viernes, 11 de noviembre de 2011

Quino en el Pais Semanal (y último)






















El dibujo y el tiempo


CRÍTICA: ARTE - EXPOSICIONES Robert Morris - El dibujo como pensamiento

El Pais VICENTE JARQUE 05/11/2011


Sin título (El Coloso, de Goya, soldado), 1990, dibujo de Robert Morris.


       

Robert Morris es, sin duda, una de las figuras legendarias del arte de vanguardia nutrido de los impulsos derivados del despertar de la cultura crítica en los años sesenta. Es difícil describir lo que por entonces podía significar en Nueva York (Morris venía de Kansas) el influjo de Duchamp, Cage y sus adláteres, Rauschenberg y Johns, Reinhardt... todo ello orientado en una dirección que pronto cristalizó en el llamado "minimalismo". De hecho, el caso de Morris es una demostración de hasta qué punto el minimalismo no era tanto un estilo homogéneo, cuanto una actitud cuya virtud estribaba justamente en su capacidad para conducir a los trabajos más diversos e inclasificables. En este contexto, lo interesante de una exposición centrada en los dibujos de Morris tiene que ver con la relación entre aquellas orientaciones escultóricas tan amigas del concepto y de la fenomenología de la percepción, como enemigas de la experiencia básicamente visual. Lo que a Morris le interesaba era la experiencia inmediata del espacio, incluso como espacio vacío pero habitable entre líneas (pensemos en su texto sobre sus paseos por Nazca), libre de la distancia objetiva determinada por la contemplación por parte del sujeto (o al revés). Y lo que le interesaba también era la posibilidad de anular la diferencia entre el proceso de realización y el resultado artístico. Para lo cual no podía sino confrontar el problema del papel desempeñado por el tiempo -más que el espacio- en las artes visuales.



En cualquier caso, Morris ha realizado incontables dibujos, desde los años cincuenta hasta el presente. La comisaria de la muestra, Barbara Rose, los presenta acertadamente como un espacio que el artista reservaba para la reflexión, pero también para la libertad. No obstante, esto no es algo que se manifestase siempre de igual manera. En las 13 secciones que conforman la exposición encontramos bocetos, proyectos para esculturas minimalistas o para earthworks, productos de frotamientos de objetos o del propio cuerpo, nítidamente elaborados planos de laberintos, junto a homenajes a la Melancolía de Durero, al diluvio de Leonardo, a los fantasmas de Goya o a la Sainte Victoire de Cézanne, y hasta imágenes en donde comparecen maestros como Pollock o personajes de Hopper.

Pero la parte más significativa del trabajo de Morris sobre papel son los dibujos que componen Blindtime (tiempo de ceguera), un conjunto de series de imágenes en negro que Morris ha venido realizando durante años con los ojos vendados, con las yemas de los dedos, siguiendo en cada caso un plan específico, acaso arbitrario, estableciendo un tiempo para llevarlo a cabo y cronometrando el que finalmente necesitaba. De este modo convertía una tarea visual en un proceso táctil, a la vez que transitaba entre el espacio y el tiempo. Morris sabía que "las obras de arte flotan en la superficie de un océano de palabras", y que es sólo en esa superficie donde puede palparse el vacío. Todo es cuestión de tiempo.


Robert Morris

El dibujo como pensamiento

IVAM. Guillem de Castro, 118. Valencia

Hasta el 8 de enero de 2012

Toulouse Lautrec

Los secretos de un gigante
por Fietta Jarque



En el Moulin Rouge (1892). Óleo sobre tela. Propiedad de The Art Institute of Chicago. Una de las obras más conocidas de Touluose Lautrec, recoge la atmósfera sórdida y alegre de este local, que hizo famoso.


 Ciertas imágenes, ciertos cli­chés, de la vida de Henri de Toulouse Lautrec, como la caricaturización de su baja estatura, su alcoholismo, su ensal­zamiento de la vida prostibularia parisiense de finales del siglo pasa­do, la traición a sus orígenes aris­tocráticos y su temprana muerte por sífilis a los 36 años, han termi­nado por popularizarse y parecer datos suficientes sobre la vida de un artista que fue ante todo eso: un lúcido creador.
La imagen del pintor ebrio y despechado de la película Moulin Rouge, de John Huston, quiso ser un homenaje al pintor, pero se quedó en un retrato parcial y de­cadente de una personalidad mu­cho más rica y compleja. Las grandes exposiciones retrospecti­vas se han convertido en el recur­so más usual para esta especie de recapitulación, de actualización de un personaje que vive cons¬tantemente en la memoria, pero que puede ser reconsiderado a una nueva luz. En estos días se exhibe en la Hayward Gallery de Londres una muestra que incluye cerca de 70 pinturas y 100 dibu­jos, grabados y afiches realizados por Henri de Toulouse Lautrec. La exposición permanecerá abierta hasta el 19 de enero y lue­go se verá en París en febrero. La exhibición de esta amplia selec­ción de sus trabajos viene acom­pañada por un extenso catálogo con textos de Claire Freches­Thory, Anne Roquebert y Ri­chard Thompson (publicado también en español por Julio 011ero-Leonado, de Luca Edito­res), en el que se propone una lec­tura más informada y serena de la vida y obra del pintor francés.
Estos textos no pretenden desmentir los aspectos más cono­cidos de la vida de Toulouse Lau­trec, sino ahondar en sus motiva­ciones y situarle en el contexto de un tiempo en el que su conducta disoluta distaba mucho de ser ex­cepcional. Calificarlo simple­mente de pintor maldito es desco­nocerlo y no tener una visión cla­ra de la época. Toulouse Lautrec dejó los círculos exclusivos,, pero provincianos, de su familia y circuló por los lugares comunes a los elegantes y burgueses en bus­ca de diversión:

 Mujer quitándose las medias (1894). Pintura a la esencia sobre cartón. Una de las obras intimistas de Toulouse Lautrec. Posiblemente, la modelo es una de las sumisas de un burdel.

 A la mesa en casa de madame Natanson (1898). Óleo, aguada y pastel sobre cartón (Museo de Bellas Artes de Houston).



 Henri de Toulose Lautrec, por él mismo (1881). Óleo sobre cartón.

 Pelirroja (El baño) (1889). Pintura a la esencia sobre cartón. El pintor califica esta obra como un desnudo, tal como los concebía él: un deshabillé

cabarés, teatros, salones, cafés concierto, hi­pódromos y fiestas.
En las últimas dos décadas del siglo XIX, época en la que Tou­louse Lautrec vivió en París, el asunto de la prostitución era uno de los que más preocupaba a la sociedad parisiense. Se trataba de mantener cierto control a tra­vés de las casas de tolerancia, donde una madame mantenía bajo su dominio a un número li­mitado de sumisas, pero hacia fi­nales de siglo éstas fueron dismi­nuyendo ante el crecimiento de la prostitución callejera, las llama­das insumisas. Un escritor contó en 1856 202 burdeles; en 1886 ha­bía sólo 80, y, al parecer, en 1888 había 65, con 685 filles de maison. Las insumisas estaban entre las 30.000 y 120.000 en aquellos días.
No es posible precisar cuánto tiempo pasaba Toulouse Lautrec en los burdeles de París, y hay quienes mantienen que pasaba temporadas viviendo en ellos; pero una parte importante de su obra recoge aspectos de la vida cotidiana de estos lugares y estas mujeres. Muchos otros pintores de su época pintaron temas de burdeles, aunque ninguno dedicó tan alto porcentaje de su obra como Toulouse Lautrec a este mundo.
Las prostitutas son ante todo, para este pintor, seres humanos. No las caricaturiza, no las retrata como seres angustiados ni tam­poco alude a sus relaciones con los clientes. El artista entra en el mundo femenino con una mirada desprejuiciada, lejos de una posi­ción de dominio, simplemente queriendo penetrar en aquellos momentos íntimos de las mujeres solas en su vida común. La serie de grabados Elles es un ejemplo de esto. Las prostitutas no son un motivo para cuadros eróticos, salvo en el caso de los retratos de lesbianas. No es abiertamente obsceno ni cae en lo sentimental. Si hizo algunos dibujos porno­gráficos fue sólo para divertir a sus amigos, que los colecciona­ban. En una de sus exposiciones los dispuso en una pequeña salita aparte a la que invitaba sólo a personas de mucha confianza.

De izquierda a derecha: Polvo de arroz (1889) Óleo sobre tela. Museo Van Gogh, Amsterdam. Retrato de penetrante intensidad. La clownesse Cha-u-Kao (1895). Óleo sobre cartón. El pintor se acerca con frecuencia a esta actriz de cabaré desde diversos ángulos. Condesa de Toulouse Lautrec en el salón de Mahormé (1887). Óleo sobre lienzo. Uno de los retratos que hace de su madre.

De izquierda a derecha: La mujer de la boa negra (1892). La galería de mujeres de Toulouse Lautrec toma formas y colores expresivos. El doctor Jules-Emile Pean (1891). Óleo sobre cartón. Lautrec no se prodiga en retratos de hombres. En éste late una sutil ironía.

 Montmartre el barrio preferido de Toulouse Lautrec, tam­poco era exclusivo de una clase empobrecida y de los lugares de diversión barata. De los 6.000 ar­tistas que vivían en París en 1870, unos 1.500 vivían en Montparna­se. Los lunes por la mañana ha­bía un mercado de modelos, fami­lias enteras de inmigrantes se pa­seaban por el bulevar de Mont­parnase con la esperanza de ser contratadas para posar para los artistas.
Jules Renard hace una des­cripción detallada de Lautrec. "Es un herrero diminuto con quevedos. Un pequeño saco divi­dido en dos, en el que coloca sus piernas. Labios gruesos y manos como las que dibuja, huesudas, con dedos anchos y separados, pulgares semicirculares. Suele hablar de las personas muy pe­queñas como dando a entender `bueno, ¡yo no soy tan bajo como eso!'. Al principio te hace sentir mal porque es tan pequeño; des­pués, le ves tan lleno de vida, tan amable, interrumpiendo sus fra­ses con pequeños gruñidos que salen de sus labios como pasa el viento por una puerta con burle­te. Es tan grande como su nom­bre. (...) Siempre el mismo gruñi­do, siempre el deseo de hablarte de cosas que 'son tan estúpidas que son interesantes'. Y peque­ñas gotitas de saliva vuelan hacia sus barbas".
Entre sus contemporáneos, tanto pintores como escritores, los bajos fondos de París eran un tema común. La originalidad de Toulouse Lautrec fue su trata­miento tanto de los personajes como de la composición, de su capacidad de síntesis y el color. Era capaz de dar temperatura a una escena. Se dedicó con pasión al grabado y fue el artista que ele­vó definitivamente la litografía a la categoría de arte mayor.
En los años noventa decaía el naturalismo —en el que se habia formado Lautrec— agotado en sus remedos de la realidad, y as­cendían otras corrientes, como la de los decadentistas provocado­res como Huysmans o Verlaine, los simbolistas y los nabis. Si bien en una ocasión la policía hizo re­tirar un cuadro suyo sobre lesbia­nas del escapa-

 El sofá. Óleo sobre cartón. Una de las más logradas escenas de lesbianas del artista.


Justine Dieuhl (Mujer sentada en un jardín) (1891). Óleo sobre tela. Uno de los escasos retratos de Lautrec al aire libre.


 rate de una galería, Tolouse Lautrec no solía causar grandes escándalos, aun­que no faltaron las críticas de los más conservadores que conside­raban sus obras escabrosas.
El desarrollo de su carrera profesional fue algo que le preo­cupó en todo momento y ni las más atroces borracheras o las in­tolerables mañanas de resaca le impedían asistir a una cita en el taller de grabado. Sus afiches fueron impactantes y señalaron un cambio definitivo en la histo­ria de las artes gráficas, pero no hay que olvidar que en primer término estos trabajos eran para la promoción y la publicidad, tanto de los que anunciaban como de quien los creó. Toulouse Lautrec vio sus afiches empape­lando París, y fue muy conocido en su época. Logró, eso sí, abrir caminos para que el arte se exhi­biera en otros circuitos y amplia­ra su difusión. No se enriqueció con ellos —tampoco tuvo tiempo suficiente—, pero su obra fue ampliamente reconocida. La ma­yor parte de sus cuadros impor­tantes fue expuesta a lo largo de los 20 años de su trayectoria ar­tística, incluidas varias impor­tantes exposiciones individuales. Vender sus obras no era una ne­cesidad vital porque su familia le pasaba una renta, pero era una manera de reforzar su individua­lidad.
Pero esta visión amortiguado­ra de la vida exagerada de Tou­louse Lautrec no debe hacernos olvidar que iba deliberadamente al encuentro de los aspectos más oscuros de su personalidad y el mundo que le rodeaba. Quiso el exceso, "a pequeños sorbos, pero a menudo", tal como se iba enve­nenando lentamente con la bebi­da. "Lautrec llegó al alcohol por la glotonería y la sensualidad. El alcohol tardaría sólo algunos años en devorarlo", escribe su amigo Thadée Nathason. "No bebía para olvidar su desgracia, pero lo cierto es que bebiendo la olvidaba". En cierta forma, él quiso terminar con su propia his­toria prematuramente. Aun así, la historia no sólo lo ha inmorta­lizado, sino que lo hace revivir con mayor brillo y comprensión que la que él mismo tuvo.

De izquierda a derecha: La Goulue entra en el Moulin Rouge (1892). Una de las modelos favoritas del pintor, una alborotadora cnatante de cabaré. Monsieur Boileau en el café (1893). Aguada sobre cartón. Escena de la agitada vida de las tabernas y cafés de Montmartre. En la Rata Muerta (1899). Óleo sobre tela. Las luces y colores nocturnos de Lautrec representaron una innovación.


 Hijo de Baco y de Venus
La galería de retratos que realizó Toulouse Lautrec a lo largo de toda su carrera tiene el evidente predominio del tema de la mujer. Pocos pintores han sabido intro­ducirse con tal facilidad e inteli­gencia en el privado universo fe­menino. Tanto en los primeros re­tratos de su madre como en los innumerables dibujos, grabados y carteles que dedicó a modelos, actrices y cantantes, Toulouse Lautrec supo captar siempre el momento íntimo, sin violarlo. Fue fiel a los secretos de ellas y a la luz de su misterio.
Hay algunos nombres de mu­jer a los que su historia ha que­dado unido de forma definitiva. Jane Avril (1868-1943) sólo se dedicaba a cantar ocasionalmen­te, era discreta y elegante, más cultivada que la media de las ac­trices y bailarinas del Moulin Rouge. Tenía una amplia corte de admiradores y Toulouse Lautrec era uno de ellos. Él la retrata mu­chas veces, bailando con la pier­na muy alta y con un abrigo de cuello de piel.
La Goulue tenia un tempera­mento totalmente opuesto, era
escandalosa y extravertida, y también contó con su preferen­cia. Loie Fuller (1862-1928), una exótica bailarina norteamericana que conquistó Paris con sus ori­ginales danzas, se convirtió du­rante un tiempo en modelo de Toulouse Lautrec. Yvette Guilbert (1967-1944), apodada La Díseuse de Fin-de-Siécle, fue una de las más luminosas figuras de la no­che parisiense de los noventa, creadora de un estilo de canción sensual y obscena que la hizo muy conocida. La célebre y rotunda Madame Cha-u-Kao tam‑
bién atrajo la mirada del pintor de Montmartre. Lautrec conoció además, en el Moulin Rouge, a la irlandesa May Belfort, de la que hizo varios retratos al óleo y al­gunas acuarelas. Aun en sus últi­mos días tuvo tiempo, en Le Ha­vre, de pasear por las cantinas y hallar a una última mujer que de­jar para siempre sobre el papel, otra cantante: Miss Dolly. La sífi­lis y el alcoholismo lo consumie­ron. Venus y Baco cobran caro sus favores.


De izquierda a derecha. El jockey (1899). Litografía coloreada. En sus últimos años Lautrec regresa ocasionalmente a sus temas ecuestres. En el circo: caballo erguido(1899). Lautrec pinta escenas de circo durante sus días internado en el hospital psiquiátrico.



 Monsieur Henri, pintor
Cuando pensamos en la persona­lidad y el talante de los modelos elegidos por Toulouse Lautrec, nada parece más natural que asemejarlos a sus propias distro­fias físicas, a aquella malhadada apariencia que le hizo ser tachE do de Quasimodo del arte, d€ gnomo o, más vulgarmente, de culo caído, o atribuir sus desga­rros al mundo elegido por él para vivir y morir. Allí donde era el niño mimado al que todos llama­ban "Monsieur Henri".
No se interesó jamás por nada distinto a las personas. "Sólo existe la figura", decía, "el paisaje no es más que un acceso­rio". Y solo pintó hombres, muje­res y algunos pocos animales. Tan sólo se le conoce un bode­gón, y representa, como burla de un jurado, un pedazo de queso camembert. Sus contemporáneos nos han descrito cómo pintaba, lo nervioso de su pincelada, la den­sidad casi acuosa de su ácida pa­leta, lo ensayado y ensayado de su espontaneidad y lo imprevisi­ble de sus últimos resultados. Al­gunos recursos de la perspectiva y otros que afectan al encuadre elegido, a la disposición del color y a la representación del movi­miento, los aprendió Lautrec de los maestros japoneses y de la enseñanza de Degas.
"En Lautrec es un elemento temporal lo que sostiene como textura espiritual la vivacidad de sus dibujos. Incluso lo que está a la moda, comprendido en el sen­tido de la modemité de Baudelai­re, adquiere estilo en la medida en que corresponde a una situa­ción espiritual y da una expresión a lo momentáneo", escribe el crí­tico Götz Adrianai.
Sólo así se entiende que el mismo hombre que decía ha­bía plantado su tienda en un bur­del realizase la serie menos eró­tica de las que se han dedicado a las chicas de prostíbulo. Si De Kooning afirmó que "la carne es la causa de que se inventase la pintura al óleo", Lautrec bien pudo afirmar a su vez que el do­loroso aprendizaje de soportarse a uno mismo fue la causa de que él se dedicase a la pintura.
MARIANO NAVARRO


Litografía de las series Elles (1896). Una de las íntimas escenas de esta serie, no suficientemente apreciada en su tiempo.





viernes, 28 de octubre de 2011

Quino en El Pais Semanal (y sigo más)













Peter Beard: El aventurero salvaje


Adicto a las drogas, las mujeres hermosas, las deudas, las fiestas y la naturaleza en estado salvaje, el fotógrafo Peter Beard, 58 años, y sus imágenes y collages son objeto de una retrospectiva en París.
TEXTO: JUAN CABESTRAN
FOTOGRAFÍA: CHRISTOPHE KLAUKE




El mito de Peter Beard, neoyorquino de buena familia –su abuelo inventó el esmoquin– y educado en la Universidad de Yale, comenzó a gestarse en una de las salas principales del Museo de Historia Natural de Nueva York. Allí, un Beard en pantalones cortos quedó atrapado por la visión, imponente y misteriosa, de un grupo de elefantes africanos disecados, y allí mismo se hizo la promesa de conocer a esos animales en su há­bitat. Cumplió su sueño a los 17 años, cuando la llamada de la selva se impuso a la de la campana de comienzo de las clases.



 África en el corazón
Beard, escribiendo sus diarios, bajo un cactus que plantó en su primera visita a Kenia, hace más de 40 años.


La cara de modelo y el cuerpo de atleta del fotó­grafo estadounidense Peter Beard, de 58 años y ahora objeto de una retrospectiva en París, se han ido curtiendo con las embestidas del tiempo y de los elefantes. Es uno de los últimos grandes aventureros. Como él mismo escribió: "La naturaleza ha previsto que los individuos mueran, pero que las especies y los ciclos pervivan".
Adicto a las drogas, las mujeres hermosas, las fiestas y las deu­das, aventurero, sátiro, suicida, egoísta recalcitrante, niño eterno y representante de un tipo de masculinidad políticamente incorrecta, Peter Beard fue acertadamente descrito en una frase por Bob Cola­cello, antiguo director de la revista Interview: "Medio Tarzán y me­dio lord Byron", decretó. Newsweek le llamó "Tarzán con cerebro".
Enganchado desde su primera visita al continente africanc como a una droga dura, vivió desde entonces en Nairobi (Ke­nia), donde se instaló en 1961. Y lo hizo en Hog Ranch, una propiedad adyacente a la granja donde había vivido Karen Bli­xen antes de convertirse en la escritora Isak Dinesen. Dinesen y Beard, que se conocieron en Dinamarca, compartieron la pasión por el problema de la destrucción africana hasta el punto de que la escritora le dijo en una ocasión: "Pocas cuestiones me han conmovido tan profundamente como tu epitafio a la vieja Áfri­ca que estuvo tan cerca de mi corazón".
Se refería Dinesen al ambicioso volumen publicado por Beard en 1965, The end of the game: The last word from paradise, una compilación de textos ecológico-filosóficos sobre la exploración de África, la caza y la extinción de los elefantes, que el fotógra­fo utilizó como metáfora del deterioro de la vida humana en el planeta. Las impactantes series de fotografías en blanco y negro de cientos de piezas de caza abatidas y elefantes muertos en des­composición en el Parque Nacional de Tsavo se cuentan entre las más representativas de Beard. "¿Cuándo aprenderemos que, sencillamente, somos demasiados; demasiados homo sapiens in­genuamente adaptables, vorazmente destructivos, hambrientos, fornicadores, recaudadores, inventores de excusas?", se pregun­taba Beard en The end of the game, título que puede significar el fin del juego o el fin de la caza y que relata la crónica de su particular viaje al corazón de las tinieblas.



 Beard se dirige al almacén de provisiones Karen Blixen.


Y si la vida de Isak Dinesen llegó a popularizarse en el cine por vía de Meryl Streep y Robert Redford en Memorias de Áfri­ca, la de Beard, que tuvo en su juventud aspecto de galán ange­lical y hoy es un perfecto ejemplar de hombre marlboro, es una existencia que está a la altura de cualquier prodigio de la imaginación. Al tiempo que preparaba The end of the game a comienzos de la década de los sesenta, Beard inició también la que sería otra de sus largas obsesiones: coleccionar dibujos, palabras, fragmentos orgánicos e inorgánicos y recuerdos cotidianos en una serie interminable de diarios multimedia compuestos a la luz de la luna que se filtraba por la lona de su tienda de campaña en Hog Ranch (esta afición la imitó luego con gran éxito Andy Warhol, quien documentó de este modo no el hormiguero africano, sino el neoyorquino). Beard vivió también en Uganda, estudiando a los hipopótamos, y de regreso a Kenia, entre 1966 y 1968, dedicó su atención a los cocodrilos del lago Rudolph. Escribió más libros sobre Isak Dinesen y sobre África, recurriendo a un tono profético sobre la debacle de la superpoblación mundial como interminable hilo conductor, y además tuvo tiempo para ser fotógrafo en las mejores revistas de moda del mundo, exponer con regularidad, descubrir a Imán –la modelo que más tarde se casaría con David Bowie– y desplegar una curiosa red de rela­ciones con los más notables miembros de su generación a lo lar­go de sus continuos viajes por el mundo.




 Uno de sus "collages" africanos


 Recopialndo recuerdos para sus diarios: calaveras de rodeodores, piedras, titulares de periódicos, huesos, manchas de sangre... La revista Newsweek le bautizó como "Tarzán con cerebro".


Fue un personaje recurrente en los diarios de Andy Warhol y en las noches" alcohólicas y alucinadas del Manhattan de los años setenta, y su mansión en Montauk, la localidad más selec­ta de Long Island (Nueva York), fue un punto de encuentro in­dispensable para famosos de la época, desde Mick y Bianca Jagger hasta Elizabeth Taylor, Candice Bergen, Lee Radziwill o Carole Bouquet. Long Island supuso también su entrada en con­tacto con la dinastía Kennedy. La estrecha amistad que Beard entabló con Jacqueline después de la muerte de JFK le valió para alternar con la ex primera dama y con Aristóteles Onassis en Grecia. Jackie fue, en realidad, quien le regaló su primer diario, forrado en cuero. Beard hizo de canguro de Caroline y John John en más de una ocasión y en su cuarto de baño todavía cuelgan sus dibujos infantiles. Mientras, por su campamento de Nairobi pasaban a visitarle amistades de otras familias notables de Esta­dos Unidos, como los DuPont, Mellon o Rockefeller. Aparte de su fama de mujeriego empedernido y atleta sexual, estuvo casa­do con Minnie Cushing, con la actriz Cheryl Tiegs y con Naj­ma Janum, una heredera de la nobleza de Afganistán con quien tuvo una hija, Zara, que ahora tiene ocho años.
Su amigo Francis Bacon le retrató más de 30 veces: "A veces encuentro a Picasso demasiado frívolo", ha dicho Beard. "Era un genio que todo lo hacía con facilidad. Bacon, en cambio, poseía una concentración demoníaca. Sólo una vez me he sentido a su altura; cuando comí champiñones alucinógenos"
"No soy un planificador. Nunca he tomado una decisión so­bre nada en mi vida. Lo bueno que tiene África es que puedes escaparte para siempre", dijo Peter Beard a Vanity Fair en un artí­culo revelador donde algunas de las personas que han pasado




 Peter Beard en su tienda de Hog Ranch, rodeado de objetos personales.


 Bañandose en una de las tiendas de Hog Ranch.


por el torbellino de su vida le delatan también como irresponsable, endeudado hasta las cejas y egoísta brutal, aparte de falsificador de arte masai y adicto a la marihuana, los alucinógenos y la cocaí­na para escapar de una realidad con la que casi nun­ca estuvo satisfecho. Beard se ha definido a sí mis­mo como un fotógrafo que reniega de la fotografía (odia el exceso de tecnología que se interpone entre el ojo y el objeto) y como un artista que trata de es­capar del arte.
En su sempiterno argumento ecologista, Beard se ha quejado también de la forma en que el con­servacionismo ecológico, en su vertiente sentimen­tal-caritativa (que asocia a "ricos de Park Avenue con perros pequineses"), y la vulgarización de la caza, el turismo y la aventura han dado al traste con su visión de una naturaleza incorrupta y romántica. "Ahora mismo", escribió en 1988, "humanos y animales están rompiendo literalmente la columna vertebral de la naturaleza".
El pasado mes de septiembre, cuando se encontraba en plena sesión de fotos en la frontera con Tanzania, una elefanta embis­tió contra Peter Beard y le aplastó contra el suelo, abriéndole la pantorrilla y provocándole una fractura quíntuple en la pelvis. Le salvaron milagrosamente en el hospital de Nairobi. El accidente, del que todavía convalece, estuvo a punto de convertirse en la metáfora perfecta para el fin de Beard: literalmente aplastado por su propia pasión. Pero en un mundo de medias tintas, Beard so­brevivió para declarar otra vez que es "la persona más irrespon­sable que se pueda conocer", prometiendo con ello muchos años más de una fructífera existencia al límite.


 Preparando una nueva sesión de fotos. Aparte de publicar sus reportajes en las mejores revistas del mundo, Beard ha encontrado tiempo para escribir varios libros, defender la naturaleza, exponer su obra, descubrir a la modelo africana Imán y cultivar amistades que van desde Francis Bacon hasta Warhol o los Kennedy.

Originales, los diarios de Beard relatan sus vivencias cotidianas y agrupan todo tipo de objetos.