domingo, 24 de abril de 2016

Fernando Vicente: El juego de las emociones




Las Pin-up de Fernando Vicente, por Fernando Vicente, publicado por editorial Dibbuks, Madrid, 1ª edición, octubre 2.004.


El haber estado veinte años al tanto de la evolución de sus trabajos creo que me confiere una pequeña autoridad para afirmar que todo el quehacer de Fernando Vicente, como el de buena parte de los artistas del siglo pasado y del que recién comenzamos, responde más a conceptos que a sensaciones.
Cuando la consideración clásica del desnudo femenino se vio sometida al desmembramiento en manos de las vanguardias, se emprendió un camino de no retorno en el que los nuevos artificios que evocaban las suaves transiciones del cuerpo femenino hicieron más hincapié en la capacidad significativa de sus formas, perfectas unidades, que en el placer que de esas delicadas superficies pudiera derivarse.

Frente a ese énfasis de la síntesis en las nuevas estilizaciones, otro arte, más apegado a lo popular y a la creciente satisfacción del gusto de las masas, tejió en cambio unas propuestas de idealización de la belleza física que pudieran seguir despertando las emociones sometidas por la modernidad a un serio desplazamiento.

No deja de ser significativo que en un contexto en el que el papel social de las mujeres se confirmó con un imparable salto hacia delante, las revistas y los calendarios "para hombres" se llenaran de representaciones, como las de los grandísimos Alberto Vargas o George Getty, en las que la comunicación de muy concretos sentimientos idealizados se anteponía a la de las ideas mismas. El paroxismo de esa paradoja lo encontramos en una guerra en la que los aviones y las taquillas de los soldados se desbordaban con representaciones de unas mujeres que eran la antítesis de las que se incorporaban en la retaguardia a la vida laboral para evitar que la máquina de la producción se paralizase.

Ante la rítmica sensual de aquellos cuerpos que se exhibían en unas posturas que podríamos sistematizar, por lo reiterativo, en un número limitado de variantes, la mirada masculina reconocía una perfección de las formas al servicio de una narrativa que otras artes mayores estaban perdiendo, sin reparar en que el proceso de abstracción que había en esas voluptuosidades era prácticamente igual de notorio. Las "pin-ups" parecían, como sucede con los espejismos, más vivas y reales que las mujeres de Picasso, un suponer, pero esa impresión era absolutamente falsa. La única dicotomía entre unas y otras estribaba en la elección de un juego de apariencias diferente.

El concepto del desnudo ha ido siempre tan aparejado a nuestra noción del orden y del diseño que cuando la fotografía irrumpió en nuestras vidas bajo el manto equívoco de la convicción de que la sensibilidad de la cámara podía informar más objetivamente sobre la naturaleza ese sentido dibujístico de las formas se les antojara a muchos menos vivido.



Pero la necesidad cíclica, lo mismo entre las élites que entre la masa, de enunciar las líneas de la belleza, aristocrática o prosaicamente, y los valores tiránicos de la moda, más en vértigo que en movimiento, hacen que el Interés por las "pin-ups" despierte con fuerza de nuevo en nuestro presente, y ahora en un marco en el que los valores canónicos de lo que malentendimos por masculinidad parecen hacer aguas por todas partes.

Bien es cierto que la justificación última de muchos de estos nuevos desnudos femeninos que nos inundan es sólo la prosaica idealización nostálgica de la otredad de un género sexual que, por mor de la modificación de modelos, nos resulta hoy más extraño y desconcertante, y en cuya percepción sensual de papel nos gustaría pensar que se encierra un orden simplificado y más complaciente con nuestras antiguas y elementales convicciones. Miramos, en efecto, esa creación artificial de la mujer, que se exhibe picaramente o con inmodestia, a la búsqueda de un algo imaginado en nuestra memoria de especie como la noción convencional de la belleza de ese sexo al que queremos seguir apreciando como un imposible.

Lo bueno de Fernando Vicente, lo mejor de él, en ese diálogo con la belleza física de la mujer, es que su espejo descansa más en lo artístico que en lo natural, y que su concepción de esta escuela del desnudo, por la que siempre se ha sentido atraído como dibujante y coleccionista, se relaciona con unas estructuras nada contemporáneas de la experiencia imaginativa.

Estamos ante un proceder de regustos muy manieristas en el que se rinde culto a una concepción del gusto [ajena por Igual al gran gusto de los renacentistas y al pequeño gusto de los académicos decimonónicos] que no es demasiado proclive a rendir pleitesía a esta contemporaneidad de demasiadas desnudeces explícitas y prosaicas. Es el suyo un juego de virtuoso en el que, de igual manera que hubo, hace siglos, artistas perspicaces que preferían basarse en los logros escultóricos de la escultura antigua antes que en la observación directa del desnudo, Fernando Irrumpe para trabajar sobre la idealización formal de un tiempo pretérito muy concreto. Y, en ese añadir idealismo a lo ya de por sí idealizado, se comporta como uno de aquellos artistas del siglo XV que basaban todo su saber en el dibujo del desnudo y en el dibujo de lo antiguo. Es, por decirlo no mejor sino más claro, como si hubiera dejado que ambas opciones dlfuminaran sus lindes y se interpenetrasen. Es, sencillamente, mirar a la mujer en su apariencia a la manera de unos creadores que reclamaban la elegancia como uno de los conceptos de la desnudez que puede despertar más arrebatadoras emociones. Es, lisa y llanamente, mirar el desnudo "a la antigua".

Todas las "pin-ups" que recoge este libro, y que nacieron con la posibilidad de conformar una baraja, son símbolos Inexistentes [el que yo haya reconocido el rostro de Isabel, la mujer del artista, en alguno de ellos también quiero leerlo desde esa óptica], en cuya capacidad de sugerencia se encierra la pérdida evidente de un paraíso ilusorio salvo para cierto sistema de valores masculinos. Pero esa quimera nos sigue complaciendo, cuando esté bien resuelta, como es el caso, porque viene a reafirmar una imaginería del erotismo en la que los arquetipos, que eso y sólo eso eran, nos resultaban vagamente familiares.

Felipe Hernández Cava


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