miércoles, 10 de julio de 2024

Satoshi Kon: nada más real que la fantasía

Escrito por Jose Valenzuela


Perfect Blue, 1997. Imagen: Rex Entertainment / Kotobuki Seihan Printing / Satoshi Kon.


¿Qué es la vida? Una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño:

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.

(Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño)


Una tarjeta de visita con el misterioso nombre de Paprika se transforma en el título de la película mientras arrancan los primeros compases de «Baikaiya» («Mediational Field»), de Susumu Hirasawa. La protagonista, Paprika, conduce una moto, pero, al mirar a su derecha, se funde con su propio dibujo sobre el cohete que aparece pintado en el lateral del camión que la está adelantando. El cohete sale disparado sobre la ciudad y, tras sobrevolar algunos edificios, encontramos a Paprika dentro de un anuncio expuesto sobre una fachada; ahora, en otro; luego, en la pantalla del ordenador de un trabajador que se ha quedado dormido en la oficina, pero no, está ahí, en la propia oficina, y, cuando se marcha, ya no es un ser tangible, sino una proyección con aire fantasmal que el vigilante de seguridad no percibe por los pasillos. De pronto está en la calle, chasquea los dedos y el mundo se congela mientras ella cruza entre el tráfico paralizado; ahora está zampándose una hamburguesa, unos tipos le hablan, los reflejos de su cara en diferentes cristales muestran distintas expresiones de incomodidad; sale fuera, da un salto tras un patinador y está en la camiseta del patinador, pero, cuando la cámara se aproxima a la imagen de la camiseta, esta es, en realidad, la realidad. Paprika nos mira y aparece de nuevo sobre la moto, y, a continuación, en el coche que la adelanta, y ahora no es ella, sino Atsuko Chiba, su alter ego en la vida real, si es que todavía podemos distinguir lo que es real de lo que no.

Satoshi Kon supo descifrar como pocos directores de cine lo difícil que es entender la manera en que se desdibujan las fronteras entre las distintas realidades que cohabitamos. Su particular visión nos advierte de que esos universos no son compartimentos estancos sino mundos conectados mediante transiciones tan sutiles que, al menor pestañeo, se nos escapan. Él mismo llegó a confesar que los recuerdos y los sueños tienen tanta importancia como la realidad, poniendo de manifiesto que realidad, fantasía y ficción no se organizan en sus historias según la jerarquía que nuestra razón exige, sino cumpliendo el mandato de esa sinrazón que nos lleva a transitar por espacios liminales con la naturalidad de quien cruza una puerta o se lanza por una ventana.

Dentro de esa concepción de que todo es un continuo entre nuestras múltiples vidas, Kon mostró un enorme interés por comprender cómo el ser humano es capaz de afrontar tal pluralidad de espacios: el privado y el público, la locura y la cordura, o lo imaginado y lo percibido, si es que lo que sucede en nuestra mente no es, de alguna forma, una experiencia tan real como la que somos capaces de atrapar con nuestros sentidos en la materialidad de un mundo que compartimos con los demás.

Lo interesante de su propuesta radica en que no quedó confinada al ámbito de la escritura, sino que, además, fue capaz de transmitirla en un estilo de animación que ha sido difícil de igualar y que hizo de la transición entre escenas uno de sus principales estandartes. Kon solo pudo dirigir cuatro películas (obviaremos Yumemiru Kikai [Dreaming Machine] por haber quedado inacabada), pero en todas ellas se puede identificar la forma en que el maestro era capaz de convertir el corte en transición, rompiendo la frontera formal entre espacios y momentos, y haciendo que, de ser necesario, lo real pasara a ser ficticio, y viceversa.


Primeros pasos en la animación y Opus


Nadie que conociera a Satoshi Kon en su etapa de estudiante de secundaria hubiera dudado de que aquel joven ambicioso y rebosante de talento iba a hacer grandes cosas, pero que Katsuhiro Ōtomo le contratara, solo cuatro años después de graduarse, para trabajar como diseñador de fondos de Rōjin Z (Roujin Z, 1991) probablemente sorprendiera hasta al propio Kon. Su maestro debió de quedar satisfecho con los resultados, pues, casi al mismo tiempo, le ofreció colaborar en su primera incursión en el cine de acción real con Wārudo Apātomento Horā (World Apartment Horror, 1991). No obstante, el impulso definitivo de Ōtomo para apuntalar un arranque tan vertiginoso como lleno de virtuosismo fue darle la oportunidad de guionizar una de las tres historias que compusieron la antología de ciencia ficción Memorīzu (Memories, 1995).

Kanojo no Omoide (Magnetic Rose) fue la primera pieza de animación que, a pesar de estar basada en un relato del propio Ōtomo y dirigida por Kōji Morimoto, contaba con el guion de Satoshi Kon. La historia nos adentraba, a ritmo de música clásica y hologramas, en una estación espacial abandonada que jugaba con las mentes de los protagonistas, empleando todo tipo de ilusiones construidas a partir de los recuerdos de una enigmática cantante de ópera ya fallecida. Dejando a un lado la excelente calidad técnica de esta obra de terror psicológico y las múltiples referencias al mundo ciberpunk, con esas inteligencias artificiales malvadas o el juego de siniestras realidades virtuales, la propuesta pivotaba, en todo momento, alrededor de una subyugante confusión entre realidades (recordadas, percibidas, imaginadas) que Satoshi Kon convertiría en su sello personal a lo largo de sus posteriores películas.

No hay que dejar de mencionar en este punto la importancia de Opus, el manga serializado en el que Kon trabajó desde 1995 hasta el año siguiente. En sus páginas, Kon jugaba con la historia de un mangaka que se veía arrastrado al interior de su propia creación, Resonance, una obra policíaca con componentes sobrenaturales en la que, tras la irrupción de ese dios de los personajes, los juegos entre niveles de realidad acababan, incluso, por salpicar al propio Kon. Irónicamente, la cancelación de la revista que lo publicaba, Comic Guys, obligó al autor a darle un final que solo pudo conocerse póstumamente y que, aunque estuviera incompleto y desarrollara un desenlace de lo más precipitado (las últimas páginas solo están abocetadas a lápiz), hizo que la obra abrazara aún más su espíritu metaficcional. 


Perfect Blue y la mente enferma


1997 fue, sin duda, el año que hizo despegar la carrera de Satoshi Kon, y la culpable se titula Pāfekuto Burū (Perfect Blue). Basada en la novela homónima de Yoshikazu Takeuchi, la trama de este thriller psicológico gira alrededor de Mima, una joven idol que, tras alcanzar el éxito con su grupo Cham, decide abandonar a sus compañeras para dar un paso más en su carrera y dedicarse a la interpretación, algo que no parece sentar bien a casi nadie. La primera película dirigida por Kon (antes solo había ejercido ese rol en un capítulo de la serie JoJo no Kimyō na Bōken [JoJo’s Bizarre Adventure]) nos sumerge con esa premisa en la psique de una protagonista afectada por lo que, hasta el sorprendente desenlace, no sabíamos si identificar como alucinaciones, fugas psicogénicas o el resultado de una personalidad tan retorcida que la hace jugar a ser víctima cuando tal vez sea la responsable de distintos asesinatos.

En esta película destaca, por primera vez, una edición que nos confunde de manera muy deliberada para encerrarnos en el punto de vista de Mima y, con ello, impedirnos saber en qué realidad sucede lo que la protagonista cree estar viviendo. Asistimos boquiabiertos a un peligroso juego en el que la identidad de Mima parece desintegrarse hasta lo enfermizo. Que el primer papel en televisión de la idol sea, además, el de un personaje diagnosticado de un trastorno disociativo no hace más que incrementar la sensación de desorientación en que nos movemos junto a ella, pero la clave está en la manera en la que Kon trabaja con los cortes y las transiciones entre escenas. 

Inspirado, sobre todo, por la manera en que George Roy Hill abordó la edición de Slaughterhouse-Five (1977), el director japonés hizo del match-cut su técnica favorita para sacarnos de una escena y meternos en la siguiente con la elegancia de Cortázar al convertir al personaje-lector de Continuidad de los parques en la víctima del relato que leía y que, sin saberlo, lo contenía. Kon nos recuerda de esta manera que, en situaciones extremas a nivel psicológico, no existe solución de continuidad entre lo que sentimos, hacemos, imaginamos o soñamos, y nos zambulle en la perspectiva de quien las sufre para despistarnos de la misma forma que al personaje.


Millennium Actress y un momento que son todos los momentos


Y de la oscuridad a la luz. Sennen Joyū (Millennium Actress, 2001) nacería de la petición expresa del productor Tarō Maki de repetir la fórmula de confusión entre realidades de Perfect Blue. La trama vuelve a presentar la relación entre un personaje famoso y un admirador, pero con un tono completamente distinto, mucho más amable y cálido. De hecho, los primeros compases del film no amenazaban con una narrativa compleja en cuanto a la edición, ya que la propuesta parece, por decirlo de algún modo, sencilla: cuando derriban unos antiguos estudios de cine, Genya Tachibana decide entrevistar a Chiyoko Fujiwara, una vieja estrella del cine que protagonizó muchas de sus películas. Tachibana entra en casa de la actriz acompañado de un cámara y, a partir de ahí, la complejidad estructural estalla por los aires.

La tremenda ambición de Kon lleva al extremo una edición de escenas que fusionan continuamente el presente de la entrevista con los recuerdos personales de la actriz, partiendo de su niñez (no podemos obviar, por tanto, la devastadora presencia de la Segunda Guerra Mundial) y recogiendo sus distintas interpretaciones en películas que discurren en épocas pretéritas, como la Edad Media japonesa, y en futuros inventados de la ciencia ficción. No hay manera de entender en qué realidad nos encontramos a no ser que pulsemos el botón de pausa para interrumpir el relato, cuyo hilo conductor es la búsqueda de la persona amada a través del sugerente símbolo de una llave. La metalepsis es tan abrumadora en este ejercicio de estilo del director que los propios documentalistas experimentan los cambios de tiempo y espacio como si, de hecho, estuvieran teniendo lugar, vistiéndose con los ropajes de cada época, montando a caballo cuando la situación lo exige o esquivando flechas para no morir ante los acontecimientos que narra Chiyoko, en lo que parece un inesperado canto de cisne de la anciana actriz.

El desembarco de Millennium Actress en distintos festivales internacionales de cine acabó por consolidar la figura de Satoshi Kon en todo el mundo como uno de los maestros en esto de mezclar realidad y fantasía. Sin embargo, con todo a su favor para seguir trabajando en esa línea, dio un inesperado giro hacia una narrativa completamente alejada de lo experimental con Tōkyō Goddofāzāzu (Tokyo Godfathers, 2003). La película, imposible de ver sin recordar los 3 Godfathers (1948), de John Ford (Kon confesó en más de una ocasión que Ford, Kurosawa, Ishirō Honda y Hitchcock lo definieron como cineasta), presenta a tres personajes marginales de Tokio como improvisados cuidadores de un bebé que había sido abandonado en la basura. Se trata de una obra, sin duda notable en cuanto a la animación empleada, mucho más hiperbólica a la hora de liberar a los personajes del realismo gráfico de las piezas precedentes, pero sus seguidores no echábamos de menos una seña de identidad, que no tardaría demasiado en explotar en forma de serie.


Paranoia Agent y el patio de recreo de Satoshi Kon


Una nueva muestra de la desbordante mente de Kon fue la decisión de producir Mōsō Dairinin (Paranoia Agent, 2004). Tras haber dirigido sus anteriores películas, el creador sentía que demasiadas ideas se habían quedado en el tintero, pero no eran lo suficientemente profundas como para dar luz a una película completa. De ahí surgieron estos trece capítulos en los que, a partir de la aparición del misterioso Chico del Bate, que ataca a quienes se ven superados por sus problemas, Kon nos habla de una sociedad incapaz de gestionar sus emociones hasta el punto de dotarlas de materialidad y, con ello, mezclar hasta el absurdo todas esas capas de realidad de las que venimos hablando a lo largo de su filmografía. Solo con ver los surrealistas títulos de crédito, de nuevo acompañados de la música de Susumu Hirasawa y esa especie de canto tirolés psicotrópico, podíamos sospechar el grado de locura que nos acompañaría a lo largo de esta obra inclasificable.

La serie es un despiporre de eclecticismo en el que algunos capítulos apenas están conectados con el resto por la presencia de ese joven vándalo que, irónicamente, libera a sus víctimas mediante la receta de un golpetazo en la cabeza con un objeto contundente. Sin embargo, logra unir de forma sublime los pocos elementos que aparecen de manera recurrente (los detectives inicialmente encargados del caso; la artista creadora de Maromi que, no por coincidencia, es la primera víctima; el periodista de nula ética profesional, o el propio Chico del Bate) para narrar un final que es un homenaje al género clásico de «vamos-a-morir-todos-a-manos-de-un-monstruo» tan arraigado en la sociedad japonesa.



Paprika, 2006. Fotografía: Madhouse / Sony.

Paprika y cuando los sueños, sueños (no solo) son


La purificación creativa que debió de sentir Kon tras haber volcado todas sus ideas pendientes en esa hermosa locura llamada Paranoia Agent le permitió volver a centrarse en un proyecto cinematográfico de larga envergadura. Tendría que ser Paprika (2006), la última película completada por Satoshi Kon, la que mejor resumiera todos los elementos que caracterizan su estilo. Basada en la novela homónima de Yasutaka Tsutsui, la historia trata sobre un innovador dispositivo que permite a un equipo de terapeutas navegar por los sueños de sus pacientes. Los dispositivos son robados y alguien los emplea para demoler las fronteras entre la realidad y los sueños de los protagonistas.

Si la novela ya jugaba con conceptos como el subconsciente (Tsutsui se especializó en el psicoanálisis durante su juventud), la película lleva a otro nivel tanto la representación del tránsito entre realidades como la transmutación física de unos personajes que, como en el caso de la protagonista, alternan personalidades contenidas en el mundo real con otras mucho más desmelenadas en el espacio onírico. Todo acompañado por un derroche de imaginería visual que amenaza con contagiarnos la locura que transcurre en cada escena si es que somos capaces de identificar dónde acaba una y dónde empieza la siguiente.

Podemos hacernos una idea del grado de obsesión desarrollado por Kon en la realización de esta obra si pensamos en que dedicó prácticamente un año y medio a elaborar su storyboard: 614 páginas de dibujos que, en total, describen 1046 planos, distribuidos en vertical, precisamente, para conocer al detalle cada una de sus conocidas transiciones. La fluidez con que pasamos del mundo real al soñado y, de ahí, a una película dentro de la película, y, de ahí, a no sé cuántos otros niveles ontológicos que me dejo por el camino es apabullante. El estreno de Paprika en los cines demostró que Kon se encontraba en su mejor momento creativo, sin embargo, sin saberlo, estábamos asistiendo a los últimos destellos de la magia de este genio de la animación.

Satoshi Kon falleció a los cuarenta y seis años, cuatro años después del estreno de Paprika. Un cáncer de páncreas interrumpió la producción de Dreaming Machine, y el director se vio obligado a retirarse para pasar los últimos meses de vida en compañía de su familia. Aún tuvo tiempo de despedirse del mundo con un emotivo mensaje en su blog pocos días antes de su fallecimiento. Con aquel gesto trataba de poner un cierre sólido a su paso por este mundo, pero no pudo evitar hablar de su última obra inacabada y del equipo que nunca podría finalizarla, pues cada uno de sus múltiples aspectos solo podía ser entendido por Satoshi Kon. Por respeto a su creador, Dreaming Machine permanecería para siempre en el limbo, lo que, tratándose del maestro de la liminalidad, no parece un mal final.


Jot Down






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