sábado, 9 de septiembre de 2017

Andreas RORK




Enrique Vela







Norma Editorial

Esta, por todos los indicios, penúltima narración concerniente al personaje de Rork, nos deja premonitoriamente a solas con él. Con él solo, con su razonar pausado, lleno de calma, atravesando las estructuras que lo separan de su misterio, que lo esconden. El secreto que anima su existencia desde su convencional comienzo.

Descenso. Al interior. Al origen. Es fundamental esta idea de descenso. O caída, mejor. Un movimiento hacia un fondo con inseguridad, sin control. Al final (es al final) del relato se menciona lo que espera. En ese último momento de este penúltimo episodio. Sin nombre, sin cara, con todo el aspecto de tratarse, de nuevo, del otro lado del espejo de un ser del que no sabemos nada. Tras todas las aventuras.

Bueno, sabemos cómo se comporta. En las situaciones. Con las otras personas. Con lo desconocido. Podemos concederle simpatía, cariño. Es observador, culto. La virtud de la paciencia se transforma en el ritmo de sus relatos, del cuento de Rork, que impregna las páginas de este extraño camino iniciático. O terminal. Como esas presencias que, a veces, gustaría que existieran, que contagian la paz de espíritu, que adormecen la agresividad que incubamos contra nosotros mismos, por una mala educación, por una culpa. Enfocar el sentido de la supervivencia contra esto mismo.

¿Qué sabemos de Rork? Rork es un personaje que no tiene persona. Se pone en acción por enigmas, ante enigmas. El espacio en el que construye su discurso es interior ala mente, sólo poblado por los dos que todos somos, nosotros y ese con el que hablamos cuando no hay otro: eterno burlado imposible de engañar.

No se sabe con certeza su raza, su pelaje. Blanco. Ese sí, es blanco. Color simbólico de lo muy viejo y de lo muy nuevo. Pues casi su tiempo es también impreciso. Y qué decir respecto a sus sentimientos. Un breve apunte insinuado, deducido de hechos narrados, no expresado. Porque la expresión no es una parte del autodiscurso del cerebro. No tiene sentido expresar al espejo nuestros sentimientos por los otros. Ya los conoce. Tiene sentido razonar, deducir, sobrevivir. No aparecen, por lo tanto, en las recensiones de la historia de Rork, ocupando el lugar fundamental que ocupan en toda la vida humana. No significa que no existan. Viven en otro espacio, los sentimientos, de otra narración, de otro discurso.

Y¿Qué hay de ese mundo, de su mundo, de los dibujos que configuran espacio y tiempo?

Del espacio, el exceso, y del tiempo, la cadencia suave de su paso. Exceso en tamaños, en detalles, en complejidad. Exceso de la línea y del color que puebla todo el discurrir de las aventuras de Rork a través de mundos, tierras y tiempos. Pero no exceso muerto, no exceso sobrante, sino necesario, pertinente. Cantidad de belleza, exenta de saturación. Vine taje desprovisto de patrón, de cuadrícula. Sensibilidad de la forma. Reto, incluso.

Cadencia, parsimoniosa y rítmica. Atestada de secuencias, de énfasis, de insertos... de lo que llaman cine. Sin saber, supongo. Pero en este último, este penúltimo álbum, los colores han abandonado el exceso, descendiendo directamente a los tonos fríos. La cadencia ha disminuido su batir quizás un poco, y las lechuzas que custodian la entrada y salida en el real/irreal mundo de nuestro Rork, cansadas siempre de esperar una reunión, un desenlace o no sabemos qué, parecen cercanas a recibir la recompensa a su paciencia.

Rork ha encontrado su negativo fotográfico, y se dispone a afrontar una cita que lleva ya varios álbumes fijada. La esperamos jugosa.




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