encuentra tanto en lo real como en lo que esconde. Si Toulouse-Lautrec cambió la visión que teníamos de París, nuestro autor reinventó una Córdoba oscura, trepidante y lasciva.
JOAQUÍN PÉREZ AZAÚSTRE
IMAGINAR al hombre no es difícil. La mirada es presencia de unos rasgos, una contemplación que se hace entorno. El material que llega en unas manos es una laxitud de lo observado, un río ancestral que parte en dos una ciudad de oscuridad ancestral, de silencio ancestral. Se busca lo inminente de unos días, de un principio de siglo acartonado en una ciudad lenta, de calles sin empedrar y miradas sombrías, de mujeres que buscan recovecos para ser explosión de carne cierta. No hay un rito social en la observancia, aunque eso no se nota en un principio. Cuando el pintor dibuja en la retina una composición de una ciudad, acodada en un tiempo de suburbio, en realidad no busca un costumbrismo, sino un símbolo abierto en costumbrismo; pero esto el pintor joven no lo sabe, ni siquiera cuando viaja a Madrid para quedarse buscando en lo inconsciente otra frontera, en el provincianismo de Madrid otra frontera que pudiera entreabrirle ciertas claves. La clave es la palabra, pero no la palabra fotográfica; la clave es el discurso, pero no argumentado en lo real, en la imagen latente que se aprecia, sino en lo que se esconde en lo real: lo que puede amputarse de unos ojos para saber qué hay detrás de ciertos ojos, lo que puede amputarse de unos dedos para saber qué tocan esos dedos más allá de un círculo tangible. El pintor no busca una materia que pintar: una ciudad onírica emplazada en una latitud de un tiempo inerte, una Córdoba enjuta y enlutada, un circo de comadres que se miran, libidinosas, en la puerta de la iglesia las mañanas del domingo, cuando ven pasar lozano, como una luz prodigiosa, inevitable, un cuerpo que se afirma en una juventud de sexo esquivo, omnipresente y feroz que las convierte en arpías masturbadas y silentes. El pintor no busca esa materia, pero es la materia que tiene más cercana. El pintor no busca una justificación de su talento, un poder retratar lo que contempla, sino un contemplar raro, casi inverso, que hace una inmersión en lo nombrable para escrutar después en lo innombrable. El pintor no quiere convertir lo real en arte, ni encontrar un arte en lo real, sino afirmarse lento en una magnitud más escondida, una definición de lo aparente. Pero falta un discurso que le salve.
Cuando el pintor llega a Madrid y conoce a Valle-Inclán comprende que a su obra, a su pintura, le falta un discurso invertebrado. Que sus cuadros de luz sobre una sombra, que salvan un talento mientras lucen una capacidad inaudita para plasmar de bruces lo real, en realidad requieren toda una literatura en qué apoyarse. No es que toda pintura necesite una literatura como sustento final, casi invisible, casi imperceptible en su pulsión de caricia vital y clandestina, pero el caso es que la pintura de Julio Romero de Torres, uno de los primeros simbolistas críticos europeos, y sobre todo el tipo de pintura que interesa a Julio Romero de Torres, es una pintura sustentada no ya en un discurso literario, así de amplio, sino en un discurso poético de símbolos. Romero de Torres al principio no comprende del todo a Valle-Inclán. Piensa que sus barbas bien cuidadas, sus botines blancos de piqué, su soberbia carlista, sus peleas constantes con Manuel Bueno en algunas tertulias de Madrid son más impostura que ambición. Con el tiempo, y bajo la mirada tardía, ensimismada, del entonces muy joven Juan Belmonte, Romero de Torres nos descubre que toda ambición larga es impostura, que la impostura es cierta y necesaria. Que para dar vigencia a unos símbolos, hay que cultivar, primeramente, la pulsión miscelánea de unos símbolos. Que para ser Max Estrella, Don Latino o Bradomín, antes uno tiene que haber llevado a casa a Alejandro Sawa para curarle las heridas de una noche, haber pagado sus deudas en el Callejón del Gato y saber qué esconde el gesto debajo de una capa y un puñal. Que para hacer un valor en la ceguera del más alto poeta español en la carpa de Luces de Bohemia, uno primero tiene que haber sentido, ufano, la noble calidad de una ceguera, su impotencia.
No todos los pintores necesitan un discurso, pero a principios del siglo veinte, en Madrid y en París, el discurso se encuentra no tanto en lo real como en lo que esconde, lo que late detrás de lo real. No se retrata, se reinventa, a partir de unos símbolos. Del mismo modo que Toulouse-Lautrec reinventa París, también Romero de Torres reinventa otra ciudad: una Córdoba oscura, trepidante y lasciva, que puede articularse como un mundo. ■
El último libro de Joaquín Pérez Azaústre es Carta a Isaáora (Ediciones B)
Revista Mercurio nº47 Marzo 2003
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