martes, 6 de junio de 2023

Los detectives y el matador de panteras

 El faro del fin del mundo / Jacinto Antón

Llevo unos días maravillosos en la India, la India histórica y literaria, la del Raj y el shikar (caza mayor). He leído dos libros estupendos, de esos que te recuerdan por qué amas tanto la lectura (y la India). Uno es las inesperadamente conmovedoras memorias de Donald Anderson (1934-2014), el avieso cazador de panteras al que conocimos y odiamos en los libros de su padre, el gran Kenneth Anderson -el hombre hombre que libró al mundo de varias bestias asesinas y escribió libros inolvidables como La pantera negra de Sivánipali y Devoradores de hombres-. Y el otro, una genial novela negra, Los príncipes de Sambalpur de Abir Mukherjee (Salamandra, 2022).

Dicha novela, que he devorado casi igual de rápido que un tigre un sambar, es la segunda de la pareja de detectives formada por el capitán Sam Wyndham, ex Scotland Yard, y su ayudante, el sargento bengalí Surendranath Banerjee. En la nueva aventura, nuestros amigos dejan Calcuta en la que suelen moverse para investigar en el reino de Sambalpur un caso de asesinato e intriga política. Estamos en 1920 y se percibe en el aire el fin del Raj. Por supuesto, me han encantado las escenas de la caza de tigres, y la ejecución old style mediante pisoteo de elefante, que no es tan rápida como se puede imaginar...


Donald Anderson con una pantera recién cazada, en una imagen sin datar


Tan apasionantes pero en otro registro, son las memorias de Donald Anderson, The last white hunter, reminiscencies of a colonial shikari (escrito con Joshua Mathew, Indus Source Books, 2018). Donald, paradigma del cazador sin escrúpulos y de gatillo fácil, es un tipo al que aprendimos a detestar, como les decía, en los memorables libros de su padre, publicados aquí por Juventud y entre los que se contaban además de los títulos mencionados La llamada del tigre y Esto es la jungla. Toda una generación de amantes de los animales y las aventuras fuimos seducidos por esas historias de Kenneth Anderson, que reivindicó Fernando Savater en La infancia recuperada y que nos trasladaban al sur de la India para seguir el rastro de fieras peligrosísimas y disfrutar el hálito salvaje de la selva.

The last white hunter aporta todos esos datos biográficos que deseábamos conocer cuando leíamos a Kenenth Anderson y muchísimas cosas más. Nos recorfirma que el hijo era un canalla, un malote. Y es que no sólo mataba animales a diestro y siniestro, con especial saña panteras, a las que transportaba muertas en su motocicleta exhibiéndose por Bangalore, sino que era un narcisista y un libertino mujeriego que rozaba lo psicopático.

Lo curioso es que el el propio Donald el que explica todas esas cosas y el libro, a la vez una preciosa memoir de una vida en los años previos y posteriores a la descolonización de la India, rezuma nostalgia, una sensibilidad y, sí, un amor (a su padre, al naturaleza y a la vida salvaje) sorprendentes e insospechados. Ver cómo se despliegan esas vidas que cuenta Donald Anderson, la suya, la de su padre y la de su familia, ha sido asomarse a un mundo perdido fascinante; algo similar a colarte en un desván ajeno y revolver objetos, cartas y fotos, sintiéndote un voyeur y a la vez extrañamente implicado.

En las memorias hay episodios con felinos antropófagos que ponen los pelos de punta. Pero la parte inolvidable es la de la relación del padre y el hijo cuando el primero cae enfermo. Donald era muy joven cuando su progenitor cazó la mayoría de los más famosos devoradores de hombres de su carrera pero llegaron a enfrentarse juntos a alguno, como el tigre asesino de Hogarehalli. Cuidar del padre con cáncer los dos años de severo tratamiento acercó mucho a Donald a su progenitor. La imagen de los dos hombres valientes haciendo frente a ese último devorador de hombres invisible envueltos en un halo de dolor y ternura resulta conmovedora. En el lecho de muerte le pidió a su hijo que hiciera dos cosas por él: dejar de fumar y dejar de cazar. "Los cigarrillos vale, pero cazar...", escribe Donald Anderson, "¿cómo podía dejar la cosa más importante alrededor de lo cual giraba toda mi existencia?". Y anota someramente a continuación: "Nunca más volví a dispararle a una criatura viva".

El propio fin de Donald fue muy triste. Su epitafio podría haber sido "sabía de panteras", o quizá unos versos de un poema que escribió su progenitor sobre uno de esos animales (el leopardo de Jalahali, al que se enfrentó), The Panther´s Requiem: "Todo ha acabado, ya no sufro/ muero como he vivido, fiero y solitario/ valiente, inconquistable". Tan difícil como seguir el rastro de un tigre es conocer el corazón de un ser humano.


El Pais, sábado 4 de febrero de 2023


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