Mi hijo dibuja para explorar sus miedos y huir de la depresión
Esta es la historia de Arturo, mi hijo, y de su personaje Square, de lo difícil que es intentar hacer reír cuando has olvidado para qué, y de reencontrarle el sentido a todo jugando a ser un cruce entre Jeff Kinney y Riad Sattouf
LAURA FERNÁNDEZ
22 JUN 2024
La depresión adolescente es aún invisible, por innombrada e impensable, y a veces dibujar, eso que hacías de niño para intentar encajar en el mundo, te saca, lejos de casa, en mitad de un viaje de fin de curso, del agujero. Esta es la historia de Arturo, mi hijo, y de su personaje Square, de lo difícil que es intentar hacer reír cuando has olvidado para qué, y de reencontrarle el sentido a todo jugando a ser un cruce entre Jeff Kinney y Riad Sattouf.
La libreta es sólo una libreta Miquelrius, la clásica libreta de tapa dura en la que Roberto Bolaño solía escribir, y a la que solía llamar Stella Maris, cada vez, en honor al campin en el que trabajaba, Estrella de Mar. Una miquelrius diminuta, de bolsillo, que el chaval, un chaval de 15 años al borde de los 16, antidepresivos y calmantes en la maleta, usa para documentar su viaje de fin de curso y, de paso, no estar en ningún lugar, y estar en todos a la vez. Porque, a través de esa libreta, dice, está volviendo a ser niño, y, a la vez, está extendiéndose hacia el futuro, un futuro en el que hasta hace un mes no creía y al que se veía perteneciendo porque, simplemente, no sentía que encajase. Que fuese como los demás. ¿Y en qué consiste encajar, le pregunto? ¿En qué ser como los demás?
Existen muchos demás, le digo. Hay demás como Ibáñez, y Riad Sattouf, como Charles Schulz, Liniers, Calpurnio y Sarah Andersen. Arturo se mudó, siendo niño, a las viñetas de Ibáñez y Calpurnio. Se instaló en ellas como quien se instala en un lugar mejor, el único posible desde el que observar el mundo a salvo, y, de alguna forma, intervenir en él. Porque, como cualquiera llamado a ser dibujante, Arturo primero leyó, ansiosa y obsesivamente -no sólo esas viñetas, sino también los Cuentos de los hermanos Grimm, una única novela de Jules Verne, y las dos Alicias de Lewis Carroll- al menos una decena de veces, y luego, me cuenta, trató de ordenar todo lo que le ocurría, siempre desde el deseo de que todo fuese distinto, mejor, desde las suyas propias.
Eran viñetas de agentes secretos, dice. Pero no tenían ningún sentido, dice también. La manera en que su cerebro neuroatípico ha destilado la narrativa a través de las viñetas podría considerarse una especie de milagro. Que alguien con un trastorno del espectro autista que le impide resumir lo que le ha ocurrido en un día sea capaz de captar lo que importa de una situación ficticia hasta comprimirla en una tira cómica que, además, como en cualquier escena imaginada por Larry David para Seinfield, tenga a la vez un sentido de incomprensión del mundo, y de absoluta puesta en evidencia de su absurdo, es, sí, una especie de milagro. Y uno al que Arturo llegó tratando de escapar. Pero no entre todos los demás, como él cree, sino entre esos otros demás que lo hicieron antes que él.
Dice Alejandro Zambra que uno escribe para pertenecer, y en ese escribe cabe también un dibuja, porque ese escribe es un crea. Uno crea para formar parte de algo cuando siente que no lo hace. Arturo creó a su personaje, Square -un cuadrado con un sombrero en forma de triángulo "y los pies y las manos de Cuttlas", dice, el famoso vaquero de Calpurnio-, "un día de invierno, tenía 11 años, estaba en el patio, acababa de terminar el colegio". Square era él, dice. Él, en otro lugar, uno en el que todo iría siempre bien. Por entonces aún se empeñaba en tratar de desarrollar argumentos. Se dio cuenta de que no iba a poder hacerlo después de participar en un taller de cómic en una biblioteca. Pero podía probar con situaciones cerradas. Con tiras cómicas. Y eso fue lo que hizo.
Con el tiempo, y la relectura constante, aún obsesiva, de Ibáñez, Calpurnio, Liniers y Charles Schulz -que se incorporaron a esos 11 años y todo son páginas dobladas, ideas que siempre le llevan a otras ideas y a las que vuelve todo el rato en sus recopilatorios-, Square se ha convertido en eso que le permite desencriptar el mundo, o hacerlo más habitable, en algún sentido amable, suyo. Cuando Square desaparece, desaparece también él, de alguna forma, y hasta que se subió a ese avión, con destino a Praga, hacía demasiado que nada, ni siquiera ese cuadrado con su propio villano -Trivillan, un triángulo con sombrero cuadrado, "todo aquello que no me gusta o me da miedo de lo que soy", dice-, eso que era él mismo, tenía mucho sentido. La depresión adolescente es aún invisible.
Lo que hay es esa miquelrius es, pues, otro tipo de milagro. Es un diario de viaje que empezó siendo un lugar seguro que ni siquiera sabía que lo era. La única razón por la que se decidió a dibujarlo -y a escribirlo, en viñetas de a veces página completa, un cruce entre Jeff Kinney y Riad Sattouf -es por tener algo que hacer cuando se acabase todos los libros, y los cómics que se había llevado. Quería estar en Praga, pero también quería estar en casa. No hay una fotografía de ese viaje en la que no aparezca dibujando. EL tamaño de la libreta que llevaba años por casa sin destino, era perfecto. Y el formato, algo nuevo para él, y algo que, dice, no repetirá hasta que no vuelva a viajar sin nosotros. Nosotros éramos el lector. Y he aquí el mejor ejemplo, el más puro, de su -nuestra- importancia.
Laura Fernández es periodista y escritora. Su último libro se titula Hay un monstruo en el lago (Debate).
El Pais. Babelia núm. 1.700. Sábado 22 de junio de 2024
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