Tiziana Lo Porto y Daniele Marotta
Trad. Cuqui Weller
451 Editores
174 páginas | 19 euros
LUIS ALBERTO DE CUENCA
No conozco a ningún enamorado de la literatura en general que no se haya sentido fascinado en algún momento de su vida por el matrimonio Fitzgerald. Él, Francis Scott, había nacido en Saint Paul, Minnesota, en 1896. Ella era hija de un adusto juez protestante del Sur más profundo, y de una actriz teatral frustrada, de quien heredó el sentido artístico que la acompañaría toda su vida. Nació en julio de 1900 en Montgomery, Alabama. Conoció a Scott en 1918, y se casaría con él dos años después en Nueva York. A los padres de ella no les gustaba su yerno, no solo por sus orígenes católicos, sino también, y sobre todo, por su afición a la bebida, ya proverbial en su primera juventud. Pero Zelda y Scott se amaban desaforadamente, tanto que han acabado convirtiéndose en una de las parejas arquetípicas del siglo XX. ¡Cuántos adolescentes de ambos sexos habrán querido imitarlos en sus primeras experiencias sentimentales!
A los Fitzgerald les tocó vivir la Jazz Age y los Roaring Twenties, y como los dos eran muy guapos, muy listos y muy partidarios de la disipación, se erigieron en líderes de una forma despreocupada de vivir y beber, en la que las fiestas nocturnas eran la norma y el discurrir burgués y adocenado la excepción. Muy pronto, tras el éxito fulgurante de This Side of Paradise, la novela de Scott, Zelda pasó a ser la flapper por excelencia de la sociedad literaria estadounidense, la chica de moda a la que todas querían parecerse. En 1921 nace Scottie, la única hija del matrimonio, que fallecería en 1986. Tres años después, los Fitzgerald hacen las maletas y desembarcan en París. Allí se encuentran con casi todo el mundo que vale la pena encontrar. Se va gestando la gran novela de Scott, The great Gatsby. Zelda no para de bailar, pues aspira a triunfar en el mundo del ballet clásico, y empiezan a manifestarse los síntomas que harían de ella carne de hospital psiquiátrico en lo sucesivo. De todo eso nos da cuenta, con todo lujo de detalles, la novela gráfica Superzelda. Las viñetas de Marotta acogen unos textos en los que Lo Porto deja hablar a la protagonista, reproduciendo infinidad de pasajes de sus cartas a Scott, con quien conoció las delicias del paraíso y los peores tormentos del infierno. El novelista murió en Hollywood en 1940, y Zelda lo sobrevivió ocho años, muriendo víctima de un incendio en el hospital donde estaba internada. Había escrito que “la muerte es la única elegancia”, y su cuerpo estaba tan carbonizado que solo consiguieron identificarla por una chinela déco que le pertenecía y se encontró debajo de su cadáver.
La sensación que uno tiene después de leer Superzelda es de desolación. Se diría que el precio de la fama póstuma es haber vivido de forma tan intensa, tan desgarrada, tan al límite como vivieron Superzelda y su marido alcohólico. Cuando tuvieron dinero —que lo tuvieron, y en abundancia, pues las novelas y los cuentos publicados por él produjeron cuantiosos beneficios— se lo gastaron en festejos de toda índole. Cuando no lo tenían, recurrían a sus habilidades con la pluma, que en el caso de él eran manifiestas y en el de ella no dejaban de transmitir el morbo que emanaba de su fantástico personaje. La novela gráfica de Lo Porto y Marotta, elaborada con una buena documentación, con talento narrativo y con un voluntario feísmo gráfico de efecto distanciador (a la manera brechtiana), nos sumerge en la biografía de una de las mujeres más míticas y bellas que hubo en el mundo en la primera mitad del siglo XX.
REVISTA MERCURIO 149 - MARZO 2013
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