Digamos, por decir algo, que hay un niño. Alguien que mira el mundo que le rodea con unos ojos enormes, abiertos al máximo, curioso. No se detienen mucho tiempo en nada. Su curiosidad innata, por otra parte, le hace observarlo todo. No se detiene en leer, cosa que por otro lado aún le puede suponer esfuerzo, o no, quien sabe. Pero son las imágenes las que le fascinan. Recrea sus pensamientos en torno a lo que ve. Fascinado recorre una y otra vez las viñetas de eso, que sus mayores, le dicen, llaman tebeos.
Así ha ocurrido durante varias generaciones, utilizo la forma en pasado por que al parecer, ya no ocurrirá más.
Si durante más de cien años una serie de personas se han encargado de realizar un extraordinario trabajo, si estas personas han logrado que la palabra historieta, tebeos, cómics estén en la memoria popular (y la lista de personas, que me perdonen ellos, es enorme, y conste que no la reproduzco por su larga extensión en este texto) y sean un referente cultural de un calibre inimaginable, se debe a su trabajo abnegado y sincero. Estas personas digo, a largo de esos más de cien años, su ÚNICA recompensa es saber que algunas personas (pocas) conocen de su verdadero valor. Y son muy abundantes, los contras de haber realizado ese trabajo: los perjuicios, los sinsabores (y otra lista igual de grande de negaciones para esas mismas personas, a lo largo de esos más de cien años).
Pasados cien años de la aparición en los medios de comunicación de la historieta, esta parece agotada, exhausta. Sólo lo parece, entre la muy generalizada y agotada parálisis mental del conjunto de las artes creativas. Periódicamente surgen altruistas, utópicos soñadores, inconscientes e inútiles que creen que no, que no puede ser, que no me lo puedo creer, que no, no (aquí entra el firmante de esto). Y así seguimos durante años.
(Nota : Lamento no recordar de donde extraje el texto, aunque tengo una vaga idea. Espero el autor sepa disculparme, no me maldiga, y permita que reproduzca una impresionante explicación de algo que adoro)
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