Tintín. Mi buen amigo Juanito Navarro -director de este engendro, no confundir con el reputado bolerista- me dice que hay que hablar de Tintín. Tenía razón, por supuesto. Por mucho que me ponga a pensar no encuentro otros personajes que reúnan ni la mitad de motivos que los recolectados a lo largo de montones de años por ese simpático enano de sempiterno tupé y pantalones de golf que empezó siendo un jefe de boy scouts para acabar convirtiéndose en un símbolo absurdo y en adalid de extrañas actitudes fácilmente encaminadas hacia la locura. Me disculpo por esta frase tan larga y paso a comentarles que uno no creía en la eficacia de un artículo semejante hasta hace escasos meses, cuando me refugié en un pequeño pueblo mallorquín con la sana intención de escribir uno de esos libros que nadie edita (probablemente porque nadie los compra una vez publicados).
El caso es que yo me hallaba encerrado en un vetusto caserón narrando mis sensaciones con respecto a los Estados Unidos -país de locos, pueden creerme- y cuando no escribía me dedicaba a dormir (¡mi actividad favorita!) a tomar copas en los bares del pueblo y a recostar mi angustia existencial por los pedruscos playeros de la zona. Fue en una discutible playa mallorquina donde conocí a Margalida. Ella se hacía llamar Marga y hablaba un curioso castellano teñido de modismos isleños. Era hermosa y rubia como la cerveza y cuando el sol se adueñaba de ella los pelitos de sus brazos brillaban de un modo capaz de enloquecer al más convencido de los misóginos. Su cuerpo mojado era capaz de hacer abandonar los hábitos al más pertinaz de los trapenses. Su conversación no era gran cosa, pero ya se sabe que no se puede pedir todo. No sabía quien era Erik Satie pero era capaz de cocinar el más exquisito lomo con tumbet al oeste del Pecos. Sin duda nuestra historia no tenía mucho futuro pero no me di cuenta hasta la noche en que nos hallábamos recostados en un sofá de mi casa escuchando "El Rayo X", una de las piezas más inspiradas de David Lindley.
Cuando el gran Lindley se aprestaba a declamar su inolvidable declaración de principios me di perfecta cuenta de que nuestro amor era imposible. "Soy alacrán pelú/ que canta en el desierto/ Cuando se va la luz/ queda no más el viento", decía el buen David mientras yo le preguntaba a la ex-dulce Marga: "¿Y qué piensas de Tintín?. "¿Rin Tin Tin?", dijo ella, "¡me encanta, y el pequeño cabo Rusty era maravilloso!". "No", dije yo, "te equivocas, me refiero a Tintín, y a Milú, y al capitán Haddock, y a la Castafiore, y al profesor Tornasol, y a Hernández y Fernández, y a Serefín Laton y a ..." Todo era inútil. Aquella pobre chica nunca había leído un mísero tebeo de Hergé. Por eso me vi obligado, muy a mi pesar, a ponerla en la calle y a decidirme a no verla nunca más.
Y me tumbé en el sofá a escuchar los "Tres fragmento en forma de pera" de Satie tratando de olvidar sus dos magníficos fragmentos en la misma forma. Así descubrí que soy un hombre de principios y que hay cosas que no puedo tolerar. Disculpo a quien no conozca Londres pero soy incapaz de comprender a alguien que no haya deseado alguna vez visitar Syldavia o Borduria y que jamás haya querido reposar sus huesos en esa magnífica mansión que se yergue en Moulinsart. "Néstor, tráigame un vaso de Loch Lomond", pude haber dicho aquella noche en Estellenchs, mientras ella corría despechada hacia su casa y yo me hundía en el recuerdo.
El recuerdo. La única salida para gente de mi calaña, para esos que jamás han disfrutado y jamás encontrarán un presente a su medida. Tumbado en ese sofá, escuchando gymnopedias y bebiendo copas de Xoriguer, pensé en Tintín y recordé, fotograma a fotograma, mi larga relación con él. La pobre Margalida había ocupado el papel de Magdalena proustiana y había hecho que mi cerebro emprendiera un largo camino mental. Remake, remodel.
En mis años mozos, los álbumes de Tintín valían noventa pesetas. Los Beatles grababan "Sgt. Pepper´s lonely hearts club band" y en París se gestaban las celebradas escaramuzas que impidieron que Pilote llegara a tiempo a la ciudad condal. Pero yo me dedicaba a leer las aventuras de mis héroes favoritos y a pasear la nariz por las olorosas hojas de los libros de Editorial Juventud. Estaba bien aquello.
La infancia era tan aburrida como resultaron serlo la adolescencia y la (digamos) adultez. Pero mientras uno pudiera refugiarse en aquellas magníficas páginas todo podía soportarse. Con el tiempo uno ha encontrado otros medios de alienarse de un modo más o menos sano, pero entonces las aventuras de Tintín y sus amigos eran el único medio razonable de escapar de la realidad. ¡Se estaba tan bien con aquel simpático borracho que usaba falsos libros para esconder botellas de Loch Lomond!¡Era tan divertido escuchar a aquel sabio loco que nunca contestaba lo que se le preguntaba!¡Se lo pasaba uno tan bien viendo a los dos zafios polizontes vestidos de negro montando el número por donde quiera que se metieran!
Y les juro que no trato de explotar la nostalgia. No soy José Luis Garci ni el cantante de los Sirex. No trato de rescatar sensaciones supuestamente válidas. Solo les cuento lo bonito que era hundirse en las satinadas y olorosas páginas de las aventuras de Tintín. Y disfrutar con aquellas traducciones inefables de Concepción Zendrera, aquella señora que hacía hablar a los personajes como si la traducción la estuviera realizando sobre la marcha nuestra propia madre.
Fueron muchos años viviendo con Tintín como para que ahora, pensaba yo cuando ya me había caído del sofá y pinchaba en el tocadiscos la más deprimente pieza del segundo álbum de "Orchestral Manoevres un the dark", venga una niña litri a decirme que no sabe quienes son mis compañeros eternos... Compañeros que dejaron de serlo por un breve lapso de tiempo, cuando Asteriz y Obelix me hicieron pensar que Tintín había pasado a la historia. ¡Lo siento, capitán Haddock! Por un momento pensé que ustedes no eran más que fantasmas de mi infancia y que ahora, en mi pre-adolescencia, había llegado el momento de entregarme a estéticas más moderna. Ignoraba yo entonces que la modernidad siempre estará de su parte -sin que por ello dude del indudable talento de los señores Goscinny y Uderzo.
La histeria Asterix se adueñó de mí durante mucho tiempo y me olvidé de los héroes de mis aventuras de infancia. De pronto el grafismo de Hergé se me antojaba tronado, pasado de moda...¡Hay que ver lo ciego que se puede ser a veces!¡Hay que ver lo desagradecido que se puede ser hacia la emoción momentáneamente olvidada!
Pero lo que tenía que pasar pasó y la adultez (?) me devolvió el amor por las criaturas hergenianas. Y volví a Tintín cuando me di cuenta de que si él y sus amigos había sido más divertidos que mi escuela y mi familia seguían siéndolo con respecto a mi trabajo y a mis pseudo novias. Afortunadamente mi reencuentro con la pasión hergeniana fue coetáneo con el que muchos dibujantes sintieron por las sensaciones abandonadas pero no olvidadas. En Francia, Tardi dibujaba las aventuras de Brindavoine y Adele Blanc-Sec, Riviere y Floc´h se daban cita en Sevenoaks y Winninger se lanzaba a la búsqueda de pirámides olvidadas. En España, Roger y Montesol me confesaban su amor por la aventura tintiniana...
Y llegábamos al revival Hergé. Y todos releíamos cien veces los álbumes temporalmente dejados de lado. Y nos dábamos cuenta de que las aventuras de Tintín estaba y estaría siempre lo mejor de nuestros peores años.
Y descubrimos de repente la modernidad de Hergé. Y nos enamoramos de su escuela: de Edgar Pierre Jacobs y Blake y Mortimer, de Bob de Moor y Barelli, de Riviere y Floc´h y Francis Albany, de Tardi y Adele Blanc-Sec, de Yves Chaland y Bob Fisk... Y nos enteramos de que todo aquello que nos fascinaba se encuadraba en una llamada "escuela franco-belga". Y supimos, de una vez por todas, lo que era la aventura hecha comic.
Tal vez lo vi claro entonces, tirado en el suelo junto al cadáver de una botella de Xoriguer y tratando de reunir las fuerzas necesarias para ascender dos pisos y cambiar la fría baldosa por el blanco colchón. E hice mi elección, sabiendo que lo mío no era la soleada playa ni, ¡ay!, la dorada niña de duras nalgas y cerebro de mosquito sino algo más enfermizo: la mesa de camilla de la que momentáneamente se han arrinconado los deberes para merendar y leer dos o tres páginas de "El cetro de Ottokar".
Tintín, alimento eterno para adolescentes igualmente eternos. Un mundo en el que todo está muy claro y al que siempre se puede volver al cabo de uno de esos inacabables paseos por el Ensanche, después de haber encontrado a alguno de esos atorrantes compañeros del colegio que se lo cruzan a uno y le informan de lo mayores que se han hecho. Mientras ellos cenan y le dan una bofetada el niño que llora demasiado alto, nosotros estaremos como siempre, pensando en viajes a Egipto o en la mujer soñada, escuchando a Ferry en el tocadiscos cantando "These foolish things" e ignorando al futuro tanto como él nos ignora a nosotros. Estaremos en Syldavia agradeciéndole a Bianca Castafiore el habernos hecho descubrir a castas divas como Caballé o la Cotrubas, bebiendo copas de Picon y, en definitiva, enloqueciendo del modo menos dramático posible. Esperando que el sastre nos traiga esos pantalones de golf que le encargamos hace unos días. Y coincidiendo con Julio Ramón Ribeyro, ese escritor peruano que en sus "Prosas apátridas" dice cosas como: "Al igual que yo, mi hijo tiene a sus autoridades, sus fuentes, sus referencias a las cuales recurre cuando quiere apoyar una afirmación o una idea. Pero si las mías son los filósofos, los novelistas o los poetas, las de mi hijo son los veinte álbumes de Tintín. En ellos todo está explicado. Si hablamos de aviones, animales, viajes interplanetarios, países lejanos o tesoros, él tiene muy a mano la cita precisa, el texto irrefutable que viene en socorro de sus opiniones. Eso es lo que se llama tener una visión, quizás falsa, del mundo, pero coherente y muchísimo más sólida que la mía, pues está inspirada en un solo libro sagrado sobre el cual aún no ha caído la maldición de la duda".
Revista Cairo nº 1
Año 1981. Barcelona
No hay comentarios:
Publicar un comentario