Hay amores que matan. El cine está lleno de casos. El director de Crimen Ferpecto habla de su relación fetichista con el gran maestro del suspense.
Resulta difícil hablar de mi relación con Hitchcock, de la misma manera que me resulta complicado hablar de mi madre, de mis creencias religiosas, o de mi mejor amigo. Incluso me cuesta mucho hablar de esa rubia estupenda del casting que tanto me pone, con esas curvas, Dios, y a la que nunca tendré acceso, acceso carnal, se entiende. Pero antes de comenzar mi desordenado discurso por el intrincadísmo sendero de las sucias obsesiones que compartimos Hitchcock y yo, considero pertinente advertir al lector que mi parecido físico con el director británico no es producto de una desorbitada admiración o de un mimetismo fanático adolescente. No, no soy gordo porque él lo era, pero sí es posible que mi obesidad temprana como la suya, se deba a razones semejantes. Sospecho que bajo estos kilos de grasa que me acompañan a todas partes se oculta una larva de ansiedad incombustible, un insecto alienígena que me empuja sobre la realidad con una fuerza asombrosa, una energía que, inequívocamente, golpearía mi cuerpo una y otra vez contra los objetos y las personas, como una especia de torbellino infernal, hasta matarme. Mi organismo, por un afán de pura supervivencia, necesita frenar este impulso primigenio, entorpecer los estertores de esa larva imparable, y por eso engorda hasta la desmesura, creando un colchón blando a mi alrededor que de defiende del mundo real, áspera y punzante. Gracias a mi obesidad soy una persona socialmente aceptada, integrada en el sistema. Perezco incluso normal, si me apuras. Si adelgazase me dedicaría a la extorsión, al narcotráfico, al canibalismo. Se descubriría mi verdadero talante asesino: sería un peligro social.
El cine, tanto en el caso de Hitchcock como en el mío, ejerce sobre nuestras almas torturadas un curioso efecto balsámico. Nos hace engordar y apacigua nuestras mentes. Este negocio me permite mantenerme dentro de la legalidad. Sin el cine, yo no soñaría con crímenes perfectos, ni siquiera ferpectos. Yo cometería crímenes, sencillamente. La rabia y el dolor que genera frenar día a día ese monstruo interior que nos abrasa, puede vehicularse de manera pacífica a través de la tragedia, y darle un sabor deliciosamente amargo a la comedia. Es una especie de venganza, un placer obsceno: inyectar veneno sin que lo noten nuestras madres, el profesor del colegio, o el crítico del periódico. En Hitchcock está ahí, esa rabia, cuando Joseph Cotten, el tío Charlie, ese bonachón sinvergüenza, le escupe a Teresa Wright su manera de ver la vida: "El mundo es una inmundicia... Si derribasen las fachadas de las casas, sólo descubriríamos cerdos". Claro, eso relaja. Hitckcock, como el asesino después del crimen, siente una profunda plenitud cuando consigue que su identidad pase desapercibida, y la gente no sospecha nada. Su delito, construir un mundo de imágenes perfectas. Superar la realidad, ordenarla, sublimarla. Sí, su larva descansa. Por eso es terriblemente generoso con el público, por eso se disfraza de gordito simpático, y de alguna manera llega a serlo; porque su larva duerme, saciada al final de cada proyección. Hitchcock siempre será, para el no iniciado, el mago del suspense, alguien frívolo y comercial, un director para y por el público. ¿Hay algo más sublime? Por otro lado, algunos disfrutamos de su lado oscuro, del genio tras el genio, de lo que se esconde bajo el velo superficial de sus deliciosos thrillers, descendiendo poco a poco al fondo de la espiral, como decía el certero hermeneuta, José María Latorre. Ser un secreto dentro de un secreto. Más que mago, Hitchcock es un druida, un alquimista, el máximo hierofante de un misterio al que se accede a través de un viaje inciático, un camino tortuoso en el que el ayuno y la vigilia son fundamentales. Hay que olvidarse del estúpido sueño de querer ser importante para los estúpidos, y abandonar para siempre el sueño de lo serio. La seriedad es un paraíso de idiotas. Lo políticamente correcto, lo comprometido, lo socialmente relevante, no deja de ser una meta pobre, insustancial, dispensadora de premios y halagos de progres patéticos y señoras emperifolladas. William Wyler se los llevaba todos, claro. Hitchcock nunca rodó ese subgénero prestigioso, "el cine de festival", y nunca ganó un Oscar. ¿Creen que eso le importó alguna vez? Pues sí, porque era malo y envidioso, como cuenta Spoto en su libro. Pero no lo suficiente como para cambiar su destino. La Gran Obra consiste exactamente en lo contrario. Crear un bombón relleno de cianuro que se venda en todas las pastelerías del mundo... Intoxicar con su perfección el nauseabundo mundo real.
COMIDA, SEXO Y SUEÑO
Si te falta uno, siempre está el otro. Como vasos comunicantes, se compensan entre sí. Pero dejemos este jardín de digresiones metafísicas. Hitchcock y yo estamos gordos porque no movemos el culo de la silla. Decían que Hitchcock se dormía durante el rodaje de Family Plot. ¿Quién no se duerme después de una copiosa comida, aturdido por el sol a las cuatro de la tarde? Ya tenemos otro punto en común. A partir de aquí, los senderos se bifurcan. Hitchcock se diluye como un cometa en el cielo estrellado, y yo soy un espectador de su inalcanzable trayectoria. Sólo soy un observador asomado a un abismo que se desborda, como apuntaba el genial Eugenio Trías. Ese abismo que girando como un tornillo se hunde en un ojo, un ojo que, a su vez, termina mirando fuera de cuadro. No puedo ni debo hablar de sus películas. Eso es trabajo de otros. Sólo puedo recordar sensaciones; sobre todo, la belleza de los planos. Pero, ¿es Hitchcock exclusivamente un director formal, como algunos aseguran apresuradamente? Evidentemente, no. Su enigma es más profundo. Hay una postura ante el mundo, una posición incómoda, brutal en algunos casos, cínica, terroríficamente sarcástica, amarga, malsana, y sobre todo, enormemente divertida. Me interesa todo, desde el cine británico, con esa viejecilla desaparecida en el tren, su etapa Selznick, donde afianza su carácter y la fuerza de su cámara, hasta el apogeo, en los cincuenta. Si me obligaran a elegir una película entre todas las que he visto, una de las finalistas sería, sin duda, Con la muerte en los talones. Jamás he disfrutado tanto en un cine. George Kaplan. Roger Thornhill... Nombres que perdurarán en mi memoria para siempre. Después, el excelso ocaso: Topaz, ininteligible, opaca, misteriosa, alucinante, Frenesí, desagradable, incluso repugnante, perfecta en su maldad, impecable...
¿Cómo soportar la densidad de Vértigo? Huyendo en su interior. He visto esa película demasiadas veces, demasiadas para conocer su número. Durante semanas fui una y otra vez a aquella sala y asistí al ritual. En silencio, aquellas imágenes de otro mundo llenaban mi cabeza hasta asfixiarla. Nunca he sentido una sensación semejante. No podía asumir tanta información. Pensé en irme sólo tras los títulos de crédito. Ya bastaba, ya era suficiente. Necesitaba tiempo para reflexionar, para pensar con calma. ¡Oh, Señor yo no soy digno de que entres en mi cabeza, pero sólo un fotograma tuyo bastará para sanarme! Hay una atmósfera inhumana, en la misma imagen, que la hace particularmente cautivadora, casi hipnótica. Creo que es la única película en la que el espectador penetra en un mundo de sensaciones similar al de los sueños. Viendo Vértigo, el alma se sumerge en un líquido denso como el mercurio, traslúcido, porque no llega a ser transparente, pero de la luminosidad asombrosa... ¿Qué se oculta bajo el turbio océano? Trías estableció una serie de conexiones imprescindibles para esclarecer ese sueño hipnótico: La unión indisoluble de lo Bello con lo Siniestro, Hoffman y sus autómatas. ¿Es posible amar? Sí, a un fantasma, a una idea. Pero yo no quiero que sea ideal, necesito que sea real. Entonces enloquecerás y lo destruirás. Frankenstein enamorado de su monstruo... ¿Qué hago? ¡Qué pretendo? ¿Explicarlo? No, por Dios. Sólo puedo sentirlo. Es mejor que abandone, en serio. Me estoy poniendo lírico. Parezco un crítico y, desgraciadamente, no soy más que un pobre hombre metido en una tremenda historia, como sus protagonistas. Como Scottie en Vértigo, intento patéticamente recordar algo que soñé una vez, y mis estúpidas manazas sólo saben darle vida durante unos segundos antes de que desaparezca, hecho añicos, entre mis dedos.
ClubCultura #4 Otoño 2004
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