A finales del siglo pasado, cierta Fundación cultural ligada a la banca me propuso pronunciar una conferencia sobre mi trabajo de guionista de cómics. Los organizadores confesaron ignorarlo todo sobre el tema. En ese todo incluían, naturalmente, los productos de mi escritura en los últimos dieciocho años.
Mi nombre, explicaron en un alarde de sinceridad que agradecí convenientemente, había sido mencionado por alguien en medio de una conversación, cuando otro alguien había aventurado que tal vez no estaría mal que alguien hablara también de cómics durante un ciclo que incluía ponencias sobre poesía experimental, culebrones, canciones de tradición popular y teatro de marionetas.
Debo decir que, posteriormente, los organizadores del ciclo buscaron mis libros en las librerías especializadas y que, tras denodados esfuerzos, incluso encontraron alguno. Y en su honor debo añadir que, además, mostraron síntomas de haberlo leído.
No me pregunten cuáles fueron esos síntomas.
Las conferencias en general y las del tipo que refiero en particular tienen mucho de absurdo, claro; pero al mismo tiempo son útiles, y no sólo porque ciertas fundaciones culturales se muestran generosas a la hora de pagar. Lo son, también, porque obligan a reflexionar acerca de la actividad que, por lo general, uno ha aprendido y desarrolla de manera empírica. La necesidad de hablar, de exponer algo ante otros, nos ayuda a comprender mejor ese algo. Y si nos pagan por hablar de eso, la ayuda, qué duda cabe, es, desde todo punto de vista, más apreciable.
El ciclo de marras tenía un título genérico que incluía la palabra literatura.
El olfato de perro viejo me advirtió la inminencia de una polémica que siempre he considerado estúpida y que suele desencadenarse con una pregunta tipo, reiterativa cual rayo que no cesa: ¿puede considerarse literatura al cómic?
Dado que veía venir la andanada, llevé mi charla por otros derroteros. Prueba de que, por suerte, la vacuna que me aplicaron hace muchos años contra ese género de conflicto sigue vigente.
Me aburren con igual intensidad tanto los esfuerzos por descalificar al cómic, como los esfuerzos por obtener para el cómic no sé muy bien qué reconocimiento de origen más o menos académico, más o menos cultural, más o menos literario.
Para evitar, pues, ese terreno que tanto les gusta transitar a eruditos y acomplejados -perdonen la redundancia-, me limité a hablar del cómic como de lo que sencillamente es: una de las muchas maneras de narrar historias; una de las muchas formas que puede adoptar esa experiencia intrínsecamente humana llamada relato.
Con el mismo criterio escribo estas líneas. Y que conste: no lo hago por simple comodidad y holgazanería -como podrían pensar Ángel de la Calle, Jorge Iván y otros individuos de pareja calaña-. Lo hago porque es el criterio que considero más práctico, más útil, más fértil también.
Queda dicho: el cómic es una de las muchas formas que puede adoptar el relato.
Todos sabemos que, como ha ocurrido a lo largo de la historia en torno a otras formas que puede adoptar la narración, también en torno al cómic se ha ido desarrollando una industria. La del cómic, la de este tipo de narración que nos interesa aquí, ha tenido, como toda industria, su desarrollo íntimamente ligado al destino de cierta tecnología.
Hablo, claro está, de la industria editorial; pero más específicamente, al interior de esa industria, hablo de la tecnología empleada para la impresión sobre papel. Primero impresión en blanco y negro. Luego impresión en policromía.
La realidad es que hoy, a lo largo y ancho del mundo, miles de personas se dedican a trabajar en lo que podríamos llamar la industria del cómic, la industria que centra su actividad en esta Forma narrativa. De una u otra manera, con mayor o menor rédito, esas miles de personas encuentran su sustento en dicho campo de la producción. Allí trabajan guionistas, dibujantes, editores, rotulistas, coloristas, técnicos de distintas especialidades, distribuidores, vendedores, críticos...
Es evidente que, si tanta gente diferente está implicada en este proceso industrial, es porque el cómic, esta forma narrativa, tiene un público, despierta cierto interés. En ese sentido, podemos afirmar que ocurre con el cómic lo mismo que ha ocurrido y ocurre en el caso de los libros, ilustrados o no; en el caso del cine, mudo o hablado; en el caso de las radio y de las telenovelas, etc. etc.
Tantas son las formas que puede adoptar un relato, tanta ta gente que se gana la vida con ello, tanta la gente que consume esas narraciones... que el fenómeno no puede menos que merecer nuestra atención. A mí, al menos, tal vez porque mi labor se desarrolla en este ámbito, me interesa muchísimo este fenómeno; llamo fenómeno, entre comillas, a la singularísima necesidad humana, tan antigua como el hombre mismo, de elaborar y, sobre todo, de consumir narraciones. Necesidad que, como hemos visto, merced al desarrollo tecnológico, permite la existencia de complejas y muy desarrolladas industrias del relato.
Sabemos que como en el cine, como en los libros ilustrados o no, también en el cómic caben todos los géneros. Podemos encontrar, en los cómics, historias de humor, de aventuras, de terror; porno, historias para público infantil, para jóvenes, para adultos; historias breves, historias larguísimas, historias de ambientación contemporánea, de época, historias realistas, fantásticas, de guerra, de ciencia ficción, románticas, crueles...
Me parece útil, y hasta sano, considerar al cómic en el contexto de eso que podríamos denominar industria del relato. Pero lo hago, abusando un poco de la paradoja, precisamente para recordar que si bien hoy funciona un mercado del relato, la necesidad de contar y de que nos cuenten historias es muy anterior al concepto de mercado. El tan manido mercado no es más que una de las muchas formas en que puede manifestarse la organización de la actividad humana en un determinado momento de la Historia. Y esto vale para el consumo de narraciones o el consumo de patatas. El mercado, quiero decir, esa entidad todopoderosa a la que se invoca permanentemente, no es Dios. Eso creo, al menos, a partir de los últimos datos que he podido recoger al respecto.
El narrador, el autor de cómics en este caso, se inscribe pues en una larguísima tradición cuyos orígenes son mucho más antiguos que los del mercado.
O, para decirlo de otro modo: hay un mercado para la comida, pero el hambre es muy anterior.
Dentro de la Viñeta nº9, año 2000
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