David Levine y su mundo
El arte de la caricatura termina y empieza en David Levine. En su forma tradicional, la del patriarca Max Beerbohm, el caricaturizado, por serlo, difería radicalmente de nosotros. Levine lo convierte en imagen oblicua, pero bien cierta del espectador. Humaniza así a sus víctimas, al tiempo que nos obliga a compartir su tarada humanidad o, dicho sea de paso, a cobrar conciencia del prójimo a nuestra imagen y semejanza.
Con David Levine pasa a la historia la caricatura sintética, la que popularizó en España, en otra generación y dentro de límites preciosistas, Bagaría con sus «monos». Pasan a la historia también, aunque aquí no lo hayamos advertido, los monigotes que pueblan nuestros pagos y periódicos por obra y gracia de quienes no saben dibujar, por muy diestros que resulten con la idea o la palabra.
Frente a las prisas de nuestra época, cuando el tiempo es la más desvalorizada de las monedas, pues poco vale y para menos sirve, atesóralo avaricioso Levine para un arte tan fugaz como la caricatura. Sus bufones, como los de Velázquez, no nacen por conjuro de la nada. Su génesis exige largas horas y ancho silencio, poblados de minuciosa concentración, donde el trabajo es compleja filigrana, obra de romanos, realizada con lupa y a punta de pluma punzante y minúscula.
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