En la primera entrega de este lento y enrevesado divagar acerca de los cómics decía yo algo obvio; algo que ahora resultará más obvio todavía, pues lo repetiré: la necesidad de contar y de que nos cuenten historias viene de lejos, de muy lejos, está en los orígenes mismos de la humanidad.
En ese sentido intuyo -¡y cuánto me gustaría no equivocarme!-, que la característica singular, exclusiva del ser humano, es precisamente su capacidad -podríamos decir: su necesidad- de contar historias.
O, lo que es lo mismo, su capacidad -su necesidad- de articular un lenguaje -es decir, un aparato simbólico- a partir de la experiencia no verbal.
Según esa intuición por la que siento tanto apego, el primer ser humano habría sido aquel que -tal vez con una extraña mezcla de gestos y gritos- contó la primera historia. O, mejor todavía: aquel individuo que hubiera contado la primera historia -y gracias a haber¬la contado- habríase convertido en el primer ser humano. Un individuo al que llamaré Abuelo Narrador.
Puede que mi intuición resulte errónea. En cambio, es innegable que, desde aquel hipotético Abuelo primer Narrador hasta nuestros días, la humanidad se ha ido sirviendo de diferentes soportes para plasmar materialmente las narraciones tan necesarias.
En el momento en que una narración abandona su estado potencial para hacerse materia, lo hace adoptando, necesariamente, una forma.
Ese proceso de normalización es, precisamente, lo que convierte a la historia en algo capaz de ser transmitido. Transmisión que se produce, es obvio, si quien formaliza la historia y quien recibe esa forma establecen, previamente, los códigos de lectura necesarios.
¿A dónde quiero llegar?
Pues a recordar que las particularidades de los soportes gracias a los cuales una historia se materializa determinan la forma de los relatos.
Toda historia, quiero decir, dependerá del soporte material que usemos para plasmarla, para darle forma.
En la medida en que cambiar de soporte Implica cambiar de forma, implica asimismo cambiar de historia.
Lo cual, dicho sea de paso, torna inútil cualquier disputa acerca del famoso concepto de adaptación -de novela a cómic, de cómic a cine, etc. etc.-. En el marco que estamos usando, toda adaptación sería sinónimo de narrar otra -una nueva- historia.
En este punto, recuerdo que cuando hablo de Forma no me estoy refiriendo a una parte de la historia. Si hablo, por ejemplo, de la forma en cómic, no estoy pensando sólo en el dibujo, o sólo en los diálogos, o sólo en el color, o sólo en el tamaño y cantidad de páginas, o sólo en el llamado argumento, o sólo en la suma de esas partes. Invito a que consideremos un cómic como una forma compleja, exclusivamente abordable a través de una experiencia también muy compleja llamada lectura -incluya dicho cómic unos textos o no-.
Un cómic, como cualquier otra narración, está constituido tanto por elementos directamente perceptibles por los sentidos como por otros imperceptibles pero igualmente actuantes durante la lectura. Entre tales elementos esenciales de esa forma narrativa lla-mada cómic encontramos el tono, el ritmo, el punto de vista, la extensión, etc..
El abuelo narrador
Tras la aclaración, me gustaría volver a nuestro ancestro, el Abuelo primer Narrador. Un narrador de la época de las cavernas. Un narrador para quien, debido a su escaso -si lo comparamos con el nuestro-desarrollo tecnológico, el único soporte material de que disponía para formalizar un relato era... su propio cuerpo y lo que su cuerpo pudiera dar: la voz, en la gama de tonos e inflexiones que fuera capaz; su propia presencia física, con la consecuente capacidad mímica o gestual.
Posiblemente porque alguien, alguna vez, para referirse al lejanísimo pasado usó la expresión noche de los tiempos, a mí me gusta imaginar a aquel Abuelo primitivo Narrador por la noche, junto al fuego. Es decir, imagino un narrador nocturno; alguien que relata a esa hora en la que, también hoy, miles de años después y tras haber desarrollado la tecnología, solemos mirar la tele, ir al cine, leer un libro o contar historias a los niños.
Estamos, pues, en el pasado. Tenemos un grupo de gente, todavía a la intemperie, protegida por unas rocas. Esas personas se han reunido en torno al fuego, seguramente bajo las estrellas. Unos están allí para escuchar, para recibir el relato; otro para contar, para transmitir algo que sólo podrá materializarse y adoptar una forma en su voz. En su voz y, seguramente, con la ayuda de otra forma frágil, efímera, que produce su cuerpo: la mímica, los gestos.
Es llamativa -por evidente- la proximidad que existe entre esta imagen traída desde la infancia de la humanidad y otra muy familiar para todos nosotros: la del niño a quien, por la noche, sus padres cuentan una historia.
Lo que me gustaría destacar de ambas situaciones es su nocturnidad -la hora del día en que se producen-, y la puesta en escena.
Si observamos con atención, veremos que ambas situaciones parecen compartir lo que podríamos llamar una necesidad de penumbra. Penumbra en torno a un punto de luz donde se sitúa el narrador -fuego, vela, lámpara, pantalla-. Penumbra que viene a enmarcar, a recortar, el espacio donde la historia se hará materia, adoptará forma, diferenciándolo de ese otro espacio Infinito que es el universo. Delimitando, si se me permite la expresión, el espacio de la lectura.
Como si el lugar donde la historia habrá de hacerse forma necesitara ser, siempre, un espacio específico, diferenciado, único; algo así como un escenario o el interior de una página o de una viñeta.
¿Por qué ese acotamiento del espacio de la representación? Seguramente porque es la única manera de delimitar el lugar donde entrará en vigencia el código de lectura capaz de permitir el acceso hasta las formas narrativas que se ofrecen.
El público, como en el teatro y en el cine, permanece en las sombras, invisible; el relato ocupa el lugar de la luz.
Me cuesta creer que esta recurrente misse en scene sea fruto de la casualidad o del hábito. Yo, humilde guionista, artesano de la narración, prefiero ver allí algo así como una necesidad del ejercicio narrativo. Como si ese foco de luz -el fuego junto a la caverna- invitara a la concentración de la atención de los oyentes en la voz del narrador. Como si, más allá de ese punto de atención, sólo existieran, literalmente, sombras, oscuridad, misterio.
La historia proviene del y se dirige hacia el misterio; proviene del y se dirige hacia la zona de sombra, cual mariposa nocturna que pasa. Sólo por un momento pasa, atraviesa ese punto de luz, ese espacio iluminado que es el espacio narrativo.
Los límites en penumbra -marco que encuadra ese espacio narrativo- brindan, al receptor de lo narrado, al público, al lector, la ilusión de un principio y un final.
A ese espacio narrativo, a ese lugar iluminado donde pasa el relato, los comiqueros lo llámame página.
Dentro de la Viñeta nº10, año 2000
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