El faro del fin del mundo / Jacinto Antón
Fui a ver Sirat a los cines Verdi, dudando hasta el último momento si meterme en la proyección del filme de Oliver Laxe, o, como me pedía el cuerpo, en la de Jurassic World: el renacer, o en F1, la película. Me habían hablado tanto de la dureza de Sirat, de lo mal que se pasa y de esas escenas ya legendarias que nadie te quiere desvelar pero que te advierten que te dejan hecho polvo, que me hacía casi irresistible la tentación de ver a Scarlett Johansson con un T. Rex. Finalmente, fiel al deber, entré a Sirat como quien entra al tren de la bruja y decidido a salirme en cuanto la cosa se pusiera demasiado chunga, opción que ha tomado algunos conocidos.
He de decir que a mí desde el principio, aunque no me llegaba la camisa al cuerpo, me atrapó la película: las imágenes de las manos colocando los altavoces, la panorámica de la gente bailando en la arena, la música, me parecieron sensacionales. A ver, los raveros de Sirat no son la gente con la que yo iría al Sónar, pero me resultaron simpáticos, así que por ahí no iba a venir al estropicio emocional.
Llegó, claro, en las montañas marroquíes, y luego, de nuevo, Sirat dejó a la sala en un enmudecido espanto con la escena que da un nuevo sentido a los conceptos de trance y de baile explosivo. Cuando se encendieron las luces, estudié las caras de otras personas presentes en el cine, entre ellos el actor Lluís Homar, la editora Anik Lapointe y el cocinero Isma Prados y pensé que si yo tenía la misma expresión ya podía pegarme un lingotazo de coñac o de Agua del Carmen, Homar -que anda enfrascado en los ensayos de Memorias de Adriano, donde encarna al sosegado emperador del animula, vagula, blandula (nada más distinto)- no se podía levantar de la butaca de la impresión. "Hay que verla", repetía como un boxeador sonado, "hay que verla". Una semana después se lo encontró el director Xavier Albertí y seguía diciendo lo mismo. Yo no paro de enredarme en conversaciones sobre Sirat en las cuales hago igual que todos, decir "¡que fuerte!", advertir del batacazo emocional y hasta existencial que te pega la peli (sin hacer espóiler) y recomendar no verla si eres demasiado sensible y a la vez sostener que nadie debería dejar de verla, oye: con lo cual los que te escuchan quedan muy confusos.
En fin, valga este largo preámbulo para traer a colación otros momentos en el cine que nos han producido impactos similares a los de Sirat, momentos desazonadores, turbadores, de dolor de barriga. Esta es, claro, una selección personal. (a cada uno le vendrán a la cabeza los suyos).
Dejando de lado la muerte de la madre de Bambi hay que referirse a la violación de Bobby (Ned Beatty) en Deliverance (1972), de John Bormann. En Tarantino hay varias escenas de ese calibre: el baile con la navaja de Mr. Blonde (el recientemente desaparecido Michael Madsen) en Revervoir Dogs (1992), por ejemplo. Tenemos asimismo el momento culminante de El cazador (1978), de Michael Cimino en que los dos amigos Michael (Robert de Niro) y Nick (Christopher Walken) juegan a la ruleta rusa en un tugurio de Saigón: la implacabilidad del destino en el rostro de Nick en el último disparo y la desesperación de Michael tratando inútilmente de restañar la sangre que brota en el agujero en la sien. Para situaciones inolvidables por la casi insoportable conmoción que provocan también la de Salvar al soldado Ryan de la lucha cuerpo a cuerpo entre el soldado judío Mellish (Adam Goldberg) y un alemán que acaba hundiéndole progresivamente la bayoneta en el torso de una manera casi tierna e íntima mientras le musita suavemente para que se deje morir: durísimo. Imborrable de igual manera la escena en que se rompe definitivamente el recluta Patoso (Vincent D´Onofrio) en los lavabos en La Chaqueta metálica (Stanley Kubrick, 1987).
Otra escena que cuesta arrancarse de la cabeza es la de La decisión de Sophie (1982, Alan J. Pakula) en el que la protagonista (Meryl Streep) se ve obligada a elegir frente al infame doctor Mengele entre su hijo o su hija; finalmente es la niña la que se va a las cámaras de gas.
Hay tantos momentos perturbadores que nos han dejado para el arrastre emocional: el devastador final de Seven (1995, David Fincher), la decapitación de Ned Stark (Sean Bean) en Juego de tronos. También en teatro ha habido alguna escena demoledora: es el caso de los cinco minutos atroces de Purgatorio, de Romeo Castellucci, en los que el escenario permanece vacío mientras fuera de escena un padre abusa de su hijo. Para volver a casa abierto en canal. ¡No dejen de ver Sirat!, creo.
El Pais. Cultura. Sábado 12 de julio de 2025
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