miércoles, 12 de agosto de 2009

Estampas de Malaga grabados y litografias del siglo XIX



La bahía de Málaga vista desde el espigón

Desde el espigón que separaba la playa de Pescadería de la desembocadura del río Guadalmedina, la ciudad ofrecía esta bella panorámica que el artista encuadra entre la torre única de la Catedral y la Farola. Frente al Espigón sobresale el Muelle Nuevo sobre el que se recorta la imagen del tinglado de hierro, que se construyó en 1847 para proteger a las mercancias de la intemperie, y tras él la Aduana. El autor nos muestra la espuma del mar junto a las rocas, el vapor que deja su huella de humo mientras enfila la dársena, la bahía cuajada de veleros alados como gaviotas rondando el puerto bajo el monte de Gibralfaro, intemporal guardián de la ciudad, el sardinal que busca la playa tras la faena, los pescadores que charlan sobre el espigón mientras prueban suerte con la caña, y un cenachero, para que nadie olvide que esto es Málaga.

Autor: Anónimo
Titulo original: Málaga. Vista desde el Espigón (1800?)


Bahía de Málaga

Gran parte de los visitantes que recibía la ciudad en el siglo diecinueve llegaban vía marítima, los caminos solían resultar peligrosos y en el caso de Málaga sus condiciones eran más difíciles al tener que atravesar una extensa zona montañosa. Desde su embarcación el viajero contemplaba una bella panorámica al aproximarse a la rada, y de hecho son bastante numerosos los artistas que nos muestran esta misma perspectiva desde el mar. Concretamente el frances d´Hastrel nos refleja aquí una ciudad luminosa, rodeada de imponentes y nevadas montañas que parecen querer aproximar la Sierra Nevada saltándose las distancias, pero que dotan al conjunto de un gran atractivo. A la derecha, sobre una colina, cierra la panorámica el castillo de Santa Catalina, sin embargo no son fácilmente identificables otras colinas rematadas por construcciones que el dibujante ha situado tras la ciudad.

Autor: Adolfo D´Hastrel
Titulo original: Malaga (vue prise en grande Rade) Espagne
Edición: D´Hastrel. 8 rue de Rivoli, París
Serie: Album D´Hastrel, 23L (1845/50)

Ciudadela y Puerto de Málaga

Principal difusor de una imagen romántica y exótica de lo andaluz. David Roberts visitó Malaga en los últimos días del mes de Febrero de 1833 procedente de Granada. Quizá intuyó que la esencia del lugar se concentraba en este triángulo que forman los muelles, Gibralfaro y la ciudad, y en su dibujo, como en el resto de su obra, la fuerte imaginación de este genial pintor acaba imponiéndose sobre la realidad, envolviendo el paisaje en una atmósfera irreal llena de magnetismo, aunque para ello haya exagerado la grandeza del castillo, realzado las torres de la Alcazaba y retocado la Farola hasta hacerla irreconocible. Roberts fue, junto a Doré, uno de los más grandes dibujantes románticos del diecinueve europeo y sus grabados fueron copiados y reproducidos hasta la saciedad, muchas veces sin citarlo siquiera.

Autor: David Roberts (1796-1864)
Título original: Citadel and port of Malaga
Edición: Hodgson & Graves. London
Serie: Pictureque Sketches in Spain taken during the year 1832 and 1833, 19 (1837)

Negro, mucho negro









martes, 11 de agosto de 2009

PATENTE DE CORSO Destrozando la memoria ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 03 de Agosto de 2009

PATENTE DE CORSO
Destrozando la memoria

ARTURO PÉREZ-REVERTE | XLSemanal | 03 de Agosto de 2009



Les hablaba la semana pasada de manipulaciones históricas y de museos desaparecidos, o pasados por el tamiz del pacifismo simplón, de telediario y foto de periódico, que tanto nos pone. Y al final, por falta de espacio, me quedé con ganas de mencionar también otra clase de museos, esta vez al aire libre: los escenarios de sucesos históricos. Alguna vez hablé aquí del magnífico trabajo de conservación que el Gobierno belga hace en Waterloo, escenario de la última batalla napoleónica. Menos el museo local y la colina artificial del León, desde donde puede abarcarse con la vista todo el terreno, el lugar está intacto. Ni una casa más, o casi, desde 1815. Eso hace posible un continuo ir y venir de visitantes: turistas, aficionados, historiadores, colegios y gente así.

En España, como saben, la situación suele ser la opuesta. Esas cosas tienen mala prensa; no sólo por confusiones ideológicas, sino también, y sobre todo, por ignorancia y desidia. Ni siquiera el franquismo, con todos sus trompeteos y fastos imperiales, se interesó por esos lugares. Excepto los monumentos y placas de la Cruzada contra los rojos malvados, lo demás importaba un carajo. Casi todos los monumentos conmemorativos de la historia de España los debemos a iniciativas cultas del si- glo XIX y principios del XX. Eso dura hasta hoy. El Ayuntamiento de Madrid, por ejemplo, pidió y obtuvo el año pasado, en plena demagogia del Bicentenario, textos para placas que señalarían lugares notables del 2 de Mayo; y que, año y pico después, ni están colocadas ni se las espera. Mientras que en París no hay apenas calle sin mención de que allí murió Fulanito Dupont luchando contra los nazis, las ciudades italianas están salpicadas de alusiones a los que cayeron sotto il piombo tedesco, y a los republicanos españoles se los recuerda más en Francia que en España.

Mucha gente, políticos analfabetos sobre todo, cree que se trata de recordar batallitas del abuelo Cebolleta. Por eso desprecian y degradan lugares que podrían servir como atracción turística y como lección viva de Historia y de memoria. Ahí están, entre muchos, los ejemplos de Las Navas de Tolosa, Arapiles, Bailén –chalets adosados por todas partes–, o la atrocidad que se está haciendo con el paisaje histórico de Numancia, con el proyecto de un polígono industrial que destrozará lo que en cualquier país decente sería de cuidado exquisito y visita obligada para escolares. O el parque eólico marino que se instalará, como si no hubiera otro lugar en toda la costa, exactamente en las aguas donde se libró el combate del cabo Trafalgar. Desparrame este, el de los molinos eólicos –subvencionados con fondos públicos y con mucho interés privado mojando en la salsa–, que pende sobre algunos de los pocos lugares de importancia histórica que nos quedan intactos. Como Uclés.

El caso de Uclés clama al cielo. Aparte de que el pueblo sea de una belleza espectacular con sus calles medievales, sus murallas y monasterio, y de que desde sus alturas pueda contemplarse un paisaje extraordinario, allí tuvieron lugar dos acontecimientos importantes en la historia de España. Uno fue la batalla famosa en la que, el año 1108, un ejército almorávide compuesto de murcianos, valencianos y cordobeses bajo el mando de Tamin Yusuf saqueó la ciudad después de hacer picadillo en la llanura a un ejército castellano, cortando tres mil cabezas cristianas entre las que se contaban las de García Ordóñez –el enemigo del Cid– y el infantito don Sancho, hijo del rey Alfonso VI. Y setecientos años más tarde, en 1809 y exactamente en el mismo sitio, las tropas francesas mandadas por los generales Ruffin y Villatte destrozaron al ejército español del Centro, que mandaban los zánganos incompetentes del general Venegas y el duque del Infantado, haciendo una carnicería de juzgado de guardia. Ese doble campo de batalla, bajo los muros mismos de Uclés, se encuentra milagrosamente intacto; igual que estaba, no hace dos siglos, sino nueve. Y acabo de enterarme de que hay un proyecto, apoyado por la Junta de Castilla-La Mancha, para instalar un parque eólico con torres de 121 metros de altura a tres kilómetros y medio de allí, sobre la sierra vecina. Reventando no sólo ese magnífico paisaje histórico y natural, sino también el del cercano parque arqueológico de Segóbriga. Con fondo de molinillos dando vueltas. Flop, flop. Imaginen la foto.

Confieso, de todas formas, que lo de Uclés lo tengo como asunto personal. Porque también en sus campos se libró una tercera pajarraca, ésta ficticia. O de pastel. Allí, debido precisamente a lo limpio del lugar y su belleza, se situó la escena de la batalla de Rocroi durante el rodaje de la películaAlatriste. Así que calculen. Ponerle molinos de fondo al paisaje donde transcurre mi escena favorita, cuando Viggo Mortensen, hecho polvo como sus colegas, le dice al franchute: «Decid al señor duque de Enghien que agradecemos su oferta, pero éste es un tercio español». O sea. Me llevan los diablos.

lunes, 10 de agosto de 2009

Estamos trabajando




Poco a poco vamos enfocando nuevas páginas o preparando otras para terminarlas en un formato que decir grande es quedarse cortos. Lo que más me sorprende a mi es que el guión aún esta lejos de poder cerrarse (y lo preparo yo). Un proceso complicado, un esfuerzo maravilloso al verlo cobrar vida (ustedes me entienden).

Siempre me ha gustado ver trabajos preparatorios. Es una pena que el esfuerzo de Javi, diseñando páginas y preparando bocetos, se pierda en el acabado final. O como, terminando dibujos, se puede ver si el resultado es el esperado, o los tonos, los brillos, el negro o la misma estructura de la viñeta, o de la pagina.
Espero que lo disfruten tanto como yo.

Un día. Un mes


Un día, sin saber porque, la conexión de Internet no funciona. Entonces comienza un largo camino, sumido en la oscuridad, desconectado del mundo (menos mal que no trabajo por la red). Un mes después, de nuevo tengo la conexión. Aunque tampoco parece me pierda gran cosa, este verano hace mucho calor.

Si es verdad que me hubiese gustado poner algún comentario de vez en cuando, teniendo en cuenta que poco a poco vamos conociendo a más gente que les gusta esto del comic, la historieta, los tebeos.


martes, 23 de junio de 2009

Michelangelo Merisi; Caravaggio







































Buscando a Caravaggio




REPORTAJE: IDA Y VUELTA


Buscando a Caravaggio


ANTONIO MUÑOZ MOLINA 20/06/2009

Vuelvo a Roma diciéndome que esta vez no me voy a perder los cuadros de Caravaggio en la iglesia de San Luis de los Franceses, especialmente uno, la Vocación de San Mateo,que es una de las pinturas que más me conmueven en el mundo, aunque no la he visto nunca de verdad. La tengo en una postal pegada sobre mi escritorio, como un recuerdo de Caravaggio y también de la persona tan querida que me la envió, sabiendo cuánto me gustaba. La he estudiado en reproducciones, fijándome en esa luz sobrenatural que la atraviesa, en la penumbra de fondo en la que debió de fijarse tan atentamente Velázquez en sus viajes a Roma.

Porque no he podido verla hasta ahora, esa pintura que me parece conocer bien es todavía más valiosa. En unos tiempos de accesibilidad universal e instantánea, pero también ilusoria, la presencia irreductible de una obra de arte en un lugar único, en un espacio preciso, es un antídoto contra las fantasmagorías de lo virtual. En esa postal que tengo sobre mi escritorio, en las láminas de los libros, en las imágenes del ciberespacio y de los documentales, la Vocación de San Mateo multiplica su hechizo y se nos vuelve familiar según aprendemos a advertir su originalidad, intentando mirarla como la vieron sus contemporáneos, un borbotón agresivo de realidad que hasta entonces no se había mostrado en la pintura, una crudeza casi tan atrevida como la que tuvo Manet más de dos siglos y medio después al pintar a una mujer desnuda que mira a los ojos al espectador y que habita como él en el mundo real, no en las nebulosidades vagamente eróticas de la mitología. Cristo entra en el sótano o en el zaguán donde el recaudador de impuestos cuenta monedas y no comprende cómo está siendo elegido a pesar de su oficio infame, por qué esa mirada y ese gesto del dedo índice lo distinguen a él entre los personajes dudosos que lo rodean, maleantes, estafadores, usureros. Por primera vez, un pintor se atreve a incluir en el relato de un pasaje evangélico una escena de la misma vida real que verían a diario sus ojos: los tahúres, los espadachines y rufianes de las tabernas, el paisaje humano que Caravaggio debió de conocer tan bien, y que le seducía en la misma medida que los talleres de los pintores y que las estancias de ese palacio en el que fue acogido por el cardenal Del Monte, donde se discutían con fervor las innovaciones más audaces, lo mismo en la astronomía que en la música, en la pintura y en la literatura que en la alquimia. El cardenal Del Monte protegía a Caravaggio y también a Galileo: es tentador imaginar que los dos hombres se encontraron en su palacio, que pudieron conversar sobre la pasión que tenían en común, la de mirar las cosas sin la telaraña de las tradiciones y las ortodoxias, con una curiosidad incorruptible. Con la ayuda de su telescopio y su decisión de ver, Galileo miró la Luna y comprobó que no era la esfera perfecta y sublime que había dictaminado Aristóteles, sino un desorden de rocas, llanuras, cordilleras, barrancos. A Caravaggio le encargaron que representara los personajes evangélicos, y lo que vio no fue las caras ideales y las actitudes nobles, las escenografías abstractas de la tradición: vio seres humanos con las caras gastadas por la intemperie y el trabajo, con los pies grandes y sucios de los campesinos, moviéndose en el mismo mundo desgarrado y convulso en el que él tan expertamente se movía, con una mezcla de refinamiento y vulgaridad, de contemplación y descaro, en la que hay algo muy romano.

Buscas a Roma en Roma, oh peregrino, dice Quevedo. Vuelvo a Roma, donde he sido feliz tantas veces, y al principio, como tantas veces, al mismo tiempo parece que he perdido el antiguo equilibrio entre el deslumbramiento y la irritación, entre la belleza y el desorden, el esplendor y la cochambre. Hay más mendigos que nunca, más sinvergüenzas, más tráfico, más tiendas de baratijas turísticas, más socavones, más motos dispuestas a arrollarlo a uno en la incertidumbre de los pasos de cebra, en los que las líneas blancas no han sido repintadas hace muchos años. Los amigos que viven en la ciudad nos cuentan lo difícil que se hace la vida cotidiana: abrir una cuenta en el banco, lograr una línea telefónica, una conexión decente a Internet. Pero lo cuentan en una taberna al aire libre en una plazoleta, en la noche cálida y perfumada del verano, entre muros de palacios que son garajes y fachadas ocres que tienen los desconchones y los arañazos de una perduración ennoblecida por el desgaste del tiempo; lo cuentan delante del blanco suculento, resplandeciente, de una burrata salpicada por el oro del aceite de oliva y el rojo admirable de los tomates diminutos partidos por la mitad, y después continúan sus quejas mientras compartimos una pasta en la que la máxima sofisticación de los sabores está lograda con la máxima simpleza, y mientras a nuestro alrededor, en las mesas contiguas, la gente conversa en italiano con una rumorosa placidez.

Busco en Roma la Roma de mi primer viaje, con los bolsillos vacíos y los ojos hambrientos, con poco más de veinte años; la de otros regresos en los que la educación de la mirada ha sido inseparable del fervor de las caminatas y el gusto compartido de vivir. En el plano que me han dado en el hotel señalo la plaza en la que está San Luis de los Franceses y dibujo el itinerario del paseo, que a cada paso, literalmente, queda interrumpido por un trance de hallazgo o de reconocimiento. Para mi alarma, casi mi desconsuelo, la fachada de San Luis está cubierta de andamios, de telones y vallas de madera. Sobre una puerta lateral que parece la única accesible hay un cartel con los horarios de visita, a todas luces calculados para mi frustración personal. Si no veo hoy los caravaggios tendré que seguir esperando hasta otro viaje. Un plato de spaghetti con almejas y un helado convierten la espera en la ocasión de nuevas formas de delicia. Por fin, a las cuatro en punto, podemos internarnos en la penumbra barroca de la iglesia, acercarnos a la capilla en la que está la Vocación de San Mateo. La sensación de instantaneidad es la misma que hay en el cuadro: el momento justo en el que Cristo levanta la mano con una extraña mezcla de lasitud y determinación y señala hacia el cobrador de impuestos; en el que éste mira con asombro y miedo y se señala incrédulamente a sí mismo con una mano, y con la otra interrumpe el gesto de contar las monedas que todavía tiene entre los dedos. Todo es un duelo de miradas, ese instante detenido y eterno en el que una vida cambia de golpe y para siempre. A continuación suena un chasquido seco y se hace la oscuridad. Para seguir mirando la Vocación de San Mateo durante unos minutos más he de echar en una ranura una moneda de un euro.