendo hoy el reflejo de un fuego eterno. Así nos lo recuerda hacia el final de este cuarto tomo, con un regusto de amargura, el propio Apolonio, cuando confiesa a sus acompañantes que, pese a todo, volvería a hacerlo. Es el minero el encargado de desvelar el misterio último: una revolución es una ventana para imaginar el futuro; si no el nuestro, el de nuestros hijos. Por los hijos —dice el viejo cascarrabias—, se hace lo que haga falta.
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