miércoles, 12 de abril de 2017

La obsesión de Edmond Rothschild

El quinto de los "reyes" Rothschild, el barón Edmond, atesoró más de 40.000 grabados, joyas nunca vistas fuera del Louvre de París, donde se guardan. Por primera vez, 83 de estas obras se muestran en la Fundación Juan March de Madrid. Por Enric González


"Retrato de mujer joven" (1500) de Gerard David

El Baron coleccionista. El barón Edmond de Rothschild (1845-1934) llevaba el coleccionismo en sus genes. 



A ninguno de los "cinco reyes" Rothschild se le permitió olvidar jamás su origen. El viejo Meyer Amschel, el fundador de la dinastía más importante del siglo XIX, vivió hasta el fin de su vida en la misma Judenstrasse de Francfort, en el corazón de un gueto-cárcel que se cerraba todas las noches, todos los festivos y cuatro días en Semana Santa. Meyer Amschel, nacido en 1744, formaba parte de la aristocracia del gueto y estaba destinado al rábinato, pero optó por aventurarse hacia el exterior y, tras varios años como aprendiz de un banquero de Hannover, fundó una compañía de negocios que, con el tiempo, gestionó la fortuna del príncipe Guillermo de Hesse, uno de los hombres más ricos de la época. El primer Rothschild financió la reacción antinapoleónica, nutrió la maquinaria de guerra de Wellington y murió en 1812 en la Judenstrasse, poco antes de que Waterloo convirtiera a sus descendientes en dueños de la mayor banca del mundo y de una riqueza inagotable.

Los Rothschild manejaban una red de intereses planetarios. Los cinco hijos, simbolizados en las cinco flechas del blasón creado para la dinastía, se repartieron las funciones: Amschel, el mayor, siguió viviendo en Francfort, como Salomón, encargado de las gestiones diplomáticas; Nathan se estableció en Londres; James fue enviado a París y Cari asumió la oficina de Napóles. Todos, sin embargo, siguieron anclados en el gueto, donde se celebraban las bodas y reuniones familiares. Los Rothschild, que utilizaban una clave semisecreta para escribirse entre sí, no estaban dispuestos a fragmentar un patrimonio que ellos consideraban colectivo, y 16 de los 18 descendientes del fundador se casaron con primas carnales. El tesoro y los genes de Meyer Amschel quedaron en familia.

Edmond de Rothschild fue el más extraño y oscuro de los nietos. Visto desde el siglo XXI, fue también el que dejó una huella más profunda. Edmond no quiso hacer negocios. Mientras sus hermanos y primos compraban el mundo, Edmond se dedicó a comprar la historia, y a cambiarla.
Edmond James de Rothschild nació el 19 de agosto de 1845, a las diez de la noche, en un palacio cercano a París. Su padre, James, el Rothschild francés, tenía ya 53 años; su madre, Betty Salomón, 40. Todos sus hermanos eran mayores. Salomón, el más cercano, había cumplido los nueve años. Edmond, vastago imprevisto, callado, antipático, suscitó escaso interés. El padre prefería a su heredero en el negocio, el primogénito Alphonse; la madre sólo tenía ojos para Salomón. Edmond se refugió en la religión y en el silencio.






Al niño Edmond se le inculcaron los orígenes del gueto, los preceptos judaicos y la fe antirevolucionaria de la dinastía. Un comentario de su preceptor, Léopold Thibault: "Edmond es el más hermoso pequeño reaccionario que he conocido". Había nacido, sin embargo, en un entorno físico muy lejano a la Judenstrasse y a la sinagoga. El palacio de su padre había sido decorado por Henri Duponchel, un conocido director operístico, y constituía un gigantesco escenario teatral con 10 galerías espectaculares, repletas de luces y arte. Esa contradicción marcó su futuro de coleccionista al tiempo gargantuesco y místico, ilimitado, incomprensible.

Compró su primer grabado a los nueve años. A los 14 era dueño de piezas de Durero, y a los 16 manejaba una red de anticuarios e informadores que le tenía al corriente de todo lo que circulaba en el mercado del arte. Los grabados le obsesionaban. Amaba la precisión de Durero y la oscura complejidad del último Rembrandt, viudo, desengañado, refugiado en la técnica minuciosa de la impresión.

En los libros sobre la saga de los Rothschild, Edmond es descrito como un personaje marginal, tortuoso, afectado por la enfermedad de la posesión de objetos. La profesora Elizabeth Antevi sostiene, en una biografía de reciente publicación, que las ambiciones de Edmond iban mucho más allá; que su coleccionismo, fruto de los genes Rothschild, fue sólo el instrumento de un proyecto gigantesco volcado en la creación de una nueva Europa y un nuevo judaismo. En el siglo XIX, eso equivalía a cambiar radicalmente el mundo.






El gen del coleccionismo era indudable. Veamos: el primo Henry acumuló máscaras mortuorias y autógrafos; la tía Adela, libros; el tío Ferdinand y la prima Béatrice, obras de arte; la tía abuela Charlotte y su primo Arthur, anillos de matrimonio; la prima Myriam, manuscritos; el primo Alphonse, sellos, y su hermano Charles, moscas. El afán de posesión y la devoción por el detalle eran una característica familiar.

Edmond fue, simplemente, más allá. Hacia los 30 años había reunido ya el grueso de una colección que llegó a alcanzar los 40.000 grabados y 3.800 dibujos. No era un ciudadano Kane que compraba para almacenar. Edmond de Rothschild conocía perfectamente cada una de sus piezas. En su vejez, casi sin vista, hacía que le mostraran grabados y los describía de memoria: la pequeña mancha de la esquina, la nube casi imperceptible, el trazo inusualmente grueso de un perfil...









Ése era el hombre que, a los 37 años, por razones que nunca explicó del todo, concentró su inusual talento en Palestina. Mucho más tarde, en 1925, pronunció en Tel Aviv un discurso en el que quiso reflejar su testamento espiritual y habló de que "en aquella época lejana" vio por primera vez "el territorio cubierto de piedras y maleza" de la Tierra Santa, conoció el "abominable sufrimiento de las poblaciones judías del este de Europa, abrumadas por la opresión, aterrorizadas por pogromos sangrientos", y soñó con establecer cerca de Jerusalén "un centro de desarrollo del genio judío". Pesaron también, probablemente, otros factores: el impacto de la derrota francesa frente a Prusia en la guerra de 1870, la aversión al nacionalismo (lo que durante mucho tiempo le hizo asumir la condición de enemigo de los sionistas) y, sobre todo, el horror que sentía ante los matrimomos mixtos, el laicismo y la creciente integración de los judíos en las distintas culturas nacionales europeas.
La vaguedad de sus propósitos iniciales se refleja en su ambición de comprar, para añadirlo a su colección, el Muro de las Lamentaciones. Hizo hasta tres intentos por adquirirlo. El Imperio Otomano no estaba para ventas.


En los años siguientes, Edmond se dedicó a comprar Israel. En menos de dos décadas invirtió una suma equivalente a 100 millones de dólares de hoy en fincas y creó colonias judías con nativos e inmigrantes. Se empeñó en reimplantar la vid y en fabricar vino (su padre era propietario del mítico Chateau Laffite), y en cultivar plantas y frutales de las variedades más selectas; envió a Palestina las mejores razas de cabras y gallinas; tuteló sus colonias con la misma obsesión detallista que había guiado la acumulación de sus colecciones de grabados.







En 1899, las colonias seguían dependiendo de las subvenciones del barón (no soportaba que le llamaran otra cosa: barón, a secas, sin el apellido), procedentes de la caja inextinguible de la Banca Rothschild en Londres. Toda la familia estaba harta de las excentricidades religioso-palestinas de Edmond, salvo el primo londinense, que por alguna razón sentía debilidad por él y le cedía la llave de la caja fuerte. Edmond pagaba también excavaciones arqueológicas e investigaciones académicas, empeñado en reconstruir la historia de los reyes y profetas del Israel bíblico y engarzarla con la realidad de sus colonias.

Ese año, 1899, una comisión de colonos expresó su queja en un documento: "Por una excesiva devoción al proyecto de las colonias por parte de todos aquellos que participan en él, se ha llegado a establecer sobre los colonos una especie de tutela; se asumen todas sus necesidades (de los colonos) y no se considera necesario contar con sus opiniones y sus tendencias, lo que poco a poco ha reducido entre ellos la iniciativa privada". El despotismo más o menos ilustrado del barón Edmond había creado un sistema de socialismo real mucho antes de la Revolución de 1917, en el lugar donde menos podía funcionar.

El 14 de febrero de 1901, esas quejas fueron planteadas personalmente a Edmond, que efectuaba su tercer viaje a Palestina. El barón, conocido por su autoritarismo hermético, se indignó. El líder de los colonos, el filosionista Ahad Ha'ham, se indignó igualmente: "Es un escándalo que después de 20 años de esfuerzos de todas las fuerzas nacionales judías, una persona pueda decir: 'Israel soy yo, yo soy quien lo ha creado todo".

Por entonces, Edmond de Rothschild había conocido ya al periodista austríaco Theodor Herzl, el creador del sionismo. No se soportaban. Herzl era laico y nacionalista, y aspiraba a la creación de un Estado judío, en Palestina o en cualquier otro sitio (se sondeó la posibilidad de establecerlo en Uganda); Rothschild era religioso y prefería los imperios, que consideraba menos fanáticos, menos racistas y más manejables que la nación prototípica del siglo XIX. El affaire Dreyfuss, al que asistió con horror desde su palacio, y las teorías de purismo étnico que prosperaban en Francia y Alemania le habían convencido de que valía más transigir con un gran visir o un emperador otomano. Creía en la convivencia, y en todos los centros académicos que fundó (incluida la Universidad de Jerusalén) la enseñanza era bilingüe, en hebreo y árabe. En último extremo, se atenía a un principio clarividente: "Yo no quiero acabar con el judío errante creando el árabe errante", decía. Pero el hombre que compró el pasado no pudo controlar el futuro. Llegaron la I Guerra Mundial de 1914 y, en 1917, dos acontecimientos de enorme trascendencia: la revolución soviética y la Declaración Balfour. Una provocó la primera gran oleada de inmigración eslava hacia Israel; la otra, en realidad una carta dirigida a un primo de Edmond por el jefe de la diplomacia de Londres, estableció la voluntad del Imperio Británico de favorecer la creación de un "hogar judío" en Palestina. Los diplomáticos de Su Graciosa Majestad, que a través del llamado Lawrence de Arabia habían hecho miles de promesas a los árabes para que se rebelaran contra los turcos, empezaron a jugar con dos barajas. En 1919, el auténtico vencedor de la Gran Guerra, el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, cerró definitivamente el ataúd de los sueños del barón con su declaración sobre "el derecho de las nacionalidades a dirigir su propio destino", dentro de la conferencia de paz de París.


Uno de los grandes historiadores del judaismo, Walter Laqueur, opinó que el gran proyecto de Edmond de Rothschild no había sido otra cosa que "una misión filantrópica". Las aspiraciones del barón, en efecto, tuvieron que plegarse a la pujanza del sionismo nacionalista y a la agresividad de las autoridades religiosas musulmanas de Jerusalén, que descubrieron pronto que azuzar a sus feligreses contra los judíos les proporcionaba interesantes ventajas en términos políticos. El conflicto generado entonces es bien conocido: basta leer los periódicos.

Edmond de Rothschild creó la infraestructura inicial de lo que después fue el Estado de Israel. Desecó pantanos, construyó carreteras y escuelas, plantó huertos. Fue mucho más que un filántropo. Cuando murió, el 2 de noviembre de 1934, con casi 90 años, 12.000 personas (entre ellas el diputado socialista Léon Blum) asistieron al entierro en el cementerio parisiense del Pére Lachaise. Se avecinaban la tragedia del nazismo y la II Guerra Mundial.

En 1954, los restos de Edmond de Rothschild y su esposa fueron inhumados y trasladados a Israel, para reposar definitivamente entre los justos. Dos de los patriarcas del moderno Israel, Elie Krause y Ben Gurion, le rindieron homenaje: "Sin él, la Declaración Balfour no habría sido proclamada y el Estado judío, en el que vivimos hoy, no habría sido fundado". Alrededor de sus tumbas fueron depositados 42 sacos de tierra, uno por cada una de sus colonias. El gesto inspiró a Steven Spielberg el final de la película La lista de Schindler. •

La exposición 'Maestros de la invención de la colección Edmond de Rothschild del Museo del Louvre' puede verse en la Fundación Juan March de Madrid (Castelló, 77) a partir del próximo 6 de febrero.

El Pais Semanal Nº 1.426/ 25 enero de 2004


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