El otro día estuve en la bella Lisboa, cenando en un restaurante en donde se cantaban fados. El fado, ya se sabe, es una música urbana, doliente y nostálgica. Los humanos, que somos sobre todo seres memoriosos y que basamos nuestra identidad en nuestros recuerdos (si tú quieres explicarle quién eres a un desconocido, normalmente le harás un breve recuento de tu vida), tenemos muy diversas formas de recordar. La nostalgia es la memoria impregnada por el sentimiento agudo de la pérdida, una memoria consciente del tiempo que se fue.
Pero hay un curioso tipo de nostalgia que a mi me fascina especialmente, y es aquella que se siente por algo que uno no ha vivido. Una nostalgia de algo desconocido, de mundos que nunca podremos perder porque ni siquiera los hemos tenido.
Mi padre era torero profesional. Trabajó durante décadas como banderillero, y solía viajar a Portugal y al sur de Francia para torear en los países vecinos. Los fados le encantaban, y cuando hablaba de Lisboa apenas si decía nada: sólo que era una ciudad maravillosa. Y se le dibujaba en la cara una pequeña sonrisa soñadora, como quien contempla en su interior un paisaje secreto y formidable. Le imagino, de joven y torero, quemando la noche lisboeta con los compañeros de la cuadrilla.
Le imagino teniendo aventuras, siendo libre, viendo amanecer en algún garito del barrio de Alfama con toda su existencia por delante. Como es natural, todo este paisaje de la vida nocturna, de la vida intensa y agitada, no lo tenía tan claro en mi infancia como lo tengo ahora. Pero, aun así, de niña fui capaz de extraer de todo eso lo fundamental, a saber, esa sensación de un mundo vasto y hondo, ilimitado, de una vida plena, distinta y turbadora. En la soñadora nostalgia de mi padre, en los fados que tarareaba malamente (cantaba fatal), aprendí, sin apenas palabras, la añoranza del esplendor perdido. Y este descubrimiento, esta lección, se me quedó unida para siempre a Lisboa y los fados, a una ciudad en la que nunca había estado y a una música que apenas si había oído.
Los humanos construimos nuestro conocimiento de la vida de la propia experiencia, pero también de la experiencia de los otros. De los libros, de las películas, de los cuentos que nos han contado para dormir cuando éramos pequeños. De los relatos de nuestros amigos y, sobre todo, del mensaje de nuestros mayores. Todos recibimos, en nuestra niñez, el regalo (o la carga) de la visión del mundo que poseen los adultos que nos rodean; todos somos depositarios de su pequeño bagaje de mitos y emociones. Nuestro imaginario se construye sobre sus leyendas personales. Nadie empieza su vida desde cero: nuestra memoria es una continuación de la memoria de nuestros abuelos y nuestros padres.
Y con esto no quiero decir que conozcamos la biografía de nuestros familiares, que sepamos más o menos cómo han sido sus vidas, sino que parte de los sentimientos que ellos sintieron los hemos asumido como propios. Como si pudiéramos rememorarlos personalmente. Por ejemplo, cuando escucho la música de las grandes orquestas de los años cuarenta, como la de Glenn Miller, inmediatamente imagino, o más bien "recuerdo", una sala de fiestas madrileña, una noche de sábado en nuestra posguerra, parejas bailando todas muy arregladas, los hombres con corbata, las mujeres con trajes ajustados y los lóbulos de las orejas perfumados. Y entre ellos están mis padres veinteañeros, intentando, como todos los demás, volver a recuperar el gusto por la vida tras el horror de la contienda civil. Estoy segura de que nadie me contó nunca esa escena; por lo menos, no me la contaron con palabras. Pero es como si yo hubiera estado ahí.
Hace ya muchos años que viajé a Lisboa por vez primera. He vuelto muchas veces, y en más de una ocasión he terminado en un local de fados. Tanto la ciudad como la música siguen impregnadas para mí de esa sensación primera, de esa emoción heredada. Cuando se enciende la luz roja que suelen poner los fadistas al actuar, la vida adquiere de inmediato un espesor punzante. Es esa otra vida tan bella y tan intensa que yo nunca vivi, pero que añoro tanto. •
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FOTOGRAFIA DF JORDI CAMÍ
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