jueves, 10 de octubre de 2024

Las aventuras de Tintín / Hergé




Tintín ha metido a más gente en las facultades de periodismo en el último siglo que Woodward, Bernstein, Thompson, Chaves Nogales, Camba, Talese y Kapuscinski juntos. Si no creen a este reseñista, crean a Jon Lee Anderson: «Dame un Tintín en el Tíbet o un Las joyas de la Castafiore y estoy feliz».

Tintín es el anzuelo que te atrapa a esa edad en que el cerebro aún está tierno, y te hace preguntarte por qué no dedicarse a esto. Antes, mucho antes de descubrir que el fascinante mundo del reporterismo profesional se levanta sobre los pilares podridos de la publicidad, la precariedad, los compañeros cobardes, los directivos mediocres y, lo peor de todo, la auto-censura eternamente justificada, Tintín nos metió en el alma esa idea, ilusionante pero envenenada, de que la única diferencia entre un periodista y un detective es que uno de los dos sabe poner por escrito aquello que presencia.

Cierto, de las veinticuatro aventuras que Hergé, seudónimo del belga Georges Remi, dibujó entre 1929 y 1976, solo en una, Tintín en el país de los soviets (1930), el pelirrojo imberbe acabó publicando una historia. Pero bah.

Las aventuras de Tintín empezaron publicándose como un serial en el suplemento juvenil de un diario católico, Le Vingtième Siècle, lo que explica en parte que en historias como Tintín en el Congo se ensalce hasta límites hagiográficos la labor de los misioneros belgas en la, por entonces, colonia africana. También se ofrece una visión de los congoleños como un rebaño de adoradores del hombre blanco, a ratos mano de obra complaciente y domesticada, a ratos díscolos y asalvajados. Desde 2007, las librerías del Reino Unido sacaron este tomo de las colecciones juveniles y lo colocaron en las estanterías de novela gráfica para adultos, advirtiendo de su contenido. Mundo enfermo.

El de abanderado de la supremacía blanca no es el único reproche que se le ha hecho a Tintín, un personaje que no resiste bien al ser visto con ojos del siglo XXI, donde la corrección política ha ido carcomiendo la piel de la opinión pública, haciéndola cada vez más fina. Su cuaderno de notas recorrió una Europa y un mundo que cambió abruptamente entre la década de los treinta y los setenta del siglo pasado. Algunos de sus villanos eran judíos, descritos habitualmente como avaros banqueros de nariz puntiaguda. Así el malvado financista Blumenstein, que aparece en La estrella misteriosa de 1942, fue modificado en las ediciones de después de la guerra para pasar a llamarse Bohlwinkel, y ya no era americano, sino originario del país ficticio de São Rico. Del mismo modo, en Tintín en el país del oro negro de 1939, situado en Palestina, los terroristas que inicialmente estaban dirigidos por un rabino, fueron «convertidos» en árabes tras el Holocausto, lo que hace un par de años también provocó quejas de la comunidad islámica.

No sorprende que, en muchas ocasiones, Hergé acabase tirando de países ficticios, como el citado São Rico, San Theodoros (que aparece en La oreja rota o Tintín y los pícaros) o la muy recurrente monarquía de Syldavia, que Tintín visita hasta en cuatro ocasiones. Pese a esto, no se descarta que algún grupo de radicales transilvanos haya reivindicado en estos años la verosimilitud de Syldavia y ordenado quemar libros como El cetro de Ottokar, Objetivo: La Luna o El asunto Tornasol.



A lo largo de los años, y en particular a partir de El Loto Azul, su quinta entrega, las aventuras de Tintín fueron haciéndose mucho más sofisticadas y complejas gracias a que Hergé dedicó más tiempo y esfuerzos —he aquí quizás la contribución periodística más importante— a documentarse sobre los países a los que iba a mandar a Tintín y sus célebres personajes secundarios, que en obras posteriores fueron tomando cada vez más protagonismo, caso de los agentes Hernández y Fernández (Dupont y Dupond en el original), el profesor Silvestre Tornasol o la recurrente diva Bianca Castafiore.

Y en particular, el capitán Archibald Haddock, que hace su introducción en El cangrejo de las pinzas de oro. En las siguientes entregas, su castillo de Moulinsart se convierte progresivamente en un centro de operaciones para el reportero y su inseparable fox terrier Milú, que disfruta lamiendo los charquitos de whisky Loch Lomond que el capitán, habitualmente ebrio, va desparramando mientras se desgañita con una legendaria sucesión de insultos, que incluyen: «¡Ectoplasma! ¡Filibustero! ¡Pirata de carnaval! ¡Vendedor de guano! ¡Cercopiteco! ¡Beduino interplanetario! ¡Bebe-sin-sed! ¡Ornitorrinco! ¡Cordero mal peinado! ¡Antropófago! ¡Papú de mil diablos!» y mi favorito personal, «¡Bachibuzuc!».


Jot Down - Cien Tebeos Imprescindibles (2024)


Ley natural de compensaciones por Maitena

El Pais Semanal número 1.497
Domingo, 5 de junio de 2005

 

miércoles, 9 de octubre de 2024

Historias en blanco y negro

Buñuel
Luis Buñuel y un actor caracterizado de guardia civil, en el rodaje de "Tristana", en Toledo, en 1970. "De Buñuel recuerdo que se hacía respetar", afirma Mary Ellen Mark.

Con sus retratos documenta la vida que la sociedad ignora. La norteamericana Mary Ellen Mark, un mito de la fotografía se ha acercado a los marginales, a los dementes, a las prostitutas, y con su cámara ha trazado su historia ignorada El libro "Exposure" recoge sus grandes fotografías. Por Bárbara Celis. Fotografía de Mary Ellen Mark


Gitanos. En el Somorrostro, el barrio gitano de  de Poblenou, en Barcelona, en 1987. Hoy forma parte del desarrollo urbanístico del Fórum.


Mary Ellen Mark es una mujer temperamental. Se percibe desde el primer momento en que uno se adentra en su estudio neoyorquino del Soho, donde tras la colonización comercial que se produjo en los años noventa apenas quedan ya artistas. Su espacio es uno de los pocos que resisten la embestida del disparatado aumento de los precios de los alquileres, pero ella ha peleado por mantenerlo, como siempre ha hecho con todo lo que realmente le importa. Y quizá por eso lo ha llamado Falkland Road, como una de sus series de fotografías más emblemáticas, tomadas en los prostíbulos de esa calle de Bombay en 1978.
En el estudio de Mary Ellen Mark el trabajo de toda su vida está archivado en gigantescas librerías. En este luminoso loft, la fotógrafa, que acaba de cumplir 65 años, pasa la mayor parte del día. De las paredes cuelgan decenas de fotografías colocadas sin orden aparente, pero con una sutil conexión entre ellas que a simple vista parece difícil de explicar. Es la misma sensación que produce su último libro, Exposure, una selección de 134 imágenes que abarcan sus cuarenta años de carrera, y en el que Mary Ellen Mark ha trabajado durante dos años. Son las imágenes con las que se siente emocionalmente más cercana, fotografías con una carga profundamente humana que la han convertido en una de las mejores profesionales de su generación. La mayoría de ellas pertenecen a alguna de las series con las que ha tratado de documentar a grupos sociales en contextos problemáticos concretos: homeless, prostitutas, niños de la calle, jubilados, enfermos mentales... Y aunque muchas fueron va publicadas, otras permanecían ocultas en su archivo personal.

Al entrar en su estudio, lo primero que se escucha es su voz. Tiene el pelo muy negro, recogido en unas trenzas largas que le dan un aire entre naïf y hippy, y vestida de negro riguroso. Su marido, Martin Bell, un director y productor británico con quien Mark ha colaborado en numerosos proyectos, está viendo uno de sus documentales Gemelos, un proyecto complementario de otro de los libros de la fotógrafa en el que aparecen varias parejas de gemelos. "Es uno de mis trabajos favoritos", señala Mark. "Siempre me han intrigado los gemelos, es inquietante ver a dos personas tan iguales; visualmente es atractivo y humanamente es siempre sorprendente", explica.

Mary Ellen Mark no parece muy interesada en hablar. "Todo lo que hoy se hace en la prensa tiene un objetivo puramente comercial. No se profundiza en las historias. Todo es dinero. Y lo peor es que no creo que haya vuelta atrás. El trabajo que yo hago no es rentable, así que ahora me lo tengo que financiar sola. Hace cuarenta años cuando comencé a trabajar como fotógrafa documental, había revistas como Life que te encargaban un reportaje en el que podías trabajar durante meses y podías entender las situaciones en las que te sumergías, y ser realmente veraz y poner el acento en problemas sociales. Ahora no hay publicaciones que hagan eso porque contar historias sobre gente común no vende. Se está explotando tanto el concepto famosos que sin famosos dentro no hay historia. Y al final todo el mundo cuenta lo mismo, tanto por escrito como en imágenes. Todas las fotografías de ese tipo son Iguales. creo que el único gran retratista de estrellas es Irving Penn, porque sabe mostrarlas en toda su humanidad", remacha con rotundidad.

No obstante, en Exposure no faltan las imágenes de celebridades, aunque son muy contadas. Una de ellas es una fotografía tomada en el rodaje de la película Satyricon, de Federico Fellini, en la que el director italiano aparece de espaldas dando órdenes con un megáfono. Mary Ellen Mark la tomó cuando tenía 29 años. Fue su primer gran encargo profesional para la revista Look: pasar tres meses junto al
"gran Federico". "Entonces, las cosas también eran diferentes en el cine. No existía esa obsesión por los famosos ni tampoco esa necesidad por mostrarles siempre perfectos. Eras libre de pasearte a tus anchas por un rodaje. Es un trabajo comercial, pero, al contrario que muchos otros, es enriquecedor porque aprendes mucho de la gente del cine. En esa industria hay muchos creadores con talento, y no me refiero sólo a los directores o actores, sino a los técnicos anónimos".
Entre los muchos cineastas que ha conocido también está Luis Buñuel, con quien pasó algunos días en España durante el rodaje de Tristana. "Recuerdo que le tenía cierto temor reverencial, se hacía  respetar", dice del director español. Recientemente ha estado en Marruecos tomando fotografías en el rodaje de Babel, la nueva película de Alejandro González Iñárritu, el director de Amores perros. "Es uno de los pocos que aun te permiten trabajar con libertad en sus rodajes. Es un hombre con visión y procede de un país fascinante, México".

Allí es donde ha encontrado su nueva fuente de inspiración, después de haberle dedicado casi treinta años a la India. Ahora encuentra on Mexico las sensaciones que le fascinaron la primera vez que viajó a lo que considera casi como una segunda patria. Desde su primer viaje a la India en 1968, Mary Ellen Mark no ha dejado de volver allí para mostrar cómo vive la gente. "El mundo tiene que saber cómo viven
otros seres humanos Pero hay que mostrarles siempre con dignidad. En el fondo, lo que intento es que mis imágenes provoquen sensaciones", explica.


El circo y el rodeo. Arriba, perros adiestrados del circo de Tienam (Lenin Park, Hanoi, 1994) y jóvenes tejanos mostrando sus dólares en Boerne Rodeo (Tejas, EE UU, 1991).


Mary Ellen Mark fue una de las primeras en fotografiar a la madre Teresa de Calcuta poco después de que recibiera el Premio Nobel de la Paz, y a pesar de que lo recuerda como un provecto difícil, "porque ella era una mujer poco accesible", nada es comparable a lo que supuso ganarse la confianza de las prostitutas de Falkland Road. Entrar en su mundo fue una labor de paciencia y perseverancia que duró semanas. pero Mary Ellen Mark estaba decidida a fotografiar sus vidas y aguantó sus insultos y sus desplantes hasta que la aceptaron en su ambiente. "Es muy testaruda. Si se le mete algo en la cabeza es muy dificil que tira la toalla", asegura su marido, a quien conoció en el rodaje de Ragtime, de Milos Forman, hace 25 años. Mary Ellen Mark acabó haciéndose tan amiga de las habitantes de los burdeles de Falkland Road que vivió con ellas durante tres meses. Aquella experiencia la trasladó a un reportaje para la revista Life y a un libro que la hizo célebre. "Sin duda me ayudó el ser mujer. Creo que se nos abren más puertas porque resultamos menos amenazadoras".

En la India alimentó otra de sus pasiones: el circo. "Es culpa de Fellini y sus películas", asegura. Niños contorsionistas, elefantes juguetones, gorilas impertinentes, domadores de leones... Siempre que Mary Ellen Mark viajaba a alguna ciudad india averiguaba qué circo había en las inmediaciones y conseguía ganarse la amistad de sus artistas. Es el mismo ritual que ha seguido con otros protagonistas de su obra.
Tiny, una niña que se prostituía en las calles de Seattle en 1983, es quizá el mejor ejemplo de las relaciones que la fotógrafa ha sido capaz de establecer con quienes se ponen frente a su objetivo. "La conocí cuando tenía 13 años. La revista Life me envió a Seattle a hacer un reportaje sobre niños de la calle, y ella era una de las más jovenes. Entablamos una relación muy fuerte, que aún se mantiene. A lo largo de los años he vuelto varias veces a fotografiarla. Ahora tiene nueve hijos y acaba de salir de una depresión. Tiny tiene esa extraña cualidad que la permite ignorar la cámara y estar siempre cómoda frente a ella. Y además es una amiga", explica Mary Ellen Mark.

Aquel reportaje fue el principio del documental Streetwise, por el que su marido fue candidato al Oscar. Bell utilizó los contactos que había hecho Mark para introducir cámaras de cine en el entorno de estos adolescentes que tonteaban a diario con la vida y la muerte. "Muchos no han sobrevivido. Por eso me siento afortunada de poder aún seguir viendo a Tiny", dice Mary Ellen, quien afirma que jamás ha pagado a nadie para tomar su foto. "Es un mal vicio: una vez que empiezas no se puede parar. Ningún fotógrafo debería hacerlo", sentencia.

Ella, que escogió no tener hijos "porque no vengo de una familia excesivamente feliz", creció, no obstante, fascinada por las fotografías de esa misma familia, que ojeaba una y otra vez al volver a casa después del colegio. "Me enamoré de la sensación de ver el tiempo congelado, paralizado", recuerda. A los nueve años le regalaron una cámara Brownie, con la que retrataba su pequeño mundo. Pero nunca pensó en dedicarse a esta profesión, hasta que decidió entrar en un curso de fotografía y desde ese momento "no hubo vuelta atrás. Me convertí en adicta a la posibilidad de entablar relaciones con la gente a través de la cámara, de expresar sentimientos con ella". Curiosamente, a Mary Ellen Mark no le gusta, como a otros fotógrafos, tomar imágenes de sus amigos ni hacer autorretratos. "No sé por qué me resulta mucho más fácil acercarme a los desconocidos". Y ésa es precisamente una de las cosas que les propone a sus alumnos durante los talleres que imparte varias veces al año tanto en Nueva York como en Oaxaca (México)

Durante uno de esos talleres, organizado en su estudio el pasado junio y al que invitó a asistir a EPS, Mary Ellen Mark insistía ante sus alumnos en la necesidad de que cada fotógrafo encuentre un lenguaje propio. "Lo peor que puedes escuchar es que tu trabajo se parece al de otro", explicaba ante una veintena de admiradores que, según Mary Ellen, "tienen un futuro muy difícil, porque aspirar a hacer fotografía documental hoy significa morirse de hambre".

Una de sus armas para la enseñanza es una carpeta de recortes en la que se suceden los ejemplos de fotografías actuales de famosos al estilo de las que se publican en la revista Vanity Fair junto a las que aparecen imágenes muy parecidas tomadas por ella con anterioridad. "La gente copia constantemente, y eso es algo que no soporto. Hoy muchos fotógrafos no tienen ningún reparo en publicar imágenes que tratan de vender como originales y que en realidad son meras copias de artistas de otras épocas. A mí hay alguien que me ha copiado muchas veces, y estoy harta. Pero estoy preparando mi venganza", afirma misteriosa sin querer decir quién es esa persona.

Según Mary Ellen Mark, que acaba de ser elegida recientemente la mejor fotógrafa de todos los tiempos por los lectores de la revista American Photography y que cuenta entre otros premios con el World Press Award al trabajo de toda una vida, lo que le ocurre a muchos de sus alumnos es que acuden a sus talleres sabiendo muy poca historia de la fotografía. "A veces no saben ni quién es Robert Frank, y eso es una catástrofe. Hace poco una revista hizo un listado con los mejores de todos los tiempos, y todos los que aparecían eran fotógrafos comerciales. Me enfada muchísimo porque a los jóvenes no les está enseñando lo que se debería".

Mary Ellen Mark ha sido una de las míticas fotógrafas de la agencia Magnum, pero nunca ha estado en una guerra. "Me aterroriza la idea, no sería capaz", asegura. Sin embargo, sí se atrevió a pasar un mes en un hospital mental de mujeres, del que surgió su libro Ward 81,  uno de los 15 que ha publicado. "Fue una experiencia dura, pero aprendí mucho. Fue parte de la promesa que me hice a mí misma de tomar siempre imágenes que hicieran sentir fotos sobre personas que me preocupan. Creo que puedo decir que soy una mujer afortunada". Sus fotos, crudas, reales, son la clave silenciosa de lo que ella llama suerte.

El libro "Exposure. Las fotografías icono de Mary Ellen Mark", con texto de Weston Naef, está editado por Phaidon.

El Pais Semanal número 1.506. Domingo 7 de agosto de 2005



El aire acondicionado por Maitena

 


El Pais Semanal número 1.505
Domingo, 31 de julio de 2005

martes, 8 de octubre de 2024

Dan Da Dan: primer episodio (y créditos) disponibles

 

Creditos iniciales


“Dan Da Dan” comenzó en todo el mundo (en SVOD en Netflix, Crunchyroll, Hulu, Muse y ADN).

Dirigida por Fuga Yamashiro en el estudio Science Saru , la serie está adaptada del manga de Yukinobu Tatsu.

Y como suele ser el caso del anime, los créditos iniciales y finales se han publicado en línea, incluida una apertura muy hermosa dirigida por Abel Góngora (artista español), y donde también estoy muy feliz de señalar que los guiones en color (ver más abajo ) fueron realizados por Sophie Li (artista china).

Via Catsuka


Un cómic que ni está pintado al óleo ni sobre lienzo

Francisco Naranjo




Dos holandeses en Nápoles

Álvaro Ortiz

Astiberri Ediciones/Museo Thyssen-Bornemisza España

Rústica (cuaderno cosido) 

28 págs.

Color

Obra relacionada

El tríptico de los encantados

Max

(Museo Nacional del Prado)

El perdón y la furia

Altarriba y Keko

(Museo Nacional del Prado)

Caravaggio 1. El pincel y la espada

Milo Manara 

(Norma Editorial)

Hubo un tiempo en el que la idea de que un museo, un MUSEO, como el del Prado o el Thyssen-Bornemisza, interactuara de una u otra forma con el mundo del cómic era poco menos que el sueño húmedo de cualquiera que estuviera relacionado con el medio (dibujante, guionista, editor, lector, librero). Y, sin embargo, hemos llegado a verlo. El Thyssen contó en 2014 con Miguel Ángel Martín para acompañar y complementar su exposición Mitos del Pop con un breve y contundente librito, y el Prado hizo lo propio en 2016 con su exposición sobre el Bosco y Max. La aventura continúa en ambos casos: Keko y Altarriba complementan con El perdón y la furia una exposición de dibujos de Ribera que se ha podido visitar en las salas del edificio de los Jerónimos del Prado, y Álvaro Ortiz ha hecho lo propio para el museo Thyssen con Dos holandeses en Nápoles, una estimulante incursión en el género histórico/ biográfico que acompañó a la exposición Caravaggio y los Pintores del Norte. (Más sorpresas: el IVAM dedicando una exposición antológica al cómic valenciano de los años ochenta, también este año pasado. Algo se mueve, y para bien, sin duda).

Pero vamos a lo que vamos: Álvaro Ortiz y sus holandeses en busca de Caravaggio. Porque su librito (maravillosa, la edición cosida de Astiberri Ediciones) viene a aunar, como quien no quiere la cosa, dos fijaciones suyas: amigos que viajan, por una parte; la biografía del pintor, por otra. Lo de los amigos y el viaje está ya en Cenizas (Astiberri Ediciones, 2016), el primer libro de su nueva etapa, por así decir: porque Ortiz tiene una breve carrera anterior que se resume en dos álbumes editados por De Ponent, Julia y el verano muerto (2004) y Julia y la voz de la ballena (2009), que se mueven en un registro cercano al realismo mágico. Lo de Caravaggio da para más explicación: en su momento, cuando se le concedió una beca para trabajar un tiempo en la Academia de España en Roma, su objetivo era hacer una novela gráfica sobre él, pero la cosa no terminó de cuajar. En su lugar, la vida del pintor se resume en uno de los capítulos de Rituales (Astiberri Ediciones, 2015), protagonizado por un hosco trasunto del propio Ortiz. Fueron esas páginas, expuestas en Madrid, las que llamaron la atención de los responsables del Museo Thyssen.

Dos holandeses en Nápoles viene a ser eso, el viaje de dos amigos en busca de alguien cuyo trabajo admiran. Dos pintores obsesionados por la obra de Caravaggio viajan a Italia al poco de su muerte para ver de primera mano sus cuadros y, quizá, encontrar su pista y, quién sabe, hay rumores de que, en realidad, puede que no esté muerto... Historia, leyenda y costumbrismo en un guion muy bien imbricado, como es habitual en él, con diálogos chispeantes y una gran densidad de información por página. El encargo le daba plena libertad a la hora de trabajar, y se nota. En el tono general: ligero, de comedia (ese gofre de la última página, impagable). En los diálogos: contemporáneos y naturales. En lo rocambolesco de todo el asunto, tan de su propio imaginario.

Mención aparte merece el apartado gráfico. Álvaro Ortiz ha desarrollado en sus últimos trabajos un dibujo muy reconocible, a medio camino entre la línea clara tradicional y la nouvelle bd, que rompió esquemas en Francia hace quince, veinte años. Un dibujo amable y limpio, muy expresivo, que se complementa con una paleta de color característica y una diagramación de página inconfundible, densa, generosa en detalles. (Para este librito, por cierto, los tonos de rosa y los azules casi han desaparecido, y han aumentado los marrones, para acercarse a la paleta de Caravaggio. Que uno no se dé cuenta en una primera lectura dice mucho del buen hacer del autor).

En fin, yo ya no sé qué más decir para dejar claro que Dos holandeses en Nápoles es Álvaro Ortiz en estado de gracia, haciendo suyo un tema que, en principio, parecería muy alejado de su mundo. Ingenioso, elegante y redondo.

Que no lo dejéis pasar, vamos.


Jot Down Comics Esenciales 01 (2016)


Krazy Kat / George Harriman

No sé si por su juventud como medio al compararse con el teatro o la literatura o por su deriva a temprana edad hacia un público eminentemente infantil, el cómic ha sufrido durante mucho tiempo un complejo que lo obliga a dar categoría de obras maestras a trabajos que en otras áreas no pasarían de propuestas interesantes. Afortunadamente, ese no es el caso de Krazy Kat, la página que cada domingo publicó puntualmente George Herriman en los periódicos estadounidenses desde 1913 hasta 1944. En los que se dejaron, al menos. Krazy Kat es, de hecho y junto al Popeye de E. C. Segar, una de las obras de su época y género donde con más intensidad brilla la imbricación entre los elementos plásticos y el uso del lenguaje escrito. Así y todo, la serie fue poco menos que un milagro, ya que nunca contó con el respaldo del público y a lo largo de los años el número de periódicos que eligieron publicarla fue descendiendo vertiginosamente. Si finalmente se mantuvo en los tabloides hasta la muerte de Herriman fue tan solo porque así lo quiso William Randolph Hearst, el famoso magnate del periodismo que inspiró al ciudadano Kane de Orson Welles. Krazy Kat le gustaba y se empeñó en mantenerlo en sus periódicos contra viento y marea. No estaba dispuesto a dejar de leer cada domingo su cómic favorito.

Y sin embargo no es de extrañar que Krazy Kat no acabase de cuajar entre el público. La serie se desarrolla en lo que vendría a ser una estilización del desierto Pintado de Coconino County, el paisaje de Arizona del que Herriman disfrutaba durante sus vacaciones. Sus protagonistas son el ratón Ignatz, un gato al que simplemente se denomina «krazy kat» y un perro que ejerce de policía, Offissa Pupp. Entre los tres se establece una sencilla dinámica que se repite con variaciones a lo largo de gran parte de la serie. El gato está enamorado del ratón, pero el ratón no solo no le corresponde, sino que en cuanto puede le arrea un ladrillazo. Para el gato, el ladrillazo es una prueba de amor, pero para Offissa Pupp es un delito, de manera que encarcela al ratón. Y así, una y otra vez a lo largo de los años. Lo que a priori no es sino un argumento banal basado en el slapstick más básico (el ladrillazo), va creciendo sin embargo a lo largo de los años con la cuidada caracterización de Herriman de sus personajes, dotándolos de una personalidad y un hablar propios y muy peculiares. Y tan peculiares. Krazy Kat habla una especie de dialecto que al parecer procedía del Nueva Orleans natal de Herriman, lo que unido a la transcripción fonética de las palabras que hacía el autor, saltándose a la to- rera las ortografías más heterodoxas, convierte los textos de Krazy Kat en una especie de poesía única. Una poesía basada en el ritmo, la repetición y una percepción estética del habla que resonaba con los propios aspectos gráficos de la obra. Herriman siempre jugó a convertir su página en un tablero de diseño en el que experimentar tanto con distintas composiciones de figuras y colores como con la disposición, forma y tamaño de las viñetas. Exprimió la geometría y la abstracción, introdujo elementos de la iconografía de los indios navajos, pobladores del desierto Pintado, y convirtió este desierto en un escenario mutante que potenciaba, por un lado, el estado anímico de los protagonistas y, por otro, el efecto estético de- seado de la página como conjunto. Por todos estos motivos no resulta extraño que en su día diversas personalidades del mundo de las artes como e.e. cummings o Picasso declarasen su amor por la serie. En un momento en que las vanguardias de principios del siglo XX erosionaban los fundamentos artísticos establecidos, esta comunión entre lo que se consideraba alta y baja cultura parecía un paso natural, y Krazy Kat era el eslabón perfecto para enlazarlas. Eso al menos es lo que se deduce del extenso y laudatorio artículo que escribió el reputado crítico de arte Gilbert Seldes, que describió la serie de Herriman en 1924 como «la obra artística más apasionante, fantástica y satisfactoria producida hoy en día en América».




Por desgracia, la serie permaneció muchos años olvidada tras la muerte de su autor, pero a partir de finales de los años sesenta y sobre todo hoy en día, numerosos autores de cómic vanguardistas y de muy alto nivel la citan como referente ineludible y fuente de inspiración.

En cualquier caso, no conviene equiparar la simplicidad argumental de Krazy Kat con una falta de significados más profundos. Por si la propia capacidad evocadora encerrada en la poesía de palabras e imágenes no fuera suficiente, varias preguntas sin respuesta flotan aún sobre las páginas de la serie. El personaje Krazy Kat —aunque en España durante una época fue denominado la Gata Loca— a veces era «él» y a veces era «ella», lo cual ofrece un deshilachado cabo suelto de índole sexual. Más interesante es aún la interpretación racial. George Herriman podría haber sido criollo, algo nada extraño para un nativo de Nueva Orleans que además solía ocultar su pelo rizado con un sombrero y al que sus amigos apodaban «el Griego» debido a su tez oscura. Bajo esa nueva luz, Krazy Kat podría representar al negro inculto y sumiso que ama a un hombre blanco (el ratón Ignatz) que lo desprecia y lo castiga. En cualquier caso, y aunque resulta estimulante releer los centenares de páginas de Krazy Kat bajo esta clave, nunca hay que olvidar que como obra de arte pura ya ofrece más de lo que podremos abarcar en toda una vida.


Jot Down - Cien Tebeos Imprescindibles (2024)