miércoles, 1 de enero de 2020

Rara Arbus

Andrea Aguilar

Hombre disfrazado de mujer con guantes, Hempstead, L. I., 1959. ROZ KELLY

16 NOV 2016

Fijó su objetivo en los seres humanos al límite y utilizó su cámara como una granada de mano. Una exposición y una nueva biografía reabren la polémica sobre la vida de esta fotógrafa impertinentemente curiosa.

LLEVABAN CASI una década haciendo producciones de moda para revistas. Allan disparaba, Diane se aseguraba de que la ropa de las modelos luciera correctamente. Se habían conocido 20 años antes, cuando ella tenía 13, en los grandes almacenes de la Quinta Avenida propiedad de su acaudalada familia. Él era un simple empleado en el departamento de arte, pero la precoz princesita judía quedó prendada. Se casaron cinco años después, Allan le regaló su primera cámara, tuvieron dos niñas, empezaron a trabajar en reportajes de moda.

Un buen día de 1956, Diane anunció que no podía más, que nunca volvería a hacer ese trabajo, y abandonó el estudio. Arrancaba así la carrera de una de las artistas más controvertidas y fascinantes del siglo XX. Desde entonces y hasta que se quitó la vida en 1971, con 48 años, Arbus fijó su objetivo en los márgenes y clavó su cautivadora mirada –osada, íntima e impertinentemente curiosa– en enanos, gigantes, travestis o discapacitados mentales. Fueron sus queridos freaks, cuyas excentricidades, rarezas o taras les colocaban, según la fotógrafa, en un escalón superior: “La mayoría de la gente va por la vida temiendo tener una experiencia traumática. Los freaks nacieron con su trauma.

Diane Arbus, en un retrato tomado en 1968.ROZ KELLY

Ya han aprobado el examen de la vida. Son aristócratas”. Arbus también fotografió la vida en los suburbios, rollizos bebés, salas de cine, restaurantes vacíos o a figuras conocidas, siempre tratando de desvelar el revés, un inquietante ángulo grotesco de la vida. El escritor Norman Mailer, que posó para ella, dijo que darle una cámara a Diane era como entregar una granada de mano a un niño. Y es que Arbus hace saltar por los aires convenciones y amabilidades, no hay rodeos en su cara a cara. Puede ser que, por idénticas razones, su vida produzca la misma insaciable curiosidad que ella sentía por los sujetos a quienes fotografiaba. ¿Quién fue esta mujer menuda que reivindicó la subjetividad con su cámara?

Poco después de dejar a Allan plantado en el estudio, Arbus numeró su primer rollo de película y empezó a disparar por calles y cines con una cámara de 35 milímetros. “Odiaba la fotografía de moda porque la ropa no pertenecía a quien la llevaba puesta. Cuando la ropa es de quien se la pone, transporta los fallos y las características de la persona, y es maravillosa”, explicó tiempo después. Ese crítico portazo de 1956 es el punto de partida tanto de la nueva biografía Diane Arbus: Portrait of a Photographer (Diane Arbus, retrato de una fotógrafa), de Arthur Lubow, como de la exposición Diane Arbus: In the Beginning que, hasta el 27 de noviembre, se muestra en el histórico edificio de Marcel Breuer, la nueva sede satélite del Metropolitan Museum (Nueva York), antes de viajar a San Francisco en enero.

Mujer en un autobús, Nueva York, 1957.ROZ KELLY

Cerca de 70 imágenes del centenar largo que comprende la exposición son inéditas. Forman parte del legado de la artista depositado desde 2007 en los fondos del Metropolitan por sus hijas y celosamente guardado. Muchas de esas fotos quedaron durante años olvidadas en cajas, depositadas en el cuarto oscuro que Arbus compartió con su esposo en el West Village tras su separación en 1959. Poco flas, formato apaisado y una cierta distancia con los sujetos fotografiados que poco a poco se va rompiendo. Diane había tomado unas clases con Berenice Abbott en el New School, pero fue bajo la tutela de Lisette Model cuando realmente consiguió su estilo. La cámara de medio formato Rolleiflex con la que disparó a partir de 1962 –año en el que se detiene la exposición– le permitió ahondar en el detalle (las cejas dibujadas a lápiz; los calcetines calados de las gemelas que inspiraron El resplandor, de Stanley Kubrick; la sombra de la barba de los travestis), un viaje formal que corría paralelo a su íntima aproximación al singular mundo que retrataba. “Comprar el regalo de cumpleaños de Amy, visitar la morgue”, escribió en la lista de tareas pendientes de su agenda en aquellos años.

La exposición que lanzó a Arbus a la fama se celebró en 1967 en el MOMA. La fotógrafa compartía cartel en New Documents con Gary Winogrand y Lee Friedlander. “Lo que les une es la convicción de que merece la pena mirar el mundo y el coraje de mirarlo sin teorizar sobre él”, explicó entonces el comisario John Szarkowski. La sala más comentada fue la que mostraba los retratos de Diane. Se dice que los guardias del museo limpiaban a diario el cristal que enmarcaba sus imágenes de los escupitajos que le lanzaban. En 1972, un año después de que Arbus se hinchase a barbitúricos y se cortase las venas en su apartamento del legendario Westbeth Building, el museo le dedicó la primera retrospectiva y confirmó su estatus como icono maldito de la fotografía moderna. Desde entonces, sus hijas cerraron la puerta a investigadores fisgones y guardaron miles de imágenes para no inundar el mercado. Y de pronto, casi medio siglo después de que Arbus irrumpiera con sus seres extraños en escena, la exposición Revelations en 2007 presentó cartas, postales, diarios y hasta el informe forense. La figura de Arbus empezaba a mostrarse más de cerca. Su hija Doon dijo que nada había cambiado, era solo una nueva estrategia. Pero fue precisamente una reseña de aquella muestra lo que metió al periodista Lubow en la investigación de su libro. Esta nueva biografía se suma a la que publicó Patricia Bosworth en los ochenta y tampoco cuenta con la autorización de la familia ni con las imágenes de Arbus, pero sí con el testimonio de su esposo, Allan; de amigos y de sujetos fotografiados por la artista, y recoge las entrevistas que la fotógrafa dio, entre otros, al historiador oral Studs Sterkel y las clases que dictó en los setenta.

Jack Dracula en un bar de New London, Connecticut, 1961.ROZ KELLY

En la página 19 de la edición americana, Lubow lanza su particular granada sin detenerse demasiado en ello: la experimentación sexual que desde la adolescencia Diane tuvo con su hermano, el poeta premio Pulitzer Howard Nemerov, se prolongó en la edad adulta y la última vez que se acostaron juntos fue apenas una semana antes del suicidio. El periodista se apoya en la transcripción de una entrevista que la anterior biógrafa mantuvo con la psiquiatra Helen Boigon, quien trató a Arbus. Puede que Bosworth no llegara a escribir tan directamente sobre esto porque Howard aún estaba vivo.

Sobre la promiscuidad sexual de Arbus se ha escrito mucho. El comisario de aquella primera muestra en el MOMA, John Szarkowski, habla de la relación que la fotógrafa entablaba con las personas que retrataba: “Quería conocer a la gente casi en un sentido bíblico, quería no solo sacar una buena fotografía, sino ese conocimiento, y la imagen final era la prueba de ese saber”. Acabó contrayendo hepatitis a mediados de los sesenta, fotografió orgías y clubes de intercambios de parejas, se lanzó de cabeza a la revolución sexual. La fidelidad en las relaciones físicas nunca tuvo espacio en su matrimonio, y fue precisamente una amante de su esposo la que mostró disconformidad con la relación abierta que los Arbus mantenían y forzó la ruptura de la pareja. Conservaron un vínculo estrecho y, como cuenta Allan en la nueva biografía, quizá aquella separación propulsó a Diane a recorrer sórdidos lugares que a él le hubiera aterrorizado que ella visitara.

Arbus iba derribando barreras, acortando distancias en busca de una verdad que traspasara el objetivo. Su relación con el pintor Marvin Israel desempeñó un importante papel, la exigente visión crítica que él pregonaba la espoleaba, aunque en el plano personal él no dejara a su esposa y Arbus, dice el biógrafo, se sintiera desprotegida. Según parece, el descubrimiento de que su hija mayor, Doon, mantenía un idilio con Marvin fue uno de los desencadenantes de la última depresión, de la que no logró salir. Cuando Arbus murió, Avedon voló a París para informar a Doon, que entonces tenía 24 años. Cuando era niña, madre e hija se retaban en Central Park para ver quién era capaz de parar y entablar conversación con más desconocidos.


Un taxi de Nueva York en 1956.

Los fotógrafos de la generación de Arbus escondían la cámara en el abrigo, disparaban a traición, miraban sin ser vistos. Mientras, ella iba ocupando un espacio cada vez mayor en el plano que retrataba, reflejándose extrañamente desde el visor. “Una fotografía es un secreto sobre un secreto. Cuanto más te cuenta, menos sabes”, reza una de sus frases más célebres. La peligrosa distancia o la empática falta de ella es uno de los puntos más discutidos en el juicio crítico de su obra. Para Susan Sontag, el tono ingenuo de Arbus es “tímido y siniestro”, la acusa de cebarse en la diferencia. Para Janet Malcolm, los personajes de las fotos desempeñan un papel secundario en un viaje al interior: “Ella no flaquea ante la verdad de que la diferencia es diferente, y por tanto da miedo, es amenazadora, desagradable. No se pone por encima, se implica en la acusación”.

Armada con su cámara, era capaz de agotar a cualquier modelo hasta conseguir que bajara la defensa. Lo logró con Germaine Greer o con Viva, la estrella de la Factory de Warhol, a quien sacó con los ojos en blanco y el torso desnudo y que a punto estuvo de demandarla. Siempre escogía los retratos con mayor fuerza expresiva y no dudaba en engañar si hacía falta, decir que las fotos no se publicarían o presentarse como una tímida y menuda señorita. Aunque se metiera a fondo en los mundos que fotografiaba, trataba de establecer un vínculo íntimo y profundo, pero no de entregarse totalmente a ello. Sabía dónde estaba, cuál era su punto de vista. “No quiero decir que me gustaría ser como ellos o que lo fueran mis hijas. Pero innegablemente tienen algo alucinante”, explicó. “Esto de fotografiar realmente tiene que ver con el negocio del hurto”.

Un hombre en Coney Island, Nueva York, en 1960.

El clasicismo en blanco en negro y la belleza formal e inquietante de sus imágenes no han perdido un ápice de fuerza. La defensa de la subjetividad, aún menos en una era en la que las cámaras de los teléfonos inundan la vida de cualquiera. “Hay un punto entre lo que quieres que la gente sepa de ti y lo que no puedes evitar que sepan”, dijo Arbus, dedicada con ahínco a reflejar precisamente eso que los demás ven y uno se empeña en esconder. Quizá en esto se encuentre la clave de la fascinación que su figura provoca, velada en la corte de freaks como una pájaro extraño, una rara avis, con una cámara colgando del cuello.


El Pais Semanal Nº 2.094 13/11/2016

James Nachtwey, el fotógrafo que estaba allí

Desde que empuñó una cámara hace cuatro decenios, James Nachtwey decidió ser fotógrafo de guerra. Desde entonces, ha tomado algunas de las mejores imágenes de los conflictos de nuestro tiempo. Su obra nos enseña lo que no queremos ver. Perfeccionista, riguroso, infatigable. En activo a los 68 años, acaba de recibir el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades. Su colega de oficio Ricardo García Vilanova esboza un retrato sobre él.

James Nachtwey
8 NOV 2016

1 Impacto del segundo avión contra las Torres Gemelas, el 11-S. “Creí que tenía todo el tiempo del mundo para hacer la foto. En el último instante me di cuenta de que estaba a punto de ser barrido”, confesó a la revista Time. James Nachtwey / Agencia contacto

2 Una de las fotografías más conocidas de James Nachtwey. Un superviviente de los campos de exterminio hutus muestra en un hospital de la Cruz Roja en Nyanza (Ruanda) las cicatrices de los machetazos de sus captores. La instantánea fue tomada en 1994 y recibió el premio World Press Photo a la imagen del año. James Nachtwey / Agencia contacto

3 Un prisionero herido durante los primeros días de la guerra de Irak, en 2003. James Nachtwey / Agencia contacto

4 Una de sus imágenes más recientes, del actual conflicto racial en Estados Unidos. La policía arresta con violencia a un ciudadano negro en Nueva Orleans. James Nachtwey / Agencia contacto

5 Una mujer con un rosario, junto a la catedral de Puerto Príncipe (Haití), en ruinas tras el terremoto de 2010, que dejó más de 300.000 víctimas. James Nachtwey / Agencia contacto

6 Un helicóptero despega de un campo de fútbol con soldados heridos. Fotografía tomada durante la guerra de El Salvador, en 1984. James Nachtwey / Agencia contacto

7 Una imagen de 1993, durante la guerra de los Balcanes. Un miliciano croata dispara contra sus vecinos musulmanes en Mostar. Desde que comenzó su carrera como fotoperiodista en 1976, ha retratado la barbarie y las heridas del mundo en infinidad de conflictos armados. James Nachtwey / Agencia contacto

8 Entre los escombros de una Kabul destruida tras la guerra civil de Afganistán, en 1996. James Nachtwey / Agencia contacto

9 Una víctima de la hambruna que asoló Sudan en 1993 recibe agua en un centro de ayuda. James Nachtwey / Agencia contacto


10 Un grupo de mujeres cubiertas con velo en Irak (2003).James Nachtwey / Agencia contacto


JAMES NACHTWEY es la antítesis del fotógrafo de conflicto que busca el reconocimiento personal por encima de su propio trabajo, banalizando así la vida y la muerte de las personas que aparecen en sus imágenes.

Lamentablemente, existe una mitificación de esta profesión. Llegamos a sublimar la labor de aquellos que cubren conflictos olvidando que hay muchas razones para hacerlo. Dejando a un lado la naturaleza de estas, la misión de un fotógrafo que se envuelve en el dolor ajeno ha de ser contar esas historias y no la suya propia.

Para este trabajo hacen falta grandes dosis de empatía y respeto. La de Nachtwey (Siracusa, Nueva York, 1948) no es una impostura en busca de unos likes, si bien es cierto que las oportunidades y la realidad que le han tocado vivir por el origen de su pasaporte son muy diferentes de las que han disfrutado otros. Ha trabajado y sacrificado mucho, pero eso no siempre es suficiente. Muchos se han quedado por el camino, porque hay una gran parte que depende de la suerte. Llamémosla suerte “buscada”. Su mérito no es solo que ha sido capaz de llegar, sino también de mantenerse.



Un grupo de palestinos se enfrenta al Ejército israelí en Cisjordania. JAMES NACHTWEY / AGENCIA CONTACTO

Su carácter perfeccionista, introvertido, abstemio y de alguien que vive solo para y por su trabajo le ha valido para ser uno de los referentes vivos de esta profesión, el espejo en el que muchos querrían ver el final de sus carreras.

Denostado por algunos, alabado por otros, solo hay una cosa innegable en su persona. Él estaba allí, y eso es un hecho, porque lo demuestran sus imagenes. La fotografía no es solo apretar un botón, hay que llegar donde no hay nadie para poder hacerlo, para conseguir esa cercanía personal y compositiva. Eso es lo verdaderamente difícil y lo que marca esa inolvidable cita de Capa: “Si tus fotos no son lo suficientemente buenas es porque no te has acercado lo suficiente”.

Nachtwey dice que valió la pena, que algunas de sus imágenes redundaron en cambios. Quizá fueran otros tiempos, en los que las revistas y periódicos buscaban que sus informaciones tuvieran un interés para la sociedad, un interés que con los años la propia sociedad fue diluyendo.


El Pais Semanal Nº 2.093 06/11/2016

domingo, 29 de diciembre de 2019

Fortuny, los pliegues de la melancolía


Josep Casamartina i Parassols


 Modelo con abrigo tres cuartos de terciopelo de seda con motivos cretenses sobre vestido Delphos gris y teja. GÉRARD AMSELLEM / LYON

3 NOV 2016

Mariano Fortuny y Madrazo cerró con broche de oro la historia de dos familias de artistas. Fue pintor, escultor, fotógrafo y escenógrafo, pero el mundo se rindió ante su genio como autor de telas y vestidos. Entre ellos, la túnica Delphos, emblema del talento de uno de los creadores más influyentes de la primera mitad del XX.


EL GENIO NACE, no se hace, pero para desarrollarse necesita de una atmósfera o de circunstancias que le sean favorables. Al contrario de la belleza, que se puede heredar aunque a veces dure poco, la genialidad no suele transmitirse fácilmente de padres a hijos, por más que se hayan empeñado en ello muchos clanes familiares a lo largo de la historia. Empeñarse a ultranza en el genio heredado parece condenado fatalmente a la decrepitud. Sin embargo, siempre hay excepciones para confirmar la regla, y los Fortuny y los Madrazo, dos familias de artistas que se acabarían mezclando, son un ejemplo estupendo de pervivencia. En realidad el eje vertebral de esta nutrida saga de pintores serían los Madrazo, pues de Fortuny tan solo hay dos, pero de Madrazo siete, y su origen como artistas se remonta al siglo XVIII, entre Santander –en donde nació José Madrazo y Agudo, pintor de cámara de Fernando VII– y la región polaca de Silesia –de donde procedía su esposa, Isabel Kuntz Valentini, a su vez hija del pintor Tadeusz Kuntz–. Y esa mezcla de culturas quizá sería el motivo de que, a lo largo del siglo XIX, el espectro de los Madrazo se extendiera por media Europa, cosechando amistades, relaciones, éxitos y honores con desigual fortuna, de Madrid a Roma pasando por Múnich y Berlín, y de Granada a París para terminar en Venecia. Es en este contexto ilustre, cosmopolita y estético donde nace, y también se hace, Mariano Fortuny y Madrazo, el enigmático e hipersensible mago de Venecia que sería además quien acabaría cerrando el prolífico clan con un espectacular broche de oro.

Fortuny y Madrazo se dedicó con ahínco a la pintura, siguiendo de cerca a todos sus antepasados, pero no llegó a ser un genio de los pinceles. Como pintor fue digno y nada más, no destacó demasiado, incluso fue bastante aburrido, dada la época en que vivió, aunque como grabador tiene bastante más interés. Su olimpo sería de otro talante, más etéreo y superficial y, a la larga, paradójicamente mucho más duradero y moderno. Fuera de España es posible que ya nadie se acuerde de quiénes eran los Madrazo, ese nombre curioso que ostentan calles de Madrid y Barcelona. También a escala internacional y a nivel popular, poca gente debe conocer al otrora famosísimo y cotizado Mariano Fortuny i Marsal, más allá de algunos buenos connaisseurs y conservadores y directores de museo. Pero al Fortuny de las telas y vestidos se le conoce en todo el mundo, incluso al margen de su nombre, por alguna de sus magníficas realizaciones o por las fotografías de actrices y modelos que lucieron, o siguen luciendo, con glamur sus hermosos trajes plisados de suave seda japonesa y colores argentados que se ajustan con delicadeza al cuerpo femenino y lo dejan, a su vez, libre, creando sinuosidades sin hacer caso de las tallas. Vestidos túnica, de una o dos piezas, sin decoración alguna más allá de una simple cinta ancha, con algún toque dorado ligeramente estarcido, para realzar busto y caderas, y del juego de luz y sombra de centenares de pequeñas aristas que, como una tierra arada, recorren toda la superficie de la tela en sentido vertical adaptándose mórbidamente a la orografía femenina.


Fortuny y Madrazo fue el príncipe de la luz, inventó un sinfín de patentes relacionadas con ella y se esmeró en captarla en todas las disciplinas artísticas posibles, con todo su esplendor y magnificencia. Por eso no se quedó solo en el ámbito de la pintura. Fue el primero en dedicarse a la incandescencia indirecta para iluminar de manera fluida y continuada interiores palaciegos, techos con frescos sublimes, tiendas, salones, boudoirs y escenarios. Fiel seguidor de Richard Wagner y su idea de un arte total, intervino decisivamente en escenografías y atrezos de ópera, ballet y teatro. Creó una cúpula, que llevaría su nombre, precursora de los cicloramas, esos cielos iluminados sin ángulos que son, ya desde hace mucho tiempo, fundamentales en la escenografía moderna. Ideó diferentes tipos de lámparas, de pie, techo y sobremesa, en tela o metal, que aún se producen en la actualidad y decoran interiores exquisitos en todo el mundo. También, evidentemente, relacionada con la luz fue su dedicación a la fotografía. Pero, sobre todo, su mayor y más celebrada ocupación fueron los tejidos y la indumentaria en los que la luz tampoco era un factor ausente, sino todo lo contrario, pues Fortuny trabajó siempre con sedas y terciopelos para captarla mejor.


Mariano Fortuny y Madrazo nació en Granada en 1871, bajo la estela de la Alhambra, hijo del pintor orientalista y grabador catalán Mariano Fortuny i Marsal y de Cecilia de Madrazo y Garreta, hija de Federico de Madrazo Kuntz y hermana de los también pintores Ricardo y Raimundo. Muy pronto la familia se trasladó a Roma, y allí Fortuny i Marsal instaló su fabuloso estudio, repleto de antigüedades, tapices y tejidos, que tanta influencia ejercería en pintores y coleccionistas coetáneos. Este espléndido taller romano duró poco, ya que en 1874 falleció su artífice, cuando el pequeño Fortuny y Madrazo tenía solo tres años. Entonces Cecilia con sus dos hijos, Mariano y María Luisa, decidió trasladarse a París y tuvo que desmantelar el fabuloso estudio de su marido y vender en subastas buena parte del contenido, entre el que figuraba la colección de tejidos orientales y renacentistas que ella también había ayudado a recopilar. No se vendieron todos, lo que, junto con la propia afición y grandes conocimientos en la materia que tenía Cecilia, favoreció que ella creara otra colección. Fue sin duda esta iniciativa la que familiarizó al pequeño Fortuny con las granadas de oro y terciopelo, de origen italiano y también valenciano, los pájaros y claveles otomanos y los arabescos y grafías andalusíes.

En 1889, Cecilia y sus hijos dejan París y se instalan en Venecia, en el palazzo Martinengo, y recrean allá su personal universo bajo la sombra mítica del malogrado Fortuny padre, viviendo en una atmósfera suspendida en el tiempo, pero también recibiendo numerosas visitas de celebridades del mundo de la cultura, ya fueran italianos, franceses o españoles. Desde allí, Fortuny y Madrazo despliega sus habilidades con línea directa en París y empieza a darse a conocer, primero como pintor, participando en alguna de las primeras ediciones de la Bienal veneciana, de la que ya será, a partir de entonces, un artista habitual. También expone en los salones de Múnich y, sobre todo, de París. En uno de sus viajes a la capital francesa, en 1897, conoce a Henriette Negrin y el flechazo es fulminante. Mantiene en secreto relaciones con ella, pues Henriette estaba casada, pero en 1902 ella decide divorciarse para irse a vivir con Mariano a Venecia y ambos se instalan en otro palazzo, el Pesaro degli Orfei, porque ni Cecilia ni María Luisa aceptan bien esa relación.


Un Delphos fotografiado por Cecil Beaton en 1971.CECIL BEATON

La influencia de Henriette será también fundamental en la vida de Fortuny, tanto desde un punto de vista afectivo como creativo y empresarial, especialmente en todo lo que se refiere al mundo textil, que al fin y al cabo será el más importante y decisivo para el autor. Henriette se implica y trabaja personalmente con sus propias manos en los estampados de las telas, con sistemas inventados por su compañero. Y seguramente se debe en parte a ella la creación del mayor éxito de Fortuny, la túnica Delphos, que aparece hacia 1907 y marca una revolución absoluta en la indumentaria femenina de todo el siglo XX, porque, habiendo sido pensada y producida al margen de la moda, mantendrá su actualidad hasta hoy. Es algo parecido, aunque diferente, de lo que estaba barajando desde París Paul Poiret, amigo de Mariano y Henriette, y desde Viena Gustav Klimt, su amiga la modista Emilie Flöge y el arquitecto Josef Hoffmann y sus seguidores.

Desde Venecia, la pareja consolida una industria artesanal que, desde finales de la primera década del siglo XX, vende a todo el mundo, y será en Estados Unidos, país moderno donde los hubiere, donde tendrán mejor clientela. Una empresa emergente que durante los años treinta empezó a sufrir problemas por la imposibilidad de importar seda de Japón y algodón de Inglaterra como consecuencia del proteccionismo de Mussolini con la industria italiana. En la década siguiente, la fábrica Fortuny entra en bancarrota, a pesar de los esfuerzos sobrehumanos de Henriette para salir adelante. En 1949 muere en Venecia Mariano Fortuny y Madrazo y deja parte de la herencia al Estado español, que renuncia a su legado, que consistía en el palazzo Pesaro degli Orfei con su interior abarrotado de telas, trajes y muestrarios. En 1956, Henriette lo legó entonces al Ayuntamiento de Venecia, y en la actualidad es el Museo Fortuny, orgullo de propios y extraños.

Peggy Guggenheim (mecenas y coleccionista), vestida con un Delphos, en la entrada de su palacio veneciano, actual sede de su fundación.EDITORIAL NEREA

En 1980, el Musée des Tissus de Lyon –institución que en estos momentos, incomprensiblemente, está a punto de ser desmantelada por el Estado francés– organiza una gran exposición sobre Mariano Fortuny y Madrazo, una iniciativa que marca el reconocimiento universal a su figura. Ese mismo año, el historiador y futuro galerista Guillermo de Osma publica su primer libro sobre el mago de Venecia; posteriormente, y como principal especialista en Fortuny, editó algunos más. El volumen que acaba de aparecer de la mano de la editorial Nerea representa la culminación de su trabajo. Una historia fascinante, muy bien documentada y explicada, con un tempo de novela, profusamente ilustrada, que es lo esencial si hablamos de tejidos y moda, y con un melancólico final muy adecuado a esa otra Venecia –al margen de Casanova, Canaletto y el carnaval– crepuscular del fin de siglo, teñida de azul, plata y oro viejo, que, como Fortuny y Madrazo, supieron captar a la perfección Thomas Mann y Luchino Visconti.


El Pais Semanal Nº 2.092 30/10/2016

Fortuny, los pliegues de la melancolía

Mariano Fortuny y Madrazo cerró con broche de oro la historia de dos familias de artistas. Fue pintor, escultor, fotógrafo y escenógrafo, pero el mundo se rindió ante su genio como autor de telas y vestidos. Entre ellos, la túnica Delphos, emblema del talento de uno de los creadores más influyentes de la primera mitad del XX.

Josep Casamartina i Parassols

3 NOV 2016

1 Fortuny en 1900. Archivo Museo Fortuny

2 Mariano Fortuny en 1890, en la terraza del palacio Martinengo. Archivo Museo Fortuny

3Muestrario de plisados Guillermo de Osma

4 Gérard Amsellem / Lyon

5 La soprano Colette Alliot-Lugaz con un manto de terciopelo de seda. Gérard Amsellem / Lyon

6 Retrato de Muel Gore vestida con un Delphos y retratada por sir Oswald Birley en 1919. Guillermo de Osma

7 Fundación Caja de Burgos

8La modelo y actriz Lauren Hutton con un Burnous de terciopelo de seda. Guillermo de Osma

9 La actriz Julie Christie en 1973 con pantalón y túnica plisados. Alfa Castaldi

10 Geraldine Chaplin en 1979, con vestido y sobrevesta de gasa ligera que pertenecieron a su madre, Oona Chaplin. Guillermo de Osma

11A la derecha, Mariano Fortuny y Madrazo, en una imagen captada en 1930. De fondo, tejido de satén de algodón con motivo floral inspirado en un diseño italiano del siglo XVII. Fundación Caja de Burgos

12 'Interior del palacio Orfei', obra pictórica de Mariano Fortuny y Madrazo (1940).



El Pais Semanal Nº 2.092 30/10/2016


Clara Peeters, la pintora que inventó el ‘selfie’


Estrella de Diego


Bodegón con flores, copa de plata dorada, almendras, frutos secos, dulces, panecillos, vino y jarra de peltre. JORDI SOCÍAS

24 OCT 2016

Clara Peeters fue la primera mujer que expuso en el Prado. Maestra del bodegón, de origen flamenco, vivió en el siglo XVII y se ignora casi todo de ella. Su obra creó escuela. Además, sus cuadros encerraban un gran secreto: ella misma aparecía retratada en ellos. El museo madrileño le dedica una exposición.


DURANTE MUCHOS años la pintora de Amberes Clara Peeters (Amberes, 1594-La Haya, 1657) fue la única mujer artista colgada en las paredes del Museo del Prado, si bien eran pocos los que reparaban en este hecho nada frecuente. No obstante, el visitante atento podía descubrirla, destacada, en la entonces rebosante sala de bodegones. Aquel lugar era casi un remedo de las mesas flamencas del XVII, donde alimentos y utensilios se agolpan en una peculiar construcción espacial, la que corresponde a este género pictórico, denostado por la historia del arte más conservadora al excluir la figura humana. Allí, en la sala del Prado y pese a lo extraordinario del conjunto de bodegones conservados en la pinacoteca madrileña, la obra de ­Peeters sobresalía entre tantas maravillas de caza, pescados, dulces, cristales, metales brillantes, cestas o hasta flores y jarrones que hablaban de las diferentes maneras de entender el mundo en las distintas sociedades y épocas.



La figura de la pintora reflejada en la copa y la jarra de peltre de dos de sus bodegones.JORDI SOCÍAS

Destacaba sobre todo un cuadro –composición exquisita–, en el que las flores del jarrón, primorosamente pintadas, rivalizaban en destreza con la elegante copa de plata, la bandeja con los frutos secos y los dulces, el transparente vidrio al fondo y la jarra de peltre. El trabajo exhibía una habilidad poco común, minuciosa y precisa, subrayada en los pétalos de cada flor: el jarrón de Peeters tenía mucho de pericia botánica, aquella que cultivarían, pocos años después y también en los Países Bajos, otras artistas como Maria Sibylla Merian o Rachel Ruysch. La primera, alemana de origen, sería la autora de Metamorphosis insectorum Surinamensium, transformaciones de insectos que poco tenían que ver con Systema naturae, el posterior catálogo seco y obsesivo de Carl Linnaeus. Las láminas de esta mujer que pintaba insectos y, más aún, los criaba y los observaba, capaz de marchar hacia Surinam con 52 años cumplidos para llevar a cabo sus investigaciones, eran vibrantes, llenas de vida, igual que las composiciones pictóricas de Rachel Ruysch, hija del conocido anatomista, al cual, se cuenta, compró su colección médica el propio Pedro el Grande de Rusia.

Quizá fue la atmósfera particular en los Países Bajos durante 1600 –en especial en Amberes, donde Peeters desarrolla su actividad– la que posibilitó la consolidación de esos bodegones planteados como la representación de una clase en ascenso, burguesa y moderna –los ricos comerciantes– que a ratos remedaba las costumbres de la aristocracia tradicional. Alrededor de esta aparente paradoja –modernidad y tradición– se desarrollaba un género pictórico que traza un retrato social muy preciso. Entre las riquezas y rarezas importadas y atesoradas se delineaba además la fina frontera entre abundancia y exceso, y se apelaba, de alguna manera, a la caducidad del mundo y las cosas del mundo.


Bodegón con pescado, gambas, ostras y cangrejos de río.JORDI SOCÍAS

Pese a la atmósfera de modernidad que se vivía en los Países Bajos, ser mujer pintora en el siglo XVII, incluso en una sociedad cuya clase en ascenso retaba algunas viejas costumbres, no era fácil. No lo era, entre otras cosas, porque las artistas encontraban grandes trabas para su formación, a menos que aprendieran con el padre –ocurre con Artemisia Gentileschi–; o con un maestro particular, supervisada la estancia por su esposa –es el caso de Sofonisba Anguissola, también expuesta hoy en las salas del Prado–. Las mujeres no podían frecuentar un taller, fórmula habitual para convertirse en pintor, pues era impensable para las jóvenes compartir cotidianidad con otros muchachos. Además, al salir serían demasiado viejas para casarse. Por si fuera poco, el acceso a las clases de desnudo, la manera de aprender a dibujar la figura humana y pasaporte para la “alta pintura” de escenas de batallas o religiosas, estuvo vetado a las artistas durante siglos. Dedicar los esfuerzos a los bodegones, incluso a finales del siglo XIX, era un modo de llevar adelante la carrera para muchas mujeres.

Esta particular situación de las artistas hace aún más intrigante el gesto reiterado en algunas obras de Clara Peeters, de la que, por otro lado, se tienen pocas noticias verificables, salvo que fue una pintora precoz especializada en bodegones, que trabajó en Amberes y que su época de máxima creatividad se desarrolló en torno a 1611-1612. Reflejada en los metales brillantes de algunas de sus obras, Peeters se pinta. A veces se pinta incluso pintando. Es una imagen apenas perceptible –camuflada quizá por decoro, para no parecer demasiado descarada en tanto mujer– que Peeters despliega con coraje infinito y una implacable seguridad en su oficio.


Bodegón con arenque, cerezas, alcachofa, jarra y plato con mantequilla.JORDI SOCÍAS

Retomando el juego de reflejos, muy arraigado en la época –El matrimonio Arnolfini es una buena muestra de ello, al desvelar en el espejo al fondo el retrato del pintor y la parte no visible del cuarto–, Clara Peeters subraya en su autorretrato una poderosa afirmación de su destreza. Pintar su efigie desde diferentes puntos de vista adaptados a la superficie de las copas o las jarras descubre un absoluto control sobre los ángulos, la escala, la perspectiva, la minuciosidad… y un orgullo sobre una autoría que a veces rubrican también las pastas con la forma de la “P” en su apellido.

Sus maravillosos selfies avant-la-lettre –autorretratos camuflados que evocan a Cindy Sherman cuando su rostro se descubre reflejado en unas gafas o el espejo de una polvera– hacen pensar, además, en las estrategias sofisticadas de tantas mujeres, a menudo obviadas por pintar géneros menores. La pregunta surge insidiosa: ¿desde dónde se establecen los criterios de calidad, el canon? ¿No vuelven a ser restricciones de un discurso que es necesario revisar? Los bodegones de Peeters lo dejan claro: nunca hay que quedarse en las meras apariencias. Una segunda mirada, más atenta, puede desvelar cierta señal radical de modernidad, oculta tras el reflejo de una copa. Por ese gesto, también ahora, desde las salas del Prado Clara Peeters nos desconcertará en su audacia.


El Pais Semanal Nº 2.091 23/10/2016


El tiempo congelado




FABIAN OEFNER
8 OCT 2016

NO EXISTE ser ni objeto en este mundo que no sea esclavo de la entropía. Todo, incluido este espectacular Bugatti 57 SC de los años treinta, está sujeto al eventual abrazo del caos. Aunque en este caso, ese desorden sea simulado. En una combinación de ciencia y creación, el suizo Fabian Oefner ha producido dos series de imágenes de automóviles bajo el título de Disintegrating. Una a una, el artista fotografía las piezas que componen cada coche –en miniatura– y las recoloca digitalmente en un proceso que dura hasta dos meses. Con sus obras, Oefner plantea cuestiones sobre el paso del tiempo, la percepción de la realidad y la esencia de los fenómenos que escapan al radar del ojo humano.


El Pais Semanal Nº 2.089 09/10/16


El ojo insomne de la ciudad

Pocos han visto tanta muerte como Enrique Metinides, el fotógrafo que retrató durante seis décadas el crimen y el horror en México, hoy convertido en leyenda.


 
Domingo, 27 Noviembre 2016



En el mundo de Enrique Metinides (Ciudad de México, 1934) la realidad presenta contornos difusos. Hay que sentarse a su lado y escucharle un rato para entenderlo. El fotógrafo que durante décadas retrató la muerte en carne viva es ahora un jubilado simpático, que se desliza por las habitaciones de su abigarrado apartamento como un pequeño duende pop. Con orgullo casi paternal va mostrando su colección de figuritas de ranas verdes (a destacar la que conduce un deportivo limón), sus máscaras venecianas, sus monedas conmemorativas, las incesantes fotos de sus tres hijos, cinco nietos y dos bisnietos, las escayolas de cristos y vírgenes… y así hasta alcanzar una puerta lateral, casi imperceptible desde el salón.

Al abrirla, se llega a la cámara del tesoro de Metinides. Dentro, encapsulados en el tiempo, hay más de 3.000 coches de juguete. Un delirio barroco, donde el único espacio libre es una minúscula senda que conduce a otra puerta, aún más misteriosa y detrás de la cual el artista guarda la verdadera trastienda de su alma: los diarios donde a lo largo de medio siglo aparecieron sus fotografías. El material sobre el que ha edificado su leyenda. Su obra. "Artista no sé si soy, pero desde luego he sido el que más ha publicado en la prensa mexicana", bromea.

Metinides ha vuelto al salón y se ha sentado cómodo en su sofá. Viste de beige. Con delicadeza comenta sus instantáneas y, de vez en cuando, se detiene a señalar lo imposible. Por ejemplo, toma la imagen del incendio de una estación de servicio, posa el índice derecho en la llamarada y dice que ahí se observa el perfil del diablo. "Fíjese en la boca, los ojos, el cuerpo; ahí está, sea verdad o mentira".



DESTINO.
Jarambalos Enrique Metinides Tsironides es un hombre antiguo. De modales clásicos y muy religioso. Nueve vírgenes de Guadalupe y dos cristos ocupan la cabecera de su cama. No le gusta que le recuerden la edad y, si a una "dama" se le cae algo, es el primero, pese a sus 82 años, en recogerlo. Con esa filosofía, escucha antes de hablar y, cuando habla, en su rostro asoma una sonrisa larga, casi circular, de esas que acaban formando ondas en el ambiente. A nadie le cabe duda de que es un tipo especial.

Su destino era haber nacido en Estados Unidos. Ahí se dirigían sus padres, Teoharis y María, inmigrantes griegos, cuando su barco hizo escala en Veracruz y, tras ser desvalijados, tuvieron que quedarse en México y probar fortuna. En la capital, en la populosa colonia de Santa María la Ribera, su padre abrió un restaurante. Eran los años veinte y todo se tambaleaba a su alrededor, pero el negocio le fue bien, extendió su familia y cuando el pequeño Jarambalos Enrique cumplió nueve años, le regaló un sueño. Una Brownie Junior, de fabricación alemana. Doce fotos en blanco y negro. Cañón de caja. Su padre le conocía bien.



En aquel tiempo, el niño no dejaba de ver películas de gánsteres. Le gustaban especialmente las de Edward G. Robinson y James Cagney. "Yo siempre que podía iba al cine; y claro, luego quería hacer mi propia película", rememora Metinides.

Con la cámara, el pequeño empezó a salir a la calle a tomar fotos de coches accidentados. Capós hundidos, chapas desfiguradas, granizo de cristales. Poco a poco, su precocidad llamó la atención.

Al restaurante de su padre acudían a menudo los agentes de la comisaría de Santa María la Ribera. Entre taco y tequila, no tardaron en ver las imágenes del pequeño y, medio en broma, darle permiso para acudir al centro policial. A los 11 años, Metinides fotografió su primer cadáver. Un hombre había sido abandonado inconsciente en la vía del tren. Al entrar en el patio de la comisaría, encontró su cuerpo decapitado. Sacó la Brownie e hizo su trabajo. La cabeza en los pies. Para la colección.

Convertido en una pequeña celebridad local, un día coincidió en un accidente con Antonio Velázquez, El Indio, un veterano fotógrafo de La Prensa. El hombre vio lo que hacía ese crío prodigioso y le invitó a trabajar. Con 12 años, Metinides sacó su primera portada. Arrancaba la leyenda.



Durante seis décadas el niño de ojos curiosos hizo de los accidentes, catástrofes, suicidios y crímenes su vida. No hubo tabloide y revista de crónica roja para los que no trabajase. La Prensa, Crimen, Guerra al Crimen, Zócalo, Alarma… En blanco y negro. En color. Sus composiciones le distinguían. "Trataba de tomar fotografías que lo contuvieran todo. Seguía queriendo hacer una película, como cuando era niño. Intentaba que se viese al asesino, a la víctima, a la policía, al público…". A diferencia de sus colegas, evitaba el primer plano. A veces le bastaba con una solitaria madre llevando un pequeño ataúd en brazos; otras, con la vista cenital de un suicida estrellado contra el suelo, pero con decenas de mirones, ahí abajo, girando sus cabezas hacia la cámara, hacia el fotógrafo, hacia el lector.

Siempre un paso atrás, Metinides hacía de la muerte un paisaje. Sin demasiada sangre, sin apenas dolor. Un pie o una carta podían ser suficientes. La historia brotaba por sí sola.

Así trabajaba su cámara. Implacable y silenciosa. Un arma que incluso en el vacío encontraba su carga. Pero eso muy pocos lo advirtieron en su día. Durante su vida profesional nunca alcanzó la fama. Tampoco le pagaron bien. Sus recuerdos son amargos. Le despidieron de dos periódicos. Los colegas lo trataron mal. "Hasta me llegaron a echar agua en el revelador". Pero él siguió. Trabajando tuvo 19 accidentes graves, se rompió siete costillas, fue atropellado dos veces y sufrió un infarto. Pero siguió. Volaba con las ambulancias. Nunca desconectaba de las frecuencias policiales. Parecía tener a la muerte en nómina."Lloraba al irme a dormir, pensando en lo que había visto durante el día. Aún ahora sigo soñando, son pesadillas terribles, me despiertan y no puedo volver a la cama".




Metinides cree que en esta vida ha dado mucho más de lo que recibió. Le hubiera gustado hacer dinero. Comprarse una vivienda más grande que la que ocupa en la plomiza avenida de la Revolución. Haber alcanzado la fama antes. No tener tantas cicatrices.

En 1997, después de más de 50 frenéticos años de trabajo, aquel niño insomne se bajó de su propia película y se retiró. Fue entonces cuando la gloria le empezó a merodear. El paso del tiempo amarilleó las portadas, pero no sus fotografías. Lo que había sido despreciado tomó cuerpo de reflexión. Se publicaron recopilaciones y catálogos; se filmaron documentales. México, una tierra poblada de espectros, descubrió en Metinides a uno de sus grandes retratistas. Expuso en Nueva York, Berlín, Madrid, Zúrich, San Francisco, Arlés, Helsinki, París… Sus imágenes se volvieron arte.


El Pais Semanal Nº 2.087 25/09/2016