Carlitos Paz a su cabra Aníbal
Cuando comencé a leer tebeos, y de esto hace ya bastantes años, me resultaba francamente difícil aburrirme con cada nueva serie o personaje que llegaba a mis manos. La emoción que suponía adentrarme en nuevas aventuras acompañando a mis personajes favoritos no tenía rival en las pobres ofertas de otros medios en los que, las más de las veces y sin llegar a motivarme en gran medida, la experiencia debía ser compartida en origen. La lectura de un nuevo álbum de SPIROU, una nueva aventura de MANDRAKE o un nuevo episodio del anárquico, por su peculiar distribución, KAMANDI, me brindaron algunos de los mejores momentos de mi nada traumática infancia. Eran tiempos de fascinación.
Con el paso del tiempo, el incremento de la afición y de las posibilidades económicas, mi interés medró a la par que mis lecturas y mi colección: pero si bien los superficiales conocimientos que del tema poseía se iban, paulatinamente, acrecentando, la capacidad de asombro y disfrute mermaba de forma paralela, al tiempo que sólo de vez en cuando y en momentos muy señalados, me embargaba de nuevo esa sensación tan particular y tan bien conocida por mí que había hecho de la historieta mi gran afición.
Hoy en día encontrar algo que me dispare las cejas me parece tan improbable como que alguien baile la música del Telediario, -como se dice vulgarmente-; y así he vuelto poco a poco la vista atrás en busca del tiempo pasado, que no perdido, tratando de refugiarme en ese arma de doble filo que es la nostalgia. La nostalgia nos hace seguir leyendo series y autores que ya no son lo que eran cuando nos acercamos a ellos por primera vez, más que frecuentamos fielmente con la esperanza de que lo que fue pueda seguir siendo, negando aún así la evidencia. Por suerte todavía persisten obras que mantienen, pese a haberse desplegado en el tiempo, idéntica frescura a la de sus comienzos, arrojando de tal modo algo de luz a tan sombrío panorama.
A pesar de todo he seguido estando al día, esperando que llegue algo o alguien que me devuelva la fascinación perdida, la ansiedad de la espera de una nueva entrega o la incertidumbre de qué llegará mañana. Me he topado, casi por casualidad, en esta espera constante con algo que sin embargo apenas había tenido en cuenta: el hecho de que un autor, considerado de "vanguardia", utilizando esquemas narrativos más o menos actuales, me provoque idéntica suerte de impresiones que obras leídas por primera vez hace más de quince años. La DOOM PATROL de Grant Morrison es ante todo lúdica: Fantasía desbordada para nada gratuita; un lugar donde puede ocurrir cualquier cosa y probablemente ocurrirá. Historias donde se falsifican los distintos medios artísticos y se reinterpretan los elementos robados, haciendo de la falsificación un elemento de doble traducción, bien por el mero cariz de copia, con lo que en este particular tiene de jeribeque, bien resaltando la intencionalidad del juego que propicia el desarreglo del plagio donde sin duda el guionista consigue su sello distintivo.
Habitualmente el público al que se destinan este tipo de productos oscila en una banda que abarca de los 14-15 hasta los 24-25 años, por lo que no suele ser precepto obligado la inclusión de relaciones a otros estadios artísticos. Siendo así, el que se dé por conocido el marco referencial sobre el que se sustenta la imposible realidad de las historias, conviene al lector un mínimo bagaje que va más allá del protolenguaje de guiños que suele contentar a los "iniciados" del medio, revertiendo en el reconocimiento al lector de una mínima base intelectual que le posibilita desentramar las legítimas claves de la trama, hecho que honra al guionista.
Sentada ya la inteligente arquitectura de la serie, queda ahora por ver hasta qué punto ésta se desarrolla con eficacia. Contrariamente al curso seguido por sus congéneres, Morrison opta por la recuperación de la nostalgia; y valiéndose de la exageración, de la ingenuidad y del sentimiento cómico de la tragedia. Me explico: no es la situación en la que se hallan los personajes cómica, sino que lo que la provoca se esconde bajo este disfraz; es el desenfreno de la teórica inocencia infantil, en esta ocasión todo momento bajo vigilancia, lo que retrae el candor y la puerilidad, manteniendo intacto el sabor nostálgico. Elude, un gran acierto por su parte, la aproximación obsesiva al realismo en el género, tan en boga últimamente, debido, sobre todo, a un intento de intelectualizar este tipo de historias, error de concepto, puesto que una serie como ésta si se intenta racionalizar acaba por mostrarse francamente estúpida, a lo que Morrison opone la miscelánea de medios que efectivamente se está erigiendo como una de las alternativas más válidas entre las diversas lineas de investigación que se intentan desarrollar a través de este soporte, aunque no sea precisamente de las más populares.
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