martes, 10 de abril de 2012

Expedición

Compartamos algo. Sepan que almaceno imagenes como un avaro acumula monedas, nunca tengo suficientes. De vez en cuando me entrego a mi pasión, escojo alguna página en la red que venda libros de bocetos o ilustraciones de buenos dibujantes (al menos para mi) y ya esta liada: Yves Chaland, Crisse, Cassegrain, Enrico Casarosa, Eric Canete, Eddie Campbell, Ben Caldwell, Buchet, Brubaker, Gary Montalbano, Betteo, Mignola, Pierre Alary, Craig Elliot, Barbud, Barbucci, Bellamy, Bengal. Estos son los autores de las imagenes que aparecen aquí, pero no en ese orden, y no se si habrá más que haya pasado por alto. Que ustedes lo disfruten, yo ya lo hago.

















































































































































Los años mágicos



La Academia de Be­llas Artes de San Fernando expone en Madrid los años dorados de Goya. Una importante colec­ción de retratos y la serie completa de los 'Caprichos', jun­to con sus dibujos preparatorios. Una visión apasionante de la obra realizada entre 1792 y 1804.
ALBERTO ANAUT




En 1792, Francisco de Goya es un pintor de éxito, pero se siente cansado. Tiene 46 años y ya lleva unos cuantos quejándose de arrugas y achaques. La cri­sis de los cuarenta le ha pega­do fuerte. Visto desde fuera, no tiene motivos para quejar­se: pintor del rey desde 1786, la muerte de Carlos III no es ninguna desgracia para él: el nuevo Borbón, Carlos IV, le ha ratificado como pintor de cámara, lo que le supone un sueldo de 15.000 reales. En la Academia tampoco le van las cosas mal: miembro desde 1780, la desaparición de Calle­ja le deja libre el camino y en 1785 ha sido nombrado te­niente director de pintura, in­mediatamente detrás de su cu­ñado Francisco Bayeu. Da clases a los alumnos e ingresa, por ello, otros 3.000 reales. Sin embargo, no se siente feliz. Las nuevas ideas de la Revolu­ción Francesa, que ha estalla­do en 1789, han dado alas a la reacción a este lado de los Piri­neos. Floridablanca impone su ridiculo cordón sanitario y la Inquisición toma partido contra las nuevas ideas. Se em­piezan a perseguir libros y es­critos. El nuevo ambiente no es el mejor para un artista, que pide a gritos —y por escrito-- libertad para las artes y para la creación.
A finales de octubre de 1792, Goya está enfermo. Dos meses en la cama, con dolores de cólico, son más que sufi­cientes para un hombre que no está muy dispuesto a sufrir. Pide permiso al rey para viajar hasta Andalucía, y el traslado, en lugar de mejorarle, le rema­ta. Él no lo sabe, pero proba­blemente se trata de una into­xicación provocada por las pinturas, calentadas por las velas, que el artista colocaba sobre su sombrero para ver mejor cuando se quedaba has­ta las tantas trabajando en el taller. En casa de su amigo Se­bastián Martínez, al que ya ha retratado, mejora lentamente y se entretiene deambulando en­tre cuadros de su colección.


Los nobles 
Goya, pintor de cámara, retrata a la aristocracia de su tiempo. Junto a la marquesa de Santa Cruz (fotografía arriba), la magnífica duquesa de Alba, los dos retratos de la condesa de Chinchón, el Godoy vencedor de Portugal y los condes de Fernán Núñez. Es la España oficial a la que Goya sirve como pintor de cámara y con la que mantiene muchas veces una posición encontrada. Halagado por estar en la Corte, pero contrario a sus usos, el pintor aragonés la pinta favorecida de día de cuerpo entero, para realzar su poder, y la critica de noche en su serie de los Caprichos. Una buena parte de los cuadros de esta exposición pertenece a colecciones particulares que normalmente no se pueden ver; otros viajan desde museos de Europa y América.





 La enfermedad va pasando, pero Goya está débil y, sobre todo, empieza a perder oído. En 1794, quienes le conocen advierten sus dificultades para desenvolverse y su creciente incomunicación. Ramón de Posada, en una carta fechada el 26 de noviembre de 1794, es tajante: "Le hallé del todo sor­do, de manera que fue necesa­rio hablarle por escrito". Tie­ne razón el pintor para quejarse.
Todo parece indicar que el genio anda camino de malo­grarse. Ante la imposibilidad de hacer frente a obras impor­tantes, se refugia en pequeños retratos, que son más fáciles de dominar. No está parado. Entre la segunda mitad de 1793 y los primeros meses de 1794, Goya pinta 14 cuadros de gabinete. Aprovecha para hacer algunos de los encargos que tanto le abrumaban y pin­ta por aquellos años los mag­níficos retratos del coleccio­nista Ceán Bermúdez y su mu­jer, a Ramón 'e Posada sin que se le vean las manos (tal vez porque no pagó lo sufi­ciente para extenderse en más detalles), a Saavedra, el pri­mer retrato de La Tirana —un monumento de la escena na­cional por aquellos tiempos—o su magnífico Autorretrato en el taller, una auténtica joya de apenas medio metro.
Algo ha cambiado en el pintor. Ortega y Gasset lo tra­ta de explicar como un salto hacia la pintura plana y un primer paso hacia el impre­sionismo. Da igual. Este pe­riodo, que Julián Gallego ha identificado como el más rico y abundante en la carrera de Goya, define su personalidad. Al contrario de lo que ocurría en los retratos de su admirado Velázquez —del que ya ha co­piado cuadros en sus prime­ros grabados—, Goya da vida a sus personajes, que asom­bran no tanto por su realis­mo y parecido, que se da por supuesto, como por esa ex­traña sensación que los hace traspasar los límites del lien­zo y convivir con nosotros.



Los amigos 
Junto al Goya oficial está también el Goya íntimo, el que pinta a sus amigos. El retrato de Jovellanos, un ejemplo de español ilustrado y reformista, es uno de los mejores. Debajo, Ceán Bermúdez y su mujer; Martín Zapater, su mejor amigo; Leandro Fernández Moratin y los pintores Asensio Juliá y Francisco Bayeu. Todos representan el mundo personal del pintor, que en esta época ya ha sido vencido por la sordera y se refugia en un círculo de personas que le dan seguridad. Habla con ellos y piensa, como ellos, en una España madama y reformista, que rara vez coincide con la política oficial.




 Mientras tanto, en España empieza a triunfar .la Refor­ma. La conmoción de las pri­meras noticias de la Revolu­ción Francesa deja paso a nue­vas ideas modernas, pero mo­deradas. Goya comparte estos círculos y, así, sus amigos son gentes como Moratín —que había vivido en París las caí­das de las primeras cabezas—, Meléndez, Altamirano y el propio Jovellanos, un ilustra­do que llega a secretario de Gracia y Justicia en los años liberales de Godoy. Con ellos, el pintor rechaza la Revolu­ción pero defiende la Refor­ma. Son sus años mágicos, en los que sueña, junto a otros muchos, con una España re­novada.
Goya discute de política y pinta con pasión. Se siente fuerte en 1796 cuando, retira­do en Sanlúcar, empieza a re­llenar un cuaderno de dibujos que, completado con otro que realiza a su vuelta a Madrid, dará origen a los Caprichos. El artista quiere romper el círcu­lo cerrado que le imponen los cuadros de la Corte —por los que sigue cobrando los mis­mos 15.000 reales, pese a sus peticiones de aumento y a la afrenta de que Ramón Bayeu cobre 5.000 reales más y Ma­riano Maella, casi 10.000--- y los retratos de encargo con los que tiene tanto éxito. Tiene cosas que contar y no puede hacerlo en esos lienzos tan be­llos. El 6 de febrero de 1799 el Diario de Madrid insertaba un texto, probablemente escrito por su amigo Leandro Fer­nández Moratín, en el que anunciaba una "colección de estampas de asuntos capricho­sos, inventadas y grabadas al aguafuerte por don Francisco de Goya". Ochenta grabados, de los que se hicieron 300 ejemplares y que se pusieron a la venta en la tienda de perfu­mes y licores de la calle del De­sengaño, número 1, al nada barato precio de 320 reales. Dos semanas después apare­ció el último anuncio. Las cri­ticas de Goya a los vicios hu­manos habían empezado a





"Los Caprichos"
Los grabados de Goya revolucionan el arte. La evolución desde sus dibujos preparatorios hasta el grabado definitivo, editado en 1799, muestra el proceso de unas obras que, por primera vez, se puede ver completo. El retrato del artista y el capricho `Tal para cual', que satiriza sobre el galanteo, son dos buenas muestras de la evolución de la idea hasta el grabado. Los otros tres corresponden a El sueño de la razón, Linda maestra y Lo que puede un sastre, donde satiriza en torno al clero, al mundo de la brujería y a la propia actividad del intelectual. La edición de los Caprichos sembró en la corte una marea de rumores sobre los personajes a los que Goya quería criticar, que en un primer momento obligaron al artista a retirarlos de la venta y, años depués, a entregar las láminas de cobre a la Calcografía para esquivar a la Inquisición.






Otros retratos
Con más de doscientos retratos pintados a lo largo de su vida, la visita a la obra de Goya no se agota en esta exposición. En Madrid, el conjunto más importante se encuentra en el Museo del Prado, al que pertenece La familia de Carlos IV que aparece en la imagen. Además, hay obras
en la Fundación Lázaro Galdiano, en el Banco de España, en el Palacio Real y en la Real Academia de la Historia. También existen retratos en Zaragoza (Museo de Zaragoza), Sevilla (Museo de Bellas Artes), en Bilbao (Museo de Bellas Artes), en Valencia (Museo San Pío V), en Pamplona (Museo de Navarra) y en Santander (Museo Municipal).


entenderse, tal vez demasia­do. Aquellas caricaturas de Goya revolucionaron el arte del grabado y cayeron como una bomba en una Corte do­minada por el todopoderoso Godoy. Las notas de un anóni­mo personaje francés, que vi­vió en España durante el reina­do de Carlos IV, buscan la do­ble intención de cada estampa: unas mujeres despellejan a unos pequeños seres que vue­lan; son amantes de la reina María Luisa, entre los que el propio Príncipe de la Paz ocu­paba un destacado lugar. No es más que el principio. Según esta interpretación —que, sin duda, se dio por buena en la época—, Goya transformó a Godoy en asno, a ministros en vulgares sacamuelas, criticó a los protegidos del poder, a la Iglesia y a una enorme colec­ción de vicios que le repugna­ban. Un trabajo que estaba de­masiado lejos de aquellos be­llos grabados de Carlos IV se­ñalando con el dedo al infinito.
Goya lanzó su mensaje a los cuatro vientos, pero el escán­dalo que causó le obligó, pri­mero, a dejar de vender sus grabados y, más tarde, en 1803, a tener que regalar al Rey las planchas de cobre de los Capri­chos y las 240 colecciones que no había logrado vender, como la mejor manera de alejarse de la Inquisición, que había em­pezado a molestarle. De este modo, el ya primer pintor del rey —título que le llegó en oc­tubre de 1799 acompañado de una subida que casi multiplicó por cuatro su sueldo— alcanzó sus momentos más dulces na­dando en la ambigüedad que le obligaba unas veces a pintar al Godoy vencedor de Portugal y generalísimo de los ejércitos y otras al miserable primer mi­nistro convertido en asno escu­chando complacido las adula­ciones de un grupo de monos.

La exposición exposición `Goya, la década de los caprichos' está abierta hasta el próximo 10 de enero en la Real Aca­demia de Bellas Artes de San Fer­nando, Alcalá, 13, Madrid.


Articulo publicado en El Pais Semanal. Enero 1992


Starwatcher




Tengo una mala costumbre, pero a veces consigo retomar el hilo. Hace tiempo, vi una página en la red dedicada a Moebius, posiblemente llegué allí rebotado de algun otro sitio. Un dibujante realizó una versión, su versión, del Starwatcher de Moebius y animó a más gente a versionar la obra, todo esto ocurria un año antes del fallecimiento de Giraud-Moebius. Cuando vi la página, había unos pocos dibujos de algunos buenos dibujantes y los guardé, quería mostrarlos y también la página de referencia, que he conseguido encontrarla, parece que la idea ha cuajado y como si de un homenaje postumo se tratase hay bastantes más dibujos dedicados a Starwatcher. Si quereis verlo es aquí.





















David Levine (1926-2009)




David  Levine y su mundo
El arte de la caricatura termina y empieza en David Levine. En su forma tradicional, la del patriarca Max Beerbohm, el caricaturizado, por serlo, difería radicalmente de nosotros. Levine lo convierte en imagen oblicua, pero bien cierta del espectador. Humaniza así a sus víctimas, al tiempo que nos obliga a compartir su tarada humanidad o, dicho sea de paso, a cobrar conciencia del prójimo a nuestra imagen y semejanza.
Con David Levine pasa a la historia la caricatura sintética, la que popularizó en España, en otra generación y dentro de límites preciosistas, Bagaría con sus «monos». Pasan a la historia también, aunque aquí no lo hayamos advertido, los monigotes que pueblan nuestros pagos y periódicos por obra y gracia de quienes no saben dibujar, por muy diestros que resulten con la idea o la palabra.
Frente a las prisas de nuestra época, cuando el tiempo es la más desvalorizada de las monedas, pues poco vale y para menos sirve, atesóralo avaricioso Levine para un arte tan fugaz como la caricatura. Sus bufones, como los de Velázquez, no nacen por conjuro de la nada. Su génesis exige largas horas y ancho silencio, poblados de minuciosa concentración, donde el trabajo es compleja filigrana, obra de romanos, realizada con lupa y a punta de pluma punzante y minúscula.