domingo, 2 de noviembre de 2014

El boceto de 'Star Wars'

 El volumen 'La Guerra de las Galaxias' supone la adaptación al cómic del primer borrador de George Lucas, de la mano de J. W. Rinzler y Mike Mayhew.

JAVIER FERNÁNDEZ 




La guerra de las galaxias. J. W. Rinzler, Mike Mayhew. Planeta. 232 páginas. 25 euros.

Como explica el guionista J. W. Rinzler en la introducción de La guerra de las galaxias, refiriéndose al borrador original de la famosa creación de George Lucas: "El general Luke Skywalker, el aprendiz Annikin Starkiller, el enorme y verde alienígena Han Solo, la combativa princesa Leia -y un chico malo, el general Darth Vader-. Todo te resulta familiar, pero es muy diferente de lo que salía en la película de fantasía espacial que se estrenó en 1977 y que les cambió la vida a millones de personas. El borrador de George Lucas, escrito en 1974, tenía que ser trasladado en un medio visual porque las imágenes se salían del papel. Una cantina llena de criaturas; cazas estelares que descendían en picado, disparaban y explotaban; wookies peludos y saqueadores; espadas láser empuñadas por caballeros místicos y soldados de asalto fascistas. La primera Star Wars de George Lucas alcanzaba proporciones épicas; su icónica y enriquecedora representación visual es cinemática". Seducidos por la idea de ver en viñetas la ideas primerizas del celebérrimo universo de ciencia ficción, Rinzler y el director de la editorial Dark Horse se preguntan el uno al otro: "Es una aventura tan grande y tan diferente de la película… ¿Crees que George Lucas nos dejará hacerlo? ¿Nos dejará pasar al cómic el borrador original?". 



La respuesta a dicha incógnita se halla en el volumen titulado sencillamente La guerra de las galaxias, recopilación de los números 1 a 8 de la miniserie The Star Wars (editada entre septiembre de 2013 y mayo de 2014). Dichos cómics son la esperada adaptación del boceto ideado por Lucas, de la mano del citado Rinzler y un estupendo Mike Mayhew, coloreado por Rain Beredo. A esto se suma el número 0 (diciembre, 2013), una especie de making of repleto de extras (diseños de personajes y naves, dibujos a lápiz, las páginas de prueba que convencieron al propio Lucas, etc.), así como las portadas originales y un puñado de portadas alternativas (no todas). 

"Me divertí mucho metiéndome en la cabeza de George", confiesa Rinzler, "(…) rellené todos esos espacios en los que me pareció que se necesitaba diálogo o acción que conectara las escenas. Sin embargo, no quería que pareciese que el borrador original era, en realidad, más que un borrador, pues ahí radica parte de su encanto -junto con ese espíritu aventurero, entretenido y anticuado-. (…) Al final, y dejando de lado los esfuerzos hercúleos de George, ha sido a Mike Mayhew a quien le ha tocado levantar los pesos más pesados. Ha tenido que insuflarles vida a los personajes y, a menudo, añadir una capa de emoción que, de otra manera, se echaría de menos". La química de ambos historietistas, unida a la imaginación desbordante de Lucas da vida a este fascinante Star Wars alternativo. Para el fanático de la serie, es una compra ineludible; para el resto de los mortales, es un libro de lo más interesante, pues permite acercarse a la franquicia con ojos nuevos. En última instancia, resulta una lectura fresca y entretenida que se sostiene por sí misma.


El Diario de Jerez

Secretos al descubierto

JAVIER FERNÁNDEZ 




The League of Extraodinary Gentlemen: Dossier Negro. Alan Moore, Kevin O'Neill. Planeta. 200 páginas. 20 euros.

Publicada originalmente entre los volúmenes II y III de La Liga de los Hombres Extraordinarios, la novela gráfica titulada Dossier Negro es un vademécum de la serie y una pieza indefectible para comprender su desarrollo. Se temió que nunca vería la luz en castellano por los problemas legales derivados de los derechos de autor de diversos personajes de ficción citados en la obra, pero Planeta corrige al fin la falta y pone en el mercado este libro apasionante, verdadera pieza de coleccionista, todo un tour de force realizado por Alan Moore y Kevin O'Neill.

Tras la caída del gobierno del Gran Hermano, en la Inglaterra de finales de la década de 1950, Mina Murray y Allan Quatermain roban un libro misterioso conocido como Dossier Negro a un patético remedo de James Bond, y pronto se lanzan a leerlo. Dicho dossier no es sino la historia secreta de los miembros de la mismísima Liga de los Hombres Extraordinarios, que nos es narrada en detalle a través de diversas piezas cortas: cómics, ensayos, relatos, postales, mapas, diseños de maquinaria, etcétera. Pero Quatermain y Murray no podrán leerlo de una sola sentada, pues se pasan medio tebeo escapando de un equipo formado por los sosias de Bond y Emma Peel, entre otros tipejos. Es así que en The League of Extraodinary Gentlemen: Dossier Negro se intercalan los episodios de la huida de los protagonistas con los distintos elementos que componen el dossier propiamente dicho. El resultado es un alarde creativo, de esos a los que ya nos tienen tan acostumbrados Moore y O'Neill, capaces de hacer fácil lo imposible. Y al ingenio artístico se suma un variado aparato editorial: la novela gráfica reúne varios formatos en un solo libro, entre los que destacan un pequeño inserto de ocho páginas (con el tamaño apaisado y el estilo de una bibliade Tijuana) o una sección impresa con la técnica del 3D (se incluyen también las gafas anaglíficas necesarias para disfrutar de la experiencia). En resumen, Dossier Negro es una gozada a distintos niveles, otra joya de una serie realmente soberbia.


El Diario de Jerez

Dinámico y violento


JAVIER FERNÁNDEZ





Robocop: Último asalto, Vol. 2. Frank Miller, Steven Grant, Korkut Öztekin. Aleta. 104 páginas. 14,95 euros.

El veterano guionista estadounidense Steven Grant y el dibujante turco Korkut Öztekin son los encargados de adaptar a viñetas el capítulo final de la saga de Robocop ideado por el mismísimo Frank Miller. De Grant se recuerda sobre todo una estupenda miniserie de Punisher firmada allá por la década de los 80 (con dibujos de Mike Zeck; si la leyeron, la recordarán) y Öztekin procura aquí que su estilo tenga un aire a lo Miller, o a mí me lo parece. El presente volumen de Aleta recopila los números 5 a 8 de Robocop. Last Stand (2013-2014), tan dinámicos y violentos como se puede esperar, más el episodio especial El renacimiento de Detroit, un epílogo escrito por Ed Brisson. Se incluyen también las espectaculares portadas de los distintos episodios y una sección de extras, con comentarios del dibujante y bocetos a lápiz, que siempre son de agradecer. 


El Diario de Jerez

Depredador lía el asunto

JAVIER FERNÁNDEZ 





Depredador: Ruega a los cielos. John Arcudi, Javier Saltares. Aleta. 104 páginas. 14,95 euros.

John Arcudi cuenta en su bibliografía con obras tan interesantes como Grima o AIDP, el spin off de Hellboy. También ha participado en franquicias como The Mask, Aliens, Robocop y el propio Depredador. Precisamente de esta última, publica ahora Aleta la miniserie de cuatro números Ruega a los cielos (Predator: Prey to the Heavens, 2009-2010), junto con la historieta incluida en el Free Comic Book Day de la cabecera publicado en 2009. Los dibujos corren a cargo de Javier Saltares, que ya había dibujado en el pasado a los Aliens dándose de hostias con Depredador. Mientras el mundo anda preocupado por una guerra civil en el tercer mundo, aparece el monstruo asesino que da título al tebeo para liar más el asunto.

El Diario de Jerez

jueves, 30 de octubre de 2014

Cuando Sorolla huía del óleo

 Dos exposiciones rescatan los dibujos del artista valenciano con lápiz o carboncillo
Pintaba en cartas, en reversos de menús o en cuadernos



Joaquín Sorolla (Valencia 1863 – Cercedilla 1923) dibujaba a cada momento. Su espíritu creador y observador le hace plasmar todo cuanto le rodea, en cualquier situación. El Museo Sorolla conserva casi 5.000 de estos dibujos, y ahora se muestran en 'Trazos en la arena' un centenar de ellos sobre el mar, uno de los temas predilectos del pintor valenciano. Pero la temática de sus bosquejos, notas, dibujos y apuntes preparatorios es amplísima. Con un cuaderno y un carboncillo documentaba cada instante de su vida y de la de los que le rodean. Como en esta imagen en la que retrata a su esposa y a su hija mientras cosían. Hay multitud de escenas domésticas tanto en pintura como un dibujo. La importancia que para Sorolla tenía la familia queda reflejada en toda su obra y en sus escritos.




A Clotilde García, su esposa, la retrata en cualquier situación, en este caso con vestido elegante. Está posando para una de sus obras más conocidas 'Clotilde con traje negro'. El uso del color en sus dibujos es excepcional. El trazo rojo de esta imagen es óleo que acompaña al clarión (blanco) y al carboncillo.





RUT DE LAS HERAS BRETÍN 
Una libreta, un lápiz y una irrefrenable necesidad de plasmar lo que le rodeaba son los tres ingredientes que conforman la personalidad de dibujante de Joaquín Sorolla y Bastida (Valencia, 1863-Cercedilla, 1923). El artista valenciano, conocido por su faceta de pintor, de gran captador de la luz y de los ambientes al aire libre, tiene un vastísimo número de obras fruto del "dibujar, dibujar, dibujar y dibujar. Eso es todo". Ese era su principio artístico y el que aconsejaba a sus discípulos para "entrenar la mano", como se observa en la correspondencia que les dirigía. A sus más de 4.000 óleos hay que sumarle casi 9.000 dibujos, de los cuales la mayoría están repartidos entre el Museo Sorolla —que fue la casa familiar del pintor— y colecciones particulares —sobre todo de sus descendientes—.

En esta fotografía se ve cómo el pintor está dibujando sobre el lienzo el retrato de Clotilde con traje negro. En este caso es un dibujo preparatorio para realizar posteriormente el óleo.



Otro de sus temas característicos son los jardines. El pintor valenciano se inspiró en los de los Reales Alcázares de Sevilla y de la Alhambra de Granada para diseñar los jardines de su casa. Los dibujos están plagados de anotaciones en las que señala las plantas o flores que quiere plantar en cada lugar. Las fuentes, el agua y las acequias como en los jardines andaluces tienen un papel importante en los dibujos de Sorolla.


Al dibujo como manifestación artística no se le ha dado relevancia hasta las últimas décadas. En el caso de los realizados por Sorolla, quedaron relegados por la obra pictórica. Toda su producción en óleo y en carboncillo se construyen en paralelo, evolucionan juntas tanto en técnica como en temática. Sus dibujos no son preparatorios, salvo excepciones, son obras de arte en sí mismas. Obras que realiza a cada momento y en cualquier lugar. No requieren de más logística que llevar un pequeño cuaderno y un lápiz o carboncillo; rara vez usaba el color. El trazo es ágil y rápido, como lo es la pincelada en los lienzos, perfecto para captar las escenas de playa: los niños en la orilla, los bueyes tirando de las barcas, las pescadoras a la espera. Escenas naturalistas, repletas de la misma luminosidad que llena sus óleos. Los tonos blancos aplicados con el clarión son los reflejos. Las sombras las representa con rayas paralelas, lo demás lo rellena la pupila del espectador. Su dominio de la técnica es tal que plasma algo tan inapresable como es la luz.



La representación de escenas al aire libre son un continuo en la carrera de Joaquín Sorolla. Tiene la misma rapidez y soltura con el pincel que con el lápiz y con ambas técnicas plasma la luz y la brisa marina. Esta barca tiene la vela hinchada por el viento, la zona que queda en sombra está marcada con líneas horizontales.

Es fácil imaginarse a Sorolla en mitad de una de esas escenas playeras cotidianas, ya sea en Valencia, con un ambiente distendido, informal y costumbrista, o en las playas del Norte, más elegantes. No importa el lugar, dibujaba de forma compulsiva, en sus cuadernos —de los que se conservan bastantes— o sobre cualquier soporte. Son abundantes las cartas que llevan dibujos y llamativos los que realizaba en los reversos de los menús (hay 24 expuestos en Madrid en la muestra Sorolla y Estados Unidos). El dibujo urbano es un tema recurrente desde sus viajes a París —el primero fue en 1885—. Cuando no está en casa pasa mucho tiempo en cafeterías y allí dibuja lo que ve. Dibuja todo el tiempo. Analiza constantemente lo que le rodea desde un punto de vista estético y formal. Datar estas imágenes es tan sencillo como mirar el anverso del menú en el que ponía la fecha y se puede saber incluso lo que comía durante sus estancias en los hoteles Blackstone de Chicago y Savoy de Nueva York.



Prueba de que era un dibujante compulsivo es la cantidad de menús de restaurantes que hay dibujados por el reverso. Cuando viajaba solo, Sorolla dibujaba lo que veía en las cafeterías donde comía. Aquí se fija en un camarero del hotel Blackstone de Chicago donde estuvo alojado entre el 2 de febrero y el 20 de abril de 1911.

Le interesa y se fija en la moda femenina, es amplísimo el catálogo de sombreros que se puede encontrar entre su obra. Las cartas en las que comenta este tema con su esposa, Clotilde García, son innumerables, así como en las que le cuenta las compras que ha hecho para ella o para sus hijas. La importancia que le da Sorolla a su familia aparece en cada uno de sus actos: si no está en casa la correspondencia es constante, y cuando está les representa en cualquier formato. Es un gran retratista, pintó hasta a William Howard Taft, presidente de Estados Unidos de 1909 a 1913, o a Alfonso XIII (retrato del que se conservan los dibujos preparatorios en papel de estraza, de gran tamaño, similares al formato final del cuadro). Pero a los que retrató más veces tanto en pintura como en dibujo fue a su esposa y a sus tres hijos. Los dibujos familiares son los más cuidados, muchos dedicados a Clotilde, a la que representa de gala o en situaciones cotidianas, cosiendo o dando de comer a los niños —lo que llama los dibujos de papilla, han servido para fechar algunos de los cuadernos ya que coincide con los años de nacimiento de sus hijos—. La catalogación de los 4.985 dibujos de la colección del Museo Sorolla finalizada el pasado julio ha servido para confirmar, por ejemplo, un viaje del pintor a Berlín, del que se tenían noticias, pero no estaba comprobado. Los dibujos y las anotaciones en el tren sirvieron para corroborarlo.


Sorolla dibujaba casi sin mirar el papel. En esta escena de playa en la que se puede observar una mujer vemos como hay trazos sin cortes en los que no parece levantar el lápiz. Dibujaba mientras miraba a su modelo, su ágil mano seguía lo que veían sus ojos.

En su ámbito familiar también se encuadran los dibujos de su casa, del diseño de su jardín. En ellos, como en todos, hace anotaciones de las flores que quiere plantar, o de los colores, o de la hora, lo que le indica la luz de la escena. En los preparatorios de los murales sobre la visión de España encargados para la Hispanic Society apuntaba los colores de los trajes. Es un animal visual.

Dibuja todo lo que ve, hasta a él mismo reflejado en una cafetera, en la mano: un lápiz; al pie del dibujo, un texto: "Dentro de la cafetera".

La sensación de que Sorolla dibujaba sin cesar se plasma en su respuesta a Thomas R. Ybarra, periodista de la revista The World's Work: “¿Que cuándo pinto? Siempre. Estoy pintando ahora, mientras lo miro y hablo con usted”.

Trazos en la arena, exposición de dibujos de Sorolla en su casa-museo. General Martínez Campos, 37. Madrid. Hasta febrero de 2015.





Las fechas de los dibujos son totalmente identificables ya que vienen impresas en los menús, en este caso 27 de marzo de 1911. La estancia de Sorolla en Chicago se debía a la preparación de una exposición del pintor en el Art Institute. 



Los retratos hechos en cafeterías son un verdadero catálogo dedicado a la moda femenina, especialmente a los sombreros. A Sorolla le gustaba comentar con Clotilde la vestimenta de los comensales, ha quedado muchas pruebas de esto en su correspondencia. 




La representación de escenas urbanas es otro de los temas recurrentes del valenciano. Van desde las notas de color de la calle de París que veía desde uno de los hoteles donde se alojaba, hasta este dibujo a tinta de la catedral de Colonia, acompañada de anotaciones. Gracias a los dibujos que realizó en el tren y a las imágenes de las ciudades alemanas se ha podido documentar un viaje de Sorolla a Berlín. 



El Pais Babelia 25.10.14

miércoles, 29 de octubre de 2014

El cómic de la conciencia

 Diez dibujantes y guionistas retratan en una obra colectiva el impacto de los recortes en la ayuda a la cooperación después de viajar a los países afectados

TEREIXA CONSTENLA Madrid

Viñetas sobre Nicaragua, de Cristina Durán y Miguel Ángel Giner, para el cómic 'Viñetas de vida'

Los niños de Burundi no hacen selfies. No tienen iPhone, ni siquiera cámaras de medio pelo. Al dibujante David Rubín le impresionó el asombro de aquellos niños al descubrir su propio rostro. “Alucinaban con sus fotos porque muchos de ellos nunca se habían visto las caras. Me impactó el contraste con esta sociedad nuestra, sobrada de imágenes de nosotros mismos. Ellos tienen derecho a tan pocas cosas que por no tener, no tienen derecho a su reflejo”, contaba Rubín, semanas después de viajar por Burundi, de la mano de Oxfam Intermón.

 Página de Antonia Santoloya y Enrique Flores sobre Filipinas.

Tras su experiencia creó la historieta Los niños sin espejo, una de las siete piezas que conformarán Viñetas de vida, un libro construido tras la visita de varios autores de cómic a siete países (Sonia Pulido a Colombia, Cristina Durán y Miguel Á. Giner a Nicaragua, Miguel Gallardo a República Dominicana, Antonia Santolaya y Enrique Flores a Filipinas, Paco Roca a Mauritania, Álvaro Ortiz e Isabel Cebrián a Marruecos, además de Rubín a Burundi) para conocer proyectos de cooperación al desarrollo y el impacto en ellos de las sucesivas reducciones presupuestarias. “Queríamos contar que la política pública de cooperación al desarrollo funciona y puede salvar o cambiar vidas. Los ciudadanos no saben que ha sido la más recortada, con un 70% de reducción acumulada. Detrás de los números hay historias y familias, detrás de los recortes hay vidas que no podemos cambiar”, expone Zinnia Quirós Chacón, coordinadora de la campaña Sí me importa, impulsada por Oxfam Intermón para respaldar la inversión pública en cooperación.


Cómic de Miguel Gallardo para 'Viñetas de vida'.

El libro saldrá en diciembre en Astiberri. Pero ya se pueden descargar las historietas en una aplicación gratuita en la web de la organización, como Aquí vive Dios, creada por Miguel Gallardo a partir de su estancia en República Dominicana. “Yo no sabía nada del país cuando llegué”, confiesa por teléfono. Es la misma confidencia que airea públicamente desde la primera página, donde sintetiza con humor todo su conocimiento: isla caribeña, golf y resorts, playas preciosas, enchufes planos, primer punto de atraque de Colón y dictador sanguinario (Leónidas Trujillo). “Poder ir a un país y verlo por dentro es fascinante. Aunque no había imágenes impactantes, hay una gran desigualdad. La gente del sur no puede ir a las playas porque los peajes de la autopista equivalen al salario de un mes. Y luego está la discriminación que sufren los haitianos”, recuerda Gallardo, entusiasmado por la iniciativa. “El cómic no puede quedarse en el gueto del cómic. Hay que hacer entender a la gente que sirve para cosas distintas a contar historias de superhéroes o de nosotros mismos”.

Las historietas pueden descargarse gratis en una aplicación. El libro se publicará en diciembre

Cómic sobre Marruecos de Álvaro Ortiz e Isabel Cebrián.

Sonia Pulido fue la primera. En verano de 2013 viajó a Colombia. A su vuelta tenía claro los colores de su historieta (rojo, amarillo y azul: la bandera colombiana), pero una maraña de experiencias duras, miradas idas, luchas titánicas y violencias ilimitadas le dificultaban urdir un guion. Tras un mes de sequía, armó La madeja, donde traslada todo el desgarro que la asoló. “Había días que necesitarías un parón. Podría contar cosas escabrosas, ves la maldad del ser humano sin ningún control, pero también la fuerza de las mujeres que, en un país tan machista, son las que buscan la verdad y la justicia”. La experiencia colombiana la removió. “Ha sido un antes y un después. Me ha cambiado en mi proceso creativo, ya no se trata sólo de lograr una narrativa interesante, también de pensar en la finalidad”.

El Pais 19.10.2014

sábado, 25 de octubre de 2014

Felicidades, maestro de maestros


LUIS PÉREZ-RÓDENAS ESPADA Murcia 25 OCT 2014


Como no existe el Nobel de humoristas gráficos, tal vez el Príncipe de Asturias sea el mejor reconocimiento a su trabajo. Cuando decimos humorista gráfico, en el caso de Quino deberíamos decir filósofo, humanista, educador y muchas más cosas, poniendo “gráfico” al final. Mafalda ha sido una genialidad que ha ensombrecido a otra genialidad muy superior: Quino después de Mafalda. Estimados amigos (cualquier seguidor de Quino es amigo), muchos de vosotros os habréis quedado colgados de Mafalda y no cabrá en vuestra cabeza que su creador pudiese superar este trabajo, pero sí que lo hizo y con creces. Evidentemente, la extensión en el tiempo (1964-1973) de este pequeño personaje ayudó a que consideráramos a Mafalda de la familia y a que atrapara nuestros corazones. Pero ¡ay! esto ha impedido que avanzáramos en el conocimiento de los demás trabajos de su autor.

Por eso cuando Quino se acercó ayer a recoger su Premio Príncipe de Asturias, no solo le acompañaba Mafalda, la primera y más entrañable; también iban con él un sinfín de personajes de los que no conocemos su nombre, pero no por eso son menos geniales.— Luis Pérez-Ródenas Espada.


Publicado en Cartas al Director en el periodico El Pais, 25.10.2014

Quino, el maestro de la viñeta

 El humor afilado ha sido el vehículo de sus denuncias. También uno de sus personajes, Mafalda, que acaba de cumplir 50 años.

Su padre artístico, que está a punto de recibir el Premio Príncipe de Asturias, vive hoy inquieto por un glaucoma: “El mundo es muy raro sin poder dibujar”.

LEILA GUERRIERO 20 OCT 2014

Joaquín Salvador Lavado, Quino, en un rincón de su casa en Buenos Aires (Argentina). / MARIANA ELIANO

Como si no fuera carne y músculos sino serenidad y gracia –y un poco de respiración–, la mano se mueve y el lápiz que sostiene deja una estela de tinta negra, un trazo que parece –y es– el pelo de alguien. La mano –como si apenas rozara el papel– dibuja la frente, la nariz, la boca, dos dientes enormes. Oreja, el cuello, un ojo. Finalmente, traza una línea diminuta que transforma la expresión del rostro, hasta ese momento hueca, en una sonrisa franca. Es agosto de 2009. En un estudio de radio en la ciudad de Buenos Aires, al terminar un programa en el que lo han entrevistado, el argentino Joaquín Salvador Lavado, Quino, dibuja a Felipe, uno de los personajes de su tira Mafalda. La mano –su mano– no se ha detenido, no ha dudado ni una sola vez: una criatura con voluntad propia que, con el ritmo sostenido del agua del mar, ha dibujado ese rostro con movimientos que brotan, iguales a sí mismos, desde hace más de setenta años. Ahora, en 2014, esa danza líquida sobre el papel es algo que Quino ya no hace. La mano responde, pero él ya no ve.

* * * * * * * *

–Ah, ya te vas, qué suerte.

Alicia Colombo tiene el pelo entrecano corto, abultado. Usa falda y blusa muy oscuras, y una faja ancha sobre la ropa que la ayuda a mantenerse erguida.

–No, Alicia. Recién llego.

–Ah –dice, simulando desilusión–. Yo creí que te ibas y dije: “Qué bien, qué entrevista tan cortita”.

Son las tres y media de una tarde de septiembre en Buenos Aires. El departamento donde viven desde hace años Quino y su mujer, Alicia Colombo, es grande, pero no enorme; prolijo, pero no lujoso. Queda en Barrio Norte, a unos metros de la avenida de Santa Fe. Sobre la mesa de la sala hay camisas y suéteres recién planchados y el espacio parece pequeño, repleto de muebles: varias sillas, un par de sillones, una mesa baja, una biblioteca, un cristalero con vajilla antigua.

–¿Viste esas sillas? –dice Alicia–. Se las compramos a un señor, el señor Gentile. Había comprado todos los muebles de una confitería y los vendía. Las cortamos un poco porque eran muy altas.

Quino se sienta bajo la luz blanca que entra por la ventana para hacerse fotos.

–Luz, luz –dice–. Como Goethe, que antes de morir pidió: “Luz, más luz”.

Usa un suéter oscuro, pantalones de jean, los anteojos de siempre, bifocales, que exageran el tamaño de sus ojos.

–Tenemos una mecedora –dice Alicia–. La compramos en una casa de remates que quedaba en el centro y nosotros vivíamos en Caballito, a setenta cuadras. Como no teníamos plata para un flete, la llevamos caminando, un brazo cada uno.

–¿Caminaron setenta cuadras con la mecedora colgada del brazo?

–Y, era 1960, estábamos recién casados. ¿Sabés qué pasa? Uno no tenía plata.

Quino y Alicia Colombo están juntos desde hace 54 años. Ella, doctora en Química, trabajaba en la Comisión Nacional de Energía Atómica, pero dejó el puesto cuando el viaje en ómnibus desde un barrio al que se habían mudado empezó a tomarle mucho tiempo. Desde entonces, trabaja como agente de su marido. La luz que entra por la ventana envuelve a Quino en una blancura irreal, y hace crepitar el pelo sobre sus sienes. Habla con gula de cine, de ópera, de teatro: de todo lo que fue a ver en las últimas semanas. Al terminar de hacerse las fotos, se levanta y camina hacia el ascensor para despedir a la fotógrafa, que le pregunta por el Premio Príncipe de Asturias que le dieron en 2014, en el rubro Comunicación y Humanidades, y que recibirá el 24 de octubre.


–Me gustaría que me lo diera Leonor, la princesita de Asturias –dice.

Cuando usa diminutivos, las frases se envuelven en un aura de ironía sin sorna y parecen a punto de transformarse en otra cosa: en algo más retorcido, menos tierno.

–¿Por qué?

–Porque es chiquita. Pero el protocolo no se lo debe permitir.

–El ascensor nunca está –dice Alicia, elevándose sobre la punta de los pies y mirando por el hueco de la puerta–. ¿Viene?

–Hay que poner la manito adelante del hueco –dice Quino–. Si viene vientito, es que viene el ascensor.

El ascensor llega y, antes de entrar otra vez en la casa, Alicia dice:

–La película que queremos ver la dan en el cine de Diagonal Norte.

–Uf –dice Quino–. Ese cine es una porquería. Tiene mala proyección, mal audio. Bueno, ¿charlamos un ratito?

Su estudio es luminoso y da al balcón. Las paredes están repletas de dibujos de amigos –REP, Crist, Fontanarrosa–, diplomas y premios varios. Detrás de su escritorio hay una biblioteca con libros de arte, las puertas de vidrio cubiertas por dibujos y fotos: una acuarela, una foto de su tío Joaquín. Sobre el escritorio hay pocas cosas, ordenadas: un paño de color verde, una lámpara, una caja de lápices, una muñeca de Mafalda. Contra la ventana hay un mueble alto, repleto de cedés. El pulso le tiembla un poco y parece tener una pierna un tanto rígida, pero cuando habla la voz es firme y, detrás de las gafas, los ojos enfocan claramente a los ojos.

–A esta edad no todo va bien. Pero bueno.

–¿Hubo alguna edad en la que todo fuera bien?

–A partir de los treinta y pico y hasta los sesenta y pico uno se siente bien. Después empiezan los achaques. Estoy muy fastidiado con la vista. Pero muy. Ya no dibujo.

–¿Pero puede ir al cine?

–Ahora se me está complicando. Porque no veo los subtítulos, y si no entiendo el idioma de la película, soné. En italiano me arreglo bien. En francés más o menos. El inglés lo he olvidado por completo.

En el año 1999, en esta misma casa, Quino dijo: “Me gustaría pensar una historia y hacerla como libro. Pero me parece que va a quedar en idea, porque tendría que dejar de dibujar todo lo demás, y cómo hago para dejar de dibujar. No hice otra cosa en mi vida, y si dejo de hacer esto no sé si voy a seguir siendo yo. Abrir la revista Viva, de Clarín, y que no esté mi página, sería extraño”. Quino empezó a dibujar una página de humor para la revista dominical del diario argentino Clarín en 1989. Lo hizo hasta 2006, cuando publicó el que sería su último dibujo: el Dios católico preguntándose por qué tres religiones que decían creer en el mismo creador estaban enfrentadas: “¿No será que, en el fondo, cada una de estas religiones se ama más a sí misma que a mí?”. Siguió publicando en esa página dibujos de años idos hasta que en 2009 se despidió con una carta: “No se tomen estas líneas, que tanto me cuesta escribir, como una despedida, sino como una ausencia temporal que espero sea breve porque no me gusta nada la idea de que mis dibujos no sigan apareciendo en estas páginas”. Pero, desde entonces, no volvieron a aparecer.

–¿Sabía que aquella página de 2006 iba a ser la última cuando la dibujó?

–No. Pensé que todavía tenía cuerda para rato.

* * * * * * * *

Quino nació en la ciudad de Mendoza, cerca de la cordillera de los Andes, en el año 1932. Su padre y su madre –Cesáreo y Antonia– eran dos andaluces que habían llegado a Argentina en 1919 y tuvieron tres hijos: César, Roberto y Joaquín. Su padre trabajaba en un bazar, y Quino se crio en una casa enorme en la que vivía también su tío Joaquín, dibujante y publicista. Un día, cuando tenía tres años, ese tío le dibujó, con lápiz azul, un caballo. Él recuerda eso como una epifanía brutal: el momento en el que supo que quería ser dibujante.

–Cuando vi todo lo que salía de un lápiz…En mi casa teníamos una mesa de comedor de álamo, una madera muy blanca, y yo me tiraba de panza sobre la mesa y empezaba a dibujar ahí. Con mi mamá hicimos un trato: yo podía dibujar y después con lavandina y jabón y un cepillo de esos gordos borraba todo. O sea que fueron muy permisivos.

–¿Eran buenos padres?

–Para mi gusto, sí. Un episodio que no me hizo gracia de mi mamá fue cuando se me estaban cayendo los dientes de leche. Yo tenía un diente flojo y mi mamá me dijo: “¿A ver?”. Le contesté: “Mamá, no me lo vayas a quitar”. Y me dijo: “No, no te preocupes”. Y bum, me lo quitó. Después te salían unos dientes enormes. Se achican yo no sé cómo, pero hay unas fotos mías en las que tengo unos dientes terribles.

Encuentra siempre la manera de responder lo que quiere, virando la conversación hacia un terreno en el que se mueve cómodo: anécdotas de la infancia en Mendoza, la timidez implacable.

–Mendoza era el Mediterráneo: todos eran sirio-libaneses, italianos, españoles. El verdulero, el frutero. Yo hablaba como mis padres, en andaluz. Así que en el colegio fue terrible, porque nadie me entendía. Yo decía “este tío”, en el sentido que se le da en España a la palabra “tío”, y me preguntaban si fulano era tío mío. Era timidísimo, y como no me entendían era peor.

–¿Y su madre era…?

–Una andaluza gordita muy simpática. Mi papá hablaba muy poquito. Con mis padres y mis tíos me llevaba muy bien. Con el que no encajaba era con mi abuelo.


El dibujante en una fotografía antigua en la que simula dar clases a algunos de los personajes de su más famosa tira humorística. / MANUEL ZAMBRANA (CORBIS)

–¿Era severo?

–No. Al contrario. Pero yo a los viejos les tenía miedo. Y a los borrachos. Me aterraban. Una noche de verano sonó el timbre del zaguán y yo fui a abrir la puerta y me encontré con una mujer desgreñada, con una caña en la mano, que me dijo: “El doctor Schiudice me ha prohibido el vino”. Yo me agarré tal susto que cerré con llave y me fui corriendo al fondo. Había un psiquiátrico en Mendoza y el doctor ese era el director. Fue uno de los sustos más grandes que he tenido en mi vida.

–¿Y el miedo a los viejos de dónde viene?

–No sé. Pero me producía una sensación muy extraña tener que acompañar a mi abuelo a tomar un tranvía porque él tenía cataratas y no veía bien. Me daba como susto. La vejez me asustaba.

Se detiene, como si hubiera dicho algo impropio.

–¿Estoy hablando en pasado? Tendría que hablar en presente. La vejez es una porquería que te asusta mucho. Yo le doy un sentido político a la vejez. Es como que te caiga Pinochet y te empiece a prohibir cosas: esto no, aquello tampoco.

–¿Le angustia o de verdad lo toma con humor?

–Me angustia mucho. Me angustia ir perdiendo autonomía, moverme mal. Lo de la vista, que ya es el colmo. Y la falta de agilidad en todo. Y pienso que también una cierta mentalidad anquilosada. Uno a veces se siente un viejo criticón, diciendo “porque hoy los jóvenes”.

Creció leyendo revistas de humor y de historietas, yendo al cine, envuelto en un anticlericalismo radical (su abuelo le decía que una misa era “una congregación de ignorantes adorándole el culo a un tunante”), y escuchando discusiones políticas entre su abuela comunista y sus padres republicanos, todo en el marco de las guerras que poblaron su infancia: la guerra civil española, la Segunda Guerra Mundial.

–¿Sus padres lo cobijaban de ese clima de guerras?

–Yo sentía cobijo en el sentido de que cualquier malestar que uno tuviera enseguida llamaban al doctor Perinetti o al doctor Notti, que era pediatra. En ese sentido, sí, muy cuidadosos.

–No, pero…

–Claro que mis padres me duraron muy poquito. Cuando se murió mi madre, yo iba a cumplir 13. Cuando desapareció mi padre, casi 15. Mi madre murió de un cáncer espantoso. Duró años en agonía y la única cosa que había era inyectar morfina. Fue muy feo. Estuvo dos años en cama. Mi padre, en cambio, murió de un infarto, que es mucho más preferible. Tengo unos recuerdos espantosos. Espantosos. Porque además el asunto del luto te marcaba mucho. Eran tres años de luto. Te cosían una franja negra en la manga, llevabas la corbata negra y algo en la solapa. No se podía escuchar radio. Era un espanto. Yo me pasé de luto desde los 10 años, cuando murió mi abuelo, hasta los 18, cuando terminó el duelo por mi papá.

–¿Su padre falleció en la casa?

–Había ido al cardiólogo. Se sintió mal, le dio una inyección y lo mandó a casa. Llegó en un taxi. Yo subí al taxi y vi que tenía los labios azules y estaba desmayado. Ahí fueron una tía con mi hermano Roberto, lo llevaron al hospital y allí se murió.

Con un tono de voz que indica una protesta amable, no del todo firme, dice:

–Pero bueno, todo esto es muy triste.

Después de la muerte de los padres, los tres hermanos siguieron viviendo con el tío Joaquín. César, el más grande, que murió siete años atrás, se hizo contador. Roberto, el del medio, estudió abogacía. Quino sabía que quería ser dibujante y publicar en revistas de Buenos Aires, de modo que a los 18, y gracias a la ayuda económica de su hermano mayor, viajó a la capital con una carpeta de dibujos de humor mudo sobre militares, parejas, religión.

–Me fue pésimo. En todos lados me decían: “Sexo no, religión no”. Se hacían chistes de suegras, de la oficina, de fútbol. Y yo era muy bruto para dibujar.

Sin trabajo ni ingresos propios, volvió a Mendoza, donde lo esperaba un infierno anunciado: el servicio militar obligatorio.

–Estuve ocho meses. Lo pasé muy mal. Cuando te decían “¡cuerpo a tierra!”, me tiraba de panza al piso y miraba las piedritas y pensaba: “¿Yo qué coño tengo que ver con esto que estoy haciendo?”.

Tozudo e insistente, en 1954 volvió a Buenos Aires. Tenía 22 años y esta vez hubo suerte: la revista Esto Es había perdido un dibujante –otro prócer del humor gráfico, Landrú– y Quino les vino como anillo al dedo. A partir de entonces, empezó a publicar en otros sitios –Vea y Lea, Leoplán, Rico Tipo– y pudo hacer lo que siempre había querido: vivir de dibujar.

–Viví en pensiones, con tres tipos en una pieza, con bastante prostitución en el hotel. Me impresionaba mucho. Era muy ajeno a mí. Poco tiempo después conocí a Alicia, que era amiga de la novia de un primo hermano. Pero durante cinco o seis años fuimos amigos, no se nos ocurrió que podíamos terminar juntos.

–¿Antes había tenido otras parejas?

–No. Había tenido algunas relaciones, pero yo quería ser dibujante. Todos esos romances y relaciones me distraían de mi objetivo. Me perdí mucho tiempo con estas… pelotudeces –dice, haciendo un gesto que abarca el estudio– y no aproveché el mundo de las mujeres. Ni mi adolescencia. Ni nada. Alicia me gustaba mucho. Pero ella tenía novio y a mí me salía la sangre árabe y tenía ganas de apuñalar al novio, a Alicia…

–En ese momento no era su novia. Ella podía tener todos los novios que quisiera.

–No, no. Igual. Esto de la sangre árabe a mí me aparece en muchas ocasiones.

–¿En qué ocasiones?

–De celos y odio ante situaciones que no me gustan. Enseguida me dan ganas de matar a alguien. Tengo fama de tranquilito. Pero no soy. Cuando he tenido que ver por algún motivo a algún exnovio de Alicia, me he puesto… ah.

–¿Hasta hace poco?

–Sí. Muy poco.

Quino y Alicia se casaron en 1960 y se fueron de luna de miel a Río de Janeiro, en un viaje en bus que fue, también, su primer destino al extranjero. Quino lo recuerda como una experiencia maravillosa con un solo ripio: cuando Alicia mató una cucaracha en Montevideo, él se indignó y le dijo: “¿Qué molestia te causaba esa cucaracha que era uruguaya, y a la que no hubieras vuelto a ver nunca más?”.


Quino en su estudio, donde le observa trabajar una muñeca de Mafalda, sentada en un banco. / RICARDO CEPPI

–¿Siente que se han apoyado el uno al otro en todos estos años?

–No. Alicia me ha apoyado mucho más a mí que yo a ella. Porque para mí el trabajo era una religión ortodoxa, de esas irrenunciables. Si me tocaba la entrega, Alicia se podía estar muriendo con una gripe espantosa, y yo nada. Y eso me lo sigue reprochando hasta el día de hoy. Y tiene razón. Ella dejó su vida de lado por ocuparse de lo mío.

–¿Eso le da…?

–Culpa. Porque además le hubiera encantado viajar por todos lados y a mí salir de la casa me cuesta muchísimo. En esto también la he limitado. Está bien que ella es adulta, y eligió, pero yo tengo un estilo que cuando quiero algo no impongo nada pero, no sé cómo, logro conseguirlo. Un déspota encubierto.

–¿La decisión de no tener hijos fue más suya que de Alicia?

–No. Estuvimos los dos de acuerdo. Pero yo la tenía muy firme. Cuando murieron mis padres, sentí bronca contra ellos. Porque cómo: ¿tienen hijos y a los pocos años los largan y se van? Es una posición horrible de mi parte, pero es así. Alicia dice que le hubiera dado lo mismo tener siete niños que ninguno. Pero a mí siempre me ha parecido que traer hijos a este mundo es una locura total. Si a mí me daban a elegir y me mostraban Mozart y las guerras y me decían “elija”, yo respondía: “No, no vengo”.

¿Qué se sabe de él, más allá de lo público y tan obvio: autor de Mafalda, una tira traducida a treinta idiomas que acaba de cumplir cincuenta años, dibujante multipremiado (Premio de Caricatura La Catrina, otorgado por la Feria del Libro de Guadalajara en 2003; la Legión de Honor de Francia y el Príncipe de Asturias en 2014, entre decenas de otros)? Muy poco. Que no quiso tener hijos. Que le gusta el vino. Que fumaba –y ya no– cuarenta cigarrillos diarios. Que llora –literalmente– por las guerras, el hambre, la desigualdad. Que hay un lado oscuro en él, a veces zumbón (en una época se entretenía dilucidando las fijaciones ambiguas de Miguel Ángel con el sexo, y mostraba orgulloso el boceto de una nínfula con la firma de Buonarotti: si la cabeza de la nínfula hubiera sido dibujada hacia el otro lado, su boca hubiera quedado a la exacta altura del pene de un hombre que estaba a junto a ella, de pie), y otras no tanto, como cuando en una entrevista le preguntaron si dibujaría el final de Videla y Pinochet y respondió: “Espero que terminen lo peor que puedan. Algo con mucho sufrimiento, no una muerte rápida”. Educado en medio de lutos y guerras, parece moverse entre una sensibilidad ardiente por el sufrimiento de los débiles y una repulsión franca hacia cualquier tipo de poder.

–Con las decapitaciones de este grupo islámico me han dado unos ataques de llanto que ni te cuento. O ver a esos nenitos mexicanos que cruzan solitos la frontera. Una cosa espantosa.

Parte de ese universo de preocupaciones podría resumirse en la dicotomía que es el gran tema de su obra –débiles contra poderosos– y se refleja no sólo en la biografía que eligió publicar en su página web (y que termina sintomáticamente con esta frase: “[…] y en 1964 nace Mafalda, una niña que intenta resolver el dilema de quiénes son los buenos y quiénes los malos en este mundo”), sino también en su artefacto narrativo perfecto, Mafalda. La historia es sabida y repasada: era el año 1962, y un amigo que trabajaba en una agencia de publicidad le propuso dibujar una tira para un cliente que intentaba instalar la marca de electrodomésticos Mansfield. Debía incluir dibujos de esos electrodomésticos y los nombres de los personajes tenían que empezar con eme: una versión precámbrica de la publicidad subliminal. La idea era ofrecerla gratis a un medio, sin que este percibiera el truco. Quino dibujó y la agencia ofreció el resultado al diario Clarín, donde se dieron cuenta de todo y la rechazaron. En 1964, su amigo Joaquín Delgado le ofreció publicarla en Primera Plana. Así, Mafalda vio la luz el 29 de septiembre de 1964. Después pasó a El Mundo, hasta diciembre de 1967, cuando el periódico cerró, y en junio de 1968, al cabo de seis meses en los que nadie mostró interés por publicarla, empezó a salir en Siete Días.


Quino posa en 2009 junto a la escultura de Mafalda en Buenos Aires, frente a la casa donde creó al emblemático personaje. / ALEJANDRO PAGNI (GETTY)

–¿Cuándo se dio cuenta de que algo importante pasaba con el personaje?

–Nunca. Bah, con la publicación del primer libro. Hasta ese momento, yo sentía que nadie le daba mucha bolilla. Yo iba a entregar la página al diario El Mundo y el que la recibía miraba así y a veces sonreía, pero nunca me dijeron ni qué linda idea ni nada.

En 1966, el editor Jorge Álvarez publicó el primer libro de Mafalda, y se vendieron 5.000 ejemplares en dos días. Desde entonces y hasta hoy, la tira es una máquina del tiempo que viaja llevando mensajes de emancipación, rebeldía y libertad que parecen haber trascendido la época en que Quino la dibujó, y ya era un clásico cuando decidió dejar de publicarla, el 25 de junio de 1973, porque se sentía como “un carpintero que tiene que hacer siempre la misma mesa, y yo también quería hacer puertas, sillas, banquitos”.

–Lo que me llama la atención es que la sigan leyendo. Si le preguntás a un chico quién es Brigitte Bardot no tiene idea. A lo mejor es que no hay otros personajes fuertes, si no se la hubieran olvidado.

En 1976, cuando hacía ya tres años que no dibujaba a Mafalda y en Argentina comenzó la dictadura militar, Quino y Alicia se fueron a Milán.

–Nos rompieron la puerta del departamento a patadas y nunca nos enteramos de qué parte venía la cosa. Cuatro meses después, los militares mataron acá a los padres palotinos y les tiraron sobre el cadáver el póster de Mafalda del palito de abollar ideologías. Por suerte, yo no lo vi en su momento. Cuando lo descubrí, años después, fue una de las cosas más feas que he sentido nunca.

En julio de 1976, en Buenos Aires, los militares mataron a tres sacerdotes y dos seminaristas palotinos. En la foto que registra el momento pueden verse los cuerpos y, junto a ellos, un póster con el dibujo en el que Mafalda señala el machete de un policía y dice: “¿Ven? Este es el palito de abollar ideologías”. Aunque en 1983, al terminar la dictadura, decidieron volver al país y montar casa, nunca dejaron de vivir entre Milán, Madrid y Buenos Aires.

–¿Alguna vez pensó que hubiera sido mejor que Mafalda no existiera, que pudo haber opacado el resto de la obra?

–Eso no lo tengo bien resuelto. No lo sé. La gente le ha dado más trascendencia a Mafalda que a todas las demás páginas de humor que he hecho, pero yo creo que hay algunas que superan a Mafalda largamente.

A Mundo Quino, su primer libro, de 1963, siguieron Qué presente impresentable, ¡A mí no me grite!, ¡Yo no fui!, Humano se nace, Quinoterapia, Quién anda ahí, entre muchos otros (publicados por Lumen en España y por Ediciones de la Flor en Argentina), y el monumental Esto no es todo, de 2001, una antología que funciona como síntesis proteica de todo su pensamiento. Allí puede verse que en el mundo de Quino campean el abandono (un nenito le pregunta a su mamá: “Mamá, ¿voz vaz a eztad ziempde, ziempde con ezte nene?”; la mamá responde: “¡Sí, hijito, mamá va a estar siempre, siempre con este nene!”, y pocos cuadros después, el niño, ya viejo, llora desolado frente a la tumba de su madre pensando: “¡Mentidoza!”); la desilusión que agría a las parejas; el abuso de poder que enrarece las relaciones con padres y maestros; la guerra y el hambre como expresión extrema de la miseria humana.

–¿Se le siguen ocurriendo cosas?

–No. Me las censuro. Me hace muy mal que se me ocurran cosas y saber que no las puedo dibujar. Estoy todo el tiempo frenándome la imaginación.

–¿Cuál es el diagnóstico de lo que le sucede en la vista?

–Glaucoma. Uno va perdiendo primero visión lateral y termina viendo la vida por un cañito. Y llega un momento en que ya ni por un cañito. Yo no distingo ni contrastes ni diferencias de color. Vivo en un mundo fuera de foco. Voy a un lugar y me presentan a alguien y no distingo qué cara tiene. Mi propia cara en el espejo no la veo. Es muy desagradable. Bah, angustiante. Ver que se te va borrando el mundo. Es muy feo. Lo charlo mucho con Alicia y voy a una psiquiatra que…

Hace una pausa y dice, con ímpetu extraño:

–Porque yo me siento mal de no dibujar más. Muy mal. La psiquiatra lo que me dijo los otros días es: “Usted dice que no trabaja más, pero todo esto de ir a homenajes y premios y a exposiciones de amigos lo tiene que tomar como que ahora es su trabajo”. Es la primera vez que esta mujer me dice algo que me deja pensando. Pero me siento mal de no dibujar. Este pañito verde que ves acá…

Levanta el paño verde que está sobre el escritorio.

–… es porque yo me pongo a dibujar algo y si es sobre fondo blanco no veo dónde termina la hoja. Es una porquería, bah. El mundo es muy raro sin poder dibujar. Es muy frustrante. Muy feo.

–¿Pensaba que iba a ser así?

–No. Yo creí que iba a dibujar mientras viviera. Nunca se me ocurrió esta limitación.

–¿Cómo es la vida cotidiana?

–Muy desperdiciada. Porque no sé bien cómo hacer. Estoy tan limitado por la mala visión que la vida cotidiana que tengo no… No sé.

Hace un silencio largo y finalmente dice:

–Bueno, chiquita…

Por el pasillo se escuchan los pasos de Alicia, que entra al estudio.

–¿Quieren tomar algo? –pregunta.

Quino saca un fajo de correspondencia y empieza a pasar los sobres, uno tras otro.

–Creo que ya terminamos, ¿no, chiquita?

Después, mientras camina rumbo al ascensor, dice que es una suerte no tener que preparar un discurso para recibir el Príncipe de Asturias. Alicia pregunta, sobresaltada:

–¿Tenés que preparar un discurso?

–No, no –dice él–. No hay que hacer nada.

–El ascensor no viene –dice Alicia, mirando por el hueco.

–¿Pusiste la mano? Si viene vientito…

Alicia pone la mano. Pregunta, otra vez:

–¿Seguro que no tenés que dar un discurso?

–No, no. Y si tengo que decir algo, me paro ahí, levanto el puño izquierdo y digo: “¡Viva la República!”.


El Pais Semanal 20.10.2014

Flores del espacio-tiempo


La historia de 'Trillium' se halla preñada de referencias a otras obras de la ciencia ficción, pero las trasciende para ofrecer un producto sorprendente.

JAVIER FERNÁNDEZ 

Trillium. Jeff Lemire, José Villarrubia. ECC. 192 páginas. 17,95 euros.

Año 3797. La humanidad está al borde de la extinción debido a un virus inteligente, conocido como la Cuña. Solo quedan 4.000 humanos vivos, el virus los ha ido empujando hasta los bordes del espacio conocido. La única esperanza de salvación reside en la flor Trillium, de la que puede derivarse la deseada vacuna, y los científicos ubicados en el planeta Atabithi han localizado lo que parece ser una plantación de Trillium. El problema es que las flores crecen dentro del territorio amurallado de los nativos del planeta y los científicos aún no han logrado comunicarse satisfactoriamente con ellos. En palabras de la doctora Nika, responsable del contacto con los alienígenas: "El sentido de su civilización y cultura sigue siendo un misterio, ya que ningún agente del Laboratorio Terrestre ha sido invitado a entrar en los grandes muros ornamentados que rodean su pueblo principal". Por desgracia, la Cuña se acerca a Atabithi, así que es hora de dejar de lado la diplomacia y tomar la flor por la fuerza. 

En otro lugar, en otro tiempo (allá por 1921), un excombatiente de la Primera Guerra Mundial se halla recorriendo la selva amazónica en busca del templo de la diosa Kuka Mama. Según las antiguas leyendas incas, la citada diosa es el origen de las primeras plantas de la Tierra, y, supuestamente, el templo alberga el conocimiento secreto que concedería a los hombres dominio sobre la propia muerte. Casi 2.000 años separan al explorador William y la científica espacial Nika, pero ambos están destinados a encontrarse y vivir una singular historia de amor que implicará inesperadas variaciones en el espacio-tiempo, con la amenaza permanente de la Cuña. 

Este es el arranque de Trillium, la estupenda miniserie de ocho números escrita y dibujada por Jeff Lemire (Essex County, Ontario, 1976). Siendo joven, Lemire tiene ya una bibliografía notable, que le ha granjeado numerosas nominaciones y premios. En ella destacan la trilogía Essex County (Top Shelf, 2007-2009), la novela gráfica The Nobody (Vertigo, 2009) o la parábola post-apocalíptica Sweet Tooth (Vertigo, 2009-2012), pero también trabajos seriales como el relanzamiento de la cabecera Animal Man (2011-2014) o su acertada versión de Green Arrow (2013 en adelante) para el nuevo universo DC. Trillium fue editada por el sello Vertigo, con fechas de cubierta que van desde julio de 2013 hasta abril de 2014. 

El argumento y la prosa de Lemire son muy excitantes, y también lo es el aspecto gráfico de la miniserie (ojo a los fenomenales colores de José Villarrubia). La historia se halla preñada de referencias a otras obras del género de la ciencia ficción, pero las trasciende para ofrecer un producto sorprendente. Como indica Jero Piñeiro en el epílogo del libro, Lemire "es un romántico incurable" y "todo se reduce precisamente a los personajes (…), al anhelo de conectar con otra persona incluso a las puertas de la extinción". Esta sensibilidad es el verdadero triunfo de un historietista capaz, versátil y sugestivo como pocos.

Diario de Jerez

Terrores atómicos


JAVIER FERNÁNDEZ


Estación 16. Hermann, Yves H. ECC. 56 páginas. 12,95 euros.

Hablar de Hermann es hablar de uno de los principales autores del tebeo francobelga de las últimas décadas. Suyas son series tan imprescindibles como Jeremiah o Las torres de Bois-Maury, ejemplos de maestría en el arte del cómic. El también historietista Yves H. es su hijo, y juntos han firmado numerosas obras a lo largo de sus carreras. Este es el caso de Estación 16, el interesante álbum (publicado en su idioma original este mismo año) con que ECC abre su línea de productos europeos: el guion es obra de Yves H., y Hermann firma tanto los dibujos como los colores.

La historia nos traslada al frío archipiélago de Nueva Zembla en Tierra del Norte, en el mes de mayo de 1997. Un grupo de soldados destinados a dicha región de la Federación Rusa, famosa por ser el escenario de 135 pruebas nucleares soviéticas, recibe una llamada de radio solicitando el rescate urgente de los heridos de la estación 16. Lo extraño del asunto es que la tal estación meteorológica lleva medio siglo abandonada, desde los tiempos de Stalin, y debería estar deshabitada. Con todo, los militares deciden enviar un helicóptero con una pequeña patrulla para investigar la inesperada comunicación. La misión consiste en un reconocimiento rutinario, pero ya desde el principio las cosas comienzan a torcerse: el vehículo ha de atravesar una repentina y peligrosa tormenta de nieve y casi se estrella. De ahí en adelante, no dejarán de sucederse episodios violentos y encuentros tan imposibles como terroríficos.

Estación 16 mezcla thriller y ciencia ficción, al estilo de un viejo episodio de En los límites de la realidad, con el telón de fondo de los macabros experimentos llevados a cabo durante el periodo soviético. Tiene no pocos puntos de giro y quizá el lector acaba anticipando parte de los misterios argumentales, pero no por ello deja de ser una historia efectiva y bien trabada. La labor gráfica, por su parte, resulta excelente, pues la capacidad de Hermann para el storytelling es absoluta y el estupendo coloreado refuerza lo angustioso de la trama.

Diario de Jerez

El monje y la zorra


JAVIER FERNÁNDEZ


Sandman: Los cazadores de sueños. Neil Gaiman, P. Craig Russell. ECC. 144 páginas. 15,95 euros.

Terminada ya su reedición de Sandman, ECC comienza a recopilar en idéntico formato los diversos especiales dedicados a la figura del Señor de los Sueños, comenzando por Los cazadores de sueños. Se trata de la adaptación gráfica por parte de P. Craig Russell de un hermoso relato escrito por Neil Gaiman y ambientado en el Japón feudal. Un monje budista, enamorado de una zorra, visita a Sandman para suplicarle que salve a su amada, pues se halla perdida en el interior de un sueño. La adaptación de Russell es tan deliciosa como cabe esperar de este maestro de la narrativa gráfica, y el tebeo resulta imprescindible para cualquier aficionado a la serie. La edición se completa con epílogos de Gaiman, Russell y Karen Berger, más portadas y portadas alternativas de los cuatro números que compusieron esta miniserie en 2009 y unos cuantos bocetos del dibujante.


Diario de Jerez

Imaginación y desenfreno


JAVIER FERNÁNDEZ
Dial H, 3: Fin. China Miéville, Alberto Ponticelli. ECC. 160 páginas. 14,95 euros.

Lisérgica, extravagante, imaginativa, desenfrenada… la cabecera Dial H concluye con este tercer tomo, titulado genéricamente Fin. Y la echaremos de menos, pues no es fácil encontrar en el mainstream un tebeo tan singular. El mérito es principalmente de China Miéville, prestigioso novelista y uno de los nombres propios de la literatura fantástica contemporánea, que toma viejos y delirantes conceptos de DC (un dial telefónico transforma al usuario en los superhéroes más extravagantes que puedan imaginarse) y les insufla nueva vida. Pero también destacan el fenomenal trabajo gráfico de Alberto Ponticelli y las portadas de Brian Bolland. El presente tomo contiene los números 11 a 15 de Dial H for Hero y el Justice League 23.3. 





Diario de Jerez

BISHOP/ HUIDA DEL MAÑANA Guión: John Ostrander Dibujo: Carlos Pacheco Entintado: Cam Smith Colorista: Joe Rosas


 CARLOS PACHECO HORIZONTES DE GRANDEZA

Hubo una época, olvidada aunque no demasiado lejana, en que los tebeos no sólo contaban algo, sino que contaban muchas cosas. ¿Cuánto tiempo hace que no vemos a Charles Xavier ejerciendo de profesor: reflexivo, cejijunto... con bolígrafo? El cuidado por los personajes y su pasado, por su entorno, por lo que sienten y piensan y la manera en que reaccionan y actúan, son detalles que desde hace una década han desaparecido poco a poco de la industria, sacrificada a la espectacularidad gráfica y la violencia. Ha tenido que ser un español el que llegara y, en apenas cuatro números, volviera a poner algunas cosas en su sitio.

La mini serie de Bishop, el Hombre-X venido del futuro (o uno de los Hombres-X venido de quién sabe cuántos futuros) supone, tras su paso por Marvel UK y su fugaz presencia en DC, la entrada triunfal de Carlos Pacheco en la editorial y el mercado por los que siempre ha bebido los vientos. Y este trabajo, brillante y apasionado, lo sitúa desde ya en las filas de los maestros.

Carlos lleva consigo un bagaje que los actuales artistas han preferido ignorar o del que, sencillamente, carecen. Carlos entiende de comics, los quiere de manera visceral e intelectual, ha bebido en las fuentes (y en Bishop se nota), de gente tan dispar como Will Eisner o Norman Rockwell, y dedica a las páginas todo su talento aún por explorar. No se puede decir que en el árido panorama del comic-book contemporáneo Carlos Pacheco nade contra corriente, pues su estilo es sobre todo actual y moderno, pero sí que arrastra el aluvión de los grandes autores que existieron
antes que él, ésos a los que nadie hace ya caso (como Neal Adams) porque no venden. Adelantándose una vez más a la estrecha visión que tiene el guionista John Ostrander, Pacheco dota al personaje central de esta mini serie de un carisma que hasta entonces le había sido ajeno, entroncándolo con los grandes héroes clásicos de todos los tiempos. Pacheco interpreta que Bishop es John Wayne. Para él es el Custer que sobrevive a Little Big Horn, un personaje recio, viril, no un tecnotuerto facha, no un héroe psicótico como son moda y reflejo continuo en los comics de hoy. Su Bishop tiene la grandeza monolítica de un Charlton Heston, y esto se acentúa en el uniforme de La Patrulla-X, en él más que nunca un uniforme de caballería azul y amarillo. La nobleza que emana de la última viñeta de la saga diferencia de una vez por todas a este gigante de rostro marcado de su claro precedente, Punisher.

Todos los hallazgos creativos que salpican estos cuatro tebeos, y son abundantísimos, son obra y
gracia de Carlos Pacheco. La anécdota que cuenta esta mini serie ya la hemos visto en muchos
sitios, pero Carlos la sazona a su placer, imponiendo un ritmo narrativo endiablado al contenido,
enriqueciendo unas meras indicaciones de guión y dando un empaque mítico al héroe y diabólico al villano.

El look de Mountjoy y su capacidad de mezclarse con otros cuerpos, impensable en los comics
hace tan sólo una década, son producto de la capacidad de exploración de Carlos Pacheco.
Concebido originalmente como una especie de ocupador de cuerpos al estilo del Deadman de la
Distinguida Competencia, la habilidad plástica del dibujante lo convierte, y él incluso lo
reconoce con el guiño del tercer número, en una versión en carne del T-1000 de la saga de
 Terminator, terrorífico y a la vez atrayente.

Con Pacheco, Tormenta es atractiva a su pesar: no necesita poses ni contrapicados incómodos
para realzar su magnetismo sexual y su belleza. Los cabellos del lestatsiano Mountjoy podrían
rivalizar con la capa de cierto Hombre Murciélago. Atención a los detalles que estallan en todas
las páginas: Salva Larroca paseando ante Tormenta y Bishop; los títulos de los vídeos que preludian cuál va a ser el destino de la víctima de Mountjoy y asumiendo una función que en el cine desempeñaría la banda sonora; Júbilo viendo en la tele El silencio de los corderos; el patoso y gordinflón sargento de Cosas de Casa ascendido a capitán de comisaría; los skinheads nazis con su camiseta de apoyo al líder ultraderechista americano obligando al guionista a hacer mención a la huelga de la Liga de Béisbol por no quedarse atrás ante la lección continua de crónica de la realidad actual que le va dando en todas las páginas el dibujante; la humorada de situar una imposible Virgen del Rocío en el salpicadero del coche patrulla. O la espectacular escena en el metro, donde entre mensajes cruzados con el entintador Cam Smith veremos un cartel de cine que anuncia una ficticia película coprotagonizada por Jean-Claude Van Damme y Bob Diamond, el rubio actor y miembro de los Hijos del Tigre, mientras que los otros tres componentes del olvidado grupo de artes marciales se contentarán con garabatear sus nombres en las paredes, junto con unos inequívocos «Lex» y «Donner» (¿recuerdan dónde tenía su refugio Luthor en la primera película de Superman? exactamente), o el chiste privado entre el Ultramarine británico y mi apellido, recuerdo de nuestro pase por Marvel UK y una tarde de risas y nieve en Cambridge.

Pacheco intuye que el futuro del personaje es lo que resulta realmente interesante: ese posible Cíclope cegado, el mundo apocalíptico que tendríamos que conocer ya de una vez por todas, la canción de Neal Young dando nombre a un parque destrozado. Con él, New York vuelve a ser New York, el centro del universo Marvel. Los monumentos y parques serán reconocibles. Lejos de los subterráneos metálicos, saborearemos el feeling de la ciudad y de sus gentes, incluso la suciedad y la escoria encarnadas sabiamente en el vagabundo borracho.

Pacheco no se conforma con ilustrar una historia ajena. Le da la vuelta, la hace suya, hasta
robarla. En manos de otro dibujante, esta alargada persecución de cuatro números sería una
anécdota más, intrascendente en el complicado ir y venir de los mutantes. En las manos
y el cerebro de Carlos Pacheco, es historia.

Sólo nos resta por ver (y los que siempre hemos querido ser su Paul McCartney ya hemos
perdido la esperanza, por lo menos en la parte que nos toca) a Carlos Pacheco desplegando todo
su enorme caudal creativo en los argumentos de una historieta. Hasta el momento, Pacheco no
ha mostrado todavía que su bagaje no sólo se reduce a dibujar como nadie.

El es un creador nato.

Ya lo he dicho en otras partes. Quizá, por su forma de entender y plasmar la historieta, Pacheco
sea el final de un camino, el último Neanderthal. Ojalá que se convierta en el primer
Cromagnon, el Moisés hacia una nueva Edad de Oro prometida y deseada, tan necesaria. En
cualquier caso, con menos de dos años de carrera en los lápices, Carlos Pacheco es ya el mejor
dibujante de comic-books del momento.

Rafael Marín Febrero, 1995. Cádiz












BISHOP/ Huida del Mañana, Colección One Shot nº7, una publicación de Planeta DeAgostini, año 1995