miércoles, 20 de marzo de 2024

El conde Almásy revive en Madrid

 El faro del fin del mundo / Jacinto Antón

El explorador húngaro Lászlo Almásy, alrededor de 1931. Ullstein Bild (Getty)

El conde Almásy ha vuelto. Con todo intacto: su amor por el desierto, sus gafas de vuelo y su inextinguible anhelo de encontrar el oasis de Zerzura. Ha reaparecido almásy en el Ateneo de Madrid y en muy buena compañía. Como parte de un programa de conferencias dedicado a exploradores y aventureros del siglo XX que comparten ser una obsesión rayana en lo patológico para los conferenciantes que los han traído. Tienen en común también los cuatro personajes del ciclo no aparecer ninguno -injustificablemente en mi opinión- en el por otra parte estupendo Dictionnaire amoureux des explorateurs de Michel Le Bris (Plon, 2010), en el que, en cambio, tienen entradas, aparte de una gran cantidad de franceses, Flash Gordon, Jungle Jim, y Blake y Mortimer. Digo yo que merecerían más estar los que nos ocupan: Leo Frobenius, John Pendlebury, Byron Khun de Prorok y no hablemos ya de Almásy, el único de los cuatro que no tiene peli. A Frobenius, el Lawrence de Arabia alemán, nos lo trajo al Ateneo Rocío Da Riva; a Pendlebury, que unió a excavar en Tell el Amarna y Cnossos organizar la guerrilla cretense contra los nazis, Ángel Carlos Aguayo; y a Khun de Prorok, que excavó en Cartago y buscó las minas del rey Salomón, Jorge García Sánchez. A Almásy, claro, lo llevé yo.

O quizá debería decir lo encarné yo, dado el grado de identificación que tengo con el personaje y que supera largamente en malsana intensidad todo lo que pudieran echarle en los suyos mis compañeros de ciclo. Tanto que pude exclamarme a mitad de mi charla en un arrebato de entusiasmo "Almásy cést moi!". En mi charla, a la que acudí cargando con buena parte de mi bibliografía almasyana, incluido un librito sustraído de la biblioteca del castillo de su familia, traté de trazar el perfil de aventurero real que inspiró la novela de Michael Ondaatje El paciente inglés y la película consiguiente. Marcando las diferencias entre, por un lado, el enjuto Lászlo Ede Almásy de verdad, húsar y aviador en la Gran Guerra, piloto de pruebas de coches, audaz explorador del desierto líbico puesto luego al servicio de Rommel durante la Segunda Guerra Mundial, Cruz de Hierro de primera clase, y homosexual. Y por otro lado el atormentado (y abrasado) conde Ladislaus de Almásy novelesco y cinematográfico, el arrebatador aventurero con los rasgos en pantalla de Ralph Fiennes, enamorado de la mujer de otro; efectivamente: Katharine (Kristin Scott Thomas). Ay, Katherine. "Sus dedos rascaban la arena en mi cabello".

Pero mientras iba hablando, se me mezclaban los Almásys. El de verdad, el literario, el de celuloide de Minghella y yo mismo, que llevo tantos años tras ellos que me he fundido con los tres y hasta creo que podría pilotar un aeroplano y seguir el rastro en el Gilf Kebir. Por no hablar de tener una cita en la Cueva de los Nadadores del wadi Sora o en aquel cuarto de El Cairo para recorrer con los labios el Bósforo de Almásy. Expliqué entonces la historia de mi deslumbramiento. Que empezó al leer la novela en 1995, y que se tornó incandescencia al ver la peli en 1996. En el camino, he ido descubriendo retazos de la vida del Almásy verdadero. Y vivo mi almasianismo como un culto, una devoción y un sacerdocio ¡Hasta escribí el prologo de la edición en catalán de El paciente inglés! ("Del amor y otros desiertos"). La verdad, pensaba que lo tenía superado. Pero ha sido volver a ponerme las antiparras y el gorro de vuelo (en sentido figurado y literal), para el bolo en el Ateneo, y oye, volver a dar vueltas sobre el Mar de Arena escudriñando fogonazos entre las dunas anaranjadas. Me temo que es algo crónico.

Tras dos horas largas de hablar en un estado de intoxicación romántica, caí en la cuenta de que tenía público. Fue como salir de un sueño o una caminata por el desierto sin sombrero. Al menos la gente estaba con los ojos muy abiertos. Cené algo con Pendlebury y Khun de Prorok y me marché a las tantas sin un destino fijo (ya era muy tarde para el Ave y me había olvidado de reservar un hotel). La noche en Madrid era oscura, ancha y solitaria. Pero yo lo único que deseaba era caminar por una tierra sin mapas. Y paladear mi reencontrada pasión. "Morimos con un rico bagaje de amantes y tribus, sabores que hemos gustado, cuerpos en los que nos hemos zambullido y que hemos recorrido a nado como si fueran ríos de sabiduría, personajes a los que hemos ocultado como cuevas", recité. Y añadí en una invocación final mientras me tragaba la noche como la arena al ejército fantasma de Cambises: "Deseo que todo esto esté inscrito en mi cuerpo cuando muera".


El Pais. Cultura. Sábado 2 de marzo de 2024


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