viernes, 3 de enero de 2020

Rao Pingru, el dibujante que narró en cómic un siglo de vida en China


Anatxu Zabalbeascoa

El ilustrador y escritor Rao Pingru, en la casa de su hijo pequeño. YOLANDA VOM HAGEN

26 ABR 2018

Rao Pingru formó parte de la aristocracia imperial china, combatió a los japoneses y fue ‘reeducado’ por el comunismo. En 2008 decidió narrar en un cómic su vida, que es también un siglo de la historia de su país. A sus 96 años, lúcido y ágil, nos recibe en su casa de Shanghái.

AHORA QUE lo pueden tener todo no quieren perder la memoria”. Rao Pingru (Nanchang, 1922) interpreta así el éxito de su autobiografía: La historia de Pingru y Meitang (Salamandra). Jamás soñó con el reconocimiento internacional porque ni siquiera se imaginó publicándola: “Cuando mi mujer murió, quise contar nuestra vida a mis hijos y nietos. Nada más”.

Pingru y Meitang, su esposa, llegaron a Shanghái a finales de 1950. Primero se instalaron en una habitación alquilada y en verano de 1952 se mudaron al piso de 36 metros cuadrados y dos habitaciones donde el matrimonio y sus cinco hijos vivirían durante 51 años. En aquel momento, en la ciudad solo había un rascacielos, el Park Hotel. Hoy convive con cientos. Con cerca de 24 millones de habitantes, Shanghái es la urbe más poblada de China. Por eso cuesta hacerse una idea de cómo era cuando se mudaron para que él trabajara como contable y corrector en la editorial de su tío. “Fue la época más feliz de mi vida: ganaba dinero y no pasaba escasez”, recuerda tomando un té en el piso de su hijo pequeño, Shunzeng.



Una ilustración de 'La historia de Pingru y Meitang', que recorre la historia de China.

Aquella felicidad duró poco. En 1956, siete años después de que se proclamara la República Popular, la editorial fue nacionalizada y, en 1958, él enviado a un campo de reeducación, denominación utilizada durante la Revolución Cultural para aludir a los campos de concentración concebidos por Mao Zedong para sus purgas políticas. En la guerra civil que enfrentó a los partidos nacionalista y comunista, Pingru había luchado en el bando perdedor, así que fue enviado, sin juicio previo, a la provincia de Anhui. La primera década la pasó en la brigada de excavaciones, después trabajaría en una fábrica de piezas de transmisión para coches. Durante los 22 años que duró la separación, Pingru y Meitang tan solo se veían dos semanas al año, cuando él volvía a Shanghái para celebrar con su mujer y sus hijos el Año Nuevo. En 1979, meses antes de que naciera su primer nieto, regresó a casa para quedarse. La familia lo festejó en el estudio de un fotógrafo. Un dibujo del libro recrea ese momento. Los dos ya tenían el pelo cano.

Pingru y su mujer, Meitang, fotografiados en 1948.

A sus 96 años, Rao Pingru muestra una agilidad, mental y física, sobresaliente. Cocina, toca el piano, dibuja y ha escrito otro libro. “Pero mis hijos ya no me dejan ir en bicicleta”, se lamenta. Su hijo pequeño explica que se lo prohibieron cuando pedaleó 20 kilómetros para comprar pastelitos de arroz rellenos de carne. “Perdió la llave del candado y apareció cargando la bicicleta sobre los hombros”. Shunzeng tiene 64 años y es psiquiatra. También fue enviado al campo para su reeducación cuando tenía 15. El Partido Comunista exigía que los estudiantes trabajaran la tierra. La mayoría de sus pacientes son jóvenes: “O están deprimidos porque no les gusta lo que ven, o sufren ansiedad porque no llegan donde quisieran”.

Pingru asegura que nunca se deprimió. “Cambiamos nuestra identidad”. Y aclara que aprendió inglés en aquella época. “Cada día memorizaba una frase. Cuando recordé 408, fui capaz de hablar”. La dureza de los trabajos forzados variaba según la provincia: “En Anhui no abusaban de ti. Te dejaban decidir si podías cargar 30, 40 o 50 kilos. Cuando descubrieron que sabía escribir me pusieron a redactar artículos”.

El ilustrador muestra sus pinceles en su casa de Shanghái, donde vive con uno de sus hijos. YOLANDA VOM HAGEN

—¿Y qué escribía?

—Historias de gente que trabajaba mucho.

—¿Propaganda? [risas].

—Sí, sí, propaganda.

Su carácter fue su salvación. “En el campo muchos se suicidaron. No soportaban la perspectiva. No se nos permitía estudiar, pero yo tenía un libro en inglés. Estoy más cerca del lado luminoso que del oscuro. Siempre creo que todo mejorará”.

¿Cómo lograba ser tan optimista? “Cuando me alisté con 18 años pensé que estaba salvando a mi país de los invasores japoneses; luego, de los comunistas insurrectos de Mao Zedong. No sabía diferenciar entre los nacionalistas del Kuomintang y los comunistas. No supimos que estábamos en uno de los bandos hasta que se enfrentaron. Quise luchar por China, no contra los chinos. No me sacrifiqué por mantener mis privilegios, creía que luchaba por mi país. Saqué fuerza de saber que no había hecho mal a nadie. No poseo una gran casa ni coches, pero he tenido una mujer que me comprendió. Y puedo escribir y dibujar. No soy un inútil. Sabía que, si lograba sobrevivir, vería la luz. La única libertad que necesito es la mental”.


Una viñeta de su cómic 'La historia de Pingru y Meitang'. CONTACTO

Hace un año, Rao Pingru salió por primera vez de China. Viajó a Francia para presentar su libro en el festival de Angulema, el salón del cómic más importante del mundo. Fue el invitado de honor. “La comida y las costumbres son distintas, pero el sentido común es el mismo: nos gusta la paz y la amistad”. De repente, se le iluminan los ojos y pregunta:

—¿Franco fue bueno o malo?

—Fue un dictador.

—¿Qué quiere decir?

—Dio un golpe de Estado. No fue elegido.

—La democracia es una ilusión, algo relativo.

—¿Ha tenido problemas por publicar el libro?

—No. Es la verdad. El antiguo Gobierno comunista hizo cosas duras, pero también cosas buenas. Mi hijo se perdió cuando tenía cinco años y la policía lo encontró.

—¿Todo está bien entonces?

—No todo. Tenemos ladrones. Incluso asesinos. Pero no aquí, en el campo. En Shanghái no porque es una ciudad internacional. Progresamos.

—El Gobierno comunista quiso convencer a su mujer de que se divorciara de usted.

—Pero ella dijo que yo no era ni ladrón, ni asesino, ni traidor, ni mal marido. Cuando la conocí era rica y luego trabajó hasta que el cuerpo le aguantó. Creíamos el uno en el otro. Eso nos salvó. Mi madre era budista y nos enseñó que debíamos ayudar a la gente pobre. Eso también nos salvó. Siempre supimos convivir.

Pingru, retratado en su casa de Shanghái. YOLANDA VOM HAGEN

Estos días Rao Pingru convive con su hijo y su nuera en un piso de unos 100 metros cuadrados. También viven allí su nieta y su marido. Lo conoció gracias al abuelo: “Es cámara de televisión y vino a filmarme. Mi nieta de 32 años, que nunca había tenido novio, se enamoró”. Los tiempos han cambiado, a Pingru le buscó esposa su padre. “Meitang era la hija de su íntimo amigo”.

De niño, Rao Pingru vivía en Nanchang, capital de la provincia de Jiangxi, en una casa con seis patios y una habitación para el culto budista. Tenía criados, un salón para recepciones, un despacho para su padre, abogado, y un jardín del que su abuela cogía flores para freírlas. En el libro revela su recuerdo más antiguo: la ceremonia del despertar. Los sirvientes lo hacían a las tres de la madrugada. Sus padres y su preceptor aguardaban ante un retrato de Confucio. Sobre la mesa: un pincel, papel, una barra de tinta y una piedra de entintar. El preceptor guio su mano para trazar unos caracteres sencillos. Cuenta también que, a pesar de que tenían criados, desde los ocho años era él quien servía el arroz a sus padres. ¿Se han perdido esas tradiciones? “Sí. Éramos ricos, pero la riqueza no puede atontarte. Ahora los padres sirven a sus hijos eternamente”. ¿Sucede porque solo tienen un hijo? “Ahora se puede tener dos, pero están mimados. De pequeños aprendíamos de Confucio y Mencio que la tolerancia es la principal virtud. También que la felicidad está en el interior. El comunismo trataba igual a hombres y mujeres. Su ideario es la igualdad. Pero ha habido también miseria generalizada”.


Ilustración de su biografía. El año pasado, el autor chino fue el invitado de honor del festival de Angulema, el salón del cómic más importante del mundo.

—¿Cuándo cambió todo eso?

—Cuando China se abrió al mundo, en 1978. Den Xiaoping trajo la libertad.

—¿Qué pasó entonces en la plaza de Tiananmen 10 años después?

—No recuerdo ese incidente.

—Fue portada en los periódicos.

—No sé de qué me habla. Nuestra vida mejoró. No solo la mía. Se revisaron casos de miles de personas. Los viejos oficiales del Partido Comunista fueron sustituidos.

Así es Pingru. Cuando se le pregunta si es libre responde: “Soy feliz”. Y añade: “La tradición china hace que cuando uno muere se escriba un epitafio en dos columnas. Tengo el mío preparado”. Lo canta y luego lo traduce: “Cuando nuestra nación estaba en peligro abandoné la academia. Fui a la escuela militar de ­Huangpu y me convertí en soldado. Fui a la batalla y luché contra los japoneses. No temí dar la vida por mi país”. Luego hace una pausa y canta la segunda columna: “Ahora soy viejo y feliz. La nación china está en una época próspera con un Gobierno cercano a la gente. Por eso sonreiré cuando abandone este mundo”.

Caracteres chinos dibujados por Pingru. Tenía tres años cuando comenzó a aprender YOLANDA VOM HAGEN

“Soy bastante libre”, insiste. “Podemos hablar con los extranjeros como usted. Hasta los ochenta no pudimos. Aquí puedes decir lo que piensas mientras sigas los principios del Partido Comunista”. Pingru observa con desconcierto la nueva sociedadad china. “Los jóvenes han tenido demasiada suerte. No conocen la guerra. Solo quieren divertirse. Antes no teníamos información. Si sabes lo que tienen los demás, quieres tenerlo. Eso genera frustración y ansiedad. Cuando éramos jóvenes, éramos todos iguales. Por eso creíamos en el comunismo. Ahora hemos perdido ideales. Nuestra vida física es mejor. Pero la mente es más débil, y la vida espiritual, más pobre. Confucio dijo que todo el mundo quiere ser rico y poderoso, pero que, si ese objetivo se alcanza de manera deshonesta, arruina a las personas”.

Según Pingru, cada generación pierde y gana algo. “Nosotros nos movíamos en bicicleta o en autobús. Hoy mis hijos y nietos conducen”. Al escuchar que en Europa estamos dejando el coche y regresando a la bici, asiente: “Vamos 20 años por detrás. Esta es una etapa de transición y la gente quiere conseguir cambios inmediatos. Pero los cambios reales no son así. Aunque llegan novedades como el teléfono inteligente”. Él no tiene. “Por miedo a que me genere adicción. La gente no lo suelta”.


Ilustración de su biografía.

Cuando me despido y me calzo junto a la puerta, pregunto si es habitual que cuando uno entra en una casa china se quite los zapatos, como en Japón. “¿Sabe por qué Japón es un país tan fuerte?”, pregunta retóricamente, “porque ­primero aprendieron de nosotros, y luego, del mundo occidental. Y prosperaron. Así es la vida”.

—Antes de que la dibujara, ¿sus nietos sabían cómo había sido la suya?

—En absoluto. Por eso hice el libro. Empecé siendo rico. Luego me llegó una vida dura. Ahora soy una persona corriente con una existencia plena. El secreto no ha sido la resignación, sino la curiosidad. No he dejado de aprender. Uno educa con lo que hace, no con lo que dice. Pero hoy todo el mundo tiene prisa y todo parece tener la misma importancia, pero lo más importante es la memoria. Si pierdes dinero, puedes volver a conseguirlo. La memoria es otra cosa. Si se pierde, desapareces como persona.


El Pais Semanal Nº 2.169 22/04/2018


Zúñiga, el misterio de un fotógrafo olvidado

Una vieja lata de película, sellada por el óxido, llegó en 2010 a la Asociación Española de Cine Científico. Era una donación de la familia de Guillermo Fernández Zúñiga, fundador de la asociación. Dentro había miles de negativos con escenas inéditas de la Guerra Civil española. Entre ellas, la imagen original de un icónico retrato de Gerda Taro, poco antes de morir, cuya autoría llegó a ser atribuida a Robert Capa. Es solo uno de los hallazgos en este acervo que ahora se expone al público.
Aitor Bengoa

10 DIC 2016


 Retrato de la célebre Gerda Taro empuñando su cámara. La autoría de esta imagen con un encuadre distinto llegó a estar asociada a Robert Capa, leyenda del fotoperiodismo y pareja sentimental de Taro. El negativo original apareció entre el acervo de Zúñiga. GUILLERMO FERNÁNDEZ ZÚÑIGA

Una vieja lata de película, sellada por el óxido, llegó en 2010 a la Asociación Española de Cine Científico. Era una donación de la familia de Guillermo Fernández Zúñiga, fundador de la asociación. Dentro había miles de negativos con escenas inéditas de la Guerra Civil española. Entre ellas, la imagen original de un icónico retrato de Gerda Taro, poco antes de morir, cuya autoría llegó a ser atribuida a Robert Capa. Es solo uno de los hallazgos en este acervo que ahora se expone al público.

LEICA EN RISTRE, a la caza del encuadre y el instante perfecto. Ella siempre está buscándolos. Solo la muerte con la que se dará de bruces tres semanas después impedirá que siga haciéndolo. Se acerca la cámara al ojo derecho mientras la luz a su espalda baña su rubio cabello corto. A pocos metros, con idéntico ademán y en total sincronía, otro fotógrafo dispara y toma uno de los retratos más emblemáticos de Gerda Taro, la joven que enamoró a Robert Capa y con quien formó la legendaria pareja de fotorreporteros que inmortalizaron la guerra civil española. La imagen, cuyo negativo original puede verse ahora reproducido a la derecha de estas líneas, es mundialmente conocida. Pero no quién la hizo.

“No conocemos al autor y no hay ninguna información adjunta a la foto”. El correo electrónico enviado desde el International Center of Photography (ICP) ocupa apenas dos líneas. Esta institución guarda en su sede de Nueva York la única copia conocida de la imagen. “Era parte del Archivo Robert Capa que perteneció a su hermano, Cornell Capa”, señalan. La fechan en julio de 1937, “en el frente de Guadalajara”. La copia, recortada y reencuadrada, ha sido el origen de numerosas reproducciones. Resulta fácil encontrarla en Internet. Y, a pesar de que no se conocía al verdadero autor, llegó a ser publicada con el crédito atribuido a Robert Capa. El negativo ha estado perdido durante casi 80 años.

Rogelio Sánchez, de 57 años, forma parte de la Asociación Española de Cine Científico (Asecic) y recuerda que le resultó difícil abrir aquella lata oxidada de película fílmica de 70 milímetros, que había llegado a sus manos “por casualidad”, en 2010, donada por la familia del fundador de la asociación. Lo que Sánchez no imaginaba entonces es que, cuando lograse destaparla, encontraría cerca de 3.500 negativos con escenas de la Guerra Civil. Un documento histórico de gran magnitud, ordenado en pequeños sobres de papel. Sánchez enseñó el acervo a un compañero aficionado a la fotografía, Alfredo Moreno, quien detectó entre ellos una imagen que llamó su atención: Gerda Taro a punto de tomar una foto. Estaban ante el verdadero retrato de la reportera y un indicio de que el autor sin nombre era un desconocido español: Guillermo Fernández López Zúñiga.



Parte del contenido de la lata donde aparecieron miles de aquellos negativos de Zúñiga, algunos de los cuales ilustran este reportaje. / GUILLERMO FERNÁNDEZ ZÚÑIGA GUILLERMO FERNÁNDEZ ZÚÑIGA

Biólogo y cineasta nacido en Cuenca en 1909, Zúñiga se pasó la guerra con una cámara en la mano. “Siempre llevaba una encima”, recuerda su hija Teresa Fernández frente a una taza de café en su casa de Madrid. Mientras habla, Fernández despliega sobre la mesa media docena de vetustas máquinas compactas y réflex que pertenecieron a su padre, a quien le fascinaba retratar la naturaleza. Esta pasión arraigó en él desde niño y le acompañó toda su vida. Fue profesor de ciencias naturales y pionero en el rodaje de filmes de contenido científico, entre los que destaca su ópera prima: La vida de las abejas. Décadas más tarde, llegaría a ser considerado padre del cine científico español. Sus fotos, sin embargo, apenas se conocían.

Ahora, una exposición las rescata del olvido. La muestra se abrirá el próximo 14 de diciembre en el madrileño cine Doré; ha sido organizada por la Filmoteca Española y la ­ASECIC, que además celebra su 50º aniversario. Allí podrán contemplarse más de un centenar de imágenes que saldrán a la luz por primera vez, algunas de las cuales se reproducen en estas páginas. Cada una cuenta un relato. El de los soldados ateridos fumando en la nieve. Las trincheras de Madrid. Los adolescentes catalanes que sonríen tímidos antes de partir al frente. Los puentes de la batalla del Ebro. El cortejo fúnebre de Largo Caballero en París. Lugares, momentos y rostros que ya no existen. Pero sobreviven en estas fotos.

Retrato de Zúñiga, padre del cine científico español, que desarrolló una labor como fotorreportero durante la contienda siguiendo los pasos del Ejército republicano.

El impulsor principal de esta labor de recuperación ha sido Rogelio Sánchez, convertido en albacea del legado fotográfico de Zúñiga. Sánchez ha logrado trasladar todos los negativos a la Filmoteca Nacional para que sean debidamente conservados y difundidos. Tan solo esta colección serviría para ilustrar decenas de volúmenes sobre la Guerra Civil con imágenes inéditas. Trinidad del Río, trabajadora del archivo gráfico de la Filmoteca, se encarga de reproducir el último centenar de placas no clasificadas. Proceden de una pequeña caja de metal que se encontraba dentro de la misteriosa lata. No son pocos los negativos ajados y descompuestos. Algunos han empezado a convertirse en polvo. Su destino final es un búnker de hormigón subterráneo, junto a miles de películas que preserva esta institución. Al ser negativos de nitrato, un material delicado y altamente inflamable, precisan de condiciones especiales de conservación.

Pero este no es el único acervo atribuido a Zúñiga. El Centro Documental de la Memoria Histórica conserva en Salamanca unos 300 negativos que saltaron a los medios cuando su existencia se conoció en 2011. Este conjunto fue vendido al Ministerio de Cultura por Tino Calabuig, fundador de la madrileña galería Redor. Durante una conversación en su casa, Calabuig sostiene que Zúñiga se los regaló y desvela haber descubierto en su archivo 200 fotografías más. Asimismo, el Archivo Histórico del Partido Comunista de España (PCE) conserva varios cientos de negativos donados, al parecer, por Zúñiga.

Rogelio Sánchez guarda en su memoria el día en el que, hace muchos años, siendo empleado del Museo de Ciencias Naturales, perteneciente al CSIC, recibió la visita de un hombre que preguntaba por algunas viejas películas de cine científico. Aquel desconocido le explicó que las había rodado antes de la guerra, pero que deberían estar ahí. Le dijo su nombre y algunos títulos, entre ellos La vida de las abejas. Sánchez consultó el archivo, pero el nombre que le daba había sido borrado durante la dictadura y los filmes habían desaparecido. No recuerda con claridad la reacción de aquel señor del que acabaría siendo amigo, pero a su mente viene una sonrisa serena.

“Mi padre era serio, pero no triste, cariñoso sin ser besucón”, leyó Teresa Fernández en el acto con motivo del homenaje dado a su padre en la Filmoteca Española el 23 de septiembre de 2009, cuatro años después del fallecimiento de Zúñiga. “Hablaba muy poco, despacito, siempre con un punto de ironía; no era un gran conversador a no ser que se tratara de cine, y sobre todo de cine científico”. Apenas contaba nada sobre la guerra.

Cuando la contienda estalló en 1936, Zúñiga aprovechó sus conocimientos audiovisuales para rodar noticieros que emitía el servicio de propaganda del PCE. Una actividad que le permitió acompañar a periodistas que llegaban a cubrir la tragedia. “Esta participación en los trabajos cinematográficos determinó que frecuentemente fuese designado para acompañar, por ciudades y frentes de batalla, a reporteros y directores de películas que venían a la zona republicana”, explica el propio Zúñiga en una de sus cartas recogida en el libro Guillermo Zúñiga. La vocación por el cine y la ciencia, editado por la UNED. Entre los cineastas con los que coincidió están Roman Karmen, una de las figuras más influyentes en la historia del cine documental, o Joris Ivens, director del filme The Spanish Earth, cuyo guion escribieron Ernest Hemingway y John Dos Passos, y que fue narrado por Orson Welles.

chicos con trompeta y tambor. Numerosas fotos similares, de probable contenido propagandístico, se conservan en el archivo del PCE.GUILLERMO FERNÁNDEZ ZÚÑIGA

Si en algún momento Zúñiga acompañó a Robert Capa o Gerda Taro, quienes viajaron a España siendo novios para cubrir la Guerra Civil, es un misterio. Pero las fotos que guardaba evidencian que coincidió con ellos en varios lugares y momentos. Algunas de las imágenes atribuidas a Zúñiga encajan en series de célebres fotógrafos extranjeros. Entre los negativos que el galerista Calabuig vendió al Ministerio, por ejemplo, hay uno de unos granaderos republicanos idéntico a una imagen de la agencia Magnum firmada por David Seymour, Chim.

En el caso de la fotografía tomada a Gerda Taro, los negativos de Zúñiga revelan que la escena no tuvo lugar en Guadalajara, sino en Valencia, en julio de 1937. Por aquellos días, la ciudad levantina era un hervidero de intelectuales de todo el mundo comprometidos con la causa de la República: Antonio Machado, André Malraux, Miguel Hernández, Alexéi Tolstói, Pablo Neruda, Octavio Paz… Ellos y muchos más participaban en el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura que se celebró en el consistorio valenciano y que la joven fotógrafa estaba cubriendo. De algún modo, la copia del retrato de Taro acabó en Nueva York, en manos del hermano de Capa, fundador del ICP, fallecido en 2008.

“La Guerra Civil era un contexto muy confuso en el que los fotógrafos colaboraban entre sí y en el que el concepto de autoría no era como el de ahora”, explica el fotohistoriador Publio López Mondéjar. “Era frecuente que se intercambiaran fotos puntualmente, cuando tenían que cubrir algo y no llegaban a tiempo. De hecho, en el grupo de Gerda Taro, David Seymour y Robert Capa hay muchos casos en los que las autorías no están claras y la opinión mayoritaria entre los expertos es que son dudosas”. Este respetado especialista recuerda que muchos fotógrafos extranjeros se movían en la órbita del PCE, con el que entablaban contacto para viajar a España y que les facilitase moverse por los frentes y conocer a los mandos militares. Enviaban las fotos ya reveladas a los medios y en muchos casos no llevaban encima su material. “Era peligroso ir con según qué negativos”, dice López Mondéjar. “Se los dejaban a algún camarada para que los guardase”.



Nave de un campo de concentración y escena sin identificar en un hospital de campaña. / GUILLERMO FERNÁNDEZ ZÚÑIGAGUILLERMO FERNÁNDEZ ZÚÑIGA

López Mondéjar no descarta que en la lata de Zúñiga pueda haber imágenes de otros fotógrafos. Y recuerda que cuando estudió el archivo de Agustí Centelles concluyó que entre sus imágenes había algunas de otros autores, como Gonzanhi o Torrents. “Igual que en la maleta de Centelles había fotos de él y de otros, puede que en la lata de Zúñiga haya fotos suyas y de otros. Solo me atrevo a especular”.

Tras la guerra, Zúñiga tuvo que dejar atrás a su familia, su país y sus queridas películas de cine científico. Marchó al exilio y formó parte de los miles de refugiados españoles que acabaron varados en las playas de Argelès-sur-Mer, al sur de Francia. Allí se las ingenió para hacer fotos de la vida de los refugiados a la intemperie y para fabricar un pequeño laboratorio de revelado con latas y los materiales que pudo reunir, según relata su hija. “Era muy manitas”, recuerda. Lograba salir del cercado gracias a su buena relación con algunos gendarmes, a los que retrataba con su cámara. Escribía mucho a su mujer y a su hija, y junto a sus misivas enviaba cuentos y dibujos. Su paso por aquellos campos erosionó su salud y contrajo una bronquitis crónica. Cuando por fin pudo salir, se ganó la vida en Francia esculpiendo figuras en muebles de madera.

Enrique Líster, uno de los principales jefes comunistas del Ejército republicano.GUILLERMO FERNÁNDEZ ZÚÑIGA

Pocos meses después estalló la II Guerra Mundial y la ocupación nazi. “Durante toda la segunda gran guerra europea, yo permanecí en Francia trabajando y luchando al lado de la Francia Libre. Por esta actividad fui encarcelado y encerrado en el campo de concentración de Gurs, de donde me evadí cuando me iban a trasladar a los campos de concentración y de exterminio de Alemania. Me vi obligado a vivir en la clandestinidad con el nombre de Guillermo Zúñiga López”, narra en primera persona en su correspondencia. De su vínculo con el Gobierno republicano en el exilio dan fe las instantáneas que conservaba del funeral de Francisco Largo Caballero en París en 1946 e imágenes de la cúpula del PCE tras la guerra.

“Yo conocí físicamente a mi padre en 1954”, relata Teresa Fernández. “Nos esperaba en el puerto de Buenos Aires”. La familia decidió trasladarse a Argentina, adonde Zúñiga viajó al salir de Europa. Era la primera vez que se veían. “Nuestra vida en Argentina transcurrió desde el principio como si siempre hubiésemos estado juntos”, rememora. Allí su padre pudo labrarse una carrera en la industria del cine, mantuvo contacto con españoles exiliados como el escritor Rafael Alberti o el cineasta Carlos Velo y volvió a rodar documentales de cine científico. Siempre quiso volver a su Cuenca natal.

Tropas republicanas en el frente de Buitrago.GUILLERMO FERNÁNDEZ ZÚÑIGA

En 1957 regresaron a España. La salud de Zúñiga mejoró y comenzó a trabajar en la UNINCI, productora conocida por películas como ¡Bienvenido, Míster ­Marshall! Ejerció como jefe de producción y conoció a Luis García-Berlanga, Juan Antonio Bardem y Francisco Rabal. Con el tiempo, creó su propia productora y se dedicó a su gran pasión, el cine científico. Rodó documentales y fundó la ASECIC. Nunca reivindicó sus miles de imágenes de la Guerra Civil. Sus allegados creen que no quiso comprometer a quienes aparecían en ellas. Y que toda su atención estaba centrada en la ciencia. En un rincón de aquella casa de Cuenca guardó la lata llena de imágenes, entre las que se encuentra el misterioso negativo del retrato de Taro.

Tres semanas después de que la fotógrafa fuera retratada en Valencia, el Ejército republicano embestía las líneas franquistas en Brunete. El ataque acabó en una desbandada en la que se vio inmersa Taro tras fotografiar la ofensiva. Un tanque republicano la arrolló y la hirió de muerte. No llegó a cumplir los 27. Pero sus fotos ya eran leyenda. El legado de Zúñiga ha esperado, en cambio, 80 años hasta arrojar nueva luz sobre el pasado reciente de España.


1Vista de la Ribera del Manzanares desde las azoteas del Palacio Real. Guillermo Fernández Zúñiga

2 Manuel Azaña, presidente de la II República Española, a la salida de un edificio madrileño. Guillermo Fernández Zúñiga

3 Pontoneros junto a uno de los puentes sobre el Ebro utilizados por el Ejército republicano para lanzar la ofensiva de la batalla del Ebro. Guillermo Fernández Zúñiga

4 Soldados republicanos, probablemente durante la batalla del Ebro. Guillermo Fernández Zúñiga

5 Cortejo fúnebre en París de Francisco Largo Caballero, dirigente del Partido Socialista Obrero Español y la Unión General de Trabajadores. Guillermo Fernández Zúñiga

6 Dolores Ibarruri, Pasionaria, histórica líder del Partido Comunista de España, firma las condolencias por la muerte de Largo Caballero. Guillermo Fernández Zúñiga

7 Escena sin identificar. Guillermo Fernández Zúñiga

8 Gendarme francés de un campo de concentración del sur de Francia, donde Guillermo Fernández Zúñiga estuvo tras su exilio. Guillermo Fernández Zúñiga

9 Muchacho sin identificar, en una de las muchas escenas que se usaron como propaganda de la causa republicana. Guillermo Fernández Zúñiga

10 Escena sin identificar. Guillermo Fernández Zúñiga

11 Soldado de la Brigada Motorizada. Guillermo Fernández Zúñiga

12 Frente de Buitrago en los inicios de la Guerra Civil. El altavoz del Frente del Comisariado General de Guerra se empleaba en labores de propaganda en el frente. Guillermo Fernández Zúñiga

13 Niños refugiados españoles en las playas francesas de Argelès-sur-Mer. Guillermo Fernández Zúñiga

14 Nido de ametralladora republicano. Guillermo Fernández Zúñiga

15 El poeta Miguel Hernández, retratado a la salida del Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado en Valencia en el verano de 1937. Guillermo Fernández Zúñiga



El Pais Semanal Nº2.098 11/12/2016

miércoles, 1 de enero de 2020

Rara Arbus

Andrea Aguilar

Hombre disfrazado de mujer con guantes, Hempstead, L. I., 1959. ROZ KELLY

16 NOV 2016

Fijó su objetivo en los seres humanos al límite y utilizó su cámara como una granada de mano. Una exposición y una nueva biografía reabren la polémica sobre la vida de esta fotógrafa impertinentemente curiosa.

LLEVABAN CASI una década haciendo producciones de moda para revistas. Allan disparaba, Diane se aseguraba de que la ropa de las modelos luciera correctamente. Se habían conocido 20 años antes, cuando ella tenía 13, en los grandes almacenes de la Quinta Avenida propiedad de su acaudalada familia. Él era un simple empleado en el departamento de arte, pero la precoz princesita judía quedó prendada. Se casaron cinco años después, Allan le regaló su primera cámara, tuvieron dos niñas, empezaron a trabajar en reportajes de moda.

Un buen día de 1956, Diane anunció que no podía más, que nunca volvería a hacer ese trabajo, y abandonó el estudio. Arrancaba así la carrera de una de las artistas más controvertidas y fascinantes del siglo XX. Desde entonces y hasta que se quitó la vida en 1971, con 48 años, Arbus fijó su objetivo en los márgenes y clavó su cautivadora mirada –osada, íntima e impertinentemente curiosa– en enanos, gigantes, travestis o discapacitados mentales. Fueron sus queridos freaks, cuyas excentricidades, rarezas o taras les colocaban, según la fotógrafa, en un escalón superior: “La mayoría de la gente va por la vida temiendo tener una experiencia traumática. Los freaks nacieron con su trauma.

Diane Arbus, en un retrato tomado en 1968.ROZ KELLY

Ya han aprobado el examen de la vida. Son aristócratas”. Arbus también fotografió la vida en los suburbios, rollizos bebés, salas de cine, restaurantes vacíos o a figuras conocidas, siempre tratando de desvelar el revés, un inquietante ángulo grotesco de la vida. El escritor Norman Mailer, que posó para ella, dijo que darle una cámara a Diane era como entregar una granada de mano a un niño. Y es que Arbus hace saltar por los aires convenciones y amabilidades, no hay rodeos en su cara a cara. Puede ser que, por idénticas razones, su vida produzca la misma insaciable curiosidad que ella sentía por los sujetos a quienes fotografiaba. ¿Quién fue esta mujer menuda que reivindicó la subjetividad con su cámara?

Poco después de dejar a Allan plantado en el estudio, Arbus numeró su primer rollo de película y empezó a disparar por calles y cines con una cámara de 35 milímetros. “Odiaba la fotografía de moda porque la ropa no pertenecía a quien la llevaba puesta. Cuando la ropa es de quien se la pone, transporta los fallos y las características de la persona, y es maravillosa”, explicó tiempo después. Ese crítico portazo de 1956 es el punto de partida tanto de la nueva biografía Diane Arbus: Portrait of a Photographer (Diane Arbus, retrato de una fotógrafa), de Arthur Lubow, como de la exposición Diane Arbus: In the Beginning que, hasta el 27 de noviembre, se muestra en el histórico edificio de Marcel Breuer, la nueva sede satélite del Metropolitan Museum (Nueva York), antes de viajar a San Francisco en enero.

Mujer en un autobús, Nueva York, 1957.ROZ KELLY

Cerca de 70 imágenes del centenar largo que comprende la exposición son inéditas. Forman parte del legado de la artista depositado desde 2007 en los fondos del Metropolitan por sus hijas y celosamente guardado. Muchas de esas fotos quedaron durante años olvidadas en cajas, depositadas en el cuarto oscuro que Arbus compartió con su esposo en el West Village tras su separación en 1959. Poco flas, formato apaisado y una cierta distancia con los sujetos fotografiados que poco a poco se va rompiendo. Diane había tomado unas clases con Berenice Abbott en el New School, pero fue bajo la tutela de Lisette Model cuando realmente consiguió su estilo. La cámara de medio formato Rolleiflex con la que disparó a partir de 1962 –año en el que se detiene la exposición– le permitió ahondar en el detalle (las cejas dibujadas a lápiz; los calcetines calados de las gemelas que inspiraron El resplandor, de Stanley Kubrick; la sombra de la barba de los travestis), un viaje formal que corría paralelo a su íntima aproximación al singular mundo que retrataba. “Comprar el regalo de cumpleaños de Amy, visitar la morgue”, escribió en la lista de tareas pendientes de su agenda en aquellos años.

La exposición que lanzó a Arbus a la fama se celebró en 1967 en el MOMA. La fotógrafa compartía cartel en New Documents con Gary Winogrand y Lee Friedlander. “Lo que les une es la convicción de que merece la pena mirar el mundo y el coraje de mirarlo sin teorizar sobre él”, explicó entonces el comisario John Szarkowski. La sala más comentada fue la que mostraba los retratos de Diane. Se dice que los guardias del museo limpiaban a diario el cristal que enmarcaba sus imágenes de los escupitajos que le lanzaban. En 1972, un año después de que Arbus se hinchase a barbitúricos y se cortase las venas en su apartamento del legendario Westbeth Building, el museo le dedicó la primera retrospectiva y confirmó su estatus como icono maldito de la fotografía moderna. Desde entonces, sus hijas cerraron la puerta a investigadores fisgones y guardaron miles de imágenes para no inundar el mercado. Y de pronto, casi medio siglo después de que Arbus irrumpiera con sus seres extraños en escena, la exposición Revelations en 2007 presentó cartas, postales, diarios y hasta el informe forense. La figura de Arbus empezaba a mostrarse más de cerca. Su hija Doon dijo que nada había cambiado, era solo una nueva estrategia. Pero fue precisamente una reseña de aquella muestra lo que metió al periodista Lubow en la investigación de su libro. Esta nueva biografía se suma a la que publicó Patricia Bosworth en los ochenta y tampoco cuenta con la autorización de la familia ni con las imágenes de Arbus, pero sí con el testimonio de su esposo, Allan; de amigos y de sujetos fotografiados por la artista, y recoge las entrevistas que la fotógrafa dio, entre otros, al historiador oral Studs Sterkel y las clases que dictó en los setenta.

Jack Dracula en un bar de New London, Connecticut, 1961.ROZ KELLY

En la página 19 de la edición americana, Lubow lanza su particular granada sin detenerse demasiado en ello: la experimentación sexual que desde la adolescencia Diane tuvo con su hermano, el poeta premio Pulitzer Howard Nemerov, se prolongó en la edad adulta y la última vez que se acostaron juntos fue apenas una semana antes del suicidio. El periodista se apoya en la transcripción de una entrevista que la anterior biógrafa mantuvo con la psiquiatra Helen Boigon, quien trató a Arbus. Puede que Bosworth no llegara a escribir tan directamente sobre esto porque Howard aún estaba vivo.

Sobre la promiscuidad sexual de Arbus se ha escrito mucho. El comisario de aquella primera muestra en el MOMA, John Szarkowski, habla de la relación que la fotógrafa entablaba con las personas que retrataba: “Quería conocer a la gente casi en un sentido bíblico, quería no solo sacar una buena fotografía, sino ese conocimiento, y la imagen final era la prueba de ese saber”. Acabó contrayendo hepatitis a mediados de los sesenta, fotografió orgías y clubes de intercambios de parejas, se lanzó de cabeza a la revolución sexual. La fidelidad en las relaciones físicas nunca tuvo espacio en su matrimonio, y fue precisamente una amante de su esposo la que mostró disconformidad con la relación abierta que los Arbus mantenían y forzó la ruptura de la pareja. Conservaron un vínculo estrecho y, como cuenta Allan en la nueva biografía, quizá aquella separación propulsó a Diane a recorrer sórdidos lugares que a él le hubiera aterrorizado que ella visitara.

Arbus iba derribando barreras, acortando distancias en busca de una verdad que traspasara el objetivo. Su relación con el pintor Marvin Israel desempeñó un importante papel, la exigente visión crítica que él pregonaba la espoleaba, aunque en el plano personal él no dejara a su esposa y Arbus, dice el biógrafo, se sintiera desprotegida. Según parece, el descubrimiento de que su hija mayor, Doon, mantenía un idilio con Marvin fue uno de los desencadenantes de la última depresión, de la que no logró salir. Cuando Arbus murió, Avedon voló a París para informar a Doon, que entonces tenía 24 años. Cuando era niña, madre e hija se retaban en Central Park para ver quién era capaz de parar y entablar conversación con más desconocidos.


Un taxi de Nueva York en 1956.

Los fotógrafos de la generación de Arbus escondían la cámara en el abrigo, disparaban a traición, miraban sin ser vistos. Mientras, ella iba ocupando un espacio cada vez mayor en el plano que retrataba, reflejándose extrañamente desde el visor. “Una fotografía es un secreto sobre un secreto. Cuanto más te cuenta, menos sabes”, reza una de sus frases más célebres. La peligrosa distancia o la empática falta de ella es uno de los puntos más discutidos en el juicio crítico de su obra. Para Susan Sontag, el tono ingenuo de Arbus es “tímido y siniestro”, la acusa de cebarse en la diferencia. Para Janet Malcolm, los personajes de las fotos desempeñan un papel secundario en un viaje al interior: “Ella no flaquea ante la verdad de que la diferencia es diferente, y por tanto da miedo, es amenazadora, desagradable. No se pone por encima, se implica en la acusación”.

Armada con su cámara, era capaz de agotar a cualquier modelo hasta conseguir que bajara la defensa. Lo logró con Germaine Greer o con Viva, la estrella de la Factory de Warhol, a quien sacó con los ojos en blanco y el torso desnudo y que a punto estuvo de demandarla. Siempre escogía los retratos con mayor fuerza expresiva y no dudaba en engañar si hacía falta, decir que las fotos no se publicarían o presentarse como una tímida y menuda señorita. Aunque se metiera a fondo en los mundos que fotografiaba, trataba de establecer un vínculo íntimo y profundo, pero no de entregarse totalmente a ello. Sabía dónde estaba, cuál era su punto de vista. “No quiero decir que me gustaría ser como ellos o que lo fueran mis hijas. Pero innegablemente tienen algo alucinante”, explicó. “Esto de fotografiar realmente tiene que ver con el negocio del hurto”.

Un hombre en Coney Island, Nueva York, en 1960.

El clasicismo en blanco en negro y la belleza formal e inquietante de sus imágenes no han perdido un ápice de fuerza. La defensa de la subjetividad, aún menos en una era en la que las cámaras de los teléfonos inundan la vida de cualquiera. “Hay un punto entre lo que quieres que la gente sepa de ti y lo que no puedes evitar que sepan”, dijo Arbus, dedicada con ahínco a reflejar precisamente eso que los demás ven y uno se empeña en esconder. Quizá en esto se encuentre la clave de la fascinación que su figura provoca, velada en la corte de freaks como una pájaro extraño, una rara avis, con una cámara colgando del cuello.


El Pais Semanal Nº 2.094 13/11/2016

James Nachtwey, el fotógrafo que estaba allí

Desde que empuñó una cámara hace cuatro decenios, James Nachtwey decidió ser fotógrafo de guerra. Desde entonces, ha tomado algunas de las mejores imágenes de los conflictos de nuestro tiempo. Su obra nos enseña lo que no queremos ver. Perfeccionista, riguroso, infatigable. En activo a los 68 años, acaba de recibir el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades. Su colega de oficio Ricardo García Vilanova esboza un retrato sobre él.

James Nachtwey
8 NOV 2016

1 Impacto del segundo avión contra las Torres Gemelas, el 11-S. “Creí que tenía todo el tiempo del mundo para hacer la foto. En el último instante me di cuenta de que estaba a punto de ser barrido”, confesó a la revista Time. James Nachtwey / Agencia contacto

2 Una de las fotografías más conocidas de James Nachtwey. Un superviviente de los campos de exterminio hutus muestra en un hospital de la Cruz Roja en Nyanza (Ruanda) las cicatrices de los machetazos de sus captores. La instantánea fue tomada en 1994 y recibió el premio World Press Photo a la imagen del año. James Nachtwey / Agencia contacto

3 Un prisionero herido durante los primeros días de la guerra de Irak, en 2003. James Nachtwey / Agencia contacto

4 Una de sus imágenes más recientes, del actual conflicto racial en Estados Unidos. La policía arresta con violencia a un ciudadano negro en Nueva Orleans. James Nachtwey / Agencia contacto

5 Una mujer con un rosario, junto a la catedral de Puerto Príncipe (Haití), en ruinas tras el terremoto de 2010, que dejó más de 300.000 víctimas. James Nachtwey / Agencia contacto

6 Un helicóptero despega de un campo de fútbol con soldados heridos. Fotografía tomada durante la guerra de El Salvador, en 1984. James Nachtwey / Agencia contacto

7 Una imagen de 1993, durante la guerra de los Balcanes. Un miliciano croata dispara contra sus vecinos musulmanes en Mostar. Desde que comenzó su carrera como fotoperiodista en 1976, ha retratado la barbarie y las heridas del mundo en infinidad de conflictos armados. James Nachtwey / Agencia contacto

8 Entre los escombros de una Kabul destruida tras la guerra civil de Afganistán, en 1996. James Nachtwey / Agencia contacto

9 Una víctima de la hambruna que asoló Sudan en 1993 recibe agua en un centro de ayuda. James Nachtwey / Agencia contacto


10 Un grupo de mujeres cubiertas con velo en Irak (2003).James Nachtwey / Agencia contacto


JAMES NACHTWEY es la antítesis del fotógrafo de conflicto que busca el reconocimiento personal por encima de su propio trabajo, banalizando así la vida y la muerte de las personas que aparecen en sus imágenes.

Lamentablemente, existe una mitificación de esta profesión. Llegamos a sublimar la labor de aquellos que cubren conflictos olvidando que hay muchas razones para hacerlo. Dejando a un lado la naturaleza de estas, la misión de un fotógrafo que se envuelve en el dolor ajeno ha de ser contar esas historias y no la suya propia.

Para este trabajo hacen falta grandes dosis de empatía y respeto. La de Nachtwey (Siracusa, Nueva York, 1948) no es una impostura en busca de unos likes, si bien es cierto que las oportunidades y la realidad que le han tocado vivir por el origen de su pasaporte son muy diferentes de las que han disfrutado otros. Ha trabajado y sacrificado mucho, pero eso no siempre es suficiente. Muchos se han quedado por el camino, porque hay una gran parte que depende de la suerte. Llamémosla suerte “buscada”. Su mérito no es solo que ha sido capaz de llegar, sino también de mantenerse.



Un grupo de palestinos se enfrenta al Ejército israelí en Cisjordania. JAMES NACHTWEY / AGENCIA CONTACTO

Su carácter perfeccionista, introvertido, abstemio y de alguien que vive solo para y por su trabajo le ha valido para ser uno de los referentes vivos de esta profesión, el espejo en el que muchos querrían ver el final de sus carreras.

Denostado por algunos, alabado por otros, solo hay una cosa innegable en su persona. Él estaba allí, y eso es un hecho, porque lo demuestran sus imagenes. La fotografía no es solo apretar un botón, hay que llegar donde no hay nadie para poder hacerlo, para conseguir esa cercanía personal y compositiva. Eso es lo verdaderamente difícil y lo que marca esa inolvidable cita de Capa: “Si tus fotos no son lo suficientemente buenas es porque no te has acercado lo suficiente”.

Nachtwey dice que valió la pena, que algunas de sus imágenes redundaron en cambios. Quizá fueran otros tiempos, en los que las revistas y periódicos buscaban que sus informaciones tuvieran un interés para la sociedad, un interés que con los años la propia sociedad fue diluyendo.


El Pais Semanal Nº 2.093 06/11/2016