lunes, 3 de noviembre de 2008

Roma Vincit!


Fragmento perteneciente al libro de Simon Scarrow -Roma Vincit! (Título original: The Eagle's Conquest):

"Niso asintió con un vigoroso movimiento de la cabeza y volvió a su estofado. Macro alargó la mano para coger uno de los leños mal cortados y lo colocó con cuidado entre las llamas. Una pequeña nube de chispas se elevó en forma de remolino y Cato las siguió con la mirada hacia el cielo aterciopelado hasta que su brillo se apagó y se perdieron contra las deslumbrantes lucecitas de las estrellas. A pesar de haber dormido durante la mayor parte del día, Cato todavía sentía que el agotamiento le pesaba en todos los nervios de su cuerpo y hubiera estado temblando de frío de no ser por la hoguera.

Niso se terminó el estofado, dejó el plato en el suelo y se tumbó de lado, mirando a Cato.

―Bueno, optio. Así que vienes de palacio.

―Sí.

―¿Es cierto que Claudio es tan cruel e incompetente como todos sus predecesores?

Macro soltó un resoplido. ―¿Qué clase de pregunta es ésa para que la haga un buen romano?

―Una bastante razonable ―replicó Niso―. Además, yo no soy romano de nacimiento. Resulta que soy africano, aunque con un poco de sangre griega también. De ahí mi ocupación y mi presencia aquí. El único lugar del que las legiones pueden conseguir experiencia médica decente es de Grecia y las provincias orientales.

―¡Malditos extranjeros! ―exclamó Macro con desdén―. Los vences en la guerra y se aprovechan de nosotros en época de paz.

―Así ha sido siempre, centurión. Las compensaciones por haber sido conquistados.

Pese a la frivolidad de los comentarios, Cato intuyó un dejo de amargura detrás de las palabras del cirujano y tuvo curiosidad.

―¿De dónde eres pues? ―De una pequeña ciudad en la costa africana. Cartago Nova. Supongo que nunca has oído hablar de ella.

―Creo que sí. ¿No es allí donde se encuentra la biblioteca de Arquelónides?

―¡Vaya! Sí. ―El rostro de Niso se iluminó de placer―. ¿La conoces?.

―Sé algo sobre ella. Está construida sobre los cimientos de una ciudad cartaginesa, creo.

―Sí. ―Niso asintió con la cabeza―. Así es. Sobre los cimientos. Todavía se ven las líneas de la antigua muralla de la ciudad y los trazos de algún conjunto de templos y astilleros. Pero eso es todo. La ciudad fue completamente arrasada al final de la segunda guerra púnica.

―El ejército romano no hace las cosas a medias ―dijo Macro con cierto orgullo.

―No, supongo que no.

―¿Y estudiaste medicina allí? ―preguntó Cato, tratando de desviar la discusión hacia un terreno más seguro.

―Sí. Durante unos años. Lo que se puede aprender en una pequeña ciudad comercial es limitado. Así que me fui al este, a Damasco, y trabajé para adquirir práctica ocupándome de la amplia variedad de dolencias que los ricos mercaderes y sus esposas imaginaban sufrir. Bastante lucrativo, pero aburrido. Me hice amigo de un centurión allí acuartelado. Cuando lo trasladaron a la segunda hace unos meses me fui con él.

No puedo decir que no haya sido emocionante, pero echo de menos el estilo de vida de Damasco.

―¿Es tan bueno como dicen? ―preguntó Macro con el entusiasmo propio de los que creen que el paraíso debe de existir en algún lugar en esta vida―. Es decir, las mujeres tienen bastante fama, ¿no es cierto?

―¿Las mujeres? ―Niso arqueó las cejas―. ¿Es lo único en lo que pensáis los soldados? En Damasco hay cosas más importantes que sus mujeres.

―No me cabe duda. ―Macro trató de ser refinado por un momento―. ¿Pero es cierto lo de las mujeres?

El cirujano suspiró. ―Las legiones que guarnecían la ciudad ciertamente así lo creían. Dirías que nunca habían visto una mujer. Montones de babosos borrachos tambaleándose de un burdel a otro. No tanto en busca de la paz romana como a la caza de una pieza para los romanos.

Niso se quedó mirando fijamente al fuego y Cato vio que sus labios se quedaban inmóviles y trazaban una apretada y amarga línea. Macro también tenía la mirada clavada en el fuego, pero las perezosas llamas dejaban ver una sonrisa en su rostro mientras su mente se concentraba en los exóticos placeres de un destino oriental.

La diferencia entre aquellos dos representantes de la raza dominante y la conquistada preocupaba a Cato. ¿Qué valor tenía un mundo gobernado por zafios mujeriegos que trataban con prepotencia a sus mejor educadas razas sometidas? Macro y Niso no eran un ejemplo característico, por supuesto, y la comparación tal vez fuera injusta, pero, ¿siempre se daba el caso de que la fuerza triunfaba sobre el intelecto? Sin duda los romanos habían triunfado sobre los griegos, sobre toda su ciencia, arte y filosofía. Cato había leído lo suficiente para conocer la gran cantidad de cosas del patrimonio griego de las que se habían apropiado los romanos posteriormente. A decir verdad, el destino de Roma dependía de su habilidad para arrollar sin piedad a otras civilizaciones y subsumirlas. La idea era muy inquietante y Cato dirigió la mirada hacia el río.

No había duda de que los britanos eran unos bárbaros.

Aparte de tener el aspecto adecuado para serlo, la falta de ciudades y la ciencia para proyectarlas, carreteras de grava y las cosechas organizadas en fincas agrícolas evidenciaba claramente una calidad de existencia inferior. Los britanos, decidió Cato, carecían del refinamiento necesario para poder ser considerados civilizados. Si se tenía que dar crédito a las historias traídas de las islas neblinosas por mercaderes y comerciantes, los nativos malvivían encima de enormes yacimientos de plata y oro. Parecía algo típico de la caprichosa naturaleza de los dioses que a las gentes más primitivas se les concediera la posesión de los recursos más valiosos; recursos que ellos poco sabían apreciar y de los que las razas más avanzadas, como los romanos, podían hacer mucho mejor uso.

Además, estaba la siniestra cuestión de los druidas. No se sabía mucho sobre ellos y todo lo que Cato había leído describía el culto en unos términos escabrosos y horripilantes. Se estremeció al recordar el bosquecillo que él y Macro habían descubierto pocos días antes. Aquel lugar era oscuro y frío, y lleno de amenaza. Aunque no sirviera de otra cosa, la conquista de las islas neblinosas conduciría a la destrucción del oscuro culto druídico.

El asco que de pronto sintió hacia los britanos hizo que Cato detuviera esa línea de pensamiento. Como argumentos que justificaban la expansión del Imperio, parecían simples y verosímiles. Tanto era así que Cato no podía evitar desconfiar de ellos. Según su experiencia, aquellas cosas de la vida que se consideraban verdades simples y eternas sólo lo eran debido a una deliberada limitación del pensamiento. Se le ocurrió que todo lo que había leído en latín siempre había presentado a la cultura romana con los mejores términos posibles y como infinitamente superior a todo lo que producía cualquier otra raza, ya fuera «civilizada», como los griegos, o «bárbara», como aquellos britanos. Tenía que haber otro aspecto de las cosas.

Miró a Niso y se fijó en la piel oscura, las facciones morenas, el pelo rizado, grueso y abundante y los amuletos de extraño diseño que llevaba en las muñecas. La ciudadanía romana que se le había otorgado al alistarse a la legión era algo menos que superficial. Era una mera etiqueta legal que le confería una cierta posición social. Aparte de eso, ¿qué clase de persona era?

―¿Niso?

El cirujano levantó la vista de las llamas y sonrió.

―¿Puedo preguntarte algo personal? La sonrisa se desvaneció levemente y las cejas del cirujano se movieron, más cerca una de otra. Asintió con un movimiento de la cabeza.

―¿Cómo es no ser romano? ―La pregunta era delicada y directa y Cato se avergonzó de haberla hecho, pero la suavizó con un intento de explicarse―. Es decir, sé que ahora tú eres ciudadano romano. Pero, ¿cómo era antes? ¿Qué piensan de Roma los demás?

Niso y Macro le estaban mirando fijamente. Niso con el ceño fruncido y con suspicacia, Macro estupefacto sin más. Cato lamentó no haber mantenido la boca cerrada. Pero lo consumía un deseo de saber más, de distanciarse de la visión del mundo que le habían inculcado desde que nació. De no haber sido por los tutores de palacio, era una visión que hubiera aceptado sin dudar, sin la más mínima noción de que era parcial.

―¿Qué piensan de Roma los demás? ―repitió Niso. Consideró la pregunta durante un momento mientras se rascaba suavemente la espesa barba que le cubría el mentón―. Interesante pregunta. No es fácil de responder. Depende en gran medida de quién eres. Si resulta que eres uno de esos reyes clientes que se lo debe todo a Roma y que teme y odia a sus súbditos, entonces Roma es tu única amiga. Si eres un mercader de grano en Egipto que puedes sacar una fortuna de la distribución de trigo al pueblo de Roma, o un gladiador y proveedor de bestias que les facilita a los ciudadanos los medios para malgastar el tiempo, entonces Roma es la fuente de tu riqueza. Los productores de artículos de primera calidad y las fábricas de armas de la Galia, los comerciantes de especias, sedas y antigüedades, todos ellos obtienen su sustento de Roma.

Dondequiera que haya dinero que se pueda conseguir gracias al voraz apetito de Roma por los recursos, el entretenimiento y el lujo, entonces allí hay un parásito que alimenta la demanda. Pero en cuanto a todos los demás ―Niso se encogió de hombros―, no sé qué decirte.

―¿No sabes qué decir o no quieres decirlo? ―intervino Macro con enojo.

―Centurión, soy un invitado en tu hoguera y sólo ofrezco mi punto de vista a petición de tu optio.

―¡Estupendo! Entonces dinos cuál es. Dinos qué mierda es lo que piensan.

¿Lo que piensan? ―Niso arqueó una ceja―. Yo no puedo hablar en nombre de los demás. Sé muy poco sobre los productores de grano del Nilo, obligados a renunciar a la mayor parte de su cosecha cada año sin que se tenga en cuenta el rendimiento real. No tengo ni idea de lo que significa ser un esclavo al que han capturado en la guerra y vendido a una cadena de presos de una mina de plomo, y que nunca volverá a ver a su esposa o a sus hijos. o de ser un galo cuya familia ha poseído una tierra durante generaciones y que ve cómo es dividida en centurias y puesta en manos de una muchedumbre de legionarios dados de baja.

―¡Retórica barata! ―dijo Macro bruscamente―. En realidad no lo sabes.

―No, pero puedo imaginarme cómo deben sentirse. Y tú también... si lo intentas.

―¿Por qué tendría que intentarlo? Nosotros ganamos, ellos perdieron y eso demuestra que somos mejores. Si les molesta, entonces pierden el tiempo. No puede molestarte lo que es inevitable.

―Buen aforismo, centurión. ―Niso se rió en señal de apreciación―. Pero no hay nada de inevitable en los impuestos que recauda el Imperio, o el grano, el oro y los esclavos que saca de sus provincias. Todo para mantener a las masas de miserables que viven en Roma. ¿Te extraña que a la gente le embargue la amargura y el resentimiento cuando mira a Roma?

Para un fatalista como Macro, todo aquello no era más que palabrería provocadora, y apretó los dientes. Si hubiera estado bebiendo, simplemente se hubiese hartado de la conversación y le hubiera clavado un puñetazo en toda la cara a ese tipo. Pero estaba sobrio y, en cualquier caso, Niso era su invitado, así que tuvo que soportar la charla.

―Entonces, ¿por qué convertirse en romano? ―le cuestionó al cirujano―. ¿Por qué, si tanto nos odias?

―¿Quién dijo que os odiara? Ahora soy uno de vosotros.

Reconozco que el hecho de ser romano me otorga una categoría especial dentro del Imperio pero, aparte de eso, no siento nada más por Roma.

―¿Y qué hay de nosotros? ―preguntó Cato con calma―.

¿Qué pasa con tus compañeros?

―Es distinto. Vivo con vosotros y lucho codo a codo con vosotros cuando es necesario. Eso crea un vínculo especial entre nosotros. Pero, si dejas mi ciudadanía y mi nombre romanos a un lado, soy otra persona. Alguien que lleva los recuerdos de Cartago arraigados en su sangre.

―¿Tienes otro nombre? ―Aquello era algo que Cato no había considerado.

―Claro que sí ―dijo Macro―. Todo aquel que se une a las águilas y adopta la ciudadanía debe tomar un nombre romano.

―¿Y cuál era el tuyo antes de que te convirtieras en Niso?

―Mi nombre completo es Marco Casio Niso ―le dijo a Cato con una sonrisa―. Así es como se me conoce en el ejército y en cualquier documento legal y profesional. Pero antes de eso, antes de convertirme en romano, yo era Gisgo, de la saga de los Barca.

Cato alzó las cejas y un frío dedo le hizo cosquillas en los pelos de la nuca. Se quedó mirando fijamente al cirujano un momento antes de atreverse a hablar.

―¿Eres un pariente suyo?

―Un descendiente directo.

―Ya veo ―murmuró Cato mientras trataba aún de asimilar las implicaciones de esa afirmación. Miró al cartaginés―. Interesante.

Macro echó otro leño al fuego y rompió el hechizo.

―¿Os importaría decirme qué demonios es tan interesante? ¿Que Niso tuviera un nombre curioso?

Antes de que Cato pudiera explicárselo, los interrumpieron. De la oscuridad surgió un oficial, con el bruñido peto reflejando la luz de la hoguera.

―Cirujano, ¿tú eres el que se llama Niso? Niso y Macro se levantaron de un salto y se pusieron en rígida posición de firmes ante el tribuno Vitelio. Cato fue más lento y se estremeció con el doloroso esfuerzo de ponerse en pie.

―Sí, señor. ―Pues ven conmigo. Tengo una herida de la que necesito que te ocupes.

Sin decir una palabra más, el tribuno se dio la vuelta y salió dando grandes zancadas y apenas le dejó tiempo al cirujano para tirar los restos de su estofado, limpiar la cuchara en la hierba y volvérselo a sujetar todo al cinturón antes de salir corriendo para alcanzar al tribuno. Cato se dejó caer en el suelo mientras Macro se quedaba mirando cómo Niso desaparecía entre una hilera de tiendas.

―Un tipo extraño, ese Niso. No estoy del todo seguro de qué pensar de él, excepto que todavía no me gusta. Habrá que ver cómo nos llevamos tras unas cuantas copas.

―Si es que bebe ―añadió Cato.

―¿Qué?

―Hay algunas religiones orientales que lo prohíben.

―¿Por qué diablos van a querer perderse el vino? Cato se encogió de hombros. Estaba demasiado cansado para la especulación teológica.

―¿Y qué eran todas esas gilipolleces sobre su nombre? Cato se apoyó para recostarse y miró por encima de la hoguera hacia Macro.

―Su familia desciende de los Barca.

―Sí, eso ya lo he oído ―dijo Macro con marcado énfasis―, Barca. ¿Y?

―¿Le dice algo el nombre de Aníbal Barca, señor? Macro se quedó callado un momento.

―¿El mismísimo Aníbal Barca? ―El mismo. Macro se puso en cuclillas junto al fuego y soltó un silbido.

―Bueno, eso contribuye en cierta medida a explicar su actitud hacia Roma. ¿Quién hubiera pensado que tendríamos a un heredero de Aníbal luchando con el ejército romano? ―Se rió ante aquella ironía.

―Sí ―dijo Cato en voz baja―. ¿Quién lo hubiera pensado?"



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