miércoles, 20 de septiembre de 2017

Katsuhiro Otomo AKIRA


Enrique Vela
 Ediciones B

Durante este año, la edición en castellano de Akira, culebrón japonés por excelencia, ha alcanzado el desarrollo cronológico de la edición americana. El largo periodo en el que viene siendo conocida por el público aficionado ha ido asentando su status de estandarte del manga, paradigma de los elementos que configuran esta especie de género entre la ciencia ficción y los superhéroes. En efecto, dentro de las coordenadas de tan manoseado género, el comic de superhéroes japonés se mueve sobre unas premisas más específicas que el occidental y atiende a una diferente concepción de la ideología. El poder representado como de origen mutante y desarrollo psíquico, exageradamente devastador, transmitiendo la idea de comparación de fuerzas, de escalafón, la incomprensible supervivencia de los personajes son rasgos hacia los que el comic americano viene tendiendo en las últimas décadas de forma irreversible, y que el manga, Akira, no hace sino profundizar y depurar. Incluso podría decirse que esa misma pureza devuelve al lector la clase de emociones que buscaba en él y que sus predecesores yanquis comenzaban a dejarse en el tintero.

La lectura de Akira es compulsiva. Su sencillo mecanismo narrativo impone con suprema eficacia le necesidad del siguiente episodio. En este sentido funciona como cualquier folletín al que estamos acostumbrados, sólo que acelerado. Por tanto, mantiene un misterio por descubrir que abarca toda la obra (centrado en el quién, cómo y por qué de Akira) que se revela en dosis que plantean nuevas preguntas... y, salvo las escasas coordenadas que distinguen a los «buenos» de los «malos», desconocemos palmariamente hacia dónde va a ir la ficción. Decir esto de un tebeo con tan prodigiosa cantidad de páginas es, en efecto, estar hablando de algo más de lo que uno se imagina como folletín.

Al comienzo de la lectura, la historia se interpreta como de estructura clásica, llevada a cierto exceso barroco por la emoción.Sin embargo, el climax va dejando el poso de que, tras tan aparente movilidad, la acción, el argumento, no progresa hacia nada, no se resuelve en una afirmación de los presupuestos ideológicos de los protagonistas. El relato desarrolla una espiral cada vez más abierta de bandos y situaciones que posponen la esperada revelación sobre Akira.

Así pues, la única conclusión posible es que lo que nos parece exceso, sea, en realidad, estructura, y lo que se presenta como forma sea, sin más, el contenido. Y este rasgo, chocante, de ausencia de sustancia debe tomarse como el signo de un paradigma de lenguaje originado en una mentalidad no occidental, como la profusión de viñetas de intercambio mudo de miradas, la superabundancia de líneas cinéticas o la secuenciación pormenorizada de las escenas de acción.

Roland Barthes, en un estudio sobre las relaciones de signo y significado en la cultura japonesa,ofrecía un ejemplo bastante revelador de las diferencias existentes con nuestra cultura, al hablar sobre los gritos de guerra. Mientras en Occidente tales gritos se emiten en función de «La Causa» (¡Por España!, ¡Por la justicia!, y tantos que conocemos), en Japón se trata de gritos sin referente directo fuera del propio grupo de atacantes: cosas como ¡Banzai! tendrían pues su equivalente en algo así como ¡Vamos! o ¡Nosotros!.

Visto a la luz de lo que este pequeño ejemplo nos enseña sobre la mentalidad japonesa, la falta de escrúpulos con la que se «justifican» los bandos rivales, la ausencia de un planteamiento claro que distinga héroes de monstruos, fascistas de revolucionarios, la dificultad de la catarsis, dejan de ser una barrera para la aceptación de un culebrón tan hipertrofiado. Por el contrario, adquiere valor en si mismo porque nos pone delante una forma de ver el mundo genuinamente distinta de la nuestra. Y nos permite disfrutar de la acción por la acción, con toda una serie de cargas ideológicas contradictorias o difusas que desvían el acento hacia la coreografía, liberan en algo el destino.




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