Guerreros, gladiadores, mosqueteros, duelistas, espadachines, deportistas, personajes de novela y del cine atraviesan la historia de la esgrima, a la que ha consagrado un libro apasionante, 'Blandir la espada', de editorial Destino, el escritor Richard Cohen, cinco veces campeón británico de sable. Por Jacinto Antón.
FOTOGRAFÍA: ÁLBUM
Es poco habitual -aunque muy estimulante- tener al autor de un libro acerca del que uno va hablar ante la punta de su arma. Es cierto que aquella noche Richard Cohen (Londres, 1947), cinco veces campeón de sable de Gran Bretaña, cuatro veces olímpico, vencedor de innumerables combates y a la sazón embarcado entonces en la redacción de By the sword (Blandir la espada, Destino), la estupenda obra sobre la historia de la esgrima que acaba de aparecer en España, había bebido sus buenas copas de tinto y presentaba un perfil algo tambaleante. Pero no dejaba de ser un adversario formidable e intimidatorio. Más aún para alguien como quien escribe estas líneas, cuyo mayor logro a mano armada ha sido un decimoprimer puesto en una competición puntuable para el campeonato de Cataluña tras alcanzar una pírrica victoria sobre un jovencito impresionable y miope.
Cohen, su mujer y su agente habían cenado en casa de mi cuñado, un edificio de Gaudí en cuyo sótano se encuentra la sala de esgrima que un puñado de aficionados hemos creado en torno al destacado maestro húngaro, afincado en Barcelona, Imre Dobos. Durante la velada, el británico y el magiar descubrieron que habían cruzado hierros hacía años durante unos campeonatos en Hungría, lo que lógicamente celebramos todos con varias rondas de licores. Creo que fue el propio Cohen el que sugirió que, ya que teníamos una sala de armas a mano, nos desentumeciéramos un poco, y en seguida estábamos ahí inundando un espacio en el que suele reinar el sobrio entrechocar de los aceros con el alegre tintineo de nuestros vasos. El autor y esgrimista británico tomó un guante, un sable y una careta y propuso unos asaltos reduciendo el blanco válido a sólo la mano, para no tener que ponernos las incómodas chaquetas protectoras. Imre y los demás prefirieron las copas a las espadas y declinaron la invitación; así que, de repente, ahí estaba yo, ejecutando el saludo preceptivo y poniéndome en guardia ante Cohen, no sin lamentar muchísimo no haber seguido la práctica tradicional de los antiguos duelistas de vaciar la vejiga -para limitar el riesgo de infección si te ensartan-.
De izquierda a derecha, Reinhard Heydrich, jefe de Seguridad del III Reich, responsable de la planificación del Holocausto, en los JJ 00 de Berlín. Franco (cuarto por la izquierda), con el sable de honor de la Legión. Mussolini, esgrimista. Abajo, el coronel de las SS Otto Skorzeny, con el rostro magullado tras el duelo a sable de las universidades germanas para lograr las cicatrices de honor. Sadam Husein, con espada.
El combate no tuvo mucha historia. Richard Cohen, flamante vencedor del muy exclusivo campeonato europeo de veteranos celebrado en Martinica, consiguió tocado tras tocado sin apenas despeinarse.
En parte porque yo aún estaba conmocionado por la evocación que nos había hecho en la sobremesa de cómo uno de los más destacados tiradores de sable de Polonia, Wojciech Zablocki, le había enseñado personalmente la manera de propinar el ataque clásico de los oficiales de caballería polacos del siglo XVIII, el golpe Nyzkiem, un tajo de abajo arriba, desde el bajo vientre al pecho, dificilísimo de detener con las paradas normales y que, antiguamente, solía acabar con desparrame de visceras.
¡Qué no hubiera dado yo esa noche por tener una estocada secreta, una botte secrète, como las que se enumeran en Blandir la espada: el coup de Jarnac (que cercenaba el ligamento de la corva); la imparable a la base del cuello de don Jaime de Astarloa (El maestro de esgrima, de Pérez- Reverte, al que Cohen alaba), o la legendaria estocada de Nevers, entre los ojos, que dio la victoria final a Enrique de Lagardere en El jorobado! Tuve que contentarme con admirar a través de la rejilla de la careta, jadeando, lo bien que se movía y fintaba Cohen, y dar gracias de que no se tratara de un duelo de verdad. Como los malos también tienen su oportunidad, finalmente, tras invocar a san Rupert de Hentzau -el villano de El prisionero de Zenda-, tuve la suerte de conseguir un tocado. Fue a base de un truco de la peor especie, digno de Barbacoa de Río, el maestro del Capitán Garfio. Cuando observé que Cohen se daba el gusto de romper -ir atrás- con un enervante saltito para quedar lejos del alcance de mi rechinante fondo, hice glisser la monture: dejé deslizar la empuñadura del sable entre los dedos para alargar así unos centímetros extras la superficie del arma y pillar desprevenido a mi rival. Touché. El maestro Imre, que es muy clásico y muy noble, arrugó la nariz, pero yo me quedé a gusto y recordé la frase del marquis de la Donze cuando se le pidió que se arrepintiese antes de ser ejecutado por matar en duelo a su cuñado: "¡Cómo! ¿Acaso consideráis un crimen una de las más astutas estocadas de toda Gascuña?".
DUELOS DE CINE, De arriba abajo, Douglas Fairbanks Jr. y Ronald Colman, en 'El prisionero de Zenda'; Errol Flynn, en 'Robin Hood', y 'La amenaza fantasma', de 'La guerra de las galaxias'
Me encantó ver meses después que Cohen iniciaba su libro, Blandir la espada, también con un combate propio, no el nuestro, por supuesto, sino otro mucho más dramático e intenso: el que le enfrentó treinta años antes a un campeón de esgrima con fama de bruto que luego se casaría con la ex novia del futbolista George Best. Esa historia personal con ribetes de auténtico duelo sirve al autor para introducir a los lectores en el universo de la esgrima, su belleza, romanticismo, emoción y grandeza (luego ya vendrán los episodios viles, los campeones fascistas y los capítulos sangrientos).Tras cuarenta años obsesionado por la esgrima y habiendo sido un tirador de élite, Cohen, que además es editor, estaba en una posición privilegiada para escribir, como lo ha hecho, una gran obra de divulgación sobre la historia de una técnica, el manejo de la espada, cuyo uso oscila entre la elegancia y la brutalidad, desde el puro arte hasta al asesinato. Una historia que arranca con los orígenes de la metalurgia y sus secretos cuasi alquímicos y llega hasta La guerra de las galaxias y Madonna (Cohen hizo de extra en la escena de esgrima de Muere otro día), pasando por los mosqueteros, los samurais, Cyrano, El Zorro, las grandes figuras deportivas y hasta, de manera quizá un tanto discutible, los tragasables.
Una grata sorpresa es ver cuántos grandes hombres, incluso del mundo de la cultura, se ejercitaron en la esgrima: Shakespeare, Goethe -que lo hizo porque pensó que así resultaría más atractivo para las mujeres-, Haendel, Descartes, Voltaire, Defoe, Milton, Dickens, Alejandro Dumas -claro-; Pushkin, al que por su estilo brioso de espadachín apodaban El Grillo; el explorador Richard Burton, o Karl Marx, que llegó a batirse en duelo y recibió un tajo sobre el ojo izquierdo, aunque no está claro que todo ello repercutiese en El capital. Napoleón fue célebre, desde el punto de vista de la esgrima, por el número de floretes que rompió practicando. Churchill alcanzó la categoría de campeón de florete en el ejército y puso en práctica su habilidad en la India en un encuentro cuerpo a cuerpo con los pashtunes. Mientras que el general Patton fue un gran sablista y hasta escribió un manual sobre el uso del arma.
Cohen, que ha tratado de revivir en sus páginas la emoción que produce ser un espadachín y que proporciona información de primera mano extraída de su experiencia en las pistas, trabó contacto con la que iba a ser la pasión de su vida a los 13 años en un internado en la campiña inglesa en el que era obligatoria la esgrima. Las clases las impartía, sorprendentemente, un monje benedictino, al que sólo cabe identificar con una reencarnación de Fray Tuck, el camarada eclesiástico de Robin Hood. Cohen comenzó por iniciarse en el florete, y luego, cuando estudiaba en Cambridge, descubrió el sable, heredero de la cimitarra turca, como nos gusta recordar a los románticos con alma de húsar que lo empleamos. El autor reconoce muy honestamente que el profano puede sentirse desconcertado ante el rigor formal y la impresionante nomenclatura de la esgrima. Pero recuerda que en el fondo toda ella, como hace decir muy sensatamente Moliere a Monsieur Jordan en El burgués gentilhombre, consiste sólo en dos cosas: tocar y que no te toquen.
En su recorrido por la historia de la espada, en el que la erudición corre pareja con la emoción y con un abundante sentido del humor, Cohen señala que los egipcios y los asirios ya se instruían
en el manejo de ésta; considera que los griegos no apreciaban la esgrima, al contrario que los romanos (véase Gladiator), y señala las diferencias entre la estocada de los legionarios y el tajo de los celtas, que preferían el filo del arma. La edad media glorifica la espada haciéndola signo del honor y dotándola de una dimensión espiritual. Excalibur es, por supuesto, la gran espada emblemática. La espada ropera, que puede emplearse en el día a día por así decirlo, con traje de calle, y que los espadachines españoles llevaron a la Italia renacentista, marca una nueva época que ve el florecer de los duelos (algunos tan absurdos como los 20 en los que participó un noble para defender que Dante era mejor poeta que Ariosto -al final admitió no haber leído las obras de ninguno de los dos-).
También es el momento en que aparecen masivamente los maestros y se intenta codificar golpes y paradas y establecer reglas. Un hito es sin duda, como comprenderá cualquiera que haya visto cómo le rebanan un párpado en la sala a un colega por no protegerse el rostro, la aparición de la careta, en 1750.
Con el declive del duelo, la esgrima pasó a ser una práctica refinada (si exceptuamos la pervivencia del brutal y sangriento combate Mensur de las fraternidades universitarias de sablistas alemanes) y desembocó en el deporte moderno, previo su paso por la novela popular de aventuras, donde, de Anthony Hope a P. C. Wren (campeón de esgrima en la India, por cierto), se convirtió en requisito indispensable (es bueno recordar que Sherlock Holmes era un hábil espadachín). El cine heredó desde sus comienzos ese interés despertado en el público. Douglas Fairbanks; padre; Ramón Novarro, y Rodolfo Valentino fueron estrellas de capa y espada, y los siguieron Errol Flynn, Tyrone Power y Douglas Fairbanks Jr., que aprendió esgrima a los 12 años.
Hay discusiones sobre cuál es la mejor escena de espadas del cine. Los más románticos se inclinan por la del final del Hamlet de Olivier; otros, por el en-frentamiento de Power y Basil Rathbone -que se doblaba a sí mismo- en La marca del Zorro, y otros más, por el espectacular y largo -seis minutos y medio- duelo de Stewart Granger (que precisó luego 12 puntos de sutura) y Mel Ferrer en Scaramouche. Cohen elogia especialmente Duelistas, de Ridley Scott -basada en una historia real que recogió literariamente Joseph Conrad-, por su verosimilitud, algo de lo que adolecen en general las peleas cinematográficas. El cine ha dado lugar a nuevas técnicas de esgrima (espectaculares pero inservibles en la realidad) y a una categoría nueva de maestros, los coreógrafos de lucha. Uno de los más prestigiosos, Bob Anderson, que fue maestro de esgrima de la Royal Shakespeare
Company, entrenó a Errol Flynn; a Ryan O'Neal para Barry Lyndon; a Sean Connery en Los inmortales, y a Liv Tyler en El señor de los anillos; y tuvo el oscuro honor de encarnar a Darth Vader (tras la máscara) en las escenas de combate con espadas láser Jedi. Dos actores actuales con buena mano para la esgrima son Ralph Fiennes y Antonio Banderas. Pero que nadie se sienta cohibido: para ser espadachín, decía Bertrand des Amis, el maestro de Scaramouche, basta ser ligero, activo, flexible, tener el brazo largo y parecer inteligente.
Estudioso empedernido, Cohen no dudó, para escribir su historia, en hurgar en las colecciones especializadas en libros sobre esgrima y en revisar manuscritos y tratados antiguos. También entrevistó a los grandes maestros vivos y se ha pateado durante años los lugares de gran tradición de forja: Solingen (donde Hitler haría fundir los puñales de las SS) o Toledo (de donde Shakespeare dice que procede la espada de Ótelo). Y es que lo de la construcción de espadas tiene su aquello si se piensa que el fabuloso acero de Damasco, por ejemplo, se enfriaba hundiéndolo en el cuerpo de esclavos musculosos (para infundirle a la cimitarra su fuerza), o que las grandes espadas de samurai japonesas se probaban en cuerpos humanos (cadáveres o condenados a muerte, en principio, aunque, como recuerda Cohen, existe en japonés ese inquietante término esgrimístico que es tsujigiri: "probar una espada nueva en un transeúnte fortuito"). Otras tradiciones han preferido hundir las hojas nuevas en la orina de un pelirrojo, lo que será repulsivo (yo acostumbro a besar mi sable), pero al menos no hace daño a nadie.
En la historia de la esgrima ha habido cosas particularmente feas. Una es el escándalo del racismo en los exclusivos clubes estadounidenses, en los que sólo admitían blancos hasta tiempos muy recientes. Otra son las trampas. Pareció que la llegada de los sistemas de electrificación de las armas aclararía de una vez por todas los tocados. Pero el sucio trucaje que hizo de su espada en los Juegos de Montreal el soviético, con nombre de película de Woody Allen, Boris Onishenko -para disparar a voluntad el aparato registrador de tocados- demostró que no es así. Pero quizá lo peor de todo es que la esgrima les gustara tanto a los fascistas y nazis. Mussolini la practicó con frenesí, pese a que se ve que era más bien torpe y acostumbraba untarse de brea el guante para no pasar la vergüenza de que le desarmaran durante los asaltos. La gran estrella del siniestro grupo es Reinhard Heydrich, el responsable de organizar el Holocausto, un excelente esgrimista, campeón de sable, que unió a sus espantosas responsabilidades como jefe de Seguridad del III Reich la administración de la esgrima alemana. Es un consuelo para los que somos aficionados a ese deporte que semejante monstruo también tocase primorosamente el violín. Cohen no lo menciona, pero otro célebre esgrimista nazi fue el coronel de las SS Otto Skorzeny, el jefe de comandos que rescató a Mussolini del Gran Sasso y que siempre lució con orgullo en la cara las espectaculares cicatrices de honor de su época de sablista en Viena. Puestos a buscar ausencias, uno echa a faltar, en el capítulo dedicado a la gran escuela húngara y sus dramas durante la Segunda Guerra Mundial, una referencia a la intervención de Laszlo Almásy -el personaje real en que se inspiró El paciente inglés- en el salvamento de algunos de los esgrimistas judíos del equipo nacional. Casualmente, el mismo actor que interpretó a Almásy en la pantalla, Ralph Fiennes -y que, como queda dicho, es un buen esgrimista-, encarnó a un campeón húngaro judío de sable asesinado por los fascistas en la película Sunshine, de István Szabó; una historia real basada en la vida de los maestros Attila Petschauer y Endre Kabos, de trágico final ambos.
Capítulo doloroso es el de los accidentes. El propio Cohen perdió a un amigo cuando durante un combate se rompió una hoja y le entró bajo la axila al desgraciado deportista, que murió desangrado. El autor explica también la traqueotomía perfecta que le practicó fortuitamente su entrenador a un sablista estadounidense al atravesarle la laringe y el esófago por debajo de la gola de la careta; el tipo sobrevivió, pero desarrolló el hábito de combatir con la barbilla baja. Está, por supuesto, el más célebre accidente esgrimístico: la muerte del floretista Vladímir Smirnov en los mundiales de Roma de 1982 al penetrarle la hoja rota de su rival siete centímetros en el cerebro a través del ojo. Cohen subraya que, pese a los nuevos materiales desarrollados, en la esgrima no hay seguridad perfecta. Gracias a Dios, se refiere a la alta competición, porque de hecho el tirador corriente no corre hoy más riesgos practicando la esgrima de los que se afrontan en el fútbol o el baloncesto (mientras escribo esto, resigo el contorno del pequeño quiste que se me formó junto al esternón a causa del soberano puntazo que me gané por arrojarme enloquecidamente, en flecha sobre un rival y empalarme en su arma). Dice Cohen, y esa es la idea que atraviesa todo su libro, que la esgrima es el gran deporte romántico. Ciertamente, redimido hoy el pasado sangriento en el que hunde sus raíces, ese ballet fibroso y extenuante, con su tensa belleza, transporta a un mundo soñado de aventura. Un reino en el que habitan osados mosqueteros y espadachines veloces como el rayo. Y en que el letal tañido de las cazoletas marca, din-don, el compás de los alegres latidos del corazón. •
El libro 'Blandir la espada ', una historia de la esgrima repleta de anécdotas, de nombres y de información, escrito por el británico Richard Cohen y publicado por editorial Destino, ya está a la venta.
El Pais Semanal Número 1.416 Domingo 16 de noviembre de 2003
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