martes, 7 de octubre de 2014

Corto Maltés resucita con acento español


El guionista Juan Díaz Canales y el ilustrador Rubén Pellejero serán los encargados de realizar el próximo álbum de la serie

EFE Madrid 7 OCT 2014

Corto Maltés, el personaje creado por Hugo Pratt.

Vuelve Corto Maltés y vuelve con acento español. El guionista madrileño Juan Díaz Canales y el ilustrador Rubén Pellejero serán los encargados de realizar el próximo álbum de esta famosa serie, que verá la luz en octubre de 2015. "Será una historia de creación nueva, porque está considerado como el siguiente álbum. Es la continuación de la serie", ha confirmado Canales a Efe sobre esta nueva entrega del personaje creado por el italiano Hugo Pratt (1972-1995) en 1967.

En este sentido, el nuevo álbum del dúo Canales / Pellejero, que será una coproducción entre las editoriales Caserman (Italia), Norma (España) y Rizzoli (Italia), irá "más allá", como ha afirmado el madrileño. "Somos autores, y va a tener un poco de nosotros, pero la idea es ser muy fieles al personaje y, en la medida de lo posible, al grafismo. Al ser una continuación de la serie estamos siendo superescrupulosos con la cronología y la bibliografía del personaje", ha detallado. Aunque aún no está "terminado", Canales ha expresado que se trata de un "proyecto muy bonito" que está "quedando muy bien".


Corto Maltés, el marino de Hugo Pratt.

El marino romántico, creado a finales de los años sesenta por Hugo Pratt, pertenece al tiempo de las grandes aventuras, el mismo mundo que compartieron Jack London –que aparece en uno de los episodios– o Robert L. Stevenson. Nació en 1887, hijo de una gitana de Gibraltar y de un marinero de Cornualles; la mayoría de sus aventuras transcurren en el entorno de la Primera Guerra Mundial. En 1917, por ejemplo, protagoniza 11 episodios. El último volumen que publicó Pratt, Mu, el más surrealista y extraño de toda la serie, transcurre en 1925. Luego, desapareció del mapa. Cush, un nómada de los desiertos del cuerno de África, capaz de una crueldad implacable y buen amigo de Corto Maltés en las Etiópicas, asegura en otro tebeo de Pratt, Los escorpiones del desierto, ambientado durante la Segunda Guerra Mundial, que "desapareció durante la Guerra de España".


El Pais 7 Octubre 2014


sábado, 4 de octubre de 2014

Diarios fotográficos por Antonio Muñoz Molina


Stephen Shore busca con su cámara no lo excepcional, sino lo contrario, lo idéntico
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 4 OCT 2014

'Beverly Boulevard y La Brea Avenue, Los Ángeles, California, 21 de junio de 1975', de Stephen Shore.

En un libro de entrevistas que acaba de publicar la editorial Gustavo Gili, Henri Cartier-Bresson compara varias veces la actitud del fotógrafo con la del que escribe un diario. Sale por ahí a ver qué se encuentra, permanece atento para no perderse lo que sucederá en una fracción de segundo, lo que desaparecerá sin rastro si la cámara no lo ha captado. Decía que sus fotos eran su diario y sus memorias. Cartier-Bresson, que era muy aficionado al budismo zen, aspiraba a mirarlo todo con sus propios ojos muy atentos, pero esa mirada era tan absorta y tan generosa que hacía invisible la presencia a la que pertenecía, resaltando así la primacía de lo observado, la soberanía de cada vida y del mundo real. En una de las entrevistas, Cartier-Bresson dice que el trabajo del fotógrafo está entre el del carterista y el del funámbulo: como el carterista, se aproxima y sustrae lo que le interesa sin forzar nada ni alertar a su víctima; como el funámbulo, hace gestos súbitos suspendido en el aire, circula sin peso sobre un cable invisible, la cámara su herramienta tan ligera como la barra gracias a la cual el funambulista mantiene el equilibrio. En las filmaciones de Cartier-Bresson tomando fotos por la calle, en París o en Nueva York, es eso lo que parece: un carterista disimulado entre la gente, bien vestido y suave de modales, aunque con un aire sospechoso de búsqueda y alerta; un artista de circo enjuto y liviano, un maniquí de alambre con un traje ligero, funámbulo y también bailarín, a la manera de Fred Astaire, deslizándose por una acera como por la tarima lacada de un decorado de comedia musical.

Leo las entrevistas con Cartier-Bresson en un banco del paseo de Recoletos, a mediodía, viendo pasar a la gente, recién salido de la exposición de fotos de Stephen Shore, en la nueva sede de la Fundación Mapfre. Stephen Shore cita entre sus maestros a Walker Evans más que a Cartier-Bresson, pero también ha dicho, y se seguiría notando mucho aunque no lo dijera, que las fotos de su serie American Surfaces fueron como las anotaciones de un diario, no uno de esos diarios de ególatras obsesionados y fascinados por ellos mismos y tan miopes hacia los demás seres humanos como hacia los lugares por los que transitan. En su diario visual, Stephen Shore se parece a Cartier-Bresson y a esos escritores que observan, sin ninguna necesidad de ensimismamiento ni de ficción, exactamente todo aquello que ven, toda conversación que escuchan, todo encuentro que tienen, tan fascinados por la realidad y por la condición humana que casi no hay nada que no encuentren memorable. Son observadores en movimiento, cámaras andantes, y el hilo de sus relatos es el de las asociaciones de ideas e imágenes y el de las derivas del azar. El diario, más que la novela, es el espejo a lo largo del camino, y quizá por eso uno llega a la conclusión, con el paso de los años, de que Stendhal le satisface más como diarista que como novelista, cuando cuenta lo que acaba de pasarle o lo que se le acaba de ocurrir, el cuadro que ha visto en una iglesia de Italia y la ópera a la que asistió anoche en el teatro La Fenice de Venecia, la conversación con una dama atractiva, inteligente e inaccesible a la que ha conocido en una fiesta mundana.

Ese arte holgazán de caminar y observar y contar empezó probablemente con Herodoto. Montaigne, Stendhal, nuestro Josep Pla, lo practicaron en un grado supremo. Siendo un arte ambulante, requería un equipaje sucinto: un cuaderno, un lápiz, calzado cómodo. Desde que se inventaron las cámaras ligeras, en los años veinte del siglo pasado, la fotografía instantánea llevó más lejos todavía la ambición y el deleite de la escritura instantánea. Ni el boceto del dibujante más certero y veloz ni el apunte urgente de un diarista en su cuaderno podían competir con la inmediatez del disparo de un fotógrafo, con el relámpago sigiloso de una Leica o de una Rolleiflex. El acto de mirar equivalía a la plena expresión estética. En el gesto del encuadre, en el sentido de la oportunidad de captar algo fugaz y al mismo tiempo establecer una composición, emergía la obra entera. Con la ventaja, respecto a la escritura, de que la imagen fotográfica ofrece una precisión visual inaccesible para las palabras. La fotografía trajo al arte la plenitud de lo concreto; volvió definitivamente memorable lo común.

Ese es el hallazgo de Eugène Atget, de Walker Evans, de Cartier-Bresson. Pero quizá nadie ha ido más lejos por ese camino que Stephen Shore. En los primeros años setenta, Stephen Shore viajaba a través de toda la anchura continental de Estados Unidos buscando con su cámara no lo excepcional, ni lo único, sino precisamente lo contrario, lo del todo idéntico, lo que se repite con tan aplastante monotonía visual en los paisajes de la vida americana, los lugares en serie del capitalismo y el consumo: los moteles, las gasolineras, los restaurantes de comida rápida, los centros comerciales, los aparcamientos. Hay fotógrafos que quieren dejar bien claro que son fotógrafos artistas, igual que hay escritores que espesan y retuercen la prosa para que se sepa que lo suyo es alta literatura: Stephen Shore fingía el descuido de lo impremeditado, la espontaneidad del aficionado no muy hábil que parece disparar la cámara sobre cualquier cosa y no distingue lo relevante de lo trivial. Para eludir mejor el peligro de la grandilocuencia, eligió hacer sus fotos en color, en una época en la que todo el mundo daba por supuesto que la nobleza estética de la fotografía era inseparable del blanco y negro. En las grandes revistas ilustradas, sólo las fotos de los anuncios aparecían en color, las fotos venales de la publicidad, tan chillonas en sus coloridos postizos como las postales turísticas, tan vulgares como ellas. Hacer fotos en color en los primeros años setenta era situarse al margen de lo aceptado como arte. William Eggleston, unos años mayor que Shore, empezó a hacer lo mismo por aquellos años. Cuando le preguntaban por qué hacía fotos en color, Eggleston respondía: “Porque veo las cosas en color”.

La conquista de la naturalidad es uno de los impulsos más poderosos en el arte, y también uno de los más incesantes. La naturalidad, apenas lograda, tiene tendencia a volverse amaneramiento, y hace falta una nueva ruptura, una manera otra vez fresca de mirar. Stephen Shore, con apenas 30 años, viajando casi como un fugitivo indigente por los moteles más baratos de Estados Unidos, inventó una forma instantánea de mirar, pero no quiso instalarse en esa maestría recién lograda. En esta exposición magnífica de Madrid está el testimonio de todos sus viajes posteriores, sus diarios visuales de las calles de Nueva York, los desiertos de Texas, las soledades y las ruinas de Ucrania, las zanjas de las excavaciones arqueológicas en Israel. Es admirable que el paso de los años no haya amortiguado su curiosidad, no le haya inducido a instalarse en la seguridad del oficio. Una foto de Stephen Shore de 2013 tiene la misma urgencia que una de 1973, la misma originalidad en la mirada.

Ver es un todo. Entrevistas y conversaciones 1951-1998. Henri Cartier-Bresson. Traducción de Carles Roche Suárez. Gustavo Gili. Barcelona, 2014. 127 páginas. 14,90 euros.

Stephen Shore. Fundación Mapfre. Sala Bárbara de Braganza. Bárbara de Braganza, 13. Madrid. Hasta el 23 de noviembre.

www.antoniomuñozmolina.es

El Pais Babelia 04.10.14

viernes, 3 de octubre de 2014

Daredevil con aire retro


JAVIER FERNÁNDEZ | ACTUALIZADO 01.10.2014



Daredevil, el hombre sin miedo, 5: El camino del guerrero. Mark Waid, Chris Samnee, Javier Rodríguez, etc. Panini. 176 páginas. 15,50 euros.

El camino del guerrero es el título del quinto volumen del Daredevil de Mark Waid, uno de los tebeos más sabrosos que ofrece hoy día Marvel. Es divertido, fresco y absorbente, y posee un aire retro que acaba resultando muy moderno. Se ha hablado bastante del trabajo de Waid, y suscribo todos los comentarios positivos, como también suscribo cualquier alabanza a los dibujos de Chris Samnee y Javier Rodríguez. Van aquí los números 31 a 36 del volumen 3 de la cabecera original (2013-2014), más unas páginas del número 1.50 del volumen 4 (2014), pues ha de saberse que Marvel acaba de reiniciar la numeración de la serie. El héroe se nos muda a San Francisco, pero antes le toca combatir a los Hijos de la Serpiente. Mola.


El Diario de Jerez

Un trabajo memorable


JAVIER FERNÁNDEZ | ACTUALIZADO 01.10.2014



Guardianes de la Galaxia: El poder de Halcón Estelar. Steve Gerber, Al Milgrom. Panini. 208 páginas. 18,95 euros.

Con fecha de cubierta de febrero de 1976, vio la luz el tercer número de Marvel Presents, protagonizado por los Guardianes de la Galaxia (no confundir con los protagonistas del filme Marvel estrenado este verano). En total fueron diez episodios, todos los cuales aparecen compilados en El poder de Halcón Estelar, segundo tomo Marvel Gold dedicado al grupo. Los seis primeros (excepción hecha del fill-in de turno) los escribió un genial Steve Gerber y el resto son de Roger Stern, siempre con Al Milgrom al dibujo. El creador del pato Howard resolvió el conflicto con los Badoon, profundizó en los misterios que rodeaban a Halcón Estelar e introdujo a la mercuriana Nikki. Su trabajo es memorable, y especialmente sobresaliente resultan el episodio Planet of the Absurd y un aparatoso coito espacial que logró burlar la censura.


El Diario de Jerez

Crónicas del Olimpo


JAVIER FERNÁNDEZ | ACTUALIZADO 01.10.2014



El poderoso Thor: Campo de batalla: La Tierra. Stan Lee, Jack Kirby. Panini. 480 páginas. 39,95 euros.

¿Qué se puede decir del milagroso trabajo de Stan Lee y Jack Kirby en la década de 1960 que no se haya dicho ya? Los cómics que firmaron juntos durante aquellos años marcan el inicio del universo Marvel, una de las arenas creativas más anchas y exitosas de la narrativa popular contemporánea. Pero el valor del dúo artístico no reside solo en el hecho de ser el germen de una compañía editorial o de un movimiento artístico determinado. Guionista y dibujante fueron los mejores en lo suyo y crearon la piedra filosofal del género de superhéroes, el modelo por el que se miden los tebeos de acción anteriores y posteriores.

De todos es sabido que Fantastic Four marca la cima de la colaboración entre ambos, pero en un hipotético podio, Thor ocuparía un más que merecido segundo lugar, a poca distancia del primero. Las aventuras del dios del Trueno poseen un estimulante aliento épico y presentan infinidad de personajes y situaciones, como corresponde a la conjunción Lee-Kirby, especialmente cuando (como es el caso) la imaginación del segundo se desboca. Se suele mencionar el acabado de Vince Colleta como demérito de estas páginas, y no seré yo quien defienda la irregular carrera del entintador, pero lo cierto es que aquí logra aportar fragilidad y ternura a los lápices de Kirby, tan sumamente poderosos que lo admiten todo. Con Colleta simplificando a Kirby, el resultado acaba teniendo un sabor distinto, muy particular, no necesariamente peor o menos intenso.

Campo de batalla: la Tierra es el segundo de los tres volúmenes de la colección Marvel Gold consagrados a recuperar esta obra maestra del tebeo de superhéroes, extrañamente olvidada en nuestro país durante décadas, y cuyo grueso solo se había publicado en ediciones realmente lamentables (sin color, mal traducidos, con composiciones de página alteradas y con las viñetas retocadas por los editores). Van aquí compilados los números 137 a 159 de Thor, más el King-Size Special 2 y páginas del Not Brand Echh 3, publicados todos entre 1966 y 1968. Juntos componen una joya imperecedera.

El Diario de Jerez

Superhéroes canadienses


La editorial Panini recopila en su antológica colección Marvel Héroes el conjunto de historietas de Alpha Flight realizadas por John Byrne.

JAVIER FERNÁNDEZ | ACTUALIZADO 01.10.2014

Marvel Héroes, 56: Alpha Flight. John Byrne. Panini. 880 páginas. 60 euros.

Nacido en Inglaterra y criado desde los ocho años en Canadá, John Byrne (West Brownwich, 1950) es uno de los nombres propios del tebeo de superhéroes. Irrumpió en la industria estadounidense a mediados de la década de 1970 y encadenó una serie de aciertos creativos en cabeceras como Marvel Premiere (protagonizada por Iron Fist), The Champions o Marvel Team-Up (con Spiderman como personaje central) hasta recalar en The Uncanny X-Men, en 1977. Junto al guionista Chris Claremont y el entintador Terry Austin, Byrne llevó a la Patrulla-X a lo más alto, convirtiéndola en uno de los principales referentes del género, tan apreciado por la crítica como devorado por el público.

Tras el rotundo éxito de su interpretación gráfica de los mutantes, que compaginó con páginas notables en The Avengers y Captain America, Byrne dio un paso más y en 1981 se hizo con las riendas (guion, dibujos y entintado) de Fantastic Four, la mítica serie con que Stan Lee y Jack Kirby dieron origen al universo Marvel. El resultado fue formidable y sirvió al objetivo de que los lectores comprendiesen que Byrne no era solo un buen dibujante, sino un autor en toda regla. Cinco años más tarde, el artista tocaría definitivamente techo (en lo que a popularidad se refiere) con el reboot de Superman, pero antes, en 1983, dio a luz un proyecto muy personal, un supergrupo de creación propia en el seno de Marvel, denominado Alpha Flight. Su principal particularidad era que estaba formado por canadienses y tenía su base de operaciones en Ottawa.

Tal como explica el propio Byrne en una entrevista concedida a Marvel Age: "Cuando empecé a trabajar en La Patrulla-X, ya se barajaba la idea de que el gobierno canadiense había gastado una cantidad de dinero obscena en Lobezno, en especial si tenía los huesos de adamantium. (…) Len Wein planeaba desde el principio hacer una historia en la que un superhéroe canadiense aparecería para intentar recuperar a Lobezno". Finalmente fue Byrne el que materializó dicho argumento en las páginas de The Uncanny X-Men, dando forma a Vindicador, el futuro líder de Alpha Flight. Para cuando se publicó el número 1 de la serie homónima (agosto de 1983), el supergrupo canadiense (casi) al completo había asomado varias veces en la serie de los mutantes y algunos de sus personajes habían tenido apariciones en solitario en otras cabeceras Marvel.

Panini recopila ahora en su antológica colección Marvel Héroes el conjunto de historietas de Alpha Flight realizadas por John Byrne, incluyendo los episodios de The Uncanny X-Men (números 120, 121, 139 y 140) y The Incredible Hulk Annual 8, con un enfrentamiento entre Hulk y Sasquatch. De la cabecera Alpha Flight van compilados los números 1 a 29, todos de Byrne menos el último, de Bill Mantlo y Mike Mignola, quienes se hicieron cargo de la serie tras la marcha de aquel. Hay también un par de páginas de Secret Wars II, un largo artículo introductorio, ilustraciones promocionales, fichas de los personajes y la entrevista de Byrne en Marvel Age, un festín de cerca de 900 páginas.

El Diario de Jerez