sábado, 23 de junio de 2012

La lengua de Babel



Little Nemo


Carlos Portela Guionista

Hay algo en lo que he pensado muchas veces y que, tal vez, algunos crean que es una obviedad: es lo fácil que resulta leer un cómic. Parece como si fuese algo innato, porque el hábito, falso amigo, hace que demos por natural algo que es, en realidad, un complejo entramado de normas asumidas e implementadas a lo largo de muchos años hasta conformar el lenguaje de eso que llamamos comics.

Pero no siempre fue así.

No es este el lugar para entrar en consi­deraciones sobre cuál fue el primer comic, si es que alguna vez hubo tal, pero es bien cierto que lo que hoy entendemos por cómic no ha existido así desde siem­pre. Yo soy de la opinión de que todo, y el cómic no es una excepción, es un con­tinuo sobre el que se va construyendo, y que, rara vez, aparecen las cosas de la nada; ahora bien, ese continuo no es para nada uniforme, dándose momentos en los que la evolución más parece innovación o, incluso, revolución. Algo de eso hay. Supongo que no sobresaltaré a nadie si digo que la parte del león del proceso de asentamiento de la mayoría de conven­ciones de lo que se entiende como len­guaje del cómic se dió en los Estados Unidos en los primeros años del siglo. Recordemos que, por aquel entonces, el cine era mudo, a la vez que el cómic, que siempre ha tenido un marcado carácter visual, adquiría una presencia inusitada en la vida diaria a través de los suple­mentos en color de la prensa, haciendo que ambos medios de masas cumplieran más que nunca su función de comunica­ción y una extra de marcado carácter docente al recibir el país continuos cho­rros de emigrantes de todos los rincones del planeta, cada cual con una lengua distinta y, normalmente, con poco o nin­gún dominio del inglés. Esto ayudó a que se popularizasen, ampliando su difusión,
y, en cierta medida, se retroalimentasen dando pie a que se cimentaran las prime­ras convenciones de un lenguaje con vocación, me atrevería a decir que uni­versal, dado el crisol de culturas que era Estados Unidos entonces, aunque también apostaría a que no eran conscientes de ello.
El que estos suplementos fueran también dirigidos a los niños, sin duda los recep­tores más permeables y menos prejuicio­sos, ayudó también a que el cómic pudie­se articular más libremente y con mayor celeridad una gramática sobre la que poder desarrollar y asentar su lenguaje. Esto trajo consigo que elementos como el fuera de campo, los distintos tipos de tra­vellings, el plano-secuencia, el plano­contraplano, el aprovechamiento de la onomatopeya como un elemento más del dibujo o las múltiples formas de crear continuidad entre las viñetas y la mani‑

Katzenjammer Kids



pulación de la elipsis y el tiempo narrati­vo fueran rápidamente incorporados y asumidos sin trauma por los lectores. Algo que no ocurrió de igual manera en el cine; basta recordar los problemas de comprensión que tuvo el público las pri­meras veces que Griffith utilizó el primer plano con significado dramático en algu­nas de sus famosas chases. Esto se debió en parte también a que el cómic requiere una mayor implicación, un mayor esfuer­zo, de lo que el cine reclama del especta‑

dor, y este hecho hace que el lector de comics se encuentre en mejor disposición que el espectador de cine para ubicar en la cambiante gramática todos los nuevos elementos que se puedan ir incorporando. Y esto nos conduce a otro aspecto de suma importancia: lo que, a falta de un nombre específico, yo llamo vanguardia natural o vanguardia accesible.

En el proceso de asentamiento y generali­zación de las convenciones del lenguaje del cómic hay un aspecto de gran relevancia para todos aquellos que, bien como creadores, bien como lectores, tie­nen relación con el medio y que más de una vez ha sido pasado por alto: la van­guardia natural. Puesto que, al crear los axiomas básicos de la narrativa, los pio­neros del cómic estaban, consciente o inconscientemente, manteniendo una actitud de permanente observación a las reacciones del lector. Es decir: la adición de nuevos elementos o la reiteración de otros antes apuntados, dándoles así rango de estables dentro del naciente lenguaje de los comics, no era un fenómeno pura­mente personal para el creador, como ha podido ser en épocas recientes, donde la mera consecución de una -llamémosla así- gramática personal, constituía el fin último, o, cuando menos, el objetivo pri­mordial del autor de vanguardia, pues, como decía, en los autores de principio de siglo, los elementos creados o añadidos tenían su refrendo y su validación en la comprensión del lector. Lo que nos lleva a un concepto de vanguardia, tal vez por inicial, accesible, pero en constante con­tacto con el lector. Algo que, por desgra­cia, hace bastante tiempo que no vemos. Esta es para mí la gran hazaña de los pri­meros autores de comics: el haber sido capaces de crear, organizar, sintetizar y dar nuevo sentido a un montón de ele­mentos dispersos configurando un nuevo
lenguaje y teniendo siempre en cuenta que al otro lado siempre está el lector , seal cual sea el bagaje que este pueda tener. En definitiva, la creación de un len­guaje universal por encima de barreras idiomáticas, culturales o de edad. Eso es el cómic: la Lengua de Babel.
Es cierto, han pasado cien años, ¿y qué?, todavía queda mucho, casi todo, por explorar. No caigamos en actitudes com­placientes o nos dejemos arrastrar por los fuegos de artificio de revoluciones pseu­doestéticas que se quedan en el mero aspecto. La revolución que queda por hacer en el cómic, y que espero que nin­gún día pueda completarse, es la revolu­ción narrativa. La expansión de los límites de comprensión que nosotros mismos, por comodidad o por dejadez, nos hemos cre­ado. Eso es lo que toca a los autores, y a los lectores, exigir de los autores una apuesta por el riesgo, por la búsqueda, por la insatisfacción, pero siempre tenien­do en cuenta que al otro lado hay alguien esperando entrar en el juego. 

The Dingbat Family


Catálogo 14º Salón del Comic de Barcelona, 1996

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