viernes, 25 de octubre de 2024

Robert Frank, más allá de "The Americans"

 El MoMA dedica una retrospectiva al fotógrafo en el centenario de su nacimiento. El alma de la sociedad enferma que reflejan sus imágenes no difiere mucho de la actual

Andrea (1975), uno de los collages de Robert Frank dedicados a su hija, fallecida en 1974, en la exposición del MoMA


Por Eduardo Lago

Con motivo del centenario de su nacimiento, el MoMA de Nueva York dedica por primera vez en su historia, una extraordinaria retrospectiva a Robert Frank (Zúrich, 1924). Considerado uno de los fotógrafos más influyentes del siglo XX, con 23 años se trasladó a Nueva York, donde poco después de su llegada empezó a colaborar con publicaciones como Harper´s Life o Look. En 1950 se casó con Mary Lockspeiser, artista con la que tuvo dos hijos, Andrea y Pablo (llamado así en homenaje a Casals). Frank irrumpe en la escena neoyorquina en un momento en el que el apogeo del expresionismo abstracto coincide con el nacimiento del nuevo periodismo. Sus referentes son Edward Hooper, que no era todavía conocido; Willem de Kooning, a quien pudo observar de cerca, y los poetas, artistas y narradores de la generación beat. De una visualidad descarnada, rigurosa y totalmente exenta de sentimentalismo, pero a la postre poética, Janet Malcolm lo caracterizó como el Manet de la nueva fotografía.

Como fotógrafo ha pasado a la historia por The Americans, serie de imágenes en blanco y negro captadas con una Leica de 35 mm durante un periplo por buena parte del inmenso territorio norteamericano que Frank efectuó a mediados de la década de los cincuenta en un Ford negro desvencijado. Durante el viaje recorrió más de 15.000 kilómetros, capturando un total de 27.000 imágenes, de las que eligió 83 en las que logró captar el alma de su país de adopción con una precisión y sentido de totalidad comparable a lo que hicieron en su momento Tocville, Henry James o Gertrude Stein, cada uno en su ámbito. En plena era de Eisenhower y McCarthy, Frank retrató a los olvidados, marginados eignorados capturando la soledad y el malestar de fondo que subyacía a la aparente buena salud del cuerpo social.

En imágenes que recordaban las primeras emisiones de televisión en blanco y negro, Frank traza una visión de Estados Unidos que sigue siendo tan impactante hoy como entonces. Más quizá, porque en el fondo del alma de la sociedad enferma que atrapan sus fotos no difieren mucho de la actual. El paisaje urbano y rural se perpetúa en carteles donde el ominoso nombre de Trump sustituye a las cruces plantadas al borde de las carreteras del desierto o a las siluetas fantasmales vislumbradas en umbrales, espejos, escaparates o a plena luz. Como señaló Jack Kerouac en el prólogo del libro, hay algo en las fotos de Franl que hace que el aura que rodea a una máquina de discos sea indistinguible de la que flota sobre un féretro. The Americans fue criticado por muchos cuando salió en 1958, pero lo cierto es que cambió las leyes de la fotografía por su audacia en la construcción de la imagen, Frank se pasó el resto de su vida tratando de huir de aquel logro. Para muchos no lo consiguió. La muestra del MoMA da fe de lo contrario.

Titulada Life Dances On: Robert Frank in Dialogue, la retrospectiva ahonda en las seis décadas de trabajo que siguieron a la aparición del épico poema visual de Frank. Integrada por unas 200 obras realizadas a partir de 1958, su recorrido se inicia con la serie On the Bus, secuencia de fotografías captadas aquel año durante un trayecto en autobús a lo largo de la Quinta Avenida neoyorquina. El título de la exposición corresponde a una película realizada por Frank en 1980. Uno de los hitos de Life Dances On, en la que la filmografía de Frank ocupa un lugar preeminente, es la recuperación de su primera cinta, Pull My Daisy (1959), presentada por medio de un clip y una serie de fotos fijas. Basada en La generación beat, obra teatral de Kerouac, codirigida por Alfred Leslie y narrada por el propio autor de En la carretera, la película cuenta con la participación de Allen Ginsberg y Gregory Corso entre otros. Jonas Mekas la saludó como síntoma del nacimiento del nuevo cine underground norteamericano. Sus colaboraciones con los beats dieron lugar a encargos con músicos como Tom Waits, Patti Smith, New Order y, en particular, los Rolling Stones, a quienes dedicó su cinta más conocida, Cocksucker Blues (1972), crónica filmada de la gira que la banda efectuó cuando salió Exile on Main St., cuya portada también es de Frank.

La instalación dedica un espacio a los diarios cinematográficos del artista, en los que registra importantes aspectos de su proceso creativo, alternando entre su apartamento de la calle Bleecker en Nueva York y su casa de Nueva Escocia. Este último escenario ocupa un lugar fundamental en la vida y en la obra de Frank, y la exposición del MoMA se hace eco de ello. En 1970, tras divorciarse, Frank se trasladó a Nueva Escocia con su nueva compañera, la artista June Leaf, algunos de sus trabajos se incluyen en la muestra. Sin tener a su disposición un cuarto de revelado, utilizaba cámaras desechables y polaroids. Uno de sus trabajos más interesantes del periodo es la suerte de autobiografía visual titulada Las líneas de mi mano (1972). Patti Smith describió las imágenes de aquella época como "fotos dentro de fotos, encuadres dentro de espejos, contenedores rotos, una verdadera hemorragia de arte".

Una de sus práctica en la isla de Cabo Bretón consistía en colgar de las cuerdas de un tendedero situado frente al mar fotos en las que aparecía la palabra words. Una de las imágenes más sobrecogedoras de la muestra es la instantánea de una playa batida por una tormenta de nieve. Son aspectos de una búsqueda que trata de arrojar algo de luz (la luz de la que se alimenta todo su arte) sobre el episodio más doloroso de su vida, la perdida de sus dos hijos. En 1974, Andrea, de 20 años, pereció en un accidente de avión en Guatemala. Frank estaba trabajando en una película sobre ella poco antes de que tuviera lugar el accidente. Por aquel entonces, su hijo Pablo empezó a mostrar síntomas de esquizofrénia y fue preciso internarlo en un psiquiátrico. Veinte años después, se suicidó. A modo de respuesta, Frank creó una serie de collages en los que se transpira un devastador sentimiento de pérdida. En uno de los que dedicó a su hija figura la frase "Pienso todos los días en Andrea". Otro ejecutado dos décadas después, lleva por título El sufrimiento, el silencio de Pablo.


Life Dances On: Robert Frank in Dialogue.

MoMA. Nueva York. Hasta el 11 de enero de 2025.


El Pais. Babelia. Núm. 1.717. Sábado 19 de octubre de 2024

Astérix / René Goscinny y Albert Uderzo




¿A qué se debe el éxito de Astérix? «Únicamente al hecho de que hace reír a la gente». La respuesta es del guionista René Goscinny, coautor de la serie junto con el dibujante Albert Uderzo, y ayuda a explicar por qué esta historieta se ha convertido en un fenómeno. Sería injusto no añadir también la importancia del dibujo y pasar por alto la calidad gráfica de estas páginas, el dinamismo de sus viñetas o la tremenda expresividad de sus personajes, pero lo cierto es que lo que hace de Astérix una serie distinta es su capacidad para conectar con el público adulto gracias a un humor con diferentes niveles de lectura. Desde el principio, Astérix puso en práctica eso que años después se convertiría en una práctica muy rentable en las películas de Pixar o de Dreamworks: crear una obra atractiva para todas las edades pero salpicada de referencias y giros humorísticos para los mayores. No nació para dirigirse al público infantil como sí le ocurrió a Tintín, por ejemplo. Tampoco fue nunca una historieta con humor sino de humor, y ahí se desmarca de otros grandes cómics de su tiempo (como el Spirou de Franquin).

Quizás hoy estamos demasiado acostumbrados al humor de Astérix y no nos damos cuenta de la novedad que supuso este personaje, pero en la Francia de finales de 1959, la frescura y el ingenio de sus diálogos eran algo absolutamente inédito. Esa agudeza se la debemos a Goscinny, considerado uno de los escritores franceses más importantes del siglo XX según la revista Lire. Goscinny aportó un tipo de humor basado en la parodia y en los anacronismos, lleno de guiños a la actualidad; un humor capaz de reírse de todo tipo de tópicos y clichés. Así, los galos son una sátira del francés medio testarudo, gruñón, combativo y amante de la comida; los corsos son gente susceptible y los británicos adoran (incomprensiblemente) beber agua caliente. La serie está llena de gags visuales y una gran cantidad de juegos de palabras que se han convertido en un auténtico quebradero de cabeza para todos los traductores. Los mismos nombres de los personajes son una buena muestra, tanto por parte de los galos (Panoramix, Edadepiédrix, Esautomátix) como por parte de los romanos (Caius Bonus, Detritus, Nomefastidius, Aerobus o el borrachín Garrafus). Además, y como ocurrió en España con los tebeos de Bruguera, Astérix ha logrado que algunas de sus expresiones sean adaptadas por el lenguaje popular («¡Están locos estos romanos!»).

En el momento de crear Astérix, los referentes humorísticos de Goscinny no estaban en Europa sino en los Estados Unidos. Allí vivió varios años y conoció a los futuros responsables de la revista Mad, una publicación destinada a revolucionar el cómic gracias a figuras como Harvey Kurtzman. Su humor burlón y travieso, deliciosamente loco, pareció quedar impregnado en Goscinny quien, de regreso a Europa, empezó a crear sus primeras historietas.

Como tantos personajes de Mad, también Astérix es hijo de la parodia; una parodia de la historia y del modo de vida francés que ha dado lugar a múltiples lecturas en clave política. La resistencia de la pequeña aldea gala contra el dominio de Roma se equiparó pronto a la de Francia contra Estados Unidos, y en nuestra época puede interpretarse como metáfora de la lucha contra la globalización. Para otros, en cambio, Astérix representa el conservadurismo y la resistencia al cambio y a la modernidad que está encarnada por Roma.

Las aventuras de Astérix abordan cuestiones que van desde la política (El combate de los jefes) hasta la especulación inmobiliaria (La residencia de los dioses), pasando por la sociedad de consumo (Obélix y compañía), la codicia (Astérix y el caldero) o la banca (Astérix en Helvecia). Pero cada episodio, inevitablemente, termina con una gran cena final que reúne a todos los habitantes del pueblecito galo (perdón, todos menos uno). La repetición del final no es un hecho aislado; en Astérix la repetición consigue efectos cómicos muy fructíferos en complicidad con el lector. Cuando vemos las tropas romanas avanzar seguras y orgullosas por el bosquecillo galo sabemos que pronto serán vapuleadas y que sus impecables trajes quedarán reducidos a jirones; cuando aparecen los temibles piratas sonreímos imaginando cómo será esa viñeta que nos mostrará su embarcación hundiéndose en el mar. Es la misma repetición cómica que hace que el bardo jamás pueda cantar, que Ideafix llore cuando un árbol es arrancado de cuajo, que los peces de Ordenalfabétix se conviertan en armas arrojadizas o que Obélix se enfade cuando alguien lo llama gordo («¿Gordo? ¿Quién está gordo?»).



Veni, vidi, vinci

Con un punto de partida extremadamente local, Astérix ha logrado alcanzar un éxito indudablemente mundial. En el libro Guiness de los récords figura como el cómic traducido a más lenguas (110) y sus ventas ya superan los trescientos cincuenta millones de álbumes. Su repercusión ha crecido imparablemente año tras año. Del primer álbum, Astérix el galo (1961) se imprimieron seis mil ejemplares; tres años más tarde, de Astérix gladiador ya se hicieron ciento cincuenta mil copias, y en 1964, La vuelta a Galia dobló la tirada y alcanzó los trescientos mil ejemplares. Hoy, un nuevo álbum del pequeño y astuto galo disfruta de una primera edición en francés de dos millones. Pero el negocio no acaba ahí, hay que sumar las películas, los parques temáticos, los ingresos por publicidad y una amplia gama de productos derivados; los derechos del personaje generan una cifra de negocio que va de los diez a los veinticinco millones de euros anuales. No es raro pues que después de la muerte de Goscinny, a los cincuenta y un años, Uderzo optara por seguir la serie en solitario y que, una vez jubilado, haya decidido cederla un nuevo tándem. A ellos les toca demostrar si conocen o no el secreto de la poción mágica, ¡por Tutatis!


Jot Down - Cien Tebeos Imprescindibles (2014)


Irvine: el pie, la bota y el calcetín

 El faro del fin del mundo/ Jacinto Antón


La bota y el calcetín, con el pie dentro, de Sandy Irvine.

Jimmy Chin (AP/LaPresse)


No seré yo quien niegue la relevancia de los pies en nuestra consideración de los héroes. Ahí están sin ir más lejos los de Aquiles. Pero he de reconocer que la por otro lado excitante noticia del hallazgo en el Everest de un pie de Sandy Irvine (1902-1924), con sus correspondientes calcetín y bota. me ha dejado, como a muchos, con el paso cambiado, e insatisfecho. El descubrimiento es extraordinario, pero no hay duda de que incompleto. Aparte de que lanza nuevas y acuciantes preguntas -¿dónde está el resto de Irvine?, ¿cómo se separó del pie?-, no sirve para aclarar por fin si Irvine y George Mallory llegaron a la cumbre de la montaña aquel 8 de junio de 1924, 29 años antes de que Edmund Hillary y Tenzing Norgay, sus conquistadores oficiales. Un pie y una bota no te dicen si Mallory e Irvine habían hecho cima antes de matarse, y la famosa cámara que se supone que portaba Sandy y con la que habrían registrado el triunfo no estaba en el calcetín, claro.

La vida hace esas cosas, nos proporciona sorpresas maravillosas -el pie, la bota, el calcetín, ya tan famoso como el de Tàpies- pero que a menudo no son suficiente para que sepamos todo lo que nos gustaría saber. Ya pasó con el hallazgo, mucho más completo, por así decirlo, de Mallory hace 25 años (apareció el cuerpo entero), que también nos dejó el regusto amargo de los enigmas sin resolver, con la única pista de que el alpinista sénior de la pareja no llevaba en los bolsillos la foto de su mujer que había dicho que dejaría en la cumbre. Mallory portaba muchas cosas encima (incluidas unas tijeras de manicura, que ya me dirás si hasta te las quitan en el avión), pero nada que indicara si lograron la cima.

El equipo de ataque al Everest en 1924: de izquierda a derecha (de pie) Irvine, Mallory, Hazard, Odell, Hingston; debajo: Shebbeare, Bruce, Somervell, Beetham.

Royal Geographical Society (Royal Geographical Society via G)

Eramos conscientes desde que encontraron a Mallory, en un golpe de suerte, pues mira que el Everest es grande, de que quizá tendríamos un día la fortuna de dar con Irvine. Y el chico -relativo: 22 años al tratar de ascender la cumbre, hoy tendría 122- ha ido a aparecer , bueno, su extremidad. El descubrimiento, aparte de que confirma absolutamente la muerte del escalador (siempre podías imaginar que había encontrado Shangri-La), tiene una enorme carga sentimental, aunque se trate solo de un pie, y en consonancia han reaccionado los parientes de Irvine, que se ha mostrado "confortados".

El hallazgo del pie ha servido al menos para situar a Irvine: en el glaciar de Rongbuk, 2.100 metros por debajo del lugar donde se encontró a Mallory, que yacía congelado en una pendiente a 8.156 metros. Los restos se han identificado por el nombre del alpinista cosido en el calcetín, una medida que probablemente su propietario tomó pensando no en que le reconocerían así tantos años después sino en no perder el calcetín, como nos pasa tan a menudo en la lavadora.

Sandy Irvine.


Yo ya no soy un recién llegado a la mítica de Mallory e Irvine como lo era cuando hallaron a Mallory, pero sigo sintiéndome un intruso y un puro aficionado en la band of brothers del alpinismo, entre otras cosas porque sufro de vértigo. Pero no puedo dejar de hablar en este contexto del hallazgo parcial del cuerpo de Irvine de las dos ocasiones en las que he vivido algo parecido. Una fue la vez que en la sede de National Geographic en Washington, en 2013, me dejaron tomar en las manos una bota de otro alpinista de leyenda, Barry Bishop, el noveno en pisar la cumbre del Everest, en 1963, y que perdió todos los dedos de los pies en la escalada. No estaban dentro de la bota (lo miré), y tampoco en el calcetín. Los que sí estaban eran los dedos (y todos lo huesecillos) del pie del teniente Eduardo Laucirica cuando el 19 de noviembre de 2002 encontré su calcetín durante la excavación de la ciénaga de El Prat donde se había estrellado el piloto con su caza Messerchmitt Bf 109 en una exhibición aérea 62 años antes. Lo deposité todo en manos de su emocionado sobrino. El espacio que va de El Prat al Everest, como el de un piloto a un escalador, es grande (aunque hay que recordar que el hermano de Mallory, Trafford, alto mando de la RAF, se mató en un accidente aéreo en los Alpes en 1944), pero el sentimiento de encontrar el pie y el calcetín de un aventurero del aire o de la montaña debe ser parecido: alucinante. Esperemos dar con más trozos de Irvine hasta tenerlos completos, a él y a su misterio.

El Pais. Cultura. Sábado 19 de octubre de 2024


jueves, 24 de octubre de 2024

El Eternauta / Héctor Germán Oesterheld y Solano López




En algún lugar de Buenos Aires, en un comercio de comidas caseras con las vallas pintadas de rojo, de amarillo, de azul, hay un letrero: «El único héroe válido es el héroe colectivo». Es una adaptación de una cita muy famosa de Oesterheld, de Héctor Germán Oesterheld, el guionista de historietas que publicó El Eternauta, con Francisco Solano López al dibujo, entre 1957 y 1959, en la revista Hora Cero. Eran tiras, los lectores tenían que esperar a la tirada siguiente y, además, tenían que recordar la historia. Así que al principio se les resume lo que ha ocurrido hasta ahora y al final el relato se resuelve con un «continuará». Y los «continuará» son el mejor recurso de tensión narrativa que conoce cualquier género artístico. El Eternauta es, pues, un folletín. El folletín, ese género impagable de grandísimas obras literarias, desde Historia de dos ciudades hasta Ana Karenina, desde Los tres mosqueteros hasta La flecha negra.

Eran los años de la dictadura argentina de la Revolución Libertadora. Faltaban veinte aún para que a Oesterheld lo desaparecieran junto con buena parte de su familia: sus cuatro hijas, sus yernos, sus nietos. Menos su mujer, todos. Incluso desaparecido, otros han seguido escribiendo historias inspiradas en El Eternauta. Más políticas, menos políticas. Muchas. Supongo que se seguirán escribiendo más.

Juan Salvo es un tipo normal que se reúne con sus amigos para echar una partida a las cartas. Al truco, que además es un juego de equipo, por parejas. Se dan cuenta de que comienza a nevar en Buenos Aires. En Buenos Aires no nieva nunca. Esa es la historia que El eternauta, porque así lo llamó un filósofo de finales del siglo XXI, le cuenta a un guionista de historietas, al propio Oesterheld. Y esta es la historia que no les vamos a contar.



El Eternauta debería llevar impreso un pequeño letrero: Acuérdese de respirar, o algo así. Es un folletín, sí, no sabemos qué va a ocurrir después del siguiente «continuará» y ni siquiera nos imaginamos a qué horrores se van a ver expuestos nuestros protagonistas (porque son nuestros), qué nuevas pruebas más allá de la anterior, qué dificultades tendrán que salvar y a quiénes se están enfrentando. Es un folletín y, por eso, mantiene la intriga, la mantuvo, semana tras semana, durante un par de años. Pero no es el cómic argentino más importante de la historia por ser un cómic de suspense y de ciencia ficción.

Lo es porque suscita todas las preguntas. Si puede uno quedarse en casa, guarnecido, sabiendo que ahí afuera muere gente; si es el individualismo el mayor error que puede cometer un ser social o si, al mismo tiempo, ese ser social no dejará de serlo cuando tenga que sobrevivir. Porque aquí se habla de supervivencia y de lucha. De inteligencia, de guerra, de instrumentos militares, de armas, de engaños, de miedo y de esperanza. Nos recuerda que hay que luchar contra los monstruos y que los monstruos siempre mueren. Y, sobre todo, nos recuerda que la gente que lucha es gente normal. El héroe es un concepto fascista, de todos modos. El superhombre solo, siempre un macho, siempre triunfante, el líder al que no se cuestiona y al que todos siguen con fe ciega... El concepto está muy bien, cuando tienes seis años. A los treinta, aterra. Y así, señores, con un tebeo serializado, un guion cogidito con pinzas y mucha tensión narrativa, un par de tipos que tenían claro que los héroes son creaciones aterradoras que solo sirven para los cuentos de antes de dormir, comenzó el cómic para adultos.

Porque, a pesar de la cita del principio («el único héroe válido es el héroe “en grupo”, nunca el héroe individual, el héroe solo») aquí, héroes, no hay ninguno. Este cómic está poblado de víctimas. Tipos corrientes, mujeres corrientes (y pasivas, ya, muy pasivas: estamos en la Argentina de finales de los años cincuenta) que toman la iniciativa, que ponen su sabiduría y sus ideas al servicio de los demás o que intentan explicar cuál es la desgraciada justificación para que actúen como actúan. Ya lo dijo Graham Greene: «Si conociéramos la última razón de todo, tendríamos compasión hasta de las estrellas». De eso también habla El Eternauta. De la compasión.

Supongo que esa es la razón por la que, en medio de una escena cualquiera de guerra, olvidándome de respirar durante cuatro o cinco páginas, de pronto haya pensado en la belleza de los objetos cotidianos, en lo hermoso de morir como uno quiere y en que quizá la mayoría de la gente pueda ser buena si al fin la ves y haya terminado llorando.


Jot Down - Cien Tebeos Imprescindibles (2014)



La conexión Morrison-Millar

¿Qué ocurre cuando dos grandes guionistas escriben historias protagonizadas por personajes de Marvel?

Portada del cómic de Los 4 Fantásticos.

José Luis Vidal

20 de octubre 2024

Ambos son escoceses, les separan pocos años de edad y sí, hace ya algunos años trabajaron juntos en varias colecciones del cómic británico como Janus: Psi-Division, Judge Dredd y, al dar el salto al charco, ya en una de las grandes editoriales norteamericanas, era casi imposible desligar el trabajo de ambos, formando y muy buen tándem, y una muestra de ello fue su labor en las colecciones Swamp Thing, Aztek, The Ultimate Man, The Flash o The Human Race.

Grant Morrison fue uno de esos guionistas británicos que formaron parte de la imaginaria ‘invasión’ que supuso un antes y un después en DC Comics. Junto a él Alan Moore, que llegó un poco antes, y seguido por Neil Gaiman, Jamie Delano, Peter Milligan…

No voy a reseñar aquí los tremendos éxitos que a lo largo de su ya extensa carrera ha ido acaparando Grant Morrison, un autor capaz de llevar a las páginas de sus obras lo más extremo, lo bizarro (The Filth), y que sin embargo, cuando se trata de personajes icónicos como Superman o Batman, su trabajo es como un personal y renovador soplo de aire.

Mark Millar, por otro lado, es una auténtica bestia creativa, de su pluma han surgido unos de los mejores cómics de los últimos años, publicados tanto en DC como en Marvel: Superman Adventures, The Authority, The Ultimates

El fulgurante éxito de su carrera le llevó a crear un sello propio, en el que ha parido docenas de títulos junto a algunos de los mejores dibujantes del mercado internacional. Las peripecias de muchos de estos personajes han sido llevadas a la gran pantalla, como es el caso de Kick-Ass, uno de los más exitosos. Después de una larguísima temporada en la editorial Image, en los últimos meses ha decidido llevar su catálogo y nuevas creaciones a otros sello independiente, Dark Horse.

Pero aquí estamos para hablar de una afortunada casualidad, y que aunque sus carreras se separaron hace ya muchos años, Panini Comics ha tenido a bien reeditar dos de sus obras más famosas, creadas para La Casa de las ideas, Marvel.

En Los 4 Fantásticos: 1234, Grant Morrison tomó a la primera familia marvelita y la llevó al límite, ya que la mejor manera de acabar con estos superhéroes es romper su unidad.

Un agobiado y triste Ben Grimm volverá a recuperar su humanidad, pero pagando un alto precio. Será como hacer un trato con el Diablo, aunque en esta ocasión éste esconda su rostro tras una máscara metálica.

El corazón de Sue Richards volverá a latir cuando en su camino vuelva a cruzarse cierto monarca de las profundidades que siempre le ha confesado su más absoluto amor.

Johnny Storm, por su parte, se verá atrapado en las profundidades de una insondable sima, rodeado de enemigos y sin poder activar su flamígero poder.

Y mientras tanto, ¿qué hace Reed Richards?

¿Casualidad, o todo se trata de un maquiavélico plan tramado por una de las mentes más brillantes y retorcidas del Universo Marvel?

Junto a Jae Lee, Morrison nos regala una de las mejores historias, con un inesperado final, protagonizada por Los 4 Fantásticos.

Portada del cómic de Lobezno


Y si hablamos de buenos relatos, el mejor ejemplo puede estar en
El viejo Logan, en el que Mark Millar y Steve McNiven nos llevan a un apocalíptico futuro en el que los superhéroes han sido eliminados por la unión de los villanos, que se han repartido el mapa de los Estados Unidos, convirtiéndose en presidente el peor de ellos, nada más y nada menos que Cráneo Rojo.

Pues bien, dentro de este desolado paisaje vital, un anciano Logan ha formado una familia, junto a su mujer y tres hijos malvive como puede, teniendo problemas económicos para pagar el alquiler que vienen a reclamarle los terroríficos Banner, la degenerada descendencia de “ya sabéis quién”.

Una oportunidad para ganar el dinero que necesitan surgirán con la aparición del ahora invidente Clint Burton, al que todos conocían como Ojo de Halcón, que le propone a Logan un largo y peligroso viaje hasta Nueva Babilonia, la capital del país.

A lo largo del periplo se van a encontrar y enfrentarse a multitud de peligros. Pero eso sí, sea cual sea éste, Logan se niega a volver a sacar sus legendarias garras de adamantium.

Pero su destino, aunque él lo evite, ya está marcado…

Dos cómics estos que os harán pasar un muy buen rato, y en el que sus autores toman a estos personajes y los llevan más allá, donde ningún creador se atrevió hasta entonces.


Diario de Cadiz


Sorolla, la luz como placer

 Desde el puente / Manuel Vicent

Bañar a los niños (1899), de Joaquín Sorolla

Hace ya muchos años Franco y yo llegamos a Valencia el mismo día, un 9 de octubre, festividad de san Dionís, patrón de los pasteleros. Al parecer el dictador venía para tomarse una paella a bordo del portaaviones Coral Sea de la VI Flota norteamericana, fondeado en aguas de la Malvarrosa, el primer navío de guerra que se paseaba por los mares de España después de la firma de las Bases, y yo llegaba desde el pueblo a la ciudad con una maleta en la mano para estudiar el preuniversitario. Al atravesar la huerta de Alboraya, los vagones de aquel tren borreguero se habían llenado de perfumes agrícolas y por las ventanillas se veían rocines arando y labradores encorvados sobre los surcos trazados a tiralíneas. Era el espacio literario de La barraca, de Blasco Ibáñez.

A la altura del Cabanyal el paisaje había comenzado a llenarse tapias y escombreras; el tren se abría paso con lentitud entre fachadas sucias con mucha ropa tendida en las ventanas. Yo sabía que detrás de aquellos barracones de pescadores estaba el mar y aquel mar era el que había pintado Sorolla. En el paso a nivel del Camino de Tránsitos esperaba la gente detrás de la barrera con bicicletas, motos, camiones y otros carromatos, todo ruidoso y polvoriento. Muy pronto, bajo el asiento de madera sentí que las vías comenzaron a dividirse y a multiplicarse con cada golpe de las agujas que sacudían los vagones. Esta vez también me había parecido que las ruedas discurrían por aquella trama de rieles, guiadas por un instinto que las hacía llegar de forma inexorable al andén preciso y necesario, siendo el maquinista probablemente el primer sorprendido. Después de tantos años, ignoro si en aquella trama de raíles estaba mi destino. Todo iría bien si acertaba con la vía que me llevara a realizar los sueños que transportaba en la maleta. La estación del Norte, infestada de policías secretas, aún olía a humo y carbonilla de posguerra. Los pasajeros, gente en general derrotada, con la mirada baja, llevaban el miedo guardado en el bolsillo.

Instalado en un colegio mayor en Valencia, un día fui por primera vez al Cabanyal en un tranvía que tenía la parada en la Glorieta y me apeé frente al derruido balneario de Las Arenas. En aquella Valencia de los años cincuenta del siglo pasado, aplastada por la dictadura, ese viaje a pegarse un baño en el mar era como una batalla que se libraba entre la represión política y la audacia de los sentidos que habían comenzado a reventar las costuras. El placer estaba a punto de convertirse en un arma de combare por la libertad.

A finales del siglo XIX estos poblados marítimos estaba unidos a las colonias veraniegas que los burgueses de Valencia habían establecido en las playas, y allí se juntaban con los pescadores de vida aperreada que sirvieron de modelos a Sorolla para sus cuadros del mar, a los que debe lo principal de su estética. Desde el balneario de las Arenas, donde permanecía todavía un pabellón de baños en forma de Partenón pintado de azul y una famosa piscina, comencé a caminar por la orilla hasta llegar a la playa de la Malvarrosa, donde la casa de Blasco Ibáñez en estado de ruina sin puertas ni ventanas estaba a merced de los pájaros y murciélagos que entraban y salían. Las pasiones que el escritor había descrito en su novela Flor de mayo estaban sumergidas en mi memoria. También estaba sumergida toda la pintura de Sorolla. Cuadros de bueyes tirando de las barcas con los marineros sentados en el testuz, las velas desplegadas color mostaza, los niños desnudos dentro del agua hasta donde llegaba la pincelada para captar la luz del sol sobre la piel iridiscente, las pescadoras vestidas de blanco con su mirada muy dura hacia el horizonte, los burgueses con las chaquetas de pijama en sus mecedoras, los marineros en las tabernas silenciosos o contando aventuras y desgracias. Aquel mundo de Sorolla y Blasco Ibáñez con tanta luz restellante, con tanto sudor, con tanta felicidad envuelta el blasfemias, había desaparecido.

En la plaza de Tetuán, junto a la glorieta donde hace años tomé aquel tranvía que me llevó al mar de Sorolla, se levanta el edificio de Bancaja, cuya fundación cultural acaba de inaugurar una exposición de más de cien cuadros del pintor. He tenido el privilegio de poner las palabras como soporte a sus imágenes. Sorolla pertenece  al inconsciente colectivo de los valencianos, el sustrato de su luz forma parte de la lucha contra el oleaje de pasiones que golpea el espíritu. Sentado en un banco de la glorieta me vino a la memoria aquel lejano día que llegué a Valencia con la imaginación llena de sueños. La pintura de Sorolla en el mar de Valencia era esa dicha que había que conquistar. Las campanas del Miguelete volteaban a gloria en honor a Franco, que acababa de llegar a la ciudad. Vi pasar su caravana de coches blindados desde una acera de Colón, con la maleta en la mano entre el gentío que aplaudía al dictador. Han pasado muchos años.


El Pais. Cultura. Sábado 12 de octubre de 2024

miércoles, 23 de octubre de 2024

Ted Nasmith, el ilustrador que da forma al universo fantástico de Tolkien

Uno de los creadores más célebres de la obra del autor de ‘El señor de los anillos’ reflexiona sobre la eternidad de la gran epopeya fantástica y sus vínculos con el arte clásico

Lúthien, personaje de 'El silmarillion', de Tolkien, ilustrada por Ted Nasmith. Eva Pernas Vázquez

Ángel Luis Sucasas Fernández

Avilés - 23 OCT 2024

La lluvia tamborilea sobre el techado del bar interior del hotel Palacio de Avilés. Es verano de 2024 y el verdor de los jardines franceses del edificio, visibles desde allí, a resguardo, casi evoca a los de la Comarca, la región más apacible de la Tierra Media, donde aquellos hobbits inventados por J. R. R. Tolkien vivían sin más sobresaltos que disfrutar de los aros de humo soplados por largas pipas o dar cuenta de la crujiente panceta del segundo desayuno. Ted Nasmith (Goderich, Canadá, 68 años) no es, desde luego, un hobbit. Más bien tiene el aspecto de un sabio y sereno académico, alguien similar a la figura que viene a la mente al pensar en Tolkien, el autor de El señor de los anillos, El hobbit y El silmarillion, entre otros títulos fundamentales de la literatura fantástica, al que este pintor de formación clásica ha dedicado lo mejor de su exitosa carrera.

Nasmith fue la gran estrella de la decimotercera edición del festival Celsius 232, de la fiesta mayor del género fantástico en España, que debe su nombre a la conversión en la escala de temperatura con la que Bradbury tituló su célebre novela, la temperatura a la que arde el papel: Fahrenheit 451. El artista ha ilustrado docenas de estampas, muy a la manera bíblica de los clásicos, sobre óleo, de esas maravillosas gentes y parajes inventados por Tolkien. Las que acompañan a este artículo fueron elegidas por él; especialmente, la que retrata a Lúthien, un personaje maravilloso, una elfa cuyos cabellos crecían como los de Rapunzel, que vive una fábula extraordinaria, a lo Romeo y Julieta, con Beren, humano y su enamorado, en una de las narraciones más inolvidables y aún pendiente de conocer por el gran público, relatada en El silmarillion, porque esta colección de relatos no ha sido adaptada al cine.


Imagen inspirada en 'El hobbit', específicamente en el capítulo inicial titulado 'Una fiesta inesperada'. Eva Pernas Vázquez

Otra, que lleva por título A través del bosque, fue la primera vez que Nasmith se atrevió a ilustrar a Tolkien. Fue el intento inicial de reflejar ese relámpago que le atravesó el alma en diciembre de 1971, cuando leyó por primera vez la obra del autor en una edición de El hobbit regalada por su hermana. “Fue un proyecto escolar, a los 14 o 15 años. Mi maestro me pidió que definiera yo la tarea para toda la clase. Vi la oportunidad. Dije que el tema sería el viaje e intenté mi primera ilustración de Tolkien, un grupo de enanos que surge de lo profundo de un bosque”, rememora. Esa ilustración, que acompaña este artículo, cuelga hoy de las paredes de un hermano de Nasmith.

El amor no se puede fingir. El que surge, en susurro reverente, de labios de Nasmith al hablar de Tolkien transmite ese tipo de amor, intoxicante y puro, que solo se reserva para lo que uno se lleva a la tumba: “Piensa que lo escribe después de la guerra [Tolkien fue combatiente en la II Guerra Mundial, junto con sus dos hijos]. Sé que sufría de depresión, por las cosas terribles que presenció. Pero, en vez de agriar su obra, o de convertirse en un antibelicista, el sentimiento de lo que vio se integró en La Tierra Media. Todo adquiere un peso, una muerte… Los días gloriosos son ya el pasado; y es hora de contar, en cierta manera, el final de todas las cosas”. Se refiere, evidentemente, a la monumental obra maestra de Tolkien, El señor de los anillos, uno de los 10 libros más vendidos, según múltiples clasificaciones, de la historia de la humanidad.

En lo tocante a su arte, Nasmith se ve muy cerca del espíritu clásico de los grandes maestros del Renacimiento. Curiosamente, pintar sobre el imaginario fantástico lo ha acercado a los clásicos. “Los artistas del pasado estaban muy limitados en lo que podían representar. Porque, básicamente, eran estampas bíblicas pagadas por la iglesia. Pero, de pronto, tenemos una generación de artistas, tan buenos como los del pasado y con una formación muy similar, tremendamente más libres para elegir el tema. Me parece especialmente hermoso que haya florecido este arte hermoso y clásico precisamente en el reino de lo imaginario”, comenta. La sagrada trinidad de artistas dedicados a Tolkien: John Howe, Alan Lee y él mismo, han trabajado en este tipo de arte de gran formato, deudor de clásicos como Miguel Ángel.

Ilustración de Ted Nasmith inspirada en el 'El hobbit'. Eva Pernas Vázquez

Nasmith no solo ha dedicado su arte a Tolkien. También ha ilustrado, con tremendo éxito, al otro gran escritor de la segunda mitad del siglo XX de la fantasía épica: George R. R. Martin y su Canción de hielo y fuego o, como se la conoce por su popular encarnación televisiva, Juego de tronos. Pero la gravedad lo vuelve a impulsar una y otra vez hacia Tolkien y especialmente hacia la colección inconclusa de fábulas y retales mitológicos que es El silmarillion, la obra que inspira la serie de televisión producida por Amazon Los anillos del poder. “Me apetece hacer algo de gran formato [un coffee table book, ese tipo de volumen apaisado y enorme que se estila para lucir las obras de lujo ilustradas], algo que incluso pudiera expandir una ilustración enorme, horizontal, en dos páginas. Eso es lo que quiero explorar en este tramo de mi carrera. Lo más horizontal posible. Y lo quiero dedicar al Silmarillion. Tengo docenas de bocetos que aún no he transformado en cuadros”.

¿Miedo a repetirse? Nasmith comparte una reflexión sobre lo que cree que es el arte y la vida, la danza entre ambos extremos: “Creo que el arte debería tratar sobre la consistencia, no creerte demasiado acerca de lo que haces, pero hacerlo de una manera totalmente consistente y coherente en conjunto, como si toda la vida y todo el arte fueran una sucesión de momentos que llevan a una misma senda”. Cree que la obra de Tolkien es ese tipo de arte. Y añade: “Creo que era un libro para introvertidos. No puedes ser un ególatra sociable y juerguista y apreciar el sutil romance y la latente tristeza que embarga esta obra”.


El Pais