Vestidos para la aventura / Jacinto Antón
Habíamos aterrizado ya, el individuo se levantó como un resorte, abrió el compartimento encima de mí y tiró brutalmente de su pesada maleta, que me cayó directamente en la cara rompiéndome un labio. Le afeé su acción escupiendo sangre, pero el tío me miró como si pensara en rematarme y espetó: "Es que si no os apartáis para dejar salir...". Me quedé tan estupefacto que no alcancé a enfangarme en una guerra de maletazos. El violento pasajero se marchó muy deprisa y yo me quedé disfrutando de la solidaridad que despertó mi herida.
El episodio me ha hecho reflexionar sobre las aventuras que vivimos a bordo y, de manera más prosaica, en qué nos ponemos para volar. Es evidente que a mí me hubiera ido bien viajar con el casco de vuelo, lo que hubiera añadido parecido con el Von Richthofen interpretado por Carl Schell en, precisamente, Blue Max (1966), titulada aquí Las águilas azules, aunque me asemejo más al John Philip Law de Von Richthofen y Brown (1971). Yo, la verdad, siempre me equivoco en la ropa que elijo para el avión. Cuando hace calor en el aparato voy excesivamente abrigado y al contrario cuando hace frío. Es cierto que el asiento que ocupas es fundamental: tanto da lo que te pongas si te toca en medio de dos jugadores griegos de básquet como me pasó el otro día en un viaje a Atenas, donde quedé laminado y arrugado como el queso de un sandwich.
A veces veo a pasajeros que visten admirablemente para el trayecto. Ropa cómoda y a la vez elegante: ese milagro. Y además son guapos. Hay esa categoría de hombres viriles y atractivos, evidentemente muy viajados, que hasta te sonríen compasivos al verte: "Pero qué te has puesto, tío", parecen decirte. Nunca cargan más de lo necesario e invariablemente visten americanas que no se arrugan, tres cuartos entallado perfecto, abrigos progres tipo Olivier Martínez en Infiel, gabardinas que les quedan como un guante. Nunca llevan bolsas de plástico. Y jamás piden Pringles cuando pasa el carrito. Estan también esas mujeres jovenes que saben viajar solas por el mundo, a Londres, por ejemplo, y que aciertan siempre con lo que llevan, el abrigo al brazo o dispuesto con gracia infinita sobre la maleta de ruedas, bellas y seguras de sí mismas, y además se quedan fritas a los cinco minutos de despegar.
¡Qué arte saber vestir para volar! Llevo millares de aviones y sigo sin acertar, y mira que me fijo. Al menos ahora volaré con cicatrices en la boca, que ni me hacen más elegante ni viajar más cómodo, pero bueno, me dan un punto. Y algún día volveré a encontrarme al tipo de la maleta, y para eso sí que voy a estar preparado.
Revista ICON nº 124 Noviembre 2024
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