miércoles, 4 de junio de 2025

El piloto que aterrizó en el corazón

 El faro del fin del mundo / Jacinto Antón

El escritor James Salter retratado en 1999 en París.

Ulf Andersen (Getty Images)

Me ha parecido que una buena forma de celebrar el centenario de James Salter (10 de junio) era leerme No guardar nada, la miscelánea de textos del escritor que reunió y publicó en 2017 su viuda Kay Eldredge Salter y que reunió y publicó en 2017 su viuda Kay Eldredge Salter y que ha editado este marzo Salamandra. Salter (Passaic, Nueva Jersey, 1925), murió en 2015 a los 90 años y su mujer se encontró con que pese a que él aconsejaba no guardar nada, lo guardaba todo y, tras su muerte, no dejaban de aparecer por su casa cajas y cajas con papeles. De ahí surgió la idea del título del libro que agrupa "lo mejor de la no ficción de Jim, artículos, ensayos y reseñas publicados individualmente [en People, Esquire, The Paris Review, The New Yorker, etcétera] pero que nunca se han recopilado en un solo volumen hasta ahora". Me leí primero los relacionados con la aviación, que fue lo que originalmente me llevó a Salter: le descubrí con su novela Los cazadores, ambientada en la lucha aérea en la guerra de Corea, donde combatió como piloto de caza a reacción (luego vinieron Cassada, que me regaló dedicada él mismo; los textos aeronáuticos de Gods of tin, y sus memorias Quemar los días).

En No guardar nada (traducción de Aurora Echevarría) hay un texto que se titula La cabeza fría: "Como piloto estuve a punto de morir dos veces, una en una espectacular accidente de entrenamiento y la segunda en combate en Corea, aunque curiosamente no a manos del enemigo. Fue el propio avión el que casi me mata. Era un F-86, un Sabre, el primer caza de ala en flecha y, en aquel momento, el mejor que teníamos". Fue empezar a leer y quedar ya subyugado de nuevo por la escritura de Salter.

Nadie -Ni Saint-Exupéry, ni Beryl Markham, ni Cecil Lewis- ha escrito sobre aviones y pilotos como Salter. Tuve el privilegio de pasar una tarde con él hablando del tema, a la que siguió una correspondencia de pequeños sobres blancos que atesoro como si fueran plumas de Ícaro. Le interesaba mucho la experiencia de mi abuelo como aviador naval, y que el nieto padeciera de miedo a volar. Desgraciadamente no pude contarle mi redención (¿pasajera?) y mi visita al portaviones USS Truman en el Golfo Pérsico durante las acciones contra el ISIS y en el curso del cual monté azarosamente en un Grumman C-2A Greyhound y en un helicóptero Seahawk (ahí o se te pasa la fobia o mueres).

En la colección póstuma de Salter aparecen otros en sus intereses como París, Aspen, la escritura y los escritores, el esquí y la escalada. Con todo, lo más interesante son los textos que aparecen bajo los epígrafes "hombre y mujeres" y "la vida" en los que Salter relata ciertos episodios amorosos de su existencia (algunos ya aparecían en Quemar los días). Con el tiempo, he pasado a interesarme más por esa parte de la escritura de Salter que, incluso, por la de los aviones. Me apasiona su disección de las relaciones sentimentales y la forma en que describe -con esa prosa tan deslumbrante de puro sobria y exacta- los vaivenes del corazón humano. Salter pasó de disfrutar de la notoriedad de héroe militar a buscar el reconocimiento social como atractivo hombre de mundo y escritor. Su necesidad de gustar y de codearse con la alta sociedad -ese universo de dinero y auto-complaciencia que le encandilaba- y las celebridades, de estar en el meollo, vamos, recuerda, además de a Scott Fitgerald y su Jay Gatsby, a Patrick Leigh Fermor, que también usó su glamour de exsoldado y aventurero y para el que, asimismo, las relaciones amorosas (y su variabilidad) eran esenciales. Robert Phelps, con el que se carteó Salter (Memorable days), lo describió como "el escritor más romántico que tenemos", y, añade el crítico Michael Dirda en el prólogo de esa correspondencia, "quizá el más erótico y desgarrador, también". Esa conjunción de explicar los brillos y los placeres del amor, esos momentos únicos de resplandor y gloria por los que merece la pena estar vivo -como nos dice Salter- con la inevitabilidad de la desilusión y la pérdida, es probablemente lo mejor del escritor.

Lo que nos lleva a Todo lo que hay, la última novela de Salter (Salamandra, traducción de Eduardo Jordá), en la que se sublima lo dicho. Está protagonizado por ese Philip Bowman que es un alter ego suyo y al que seguimos en su ascenso como editor y en el mundo social neoyorkino paralelo a sus relaciones amorosas, Vivan, Enid, Christine... Salter describe momentos cegadores de deseo ("ella temblaba como un árbol a punto de ser derribado") y otros de ruptura que cortan como el cristal: "Estaba perdiéndola y no podía evitarlo". "De repente se había convertido en una extraña. La misma pareja, la misma cama, y sin embargo, ya nada era igual".

El esplendor y la noche que se precipita para devastarnos, el amor y su desintegración; lo que hemos vivido: Salter.

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