domingo, 10 de diciembre de 2023

La mirada exterior por Jesús Cuadrado


Para aconsejar a sus lectores en torno a una adaptación cinematográfica sobre una obra de Twain, el crítico filmico Francesc Llinás (casi una firma seria, no un periomixto al uso; lo que empeora el asunto) termina su nota con el topicazo "...si quieren saber de verdad de qué va la historia de Huck Finn, vayan a una librería y compren la novela". Pero ahí no está el tema; ni viene a cuento la conseja. La adaptación es siempre una mirada exterior; un apoyarse, un conato de difundir, un abanicar lo imposible. Adaptar es volver a mirar.

Las tres inamovibles cuestiones; una en contra y dos a favor:

a) La adaptación no interesa porque desvirtúa la riqueza del original

b) La adaptación sí interesa porque ayuda a la asimilación global del original

c) La adaptación sí interesa porque plantea una mirada alternativa

Un subgénero de servicio en la historieta es la adaptación. Casi desde el inicio de nuestra industria la adaptación ha estado presente. Y mucho antes: los planos secuenciales de Junceda en Los viajes de Gulliver o en La isla del tesoro ya eran historieta comprimida. Más del cincuenta por ciento de la obra de nuestros historietistas para el mercado agencial fueron adaptaciones; o recreaciones; o extensiones. Y no eran despreciables en bloque; depende de la firma: de su honestidad o de sus ganas de engañar.




De entre los guionistas hubo de todo: grandes autores (Pedro Quesada), mediocres (Antonio A. Arias) e intermedios (Mariano Hispano). Todos adaptaron. Y otros doscientos mil escritores de otras literaturas vivieron del tema. Historiadores (Vidal Sales, Joan Llarch), novelista (Víctor Mora) o firmas todoterreno (Arizmendo, Martínez Fariñas, Sánchez Pascual); incluso algún pornógrafo (Rodríguez Lázaro). Y, a su lado, centenares de dibujantes que se arriesgaron en el imposible: que la sombrilla de Robinson Crusoe no defraudara a un Defoe resucitado; que Stevenson quedara contento con la resolución de la más que compleja escena del tonel, la manzana y la angustia del grumete Jim; que el genial Jules Verne no la emprendiera a bastonazos con cada creador que se aproximó a los mil y doce capitanes Nemo que en el mundo de la adaptación convivieron...

Dispersas en los mercadillos de lance aún sobreviven colecciones adaptadoras (o recreadoras; o extensoras) que merecen una mirada de aqueo comprensivo; y de rescate. Allí, en Historias (1955), en Adaptaciones gráficas para la juventud (1959), en Novelas clásicas (1963), en Héroes (1963), en Hombres famosos (1968), en Joyas literarias juveniles (1970); allí, en sus páginas equivocadas o no, alimenticias o casi, allí está la mitad de nuestra historieta o más. Y olvídense ustedes -y, de paso, liberen a sus niños del pecado- de recientes baleadoras como Historias para siempre (Alfaguara, 1996), porque apenas son eso: más bien son chapuzas mercadotécnicas de editores que jamás leyeron tebeos o, si los leyeron, de su recuerdo se avergüenzan en plan exministro de la cosa cultural, tal que Solana.

Ahí, en las perdidas colecciones de editoras como las ya desaparecidas Bruguera, M Rollán o Valenciana (o en las aisladas miradas de un enamorado del medio como Carlos Giménez, o del casi clandestino Antonio Calderón) están los genios y están los medianos. Mas no los basureros; de estos casi no hay.

Porque la adaptación obliga a inventar y a suplir, a ir con cuidado; a no atropellar porque sí y a no mutilar en exceso; porque te vigilan. El autor original -aquel que inventó la historia primicial- desde su nube, atisba; y el adaptador lo sabe. Lo sabe y mantiene el respeto; o guarda un temor.

En la mayoría de los casos, al menos, lo presiente.


Revista Leer nº 144 Julio-Agosto 2000


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