Los límites en penumbra -decía al final del precedente capítulo, y lo repito porque es de eso que quiero escribir hoy- brindan al receptor de lo narrado, al público, al lector, /a ilusión de un principio y un final.
Y ahora añado: brindan una ilusión necesaria, como el atardecer y el alba brindan también al ser humano, cada día, la ilusión de un principio y un fin y, con ello, una apárente renovación.
El ciclo de luz cotidiano -consecuencia del movimiento de los astros- deviene pues un modelo en escala del ciclo vital de un individuo. Nacimiento y muerte. La madre da a luz. El agonizante entra en las sombras, vuelve a lo negro.
El agonizante vuelve a lo negro como aquella mariposa nocturna que, viniendo de la oscuridad y dirigiéndose a ella, durante unos momentos pasa por la zona de luz que hemos denominado narración. ¿No se parece la vida de un individuo al breve y loco vuelo de la mariposa nocturna en la zona de luz?
El ciclo de luz cotidiano, el movimiento de los astros, la organización del cosmos, eso que vulgarmente llamamos naturaleza -lo infinitamente grande, para entendernos- nos brinda a los hombres -seres infinitamente pequeños regidos por todas las leyes de lo infinitamente pequeño- el modelo de nuestra existencia, que es también el modelo de todo relato.
El hombre cuenta historias con aparentes principio y fin. Un hipotético inmortal borgeano, inspirado por el modelo de su propia inmortalidad, contaría una historia sin principio ni fin: una historia insoportable, aburrida, mostruosa.
¿Cómo unir lo que acabo de decir con aquellos párrafos en los que tanta importancia atribuí al soporte de todo relato? Por ejemplo dejando tranquilo al inmortal y volviendo a nuestro Abuelo Narrador.
El fuego, la penumbra, la voz del Abuelo Narrador de las cavernas, sus gestos y muecas... todo eso, decíamos, conforma el primer soporte de una historia. Soporte que, insisto, condicionará absoluta e inevitablemente la historia contada.
Me parece útil que veamos la narración como una acción, como un trabajo del cuerpo; como algo que, al igual que toda acción del cuerpo, demanda una energía y produce fatiga. El narrador, por suerte, no es una invención borgeana; el narrador es un hombre, su voz pertenece a un cuerpo, pertenece a lo finito.
Y, por suerte, insisto, también el público tiene un cuerpo y una capacidad de atención que se agotan.
El narrador se fatiga; al narrador se le seca la boca; el narrador acaba afónico y se ve en la necesidad de decir: basta por hoy. O, en otras palabras, en la necesidad de decir: aquí se acaba el capítulo, esta historia continuará. Y así hasta llegar al último capítulo, la última entrega del folletón, el necesario Fin.
Sí: desde el principio de los tiempos el soporte del relato -la voz, el cuerpo que produce esa voz- aparece condicionando lo contado, aparece condicionando la forma y determinando eso que llamamos historia.
El cuerpo, la voz, ese soporte, es lo que hace humano al relato; lo que lo hace nuestro, en la medida en que, gracias a la fatiga y al sueno, nos garantiza que habrá un desenlace, que habrá un final.
El cuerpo, por ser algo que se fatiga, nos brinda un gran alivio metafísico al garantizarnos que esa historia tendrá un fin. No como el Tiempo que nos contiene, que siempre es presente y, en consecuencia, infinito.
Un libro sin fin, a la Borges, es metafísicamente agobiante, física y anímicamente insoportable. Un libro, cualquier libro, cualquier historia con principio y final, cumple la sana función de recordarnos nuestra feliz, envidiable condición de mortales.
Como ocurre con nuestro propio fin individual, el final de toda historia crea expectativas; en cierto modo nos angustia; avanzamos hacia él con ansiedad, pero también, hacemos lo posible por demorarlo; quisiéramos adivinarlo y, al mismo tiempo, quisiéramos que nos sorprenda y que, en las últimas líneas, aclarase, llenase de sentido a todo lo leído, todo lo vivido. Y esto es así, -no puede ser de otra manera-, porque la idea de final está estrechamente emparentada con la idea de muerte.
En ese orden, podría decirse que todo relato es una puesta en escena de la vida.
Tal vez ahí, en eso, esté impregnado ese carácter necesario de la narración en las vidas humanas.
Narración, cosmogonía, mito, religión, relato de cómo son las cosas y por qué.
El bisabuelo narrador
Y ahora, para no alejarnos más del soporte, volvamos a nuestros ancestros, reunidos en torno al fuego. Incluso vayamos algo más lejos de lo propuesto anteriormente. Imaginemos no ya al Abuelo, sino, como diría Jodorowsky, al Bisabuelo Narrador.
Este viejo es mudo o, al menos, todavía incapaz de articular un lenguaje hablado. La anécdota relatada, el argumento, son los mismos que habíamos propuesto imaginar para el relado del Abuelo. La historia, sin embargo, adoptará una forma muy diferente: puesto que las palabras no existen, los gestos y mímicas se multiplicarán.
Llegado a cierto pasaje, a cierta secuencia, el Bisabuelo Narrador se siente impotente: su cuerpo, en la penumbra, resulta insuficiente para contar lo que quiere contar.
Por una feliz casualidad -fruto de esa búsqueda, de esa desesperación expresiva-, descubre, quiero pensar que con inmensa alegría, que puede multiplicar sus posibilidades si, situándose en cierto lugar, consigue que su cuerpo proyecte sombras sobre las rocas; sombras capaces de ser leídas por su público.
El Bisabuelo Narrador, el hombre, de pronto, se descubre poseedor de un nuevo lenguaje y, también, de un nuevo recurso del cuerpo, su único soporte. Algo que, por proyección, su cuerpo produce -la sombra-, habrá de permitirle narrar de otra manera la historia, darle otra forma. Las capacidades expresivas de su sombra son casi infinitas o, mejor dicho, dependen de la capacidad interpretativa de sus lectores.
El nuevo soporte determinará su tarea narrativa. Tal vez sea necesario echar más leña al fuego, tal vez buscar una roca más blanca para contar mejor, o cambiar la hora en que se produce el relato, o pasar al interior de la cueva. Poco a poco, ese narrador prehistórico y mudo, pero ya hombre -tal vez, justamente, ya hombre en cuanto narrador- inventa las sombras chinas, el teatro negro, el cinemascope...
Pero no nos vayamos por las ramas; ciñámonos a la forma de este texto que, ya lo ven, también habrá de determinar mi relato.
Dejemos al Bisabuelo Narrador y a su relato mudo junto al fuego; dejemos atrás también al Abuelo Narrador y su posterior relato oral.
Dejemos eso, pero sigamos siendo un pueblo primitivo con ganas de contar una historia: escribamos pictogramas sobre la arena, narremos así una historia de manera necesariamente fugaz, porque el viento nos la borra.
Ahora acerquémonos a la playa, seamos pescadores; tendremos que contar aún más velozmente, porque viene la ola a borrar lo que hemos dibujado sobre la arena húmeda; tendremos que contar de manera todavía más efímera, porque subirá la marea. Nuestro relato, ritmado por el ciclo de las mareas, se renovará día a día.
Y ahora, para preservar nuestro relato del viento y del agua, inscribamos representaciones literales de objetos y animales sobre la piedra.
O inscribamos signos sobre la arcilla, tras descubrir que los pájaros y los animales dejan sus huellas sobre el barro que se seca, junto al curso de agua.
Necesariamente, estaremos fundando una etimología, estaremos inscribiendo frases lapidarias, porque con una maza y un cincel no es cuestión de hacerse el Balzac.
Si luego avanzamos en esa crónica del tiempo, ese otro relato al que llamamos La Historia, con mayúsculas, iremos descubriendo nuevos soportes, nuevos lenguajes, nuevas formas.
Publicado en la revista Dentro de la Viñeta nº11, año 2000
No hay comentarios:
Publicar un comentario