«Al carajo la gloria, los triunfos, el dinero. Tirado cara al cielo, saborear mi pulgar».
Ikkyū Sojun
Si fundase una familia en el mundo de Juego de tronos, su lema sería «Pereza, gula, lujuria» y su escudo heráldico, una espumosa jarra de cerveza. Con estos mimbres, siempre me costó encontrar modelos de conducta adecuados, alguna personalidad histórica que pudiera adoptar como guía, faro y referencia... Hasta que cayó en mis manos un manga extraordinario, editado en cuatro tomos por Glénat, gracias al que descubrí por fin un personaje al que admirar: el monje zen medieval Ikkyū Sojun. Excéntrico, bebedor y asiduo a los burdeles, Ikkyū fue un monje mendicante atípico: experto intérprete de flauta, calígrafo y poeta destacado, autor de sumi-e (dibujos monocromáticos a tinta), protoanarquista y probable hijo ilegítimo del emperador Gokomatsu.
Ikkyū, el nombre dhármico que le fue otorgado por el maestro zen Kaso, significa literalmente «un descanso». Una pausa entre dos mundos, el efímero y flotante de las pasiones y deseos y el plácido nirvana al que aspiran los budistas. Lo que convierte a Ikkyū en un personaje memorable es su capacidad para combinar lo mejor de dos mundos: por un lado la sencillez anacoreta de un monje mendicante, por el otro el disfrute concienzudo de placeres terrenales como el alcohol, el sexo o la vagancia. Ikkyū es un personaje conocido en Japón: los niños en particular le adoran por las muchas historias que corren de su infancia, presentándolo como un crío listillo, despierto y con tendencia a tomarle el pelo a sus maestros. Ha habido varios intentos de narrar su complicada vida, pero el único realmente exitoso fue Akanbe Ikkyū, de Hisashi Sakaguchi, un tipo interesante por sí mismo.
Este magnífico autor empezó relativamente tarde a dibujar mangas, ya que pasó muchos años como animador en Mushi Productions. Allí coincidió con el legendario Osamu Tezuka, que dejó en su estilo una profunda huella. Tal vez por consejo de Tezuka, Sakaguchi dejó la animación para dedicarse plenamente al manga: se especializó en fantasía y ciencia ficción, con éxito abrumador en cuanto al dibujo y relativo en lo que respecta al argumento... Su Version, aunque notable, no deja de ser una extraña mezcla entre Akira y el technobabble informático de Ghost in the Shell. Sakaguchi acabó encontrando el campo en que se sentía más cómodo: historias plenamente realistas puntuadas con simbólicos paréntesis alucinógenos en los sueños, recuerdos o reflexiones internas de los personajes. Ikkyū sigue estos parámetros: no deja de ser un manga histórico-biográfico, pero no vacila en recurrir a pesadillas, alucinaciones e imágenes mentales surreales para romper, siempre de forma fluida y natural, la barrera entre realidad y metáfora. La parte histórica de Ikkyū es sorprendentemente detallada: he visto a lectores curtidos, capaces de navegar por los retorcidos arroyos de los larguísimos patronímicos rusos, palidecer ante las páginas de Ikkyū en que se narran los detalles de la confusa guerra de Onin.
Aunque, por supuesto, la parte más interesante es la biográfica. Los cuatro tomos en que Glénat publicó Ikkyū siguen las cuatro etapas en la vida del protagonista y de cualquier ser humano: infancia, juventud, madurez y vejez (a veces me deprime darme cuenta de que ando por la mitad del tercer tomo de mi vida, pero esa es otra historia). Siempre me ha encantado un momento particular del segundo tomo... Meditando en un bote en el lago Biwa, sumido en la más profunda oscuridad, Ikkyū oye el graznido de un cuervo. Y como es un monje japonés y no Edgar Allan Poe, alcanza en ese mismo instante el satori, la iluminación suprema, el segundo despertar, la liberación de las cadenas del pasado. Pero incluso después de llegar a la iluminación, a Ikkyū le acosan las dudas. No ha dejado de ser humano, al contrario: sigue ligado por los hilos de araña del karma, que tiran de él en mil direcciones diferentes. Por fortuna, dispone de un arma definitiva a la que la mayor parte de monjes renunciaban... En sus propias palabras:
«Tanto koante enseñará el camino,
pero no al rico
coño de muchacha
¿Cómo puede considerarse sabio un hombre que no sabe cómo tocar a una mujer? Ikkyū defendió siempre la profundización del satori a través del sexo enérgico y frecuente. En su época muchos monjes que rompían los votos de castidad acudían a los burdeles de incógnito y avergonzados: él entraba por la puerta principal con sus ropas de monje bien visibles. El sexo era un rito religioso más. Se acostó con incontables amigas y prostitutas campesinas, y su relación más profunda y duradera la vivió en los últimos años de su vida con una cantante ciega llamada Mori.
Al sentirse al borde de la muerte, en el momento en que los maestros zen se preocupaban de nombrar un sucesor o preparar su último y definitivo poema, el anciano Ikkyū se limitó a despedirse de la vida dejando unas últimas palabras sinceras y conmovedoras: «no quiero morir». En 1995 Hisashi Sakaguchi terminó la última parte de Ikkyū. Poco después, el 22 de diciembre, falleció a los cuarenta y nueve años de un inesperado infarto. Como el pobre Roberto Bolaño, murió tras terminar su obra maestra y en la cumbre de su habilidad como narra- dor... Luego vinieron los premios internacionales para Ikkyū, las publicaciones en lenguas extranjeras, las consideraciones de que hubiera sido el sucesor lógico del gran Osamu Tezuka. Tarde: Sakaguchi había terminado su descanso entre dos mundos y había puesto rumbo hacia el menos efímero de ambos.
en un mundo de sueños,
igual que un sueño.
Qué descanso, extinguirse
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