lunes, 25 de septiembre de 2017

Tabary IZNOGUD


Jesús Palacios


Grijalbo-Dargaud


Es el menos popular de los personajes creados por Rene Goscinny, a mayor gloria de la historieta francesa, pero es también su criatura más singular. Iznogud, auténtico personaje de culto, es sólo para paladares exquisitos, de esos que disfrutan más con la metafísica parda de monsieur Aquiles Talón que con el heroísmo de Asterix o de Lucky Luke, creaciones memorables ambas del propio Goscinny, pero que tienen en su contra un exceso de bondad, de virtudes (en el caso del galo, casi provincianas), que hacen recaer las simpatías del lector sensible antes en sus enemigos que en ellos mismos.

He ahí, amigos mios, la primera gran virtud de Iznogud: es un villano. Eterno conspirador, en la clásica tradición de todos los visires orientales, Iznogud ha hecho que la frase «quiero ser califa en lugar del califa» se inscriba con letras de oro en la historia del comic. Cierto que siempre fracasa en sus planes conspiratorios, pero no por ello encontramos en su perverso y divertido universo oriental, parodia confesa de Las Mil y Una Noches y sus mil y un prodigios, algún personaje positivo que le dé replica. No, todos los personajes de la saga de Iznogud no son sino una galería de seres cruelmente estúpidos, ridículos y torpes. Incluso el propio Iznogud, siempre con la colaboración de su sanchopanzesco y no menos torpe criado, es incapaz de llevar a buen término ninguno de sus complejos y absurdos planes, para delicia del lector y su inagotable sadismo, que sabe que, así, el malvado visir deberá volver a intentarlo en una nueva aventura.

Goscinny solía decir que él era «un bufón y nada más, ni un moralista, ni un filósofo», pero yo mas bien le veo, a través de su Iznogud, como un satírico (el descendiente, en definitiva, del bufón medieval), que juega, con este absoluto negativo del Zadig volteriano, a manejar todos los recursos clásicos de la sátira en un marco de referencia, el oriental, que le emparenta con las obras de Congreve y Beckford (¡Que gran Vathek llegaría a ser Iznogud si consiguiera al fin su califato!), y con las de sus compatriotas ilustrados Montesquieu y Voltaire, a las que añade no unas gotas, sino unos litros de nonsense carrolliano y trabalenguas lingüísticos, que dejan reducidos los juegos de palabras de un Cabrera Infante a meros pasatiempos . En manos de Goscinny, el satírico, Iznogud y sus «amigos» (todos, insisto, ridículos y falaces) crecen como gigantes o disminuyen como liliputienses, viajan al pasado y al futuro, se vuelven invisibles, se ven obligados a decir palabras que no quieren pronunciar o enmudecen de repente, y engañan y son engañados constantemente, pasando revista a todas las situaciones que la sátira, como genero, es capaz de imaginar, para acabar dándonos una visión sutilmente cruel, mordaz y hasta amoral, ausente en Asterix o en Lucky Luke, de la humanidad en su conjunto, ridiculizada con amoroso cinismo en las infinitas ansias de poder del Gran Visir, condenado a fraguar inútiles complots, condenados a su vez al fracaso de antemano.

Iznogud es, también, el personaje que mejor ha sobrevivido a la muerte de su creador. Dejado ya sólo en manos del dibujante Tabary, que lleva con él desde su aparición en 1961, éste, mejor que Morris o Uderzo, ha sabido captar el mordaz mensaje del maestro, que ha reflejado siempre con su trazo suelto y vivaz. Por ello, en Iznogud no notamos tanto la ausencia de Goscinny (aunque se nota, se nota) como en Asterix o Lucky Luke, quizá porque, en el fondo, este pequeño y malvado visir es mucho más humano, más real y comprensible que héroes sin tacha y tan íntegros como son el pequeño galo y el solitario cowboy. Tabary, como nosotros mismos, lo entiende mejor, lo quiere más porque, también como cada uno de nosotros, lleva en su interior a un pequeño, maligno y feroz Iznogud que quiere, como todos, ser califa en lugar del califa.






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